Hace ya más de un siglo, en 1902, Vladimir Lenin se preguntaba cómo enfocar la lucha revolucionaria; así, parafraseando el título de la novela del ruso Nikolai Chernishevski, de 1862, igualmente se interrogaba ¿qué hacer? La pregunta quedó como título de la que sería una de las más connotadas obras del conductor de la revolución bolchevique. Hoy, 119 años después, la misma pregunta sigue vigente: ¿qué hacer?
Es decir: qué hacer para cambiar el actual estado de cosas. Si vemos el
mundo desde el 20% de los que comen todos los días, tienen seguridad social y
una cierta perspectiva de futuro, las cosas no van tan mal. Si lo miramos desde
el otro lado, no el de los “ganadores”, la situación es patética. Un mundo en
el que se produce aproximadamente un 40% de comida más de la necesaria para
alimentar a toda la humanidad sigue teniendo al hambre como principal causa de
muerte; mundo en el que el negocio más redituable es la fabricación y venta de
armamentos y donde un perrito hogareño de cualquier casa de ese 20% de la
humanidad que arriba mencionábamos come más carne roja al año que un habitante
de los países del Sur. Mundo en el que es más importante seguir acumulando
dinero, aunque el planeta se torne invivible por la contaminación ambiental que
esa misma acumulación conlleva. Mundo, entonces, que sin ningún lugar a dudas
debe ser cambiado, transformado, porque así, no va más.
Entonces, una vez más surge la pregunta: ¿qué se hace para cambiarlo?
¿Por dónde comenzar? Las propuestas que empezaron a tomar forma desde mediados
del siglo XIX con las primeras reacciones al sistema capitalista dieron como
resultado, ya en el siglo XX, algunas interesantes experiencias socialistas. Si
las miramos históricamente, fueron experiencias balbuceantes, primeros pasos.
No podemos decir que fracasaron; fueron primeros pasos, no más que eso. Nadie
dijo que la historia del socialismo quedó sepultada. Quizá habría que
considerarlas como la Liga Hanseática, allá por los siglos XII y XIII en el
norte de Europa, en relación al capitalismo: primeras semillas que germinarían
siglos después. Los procesos históricos son insufriblemente lentos. Alguna vez,
en plena revolución china, se le preguntó al líder Lin Piao sobre el
significado de la Revolución Francesa, y el dirigente revolucionario contestó
que… aún era muy prematuro para opinar. Más allá de la posible humorada, hay
ahí una verdad: los procesos sociales van lento, exasperantemente lentos. De la
Liga Hanseática al capitalismo globalizado del presente pasaron varias
centurias; hoy, terminada la Guerra Fría, se puede decir que el capitalismo ha
ganado en todo el mundo, dando la sensación de no tener rival. Para eso fue
necesaria una acumulación de fuerzas fabulosas. Las primeras experiencias
socialistas –la rusa, la china, la cubana– son apenas pequeños movimientos en
la historia. Ha pasado apenas un siglo de la Revolución Bolchevique, pero la
semilla plantada no ha muerto. Y si hoy nos podemos seguir planteando ¿qué
hacer? ante el capitalismo, ello significa que la historia continúa aún.
El mundo, como decíamos, para la amplia mayoría no sólo no va bien, sino
que resulta agobiante. Pero el sistema global tiene demasiado poder, demasiada
experiencia, demasiada riqueza acumulada, y hacerle mella es muy difícil. La
prueba está con lo que acaba de suceder estas últimas décadas: caída la
experiencia de socialismo soviético y revertida la revolución china con su
tránsito al capitalismo, los referentes para una transformación de las
sociedades faltan, se han esfumado. Movimientos armados que levantaban banderas
de lucha y cambios drásticos algunos años atrás ahora se han amansado, y la
participación en comicios “democráticos” pareciera todo a cuanto se puede
aspirar. Lo “políticamente correcto” vino a invadir el espacio cultural y la
idea de lucha de clases fue reemplazándose por nuevos idearios “no violentos”.
La idea de transformación radical, de revolución político-social, no pareciera
estar entre los conceptos actuales. Pero las condiciones reales de vida no
mejoran para las grandes mayorías; aunque cada vez hay más ingenios
tecnológicos pululando por el mundo, las relaciones sociales se tornan más
dificultosas, más agresivas. Las guerras, contrariamente a lo que podía parecer
cuando terminó la Guerra Fría, siguen siendo el pan nuestro de cada día desde
la lógica de los grandes poderes que manejan el mundo. La miseria, en vez de
disminuir, crece. La actual pandemia de coronavirus vino a profundizar más aún
todo este desastre.
Una vez más entonces: ¿qué hacer? Hoy, después de la brutal paliza
recibida por el campo popular con la caída del muro de Berlín y el retroceso
sufrido en las condiciones laborales (pérdidas de conquistas históricas,
desaparición de los sindicatos como arma reivindicativa, condiciones cada vez
más leoninas, sobre-explotación disfrazada de cuentapropismo) las grandes
mayorías, en vez de reaccionar, siguen anestesiadas. Una vez más también: el
sistema capitalista es sabio, muy poderoso, dispone de infinitos recursos.
Varios siglos de acumulación no se revierten tan fácilmente. Las ideas de
transformación que surgen a partir del pensamiento labrado por Marx, puntal
infaltable en el pensamiento revolucionario, hoy día parecieran “fuera de
moda”. Por supuesto que no lo son, pero la ideología dominante así lo
presenta.
Hoy es más fácil movilizar a grandes masas por un telepredicador o por
un partido de fútbol que por reivindicaciones sociales. ¡Pero no todo está
perdido! Los mil y un elementos que el sistema tiene para mantener el statu
quo no son infalibles. Continuamente surgen reacciones, protestas,
movimientos contestatarios. Lo que sí pareciera faltar es una línea conductora,
un referente que pueda aglutinar toda esa disconformidad y concentrarla en una
fuerza que efectivamente impacte certeramente en el sistema. ¿Por dónde golpear
a ese gran monstruo que es el capitalismo? ¿Cómo lograr desbalancearlo, ponerlo
en jaque, ya no digamos colapsarlo? Los caminos de la transformación se ven
cerrados. Quizá el presente es un período de búsqueda, de revisiones, de
acumulación de fuerzas. Hoy por hoy, no se ve nada que ponga realmente en
peligro la globalidad del sistema-mundo capitalista. Las luchas siguen, sin
dudas, y el planeta está atravesado de cabo a rabo por diversas expresiones de
protesta social. Lo que no se percibe es la posibilidad real de un colapso del
capitalismo a partir de fuerzas que lo adversen, que lo acorralen. El
proletariado industrial urbano, que se creyó el germen transformador por
excelencia –de acuerdo a la apreciación absolutamente lógica de mediados del
siglo XIX– hoy está en retirada. Los nuevos sujetos contestatarios –movimientos
sociales varios, campesinos, etnias, reivindicaciones puntuales por aquí y por
allá– no terminan de hacer mella en el sistema. Y las guerrillas de corte
socialista parecen hoy piezas de museo. ¿Quién levantaría la lucha armada en la
actualidad como vía para el cambio social?
Pero en el medio de esa nebulosa, siguen surgiendo protestas, voces
críticas. La historia no ha terminado, definitivamente. Si eso quiso anunciar
el grito victorioso apenas caído el muro de Berlín con aquellas famosas frases
pomposas de “fin de la historia” y “fin de las ideologías”, el estado actual
del mundo nos recuerda que no es así. Ahora bien: ¿qué hacer para que colapse
este sistema y pueda surgir algo alternativo, más justo, menos pernicioso?
La pregunta de Lenin sigue siendo válida, y día a día millares de
sujetos se la plantean, le buscan respuestas, hacen cosas para encontrarle
sentido. En el medio de todas esas búsquedas aparece un fenómeno novedoso,
impensable décadas atrás: los hackers. No es la intención de este pequeño
escrito problematizar en términos técnicos lo que esto significa, pero sí dejar
indicado que ahí hay una potencialidad anti sistema muy grande. Tanto, que el
mismo sistema sabe del peligro latente.
El sistema va encontrando los antídotos del caso para frenar todas sus
posibles contradicciones. Como decíamos, el mismo proletariado industrial,
germen mismo de la revolución socialista, fue reducido en su papel histórico, y
el sindicato rebajado a la categoría de institución burocrática asimilada al
sistema. Las guerrillas fueron derrotadas en lo militar, o al menos se les
achicó considerablemente el espacio político, convirtiéndolas en agentes
“terroristas”, bastante impresentables hoy día. Por otro lado, los movimientos
sociales de protesta (campesinos, desocupados, mujeres, etc., etc.), divididos
como están, no terminan de ser un instrumento que colapse al sistema en su
globalidad. Al contrario, el sistema puede terminar cooptándolos a su favor. ¿Qué
hacer entonces?
En ese desconcierto surge este engendro novedoso sobre lo que queremos
llamar la atención: los hackers. No estamos diciendo que ese es “el” camino,
que ahí está la respuesta a la pregunta que nos planteábamos. Simplemente
queremos indicar que ahí hay una nueva incomodidad para el sistema global que
no se sabe aún qué puede disparar.
Por lo pronto, y como para contextualizar el asunto, será útil conocer
el Manifiesto hacker que circula en estos momentos en el espacio virtual:
El manifiesto del hacker
Hoy han cogido a otro, aparece en todos los periódicos. "Joven
arrestado por delito informático", "hacker arrestado por irrumpir en
un sistema bancario". "Malditos críos. Son todos iguales". ¿Pero
pueden, con su psicología barata y su cerebro de los años cincuenta, siquiera
echar un vistazo a lo que hay detrás de los ojos de un hacker? ¿Se han parado
alguna vez a pensar qué es lo que les hace comportarse así, qué les ha
convertido en lo que son? Yo soy un hacker, entre en mi mundo. Mi mundo
comienza en el colegio. Soy más listo que el resto de mis compañeros, lo que
enseñan me parece muy aburrido. "Malditos profesores. Son todos
iguales". Puedo estar en el colegio o un instituto. Les he oído explicar
cientos de veces cómo se reducen las fracciones. Todo eso ya lo entiendo.
"No, Sr. Smith, no he escrito mi trabajo. Lo tengo guardado en la
cabeza". "Malditos críos. Seguro que lo ha copiado. Son todos
iguales". Hoy he descubierto algo. Un ordenador. Un momento, esto mola.
Hace lo que quiero que haga. Si comete errores, es porque yo le he dicho que lo
haga. No porque yo no le guste, me tenga miedo, piense que soy un listillo o no
le guste ni enseñar ni estar aquí. Malditos críos. A todo lo que se dedican es
a jugar. Son todos iguales. Entonces ocurre algo... se abre una puerta a un
nuevo mundo... todo a través de la línea telefónica, como la heroína a través
de las venas, se emana un pulso electrónico, buscaba un refugio ante las
incompetencias de todos los días... y me encuentro con un teclado. "Es
esto... aquí pertenezco... ". Conozco a todo mundo... aunque nunca me haya
cruzado con ellos, les dirigiese la palabra o escuchase su voz... los conozco a
todos... malditos críos. Ya está enganchado otra vez al teléfono. Son todos
iguales... puedes apostar lo quieras a que son todos iguales... les das la mano
y se toman el brazo... y se quejan de que se lo damos todo tan masticado que
cuando lo reciben ya ni siquiera tiene sabor. O nos gobiernan los sádicos o nos
ignoran los apáticos. Aquellos que tienen algo que enseñar buscan
desesperadamente alumnos que quieran aprender, pero es como encontrar una aguja
en un pajar. Este mundo es nuestro... el mundo de los electrones y los
interruptores, la belleza del baudio. Utilizamos un servicio ya existente, sin
pagar por eso que podrían haber sido más barato si no fuese por esos
especuladores. Y nos llamáis delincuentes. Exploramos... y nos llamáis
delincuentes. Buscamos ampliar nuestros conocimientos... y nos llamáis
delincuentes. No diferenciamos el color de la piel, ni la nacionalidad, ni la
religión... y vosotros nos llamáis delincuentes. Construís bombas atómicas,
hacéis la guerra, asesináis, estafáis al país y nos mentís tratando de hacernos
creer que sois buenos, y aún nos tratáis de delincuentes. Sí, soy un
delincuente. Mi delito es la curiosidad. Mi delito es juzgar a la gente por lo
que dice y por lo que piensa, no por lo que parece. Mi delito es ser más
inteligente que vosotros, algo que nunca me perdonaréis. Soy un hacker, y éste
es mi manifiesto. Podéis eliminar a algunos de nosotros, pero no a todos...
después de todo, somos todos iguales.
¿Qué significa esto? Insistimos: no estamos proponiendo que la vía
revolucionaria hoy día haya pasado a ser el internet y los hackers.
Contextualicemos bien la cuestión: por lo pronto no toda humanidad usa y
aprovecha positivamente la red de redes; en estos momentos, alrededor de 60% de
la masa humana planetaria se conecta, y nadie pareciera estar pensando en hacer
la revolución socialista vía internet. En la gran mayoría de los casos, esto es
un vehículo para su propio solaz, no más. Al mismo tiempo, para muchísima
población mundial el hambre, la seguridad diaria, no saber si mañana amanecerá
vivo, eso sigue constituyendo su principal problema. Como la ideología
capitalista, conservadora, pro sistema se impone por todos lados, también el
ciberespacio va en esa sintonía. No olvidar, también, que ese ciberespacio
sirve cada vez más a los grandes poderes constituidos -dado el avance
portentoso de las tecnologías digitales- para control social.
Quizá los ataques informáticos al corazón del sistema capitalista representen
una afrenta importante, tanto que logren abrir brechas. No lo estamos
afirmando. Es más: no lo sabemos ni hay razonablemente modo de saberlo. ¿Cómo
podría colapsar al sistema global hiper poderoso el hecho que a una de sus
grandes corporaciones multinacionales se le paralicen los sistemas informáticos
por unos días? ¿Sirve realmente como una propuesta de transformación social
que, por ejemplo, se conozcan secretos del Pentágono? En todo caso podemos
decir que algunos hackers, o algunos movimientos de hackers, promueven una
justicia social y un acceso libre al conocimiento universal que, así
considerado, conlleva un enorme potencial transformador. Hoy día el sistema global
se centra cada vez más en las tecnologías digitales, en la inteligencia
artificial. Golpear allí puede llegar a ser de importancia capital.
Sin levantar en sentido estricto el movimiento hacker como la nueva
forma de lucha, es necesario saber, al menos, que es “una” forma de lucha más,
junto a otras, que años atrás no existía, pero que por sus características
intrínsecas puede ser más dañina para el sistema que un grupo insurgente que,
armas en mano, se va a la montaña.
En realidad este breve texto no pretende ser una respuesta a la pregunta
básica, la misma que se formulara Lenin hace más de un siglo y que en este
momento se sigue formulando una enorme cantidad de convencidos en un proceso de
cambio real. Es solo un recordatorio, una referencia hacia la necesidad de
seguir repensando críticamente qué hacer desde el campo de la izquierda, desde
el campo popular, desde el campo de los que seguimos creyendo que la vida
humana precisa enormes cambios.
Los hackers, quizá, no son sino una expresión del desconcierto en que
vivimos, de la cerrazón de caminos para plantear transformaciones, de la
angustia de enormes cantidades de jóvenes que no hallan salida ni ven claridad
en su futuro. No lo sabemos. Son, tal vez, un fermento más de cambio. Pero si
así fuera, junto a todos los otros fermentos que pueda haber por allí,
bienvenidos a la lucha por un mundo mejor.
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