viernes, 16 de abril de 2021

MEA CULPA

Tengo 76 años, y creo que me merezco lo que me está pasando. Mis hijos me dejaron en este asilo de ancianos hace ya casi dos años, y nunca vinieron a visitarme. ¡Qué desalmados!, podría pensarse. Pues no, no es así. Ellos son buena gente. Si hicieron eso, es porque yo me lo merezco. En definitiva, se cosecha lo que se siembra.

Ustedes se dirán que los estoy justificando, que porque son mis hijos los estoy perdonando. Déjenme decirles que no es así: de verdad que ellos -son cuatro, dos hombres y dos mujeres- no están comportándose mal. No, para nada. Simplemente hicieron lo correcto, lo que creo que yo también hubiera hecho en su lugar.

En realidad, lo que me sucede ahora, ya de viejito, me lo busqué: es la consecuencia obligada de lo que fue mi vida.

No hablo con resentimiento, con rencor contra nadie. No hablo, tampoco, desde una posición religiosa. Fui muy creyente en mi juventud, pero luego el rigor de los años me fue volviendo más y más incrédulo. Pasar todo lo que pasé -y yo no era el bueno de la película, en absoluto- me hizo empezar a ver qué es lo que verdaderamente estaba haciendo. Como dije: uno cosecha lo que ha sembrado. Y yo sembré mierda. Por eso ahora, en mi vejez, mi vida es una mierda. Pero está bien.

Dije que no hablo desde ninguna religión, porque se podría suponer que las religiones -hasta donde sé: todas por igual- hablan del amor, la bondad, el perdón. No estoy pidiendo perdón por nada, porque lo que hice ya está hecho, y pedir perdón a estas alturas puede ser un poco hipócrita. Me merezco el castigo, y punto. El perdón no soluciona nada; además, en todo caso, solo un ser superior podría darlo. Nosotros, los mortales humanos, no necesitamos indulgencias. ¡Necesitamos justicia!

Sé que mi vida no fue, precisamente, un paquete de virtudes, una vida ejemplar, encomiable. Me desentendí siempre de mis hijos, de mi esposa, fui un asesino, vil y despiadado. ¿Por qué iría a pedir conmiseración ahora? ¡No!, ¡para nada! Me merezco el castigo. Como dije, ya dejé de ser creyente. No necesito pensar que voy a arder eternamente en un lago de fuego en el infierno por las atrocidades cometidas aquí en la tierra. Esas son tonteras. Ya lo había dicho el papa polaco Juan Pablo II, bien de derecha, y lo reafirmó el argentino Francisco, medio bolche: el infierno no existe, es una metáfora para referirse al mal, el lugar que le corresponde al que se alejó de dios, es decir, del bien.

Bueno, pero no quiero entrar en esas benditas e interminables disquisiciones teológicas. Yo no sé una mierda de todo eso, ni me interesa. De lo que sí estoy seguro, de lo que no me cabe ninguna duda, es que fui muy malo, y por eso necesito el castigo. ¡Aquí en la tierra!, ahora, no para cuando me haiga muerto. ¡Perdón!: haya muerto. Siempre se me filtra lo bestia.

Necesito el castigo, y lo quiero, porque es lo que me merezco.

Ustedes dirán ¿por qué esa rigidez?, ¿por qué este tormento que ahora pido para mi persona? Pues porque no encuentro otro camino para intentar limpiar un poco mis culpas. En realidad, estoy convencido que las culpas no se pueden limpiar, como si fuera una mancha en una ropa. Pero sí, definitivamente, poner castigos puede ser útil. Ejemplar, diría. Para quien lo recibe y, fundamentalmente, para los que lo ven. Como todos somos un poco morbosos, o mucho, a todos nos interesa ver cómo sufre el otro. No digamos que no, porque eso es así: ¿por qué, si no, habría peleas de box, riña de gallos o tauromaquia? Somos morbosos, por supuesto. Entonces, ver cómo a uno lo queman en las llamas de las hogueras purificadoras, como hacía Torquemada en el medioevo con las brujas, sirve al populacho, para que tema y no repita las mismas fechorías. ¿Se entiende?

Bueno, pero sin desviarme de lo que quería decir: acepto alegremente mi castigo. ¿Cuál es mi castigo? Estar encerrado entre estos ancianos decrépitos, solo, abandonado, sin visita de nadie, sin saber qué es de la vida de mis hijos. Estoy solo, sin posibilidad de salir de aquí, y la verdad que esto me mata.

Pese a mi edad, me siento que aún puedo hacer mucho. Seguramente por mi modo de vida, como siempre cuidé mucho mi cuerpo, aún no me siento viejo. Estos viejitos y viejitas que me acompañan en el asilo están todos acabados. Yo no, créanme que no. Hago gimnasia cada mañana, tal como me acostumbré toda mi vida a hacerlo, años atrás en el cuartel, después en mi casa. Todavía ando piropeando a alguna de las enfermeras que nos cuidan.

Si pudiera, de verdad que me iría. Pero esto está muy bien controlado. Como es privado -me imagino que mis hijos lo deben pagar regularmente- atienden más o menos bien a los internos. Pensé varias veces en ver cómo me iba. Pero me detiene la idea de qué hacer luego afuera. Aunque no estoy acabado, con mis setenta y tantos años no me sería fácil sobrevivir. Y no querría terminar de indigente pidiendo limosnas en la puerta de una iglesia, ¡por supuesto que no!

Pero, bueno… como venía diciendo: me merezco estar encerrado aquí. Esto es peor que una cárcel. En la cárcel -nunca estuve en ninguna por dentro, pero esto se sabe- uno no la pasa tan mal; hay alcohol, drogas, mujeres, uno puede tener cierto poder si lo desea, puede sobornar a los guardias, puede arreglar para salir y entrar con discreción… Todo depende del color del billete con que se cuente. La verdad es que, para algunos, incluso es mejor estar en la cárcel que afuera. Pero los asilos para ancianos, los geriátricos, no permiten nada de eso. Son como un loquero, un depósito para deshechos. Sé que no soy un deshecho, pero mi reflexión me llevó a sentirme así, una basura, uno hijo de puta que no se merece amor de nadie.

Pensarán que soy masoquista por todo esto que digo. No, no, no lo soy. Quiero ser justo. Si la hice, la tengo que pagar. Recién de grande, de viejo, fui comprendiendo eso. Que la impunidad es una mierda, que uno no puede hacer lo que quiera, saltándose las reglas, cagándose en el otro. La gente es gente, sufre, siente, hay que respetarla. Por años yo viví sin tener en cuenta eso. Eso que ahora me parece tan elemental, por muy buena parte de mi vida parecía no contar, no importar.

Viví engañando a mi esposa. Además de los cuatro hijos oficiales, tengo algunos más desperdigados por ahí. Y a los oficiales, a los cuatro estos que me pusieron aquí, les di muy mala vida. Parrandeando todo el tiempo como me gustaba estar -nunca fui alcohólico ni drogadicto, aunque consumía- me desentendí de mi familia. Por mi trabajo también me desentendí. Como por varios años fui militar, y justo pasé los mejores años de mi vida durante los gobiernos militares, sirviendo durante esa época, me vi muy comprometido con la guerra anticomunista que librábamos. Sé que hubo excesos, que mucho de lo que hice está mal, es una aberración moral, pero en guerra uno no piensa eso. Además, paradojas de la vida, estuve años y años combatiendo contra comunistas, y dos de mis hijos salieron comunistas. Además de la otra que salió lesbiana, para mí todo eso fue la peor afrenta. O, al menos, así lo consideraba años atrás. Ahora veo que no fue sino el resultado de mi conducta, de mis acciones.

Yo fui formado en la Academia militar como un cuadro en la lucha contrainsurgente. Por aquel entonces se nos enseñaba a rajatabla que los comunistas eran la peste número uno, lo peor de lo peor, el tumor canceroso y putrefacto contra el que debíamos luchar. Por supuesto, buen alumno como era, yo lo repetía a pie y juntillas. Así pasé años. Cuando me tocaba actuar, siempre tenía presente aquellas enseñanzas. Incluso me recuerdo cosas bien perversas que nos hacían. O, al menos, ahora las veo perversas. Alguna vez íbamos a reprimir una manifestación que sabíamos tendría lugar en la ciudad capital. Sabíamos que iba a ser el jueves; entonces nos encuartelaron desde el lunes, cerrados sin posibilidad de salir ni de comunicarnos con nuestras familias o seres queridos. Nos decían, siempre a los gritos, maltratados con insultos, que estábamos allí por culpa de los “malditos comunistas” que manifestarían el jueves. Que si no fuera por ellos, ahora podríamos estar tranquilamente en nuestras casas, descansando. De esa manera lograban que cuando salíamos a reprimir el jueves, sintiéramos una furia feroz contra esa gente. Es como hacen con los toros de lidia, que tienen encerrados antes de la corrida, y los azuzan, les golpean los testículos, los enervan… Cuando salen al ruedo, están endiablados, furiosos. Pues bien: así hacían con nosotros. Se imaginan, ¿no? Siempre agresivos, siempre listos para comernos al “enemigo”. Y así pasé años de años. A quien me discutía algo, a quien me contrariaba, ya lo veía como un enemigo. También era así con mis hijos, con mi mujer, con quien me discutiera algo.

Me acostumbré a la violencia. Eso, para mí, era una diversión. No solo un oficio, que se hace como cualquier oficio, cumpliendo un horario. Era un modo de vida.

Torturé infinidad de veces. Y me llevé a varios para el otro lado. Al principio, dudaba un poco; después, tengo que reconocerlo, hasta me empezó a gustar. Se ve que la sangre busca más sangre. Cuando torturaba tenía una sensación increíble, era como un orgasmo. Da una idea de plenitud, de que uno puede todo, de que a uno nunca le va a pasar nada. Se siente dios. Me entienden, ¿no? Sé que es una locura, pero es así. Estos son temas que no se hablan con nadie, pero las pocas veces que comenté algo de esto con algún otro colega en estas cosas, todos coincidimos: al torturar, uno se siente grandioso.

No estoy loco, créanme. Por un tiempo viví esa loca sensación, pero después me fui dando cuenta que eso no estaba bien, que era enfermizo. No me voy a hacer el bueno. Nadie es bueno. No vengamos con esas tonteras del amor al prójimo y cosas por el estilo. Eso no existe. Si no, no se harían las cosas que se hacen: torturar, matar a sangre fría, cagarse en el otro… La verdad es que no somos muy buenos que digamos. Los curas se llenan la boca hablando de amor y caridad, pero se violan a los niños. ¡Por favor! Y la moral, mis amigos, es un buen invento para mantener tranquilas nuestras conciencias. Se ponen normas para no terminar comiéndonos unos a otros, pero sabemos que todos queremos violar esas normas continuamente. No podemos, porque si no, nos cae la sociedad. Pero cada vez que tenemos la oportunidad de saltarlas, lo hacemos. Un ministro español dijo la vez pasada que “las normas son como las mujeres: están hechas para ser violadas”. Por supuesto, lo dijo, y al día siguiente tuvo que renunciar. Pero eso esconde algo que realmente pasa en la sociedad. Todos queremos andar violando normas. ¿Por qué, si no, todo el mundo le escapa a pagar impuestos, aunque sepamos que los Estados viven de los impuestos, que eso vuelve a la población como servicios? Todos nos hacemos los tontos para evadir impuestos. ¿Me pueden explicar por qué lo hacemos, si no es porque, en el fondo, todos somos medio hijos de puta?

Ustedes dirán que soy un psicópata. Bueno…, quizá. Pero la vida me ha enseñado que todo el mundo es más o menos igual. Yo, de puro hijo de puta, me atreví a hacer lo que otros fantasean. Claro que está mal, pero yo cumplía órdenes.

Es complicado todo esto, muy complicado. No quiero quedar como una pobre víctima, un simple engranaje que cumplía una directiva. Al final, tengo que reconocerlo, me gustaba torturar, me gusta ver cómo alguien se cagaba en las patas literalmente ante mi presencia. Eso da una sensación de grandeza. Pero ¿por qué lo hacía? Porque me, o mejor dicho: nos habían preparado para hacerlo. Se entiende, ¿verdad? No era solo yo. Era un plan. Yo era el malo de la película, pero ¿quién es verdaderamente el malo? ¿Quién escribió los manuales que nos daban en la Academia? ¿Por qué los ricachones, los que realmente manejan los hijos del poder, nunca protestaban contra nuestra bestialidad?

Es cierto que no todos pueden torturar. O, al menos, no todos pueden sentir el mismo placer torturando. Algunos lo hacían solo cumpliendo órdenes; otros, como yo, realmente experimentábamos placer con el sufrimiento de otro. Pero todos, en mayor o menor medida, lo hacíamos. Nos preparaban para eso. Incluso muchas veces se torturaba en grupo: todos teníamos que pasar a darle algún golpe al enemigo, para hacer sentir así el espíritu de cuerpo, para que todos supiéramos que éramos parte de lo mismo, para tener una responsabilidad compartida. Y aunque ustedes no lo crean, hasta más de alguna vez hubo sacerdotes participando en el asunto. ¡Sí, sí! Torturando. Y médicos que estaban al lado del torturado viendo hasta dónde se le podía pegar, para que no se nos fuera demasiado la mano. ¿Dónde mierda dejaron su juramento hipocrático entonces? ¿Mujeres torturadora? ¡Por supuesto! ¿Por qué no? La cuestión es que cualquiera, dadas las circunstancias, puede hacerlo. ¿Cómo creen ustedes, si no, que alguien puede entrar en combate, ir a la guerra, si no es porque todos tenemos algo de sádicos? Siempre puede haber un enemigo, un hijo de puta al que atacar. También para los comunistas eso vale. Estos cabrones se llenan la boca hablando de solidaridad, pero también cualquiera de ellos, en nombre de su ideal de justicia e igualdad, puede levantar un arma y disparar. Mis hijos comunistas, discutiendo algunas veces de esas cosas conmigo, me decían que en un mundo menos mierda quizá se logra que cada uno de los individuos sea también menos mierda. Puede ser. Ahora, de viejo, llego a pensar que tal vez sí. Si todos comemos por igual, si no tenemos problemas para sobrevivir, quizá nos respetamos un poco más. No lo sé. De momento, de acuerdo al mundo que conozco, veo que eso está lejos todavía. Pero queda la esperanza del cambio, ¿no?

Miren: al final todos somos iguales. ¿Qué diferencia real hay entre Bill Gates, la reina de Inglaterra o el fulano que putea al árbitro de un partido de fútbol y al día siguiente vuelve a trabajar como un pobretón? En un sentido, todos somos iguales, más allá de la cantidad de billetes que se tenga. Cualquiera, llegado el caso, puede sacar su lado oscuro. ¿El papa es más bueno que una puta que trabaja vendiendo su cuerpo? ¿El que manda a matar es más bueno que el operador que aprieta el gatillo? Veamos los curas, como recién decíamos. Se agarran a las monjitas, las embarazan, y después se hacen los desentendidos. Eso pasa, me consta. Una vez le preguntaron a Wojtyla, el que después fue Papa con el nombre de Juan Pablo II, ¿cuál era el lugar de la mujer en la Santa Iglesia Católica? ¿Y saben qué dijo? Sumisa a los pies de Cristo muerto. Es decir: ¡cállese la boca y obedezca!

Yo no me voy a hacer el buenito, ni el comunista que pregona la solidaridad, ni el santulón. No… ¿para qué ser hipócrita? ¿Yo buenito? ¡Por favor!, si soy un asesino. Pero reconozco que hay injusticias por todos lados, dobles discursos, mucha mierda. Pero algo pasó que cambié. En realidad, no fue ninguna revelación divina ni cosa por el estilo. Aunque ustedes se rían y no me lo puedan creer, ver una película cierta vez me hizo empezar a reflexionar. Tal vez la vieron. “El niño del pijama de rayas”, inspirada en la novela de un irlandés, no recuerdo su nombre, Boyne o algo así, novela de la que luego se hizo la película. Yo vi la película -leo muy poco; los bestias como yo casi no leemos-. Vi la película, y eso, más lo que me dijo mi hijo mayor casualmente para esos días, me hizo reflexionar.

No voy a decir que fue un cambio de vida, una revelación mística. Esas cosas no pasan. Pero sí me sucedió algo que me hizo pensar.

Como les decía, coincidió esa película con lo que me dijo el mayor cuando nos enteramos que una de sus hermanas era homosexual. Él me dijo que la dejara tranquila, que si ella había salido así, era su decisión, que yo no tenía por qué andar metiéndome, que ya había sido así toda mi vida, intrusivo, abusivo. Me dijo que yo me consideraba el dueño de la vida de ellos, y que ya los cuatro estaban hartos de mi forma de ser. Me lo dijo gritándome en la cara: que yo no tengo ningún derecho a decidir la vida de los demás.

En la película que les comento pasa algo igual: el mensaje es que nadie tiene derecho a decidir sobre la vida de los otros. Miren que yo fui militar, y uno está preparado para sentir que es distinto al resto de la gente. Por eso llevamos uniforme, para distanciarnos del resto de lo que llamamos “civiles”. Más aún: a uno lo preparan para saber dar órdenes, para manejar a la gente, para no tener miedo a nada. Eso hacen los superiores con los inferiores: a los gritos se les hace saber que el que está abajo no vale nada, que se le puede hacer cualquier cosa, porque el que manda, ¡manda! Y eso no se discute. Pero eso no puede ser así. Con nadie: ni con un subalterno, ni con un hijo, ni con nadie.

Ahora entiendo cuando uno de mis hijos me hablaba del comunismo y del poder popular: nadie está por arriba de nadie, todos tenemos que ser iguales. Todos tenemos que decidir en conjunto. En “El niño del pijama de rayas” se trata ese tema, y eso fue lo que me hizo pensar. Ahí, un oficial nazi, siguiendo las indicaciones del partido nazi, hace y deshace a su gusto lo que quiere con los judíos que están en el campo de concentración, los tratan como basura, como subhumanos. Pero por paradojas de la vida, su hijo, muy ingenuo, termina haciéndose amigo de un niñito judío que tienen prisionero, creyendo que el uniforme que les ponían era un pijama. Y a partir de esa confusión, al hijo del jerarca nazi lo terminan matando en una cámara de gas, confundido con un judío.

Yo maté gente, mucha. La verdad, perdí la cuenta de cuántos fueron. Y los cadáveres los tirábamos por allí. Ahora hasta me da vergüenza decir lo que hacíamos. Había un loco entre nosotros que tenía relaciones sexuales con las mujeres muertas, con las jovencitas, claro, con los cadáveres todavía calientes, mutilados por las torturas y las violaciones. Necrofilia creo que le llaman a eso, ¿verdad? Bueno…, ya ven: los seres humanos damos para todo. En África, aquel negro dictador no recuerdo de qué país, un tal Idi Amín Dadá, se comía algunos órganos de sus rivales muertos. ¿Qué me cuentan? Así somos los seres humanos. ¡Pero tiene que haber límites!

Yo eso lo entendí de grande. Por eso me agarró la culpa. Si mis hijos me ven como un hijo de puta porque les arruiné su vida en buena medida, tienen razón. Si ahora me dejaron abandonado aquí, tienen razón. No pido clemencia, ni perdón, ni me voy a golpear el pecho. Simplemente, como buen soldado que soy, acostumbrado a recibir golpes, diría que si me lo merezco, es correcto. Me lo merezco, y punto.

¿Saben la sorpresa que les tengo preparada a los cuatro? Para mi próximo cumpleaños, que viene dentro de poco, los estoy invitando a que lleguen, para festejarlo junto a ellos. Mi esposa ya falleció, lo cual me ahorra un problema. No me pregunten cómo hice para conseguirlo, pero lo cierto es que tengo un revólver 38 con parque. Espero que lleguen los cuatro ese día. Entonces, como acto de despedida, delante de ellos me voy a pegar un tiro en la sien. ¡Castigo es castigo!



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