Centroamérica constituye el área más pobre y olvidada del subcontinente latinoamericano. La gran mayoría de la población mundial asocia la región con “países bananeros”, y eso es todo el conocimiento que se tiene de la zona. En otros términos: pobreza generalizada, mucha violencia, corrupción. Y, por supuesto, producción de bananos. O producción “de postre”, como se le ha llamado: frutas, café y azúcar.
Con
índices socioeconómicos semejantes a los del África Sub-sahariana, los
problemas estructurales convierten a casi todos sus países (Guatemala, El
Salvador, Honduras, Nicaragua) en una virtual bomba de tiempo. Altas tasas de
desnutrición, analfabetismo, falta de oportunidades laborales, salarios de
hambre, Estados deficitarios y corruptos, escasez de servicios básicos, más una
serie de factores históricos que a continuación veremos, hacen de esta zona un
lugar particularmente inseguro. Algunas ciudades centroamericanas (San Pedro
Sula, San Salvador, Guatemala, Tegucigalpa) figuran entre las urbes más
peligrosas del mundo por los alarmantes niveles de criminalidad. Los promedios
de homicidios cometidos diariamente a nivel nacional: 15, 20, 25, hacen en
pensar en territorios en guerra. En el 2020 esas tasas descendieron
drásticamente, debido al obligado confinamiento que trajo la pandemia de
COVID-19. Pero la violencia no ha desaparecido; si bien se redujo el año
pasado, continuó siendo muy alta en comparación con otras zonas del mundo,
incluso con países abiertamente en guerra. En realidad, no se trata de
conflictos bélicos declarados, pero de hecho son sociedades que viven en
perpetua “guerra”.
No
es ninguna novedad que la pobreza extrema funciona como caldo de cultivo fértil
para la delincuencia. A este telón de fondo de la pobreza crónica se suman
enormes movimientos migratorios desde el campo hacia las ciudades (se estima no
menos de 30 personas diarias en cada país que realizan esa migración interna),
lo que crea presiones inmanejables en las grandes concentraciones urbanas
-capitales de entre dos y tres millones de habitantes-, trastocando la
capacidad productiva de las comunidades de origen y produciendo procesos fuera
de control como son los barrios marginales. Por lo pronto, un cuarto de la
población urbana centroamericana habita en zonas llamadas “marginales”, sin
servicios básicos, peligrosas, nada amigables, la mayor de las veces en
condiciones de invasores en terrenos fiscales. Lo peor de todo: sin miras de
solución en lo inmediato, con una crisis sanitaria actual que complejiza más
aún la situación.
En
los grandes centros urbanos de los países de la región es común la tajante
separación entre esos barrios precarios, en general considerados “zonas rojas”
(por lo peligrosas, donde “no entra nadie, ni la policía”), por un lado, y por
otro los lujosos sectores ultraprotegidos de muy difícil o imposible acceso
para el ciudadano común y corriente (lugares donde se encuentran mansiones con
piscina y helipuertos, comparables a las mejores mansiones del mal llamado
Primer Mundo). Caminar por las calles o viajar en transporte público se ha
tornado peligroso. E igualmente inseguras y violentas son las zonas rurales:
cualquier punto puede ser escenario de un robo, de una violación, de una
agresión. A título de patético ejemplo: en los autobuses no han sido raras las
violaciones sexuales de mujeres. La violencia delincuencial ha pasado a ser tan
común que no sorprende; por el contrario, ha ido banalizándose en un
cierto sentido, aceptándose como parte normal del paisaje social cotidiano. Es
frecuente un asesinato por el robo de un teléfono celular, de un reloj pulsera,
de un anillo.
Actualmente
la violencia cotidiana ha pasado a ser un problema muy grave en todos estos
países. De hecho, la tasa de homicidios alcanzaba antes de la pandemia en
promedio el 40 por cada 100,000 habitantes, considerándosela como muy alta con
relación a los patrones internacionales. Esta violencia tiene un costo global
como porcentaje del PIB de entre 5 y 15%, mientras que el de la seguridad
privada va del 8 al 15% (dato significativo: las agencias de seguridad son uno
de los ramos comerciales que más ha crecido en estas últimas décadas, y el
negocio continúa en expansión). Es importante destacar que víctimas y
victimarios son regularmente jóvenes entre 15 y 25 años.
Como
dato complementario, no menos indicativo de la situación, debe remarcarse que
los linchamientos de ladrones (de pequeños ladrones, rateros de poca monta) no
son infrecuentes, lo cual evidencia la crisis social en juego. Linchamientos,
por cierto, que son ampliamente aceptados por la población.
Tanta
violencia nace de un entrecruzamiento de causas: como se anticipaba, de la
pobreza estructural, además de la herencia de las guerras recientemente
sufridas, de las migraciones incontrolables; a lo que se suma una impunidad
histórica y una profunda ineficiencia de los sistemas de justicia (de ahí los
linchamientos, supuesta “justicia por mano propia”, “justicia popular”).
Los
años 80 del siglo pasado marcaron para Centroamérica una época de furiosos
enfrentamientos armados internos. En el marco de la Guerra Fría -fría
para las dos superpotencias enfrentadas, super caliente para estos países, que
son lo que efectivamente pusieron el cuerpo-, desde la lógica insurgente y
contrainsurgente que se instauró, el área se militarizó completamente. Los
efectos inmediatos de esas polarizaciones fueron terribles: muertos, heridos,
mutilados, pérdidas materiales, más todas las secuelas psicológicas que ello
trae aparejadas, en general sin ningún abordaje desde políticos públicas
efectivas. El escape a través del alcohol es el expediente más sencillo para
“tapar” los problemas. “En Guatemala solo borracho se puede vivir”, dijo
el Premio Nobel de Literatura, el guatemalteco Miguel Ángel Asturias.
Los
años 90 dieron lugar a procesos de paz en cada país, terminándose la situación
bélica de hecho, pero persistiendo enraizada la cultura de violencia que se
instaló en toda la zona y cuyas consecuencias aún persisten. En cualquier
república centroamericana hoy puede conseguirse en el mercado negro un fusil de
asalto con municiones por 100 dólares, y la costumbre de usar armas de fuego
está muy extendida (se calcula que entre la población civil hay igual cantidad
de armas registradas que de ilegales).
En
general son los sectores juveniles los más golpeados por todos estos procesos,
los que encuentran menos espacios de desarrollo. Los prejuicios sociales
-alimentados por una ideología patriarcal hondamente asentada- ven en la
juventud un problema social en sí mismo, sin atender a la compleja problemática
que lleva a la proliferación de pandillas juveniles, lo cual es, ante todo, un
síntoma social que habla -violenta, groseramente- del fracaso de los modelos
imperantes en la región. Muchas veces, cuando las autoridades piensan en
“prevención de la violencia” en las “zonas rojas”, se dedican a poner alumbrado
público en las zonas más oscuras y a entregar canchas de fútbol o de básquet,
como si eso, por sí mismo, fuera una solución, en tanto se desconocen las
causas profundas de la situación.
Una
de las salidas más frecuentes para los jóvenes centroamericanos de escasos
recursos, tanto urbanos como rurales, -que, por cierto, son mayoría- es
engrosar las filas de los inmigrantes ilegales rumbo a los Estados Unidos; y si
no, las pandillas (las “maras”, como se las conoce en la región). El “dinero
fácil”, la distribución callejera de drogas, las conductas transgresoras, son
siempre una tentación.
Un
ingrediente que coadyuva fuertemente al clima de violencia cotidiana es la
impunidad general que campea: corrupción gubernamental generalizada, sistemas
judiciales obsoletos e inoperantes, cuerpos policiales desacreditados, sistemas
de presidios colapsados; todo lo cual no contribuye a bajar los índices
delincuenciales sino que, a la postre, los retroalimenta. En muchos casos,
diversos mecanismos de los Estados son secuestrados por mafias del crimen
organizado, con grandes cuotas de poder político, que manejan abiertamente sus
negocios amparados en esa cobertura legal: narcotráfico, contrabando, tráfico
de indocumentados, poderosas bandas de asaltabancos o robacarros a nivel
regional, venta ilegal de recursos maderables. Para estos grupos, demás está
decirlo, la criminalidad reinante le es no sólo funcional sino necesaria. Y ante
todo ello, las agencias privadas de seguridad aparecen como la solución
(aunque, en realidad, fuera de gran negocio para sus propietarios, no
representan ninguna solución). “No hay
que ser sociólogo ni politólogo para darse cuenta la relación que existe entre
el muchacho marero al que se le manda a extorsionar un barrio y la agencia de
seguridad privada, de un diputado o un militar, que al día siguiente viene a
ofrecer sus servicios”, decía con claridad meridiana un joven de una
pandilla centroamericana.
Esta
ola delincuencial que azota la región se monta, a su vez, en una historia de
violencia cultural signada por el autoritarismo, el machismo patriarcal, la
falta de mecanismos democráticos y de consenso, un espíritu casi feudal
en algunos casos (en zonas rurales alejadas no es raro el virtual derecho de pernada, jus prima nocte). Para
usar una expresión ya muy dicha, pero sin dudas siempre oportuna: la
violencia genera violencia. Si en un hogar un niño es criado con suma
violencia -ese es el patrón dominante: “el mejor psicólogo es el cincho”-,
seguramente repetirá eso en sus acciones posteriores, cuando crezca. “Se
repite activamente lo que se sufrió pasivamente” enseña el psicoanálisis.
Para
la percepción popular la inseguridad pública es uno de los principales
problemas a afrontar, si no el mayor, tanto o más que la pobreza histórica. El
continuo bombardeo mediático contribuye a reforzar este estereotipo, alimentando
un clima de paranoia colectiva donde aparece la “mano dura” como la opción
salvadora. Es en esa lógica -deliberadamente manipulada por grupos que se
benefician de este clima de violencia- que la militarización de la cultura
cotidiana no ceja, y las agencias de seguridad privadas superan con creces a
las policías estatales en una relación de 5 a 1; lo cual, valga insistir, en
modo alguno garantiza la seguridad ciudadana.
La
solución a todo esto no es la represión; la mejor manera de terminar -o al
menos reducir sustancialmente- este cáncer social de la violencia
delincuencial, de la criminalidad cotidiana, de la violencia en general, es la prevención.
Pero no esa sátira de prevención arriba mencionada, donde los jóvenes parecieran ser “naturalmente” el
problema a abordar. Dicho de otro modo: la única posibilidad real de
transformar la situación pasa por el mejoramiento de las condiciones de vida de
la población: pan y justicia. La seguridad ciudadana no se logra con armas,
perros guardianes, alambradas electrificadas y sistemas de alarmas; se logra
con equidad social. “Es mejor invertir en
aulas de clase que en cárceles”, decía Lula da Silva. ¡Gran verdad!
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