“Uno de cada doce niños y niñas en el mundo es explotado laboralmente. De los 352 millones de niños y niñas entre 5 y 17 años que trabajan en el mundo, 180 millones (uno de cada 12) lo hace en situaciones de explotación, enfrentándose a las peores formas de trabajo infantil.” (UNICEF)
La riqueza de las sociedades no está en sus recursos naturales. La
pobreza no se relaciona con la falta de tierra cultivable o la ausencia de un
elemento tan importante hoy como el petróleo; está en la manera en que se
reparte la riqueza social, que tiene que ver con razones políticas, con la
forma en que se “arma” esa sociedad. Pobreza y riqueza tienen directa relación
con la gente, con la forma en que la población tiene acceso a lo que genera el
trabajo. La pobreza genera pobreza. Un niño trabajando, genera pobreza para el
futuro.
Niños,
niñas o adolescentes trabajando constituyen un síntoma social; hablan no sólo
del presente de la comunidad a la que pertenecen, sino también del porvenir. El
porqué un menor trabaja está indisolublemente ligado a la pobreza. En cualquier
país donde se da el fenómeno, siempre hay que entender el mismo en la lógica de
“ayuda” al presupuesto familiar. En
las áreas urbanas, según estimaciones de la OIT, su trabajo puede aportar un
25% del ingreso hogareño. Y en áreas rurales, donde su labor no se traduce
monetariamente en forma directa, la ayuda es inestimable porque sin ella –tanto
en faenas agrícolas como en el ámbito doméstico– no se podrían sostener las
familias.
Por tanto, el trabajo infantil llena una acuciante
necesidad; eliminarlo significa privar a una enorme cantidad de población
adulta de una ayuda que, de no tenerla, la sumiría irremediablemente en la
indigencia total. Estamos, entonces, ante un complejo círculo vicioso:
poblaciones pobres–familias pobres– padres con pesadas cargas familiares–niños
que deben trabajar–niños que no acceden a la educación formal–futuros adultos
sin capacitación–nuevas familias pobres–continuidad de las poblaciones pobres.
Un menor trabajando tiene hipotecado su futuro, y
por tanto, el de su sociedad. La relación es inversamente proporcional: a mayor
cantidad de horas trabajadas menor cantidad de horas de estudio. Así, el
trabajo infantil puede salvar del hambre aquí y ahora, pero cercena el
desarrollo a futuro.
Además el trabajo infantil es cuestionable por
otras razones. Que un niño o niña a cierta edad desarrolle alguna tarea
doméstica, o aprenda el oficio de sus padres, puede ser un gran aliciente,
tanto personal como colectivo. Es una forma de contribuir a la socialización,
una manera de generar responsabilidad, solidaridad. Pero el trabajo al que nos
referimos no es ése precisamente: se trata de algo realizado en un clima de
dependencia con todas las cargas que sobrelleva un adulto –horarios,
exigencias, a veces peligros– en una edad en que ningún ser humano está
preparado para ello, aunque la urgencia de la vida fuerce a soportarlo. Es eso
lo que se denuncia como cuestionable: un menor que trabaja pierde, además del
estudio, la posibilidad de disfrutar su infancia, de jugar; es decir: sufre. Un
niño debe ser niño y no un adulto en pequeño.
Adicionalmente,
el trabajo infantil se desenvuelve siempre en condiciones de gran precariedad.
Muchas veces está invisibilizado como tal, y en general no goza de prestaciones
laborales ni derechos específicos, y aunque haya normativas al respecto, dado que
es un grupo mucho más vulnerable por su misma condición de “pequeño”, resulta
más “fácil” para el empleador saltarse las legislaciones.
Luchar contra el trabajo infantil es luchar contra
una grosera forma de explotación. La pobreza es un círculo vicioso, y desde la
pobreza es más urgente encontrar soluciones puntuales, aquí y ahora, que
posibiliten comer todos los días y no pensar en términos de largo plazo. Pero
ahí está la cuestión: un niño trabajador, o puesto en la calle, un niño que
mendiga, que se droga, evidencia que todavía falta muchísimo por trabajar en
pro de la justicia. Los moldes del capitalismo no permiten encontrarle salida
al problema.
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