https://www.youtube.com/watch?v=GBaHPND2QJg
Cuando Efraín tenía 7 años, sus padres se
separaron. La madre, eterna ama de casa, a duras penas pudo arreglárselas para
mantener a sus tres hijos. Él, el menor, fue el más sufrido. Su padre
biológico, albañil de profesión, escasamente pasaba la cuota alimentaria.
Ya desde muy niño silbaba todo el tiempo;
llamaba la atención su facilidad para repetir cualquier melodía. En el barrio
era conocido por esa habilidad, y más de alguno le había ofrecido una moneda
por escucharlo silbar.
Irma, su madre, luego de un tiempo volvió a
formar pareja. No era lo que ella, ni Efraín, hubieran deseado. Pero al menos
ayudaba a solventar en parte la situación económica, cada vez más dura. Pedro,
el padrastro, era un desocupado crónico que se las arreglaba reciclando basura.
Sus años de músico aficionado habían quedado atrás. Ahora, lo único que
mantenía de aquella época era un desvencijado acordeón, que alguna que otra vez
hacía sonar.
La pobreza arreciaba. Por tanto, toda la
familia –Pedro aportó un hijo más al grupo, producto de su anterior matrimonio,
y con Irma tuvieron dos descendientes más– debió instalarse en una villa
miseria, una más de las tantas que la debacle económica del país había hecho
surgir en esos años. El padrastro de Efraín, para contentarse un poco ante
tanto drama, tocaba su acordeón varias noches por semana. De esa forma,
simplemente mirando y escuchando, el niño fue aprendiendo el arte de ese
instrumento.
En realidad, aprendió solo. Pedro nunca le
explicó nada, y conforme avanzaba el tiempo y su alcoholismo, su relación con
Efraín fue deteriorándose. Tanto y a tal punto que a los 14 años el jovencito
prefirió buscar su vida en las calles de Buenos Aires.
Autodidacta, con una perfección técnica que
llamaba la atención, se ganaba la vida tocando la flauta dulce en cualquier
estación de subte. Al poco tiempo, sin que quedara claro cómo lo había
conseguido, emulando a su padrastro ejecutaba el acordeón con una calidad que
impresionaba.
En un principio fueron cumbias villeras.
Luego, el repertorio fue ampliándose. Tangos, valses, algún rock o melodías de
moda, sin saber una sola nota de música, Efraín ejecutaba a la perfección –en
la flauta o en el acordeón– un programa cada vez más amplio. Llamaba
poderosamente la atención cómo lograba escuchar una pieza y repetirla íntegra,
de memoria (como dicen que hacía Mozart). Quién sabe dónde la escuchó y cómo
hizo para aprenderla, lo cierto es que alguna vez comenzó a tocar las Czardas
de Monti, de una complejidad técnica endiablada. La ejecución fue perfecta.
Fue ese día –un jueves de mucho frío– que el
director de la Sinfónica municipal pasaba por allí y tuvo la ocasión de
escucharlo.
Inmediatamente quedó fascinado. Eso no era
común, no era normal: un jovencito de 15 años, sucio y desalineado, ¿cómo
lograba tocar con esa maestría, sin un solo error, obras de tamaña dificultad?
Cuando escuchó la ejecución de La Campanella, de Paganini –en una interpretación
igualmente perfecta– no lo dudó un instante y acometió a Efraín.
“Pibe, ante todo ¡felicitaciones! No lo
puedo creer, che… ¿Cómo hiciste para aprender a tocar así?”
No sé… Me sale, así de simple. En la lleca
aprendí.
Pero, ¿sabés música?
¡Ni una nota!
¿Y cómo hacés? ¿Tocás de oído?
Sí. Escucho algo y después lo repito. Y en
general me sale bien.
Debés tener oído absoluto.
¿Y eso qué mierda es?
Bueno…, los grandes músicos lo tienen.
Escuchan algo y saben exactamente qué es eso, cómo está compuesto, lo pueden
repetir a la perfección. Con los ojos cerrados, sin ver el instrumento, saben
qué nota es cada una.
Repentinamente el director cambió de tema.
Con dulzura le planteó:
¿Y no te gustaría estudiar música?
Una sonrisa iluminó la cara de Efraín. Él
sabía que le faltaba preparación; podía inventar melodías –de hecho, ya lo
había hecho varias veces– pero no sabía cómo escribirlas. Aceptó de inmediato.
Te podríamos conseguir una beca. Dejame ver
qué podemos hacer.
Al poco tiempo el joven era un muy destacado
alumno del Conservatorio Municipal. Pasar del teclado del acordeón al del piano
no le había costado nada, y si bien su edad no era la mejor para iniciarse en
un instrumento musical, el grado de virtuosismo que mostraba era impresionante.
Igualmente incursionó en el violín, y también allí mostró grandes dotes
interpretativas. Ya con profundo conocimiento de armonía y composición –logrado
en un tiempo meteórico– había escrito varias obras que combinaban la cumbia
villera y el chamamé con reminiscencias del clasicismo europeo dieciochesco.
Me gustaría dirigir una orquesta sinfónica, se dijo alguna vez. ¡Eso sí que me
gustaría!
Pero antes que pudiera tomar clases de
dirección orquestal surgió la oportunidad de viajar a Barcelona con una beca
para profundizar sus estudios de composición. El afamado maestro Jon Nicolau
sería su guía.
No sin dificultades pudo arreglarse su
situación administrativa. Por ser menor, había más de alguna complicación. Con
su madre ya casi no mantenía contacto, y de su padre había perdido toda
relación. Alguien le había dicho que había muerto, cosa que no lo inquietó
mayormente. Lo cierto es que, finalmente, pudo embarcarse hacia Barcelona.
La beca obtenida le cubría su estancia y
estudios con el profesor por espacio de tres meses. Eran diez alumnos de
distintas partes del mundo. Los idiomas en que se impartirían las clases eran
inglés y español. Efraín se sentía seguro… ¡y muy alegre! La arritmia que le
habían encontrado en los exámenes previos a la partida –era un requisito de la
beca estar en aceptables condiciones físicas para viajar– no le molestaba para
nada. En realidad, nunca había tenido ninguna dificultad con el corazón. El
diagnóstico que le habían dado, Efraín lo sentía como ajeno. No entendía que
era eso de “arritmia”; nunca había sentido síntomas. Era una palabra más de
esas incomprensibles, como aquella de “oído absoluto”.
A la semana de estar pisando suelo
barcelonés, junto con algunos de los otros becarios paseaba por la Plaza
Sabadell. Era un sábado por la tarde. De pronto, como por arte de magia, de
entre la gente que caminaba por el lugar, fueron saliendo uno a uno los
músicos, cada uno con su instrumento en la mano. Hasta timbales aparecieron. En
un momento estaba armada la orquesta sinfónica, y el Himno a la Alegría comenzó
a sonar. Era una función sorpresa de la Orquesta Municipal y el Coro de Bellas
Artes, una presentación al aire libre esa tarde de sábado.
Los ocasionales paseantes comenzaron a
acercarse; en un instante la orquesta estuvo rodeada por cientos de personas.
Lo curioso es que sonaba sin que nadie la dirigiera. De pronto, Efraín tuvo la
idea.
Corrió desde donde estaba y se colocó frente
a la masa orquestal. Sin batuta, como los más grandes directores, solo con el
movimiento de manos, comenzó a dirigir. La diferencia en la ejecución, sin
director y ahora con director, fue notoria. El exacto sentido rítmico, la
pasión expresiva, lo acompasado de la orquesta que lograba con su maestría se
evidenció de inmediato. Parecía que conociera la partitura de memoria.
Seguramente van Beethoven hubiera estado muy feliz escuchando esta versión.
¡Puta madre! Ni von Karajan lograba esto, dijo alguien del público, emocionado ante
el virtuosismo.
El tutti orquestal final,
con el cuarteto de solistas y coro a pleno, fue apoteósico, monumental. No
caben dudas que el estilo de conducción de los directores decide la forma en
que suena una orquesta. Lo que pudo escucharse con esta presentación de Efraín
lo ratificaba.
Los aplausos de los asistentes, cada vez más
fervorosos, no se detenían. Los bis se pedían a gritos. Fue
ahí que Efraín, de la emoción, cayó muerto de un paro cardíaco.
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