Gilberto nunca decía “no” a nada. Era ya proverbial su amabilidad. No discutía con nadie, siempre con una sonrisa en su rostro.
En el grupo juvenil de la iglesia donde actuaba, algo en
tren de broma, le apodaban “el santo”. En realidad, más que broma parecía una
realidad. “Un pan de dios” era la expresión que mejor le cuadraba, que
lo describía en su integridad.
Sin explicación lógica posible, era el preferido de su
abuelo entre sus ocho nietos. Don Maximiliano, el más acaudalado terrateniente
de la zona, legendario por sus amoríos y por su violencia -tenía varios muertos
en su haber, siempre en “defensa propia”, según rezaban los partes policiales,
así como incontables hijos extramatrimoniales- gustaba decir que Gilberto era
su “único y verdadero sucesor”.
De hecho, ambos eran dos gotas de agua: sus
características de “raza superior”, como solía expresarse el viejo
hacendado, les hacía sentirse en un plano especial. Abuelo y nieto superaban el
metro noventa de altura, y la blancura de sus pieles, así como el azul profundo
de sus ojos y el amarillo reverberante de sus cabellos, no tenían parangón. Por
lo pronto, Gilberto era el único de sus descendientes que hablaba en perfecto
alemán con el viejo (lo había estudiado con obsesiva perfección en la Deutsche
Schule).
Del pasado de don Maximiliano nadie sabía mucho a ciencia
cierta. Oscuramente se tenía idea que había llegado a ese rincón de aquel país
latinoamericano escapando de la guerra. No más que eso. Y que tenía mucho
dinero. Dada esa opacidad, se habían ido tejiendo distintas leyendas a su
alrededor. El viejo terrateniente, siempre enigmático, impenetrable, sonreía
levemente tras su máscara pétrea. Las dos pistolas que cargaba en su cintura,
más el infaltable machete, clausuraban todas las preguntas.
Gilberto despertaba ternura. Ese “pan de dios”, ese
“santo”, parecía de otro mundo: su actitud casi beatífica, su candidez, el
hecho de jamás proferir insultos, le daban un aire especial. Resultaba raro que
un tipo como su abuelo, quien aún era partidario de utilizar el látigo para
castigar a sus trabajadores en ciertas ocasiones, ponderara tanto a ese inocente
jovencito de aspecto angelical. Si algo los unía, era su compartida afición por
la entomología. Ambos dedicaban, por separado o a veces juntos, largas horas a
buscar y clasificar insectos.
Nadie conocía de la secreta pasión de Gilberto, quien
solía perderse tardes completas en las zonas boscosas de la heredad de su abuelo:
buscaba insectos… para descuartizarlos. Don Maximiliano, a su vez -también en
secreto- era un consumado descuartizador de animalitos. En su estudio -decorado
con pomposa suntuosidad- exhibía interminables frascos con piezas de bichos
varios, y en las paredes se mostraban numerosas cabezas embalsamadas de
distintos animales. Cuatro cráneos humanos sobre su escritorio daban un toque
tétrico al lugar. Las empleadas domésticas buscaban como escaparle a la
limpieza de esa habitación; el aire lúgubre de tanta botella con formol, mariposas
y murciélagos atravesados con alfileres y bocas rugientes de animales
momificados las espantaba.
Solo Gilberto mantenía una muy cordial relación con el
abuelo; tanto sus hijos como los nietos miraban al anciano con temor, con cierta
desconfianza. Había algo de siniestro en su figura. Sin buscarlo, espantaba.
¿Qué había en ese nieto, el “alemancito”, con el que mantenía un trato tan
cordial?
Gilberto, sin que pareciera darse cuenta de ello, era
continuamente víctima de acoso. Muchas veces, un acoso sutil o, en todo caso,
abusaban de él. Dada su generosidad, como nunca se negaba a nada, terminaba
siendo el obligado chofer de todo su grupo de amigas y amigos. Tenía un lujoso
vehículo cero kilómetro, que los dividendos de la hacienda permitía comprar.
Pero él casi no lo disfrutaba: era más el tiempo que dedicaba a llevar
pasajeros gratis que lo utilizado para sí mismo.
Un hecho especialmente importante en su vida, silenciado
por Gilberto durante mucho tiempo, fue el aborto que, sin quererlo, terminó
apañando. Se puede decir que nunca tuvo novia; en todo caso, más de alguna
mujer lo sedujo, incluso lo llevó a la cama. Como él nunca decía que no, se
dejó. Fue así que Alicia, hermosa morena veinteañera, quedó embarazada. El
procedimiento quirúrgico lo terminó pagando Gilberto, sin saber que el dinero
que daba era para eso. Cuando supo que ya no sería padre, casi desespera. La
muchacha, sin mayor trámite, lo dejó. A partir de ahí la actitud del joven -23
años tenía en ese entonces- empezó a cambiar.
Coincidió todo ello con la muerte de su abuelo y de sus
padres en un accidente aéreo. Los tres, junto con el piloto, cayeron en la
avioneta particular propiedad de don Maximiliano, dirigiéndose alguna vez hacia
la ciudad de P. El testamento del viejo alemán era explícito: Gilberto era el
único -¡el único!- heredero de sus propiedades: Hacienda La Moderna “con
todo lo clavado y plantado” (se quitó la indicación que rezaba “indios
incluidos”, por ser una rémora impresentable en la actualidad), alrededor
de una docena de propiedades en la capital, varios vehículos, la avioneta, un
lujoso yate.
Por supuesto, toda la familia reaccionó airada. Sus tres
hermanos, tres tíos y ocho primos no lo podían creer. El odio que se disparó
entre todos ellos fue volcánico, incontenible. De todos modos, no había modo de
reaccionar jurídicamente contra el beneficiado: el texto del documento legal no
daba lugar a malentendidos.
Pero siempre se encuentran alternativas. Como el dinero
lo compra todo, en un complot del más alto hermetismo, varios de los familiares
lograron “convencer” a un juez. Así fue que se intentó declarar insano
mental a Gilberto. Cuando el joven se percató de la artera maniobra, ya su
suerte estaba echada. O, al menos, eso era lo que pensaban los otros
descendientes.
Hasta donde se sabe, el joven no tuvo ninguna asesoría;
fue enteramente su elucubración. Lo cierto es que, un día antes de la audiencia
fijada por el juzgado, Gilberto citó a la familia al despacho que otrora fuera
de don Maximiliano. No se conocen los detalles exactos, pero el voraz incendio
terminó con la vida de los diez familiares presentes, así como con la de tres
empleados de la casa. Gilberto se salvó de milagro. Los cuatro que no murieron
carbonizados, quienes no estuvieron aquel día en la reunión por diversos
motivos, fueron apareciendo descuartizados tiempo después, sin ninguna
explicación. Ahora, en su nueva casa -un apartamento bastante modesto en el
barrio M., en la capital- en la habitación convertida en estudio, exhibe cuatro
cráneos, igual que lo hacía su abuelo. Y varios frascos con formol con piezas
biológicas. Él dice que son insectos y partes de animalitos que diseccionó. En
realidad, nadie se lo cree.
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