En algún país del África cuyo nombre no es relevante en este momento, en la década de los 70 del siglo pasado tenía lugar una sangrienta dictadura. El general B., colocado en el poder por la confabulación de varias potencias occidentales, aseguraba a las multinacionales del caso los recursos minerales que robaban impunemente.
Las protestas populares se silenciaban a base de muertes,
desapariciones y torturas. Como siempre esas potencias, al igual que los organismos
internacionales y las principales embajadas, seguían llenándose la boca de
palabras altisonantes: “libertad”, “democracia”, “derechos humanos” y cosas por
el estilo, mientras miraban para otro lado en relación a las montañas de
cadáveres y ríos de sangre que bañaban al país.
El general B. en persona, en muchas ocasiones tomaba
parte en las torturas de los opositores políticos. Su megalomanía iba en
aumento; las potencias a quienes servía lo aplaudían. Su última demostración de
grandeza había sido la adquisición de diez aviones militares de última
tecnología, endeudando a la nación de una manera bochornosa. Las protestas,
silenciadas siempre a base de sangre y cachiporrazos, no se habían hecho
esperar: era vergonzoso gastar esa fortuna en maquinaria bélica mientras el
hambre, la malaria y el dengue arreciaban por los cuatro puntos cardinales del
país. Las potencias y los organismos internacionales, sin embargo, seguían
mirando distraídas para otro lado.
El 17 de junio se celebraba el Día de la Independencia.
Era absurdo, patético, más bien triste: un país con 18 grupos tribales
diversos, con 18 lenguas y autóctonas y una europea establecida como oficial,
impuesta a latigazos, país que a duras penas producía algo de alimentos para su
población y que debía importar casi todo, no podía festejar ninguna
“independencia”. Pero para el general B. y su equipo de gobierno -otros
militares tan sanguinarios como él- representaba un motivo de especial orgullo
organizar un fastuoso desfile para la ocasión. Sería el momento de presentar
los recién comprados aviones.
Gastando exorbitantes cantidades de dinero en actos
celebratorios, el país se engalanó para el festejo. El día indicado, con sus
mejores galas, la plana mayor de oficiales se había dado cita en el palco de
honor para presenciar la parada militar. Los carteles con la imagen del general
B., con su pechera cubierta de medallas, inundaban el paisaje. La población
-famélica, en muchos casos descalza- agitaba banderitas nacionales, regalo del
gobierno.
El acto central se hacía en la ciudad capital, a orillas
del caudaloso río M. Bajo un sol extenuante, soldados y más soldados, tanques
de guerra, vehículos militares y toda la parafernalia que servía para reprimir
a la población, desfilaba soberbia. Sobre el final del acto hicieron su entrada
los aviones. Con pilotos poco experimentados -habían sido capacitados en el
país fabricante de las aeronaves un corto tiempo- la posibilidad de un
accidente era algo muy posible. Y efectivamente sucedió.
Dos de los aviones chocaron en pleno vuelo, ante la
mirada atónita del público. La gran mayoría, en secreto, festejó. Era una forma,
indirecta quizá, pero una forma finalmente, de infligirle un daño a la
dictadura. Dos aviones menos, dos posibilidades menos para el pueblo hambreado
y reprimido de sufrir los ataques de esa aeronáutica asesina.
En el acto, uno de los pilotos murió con la explosión; el
otro pudo eyectarse con su asiento, cayendo en paracaídas en medio del río. Como
no había ninguna embarcación militar preparada, solo un bote de pescadores
artesanales pudo ir en su rescate. Los hermanos J. y A. salieron presurosos
hacia donde flotaba el piloto.
Esto me lo contó A., pidiéndome expresamente que lo
mantuviera en secreto. Como acaba de morir, ya viejito -siempre fue pescador-,
ahora puedo contarlo. Me relató el susodicho que llegando cerca del piloto, que
a duras penas se mantenía a flote en medio del caudaloso río, hizo como que le
tendía una mano. Así, si lo observaban desde la orilla, todo el mundo podía ver
un intento de salvataje. La verdad fue otra. Ya cerca del siniestrado,
simulando tenderle la mano, le dio con el remo en la cara, y con un gancho de los
que utilizaban para la pesca, perforó el salvavidas que lo mantenía a flote.
Con gesto triunfal le dijo: “¡Muere, hijo de puta! Una mierda menos”.
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