“Al racismo de los que desprecian al indio porque creen en la superioridad absoluta y permanente de la raza blanca, sería insensato y peligroso oponer el racismo de los que superestiman al indio, con fe mesiánica en su misión como raza en el renacimiento americano.”
José Mariátegui
I
El racismo no es un problema nuevo. La historia
humana, para decirlo de una forma muy general, ha sido -y continúa siendo- una
sucesión de enfrentamientos, de luchas interminables. “La historia es un
altar sacrificial”, expresará Hegel. Enfrentamientos diversos, por cierto,
entre los que el conflicto étnico es uno más.
¿Por qué, muchas veces, atacamos lo distinto?, ¿por qué lo diverso atemoriza?
Estas son preguntas que pueden contestarse desde variadas ópticas: social,
psicológica, antropológica. Queda claro, desde ya, que el ámbito de esas
respuestas corresponde al campo de las ciencias sociales; no hay razón biológica
que dé cuenta de estos fenómenos; menos aún, que los justifique.
La propia experiencia personal, la observación de conductas cercanas a
cualquiera de nosotros, la revisión imparcial de la historia, todo ello nos
muestra definitivamente que la convivencia humana no es precisamente un
paraíso. Con esto, claro está, no se pretende hacer un panegírico de la
violencia ni de la ley del más fuerte; pero una mirada serena a nuestro alrededor
nos confronta con esta realidad. Aunque sean expresiones para debatir
largamente, el solo hecho que hayan sido formuladas y acuñadas en la cultura,
muestra que el problema ya está entrevisto largamente y desde hace tiempo,
expresado de diferentes maneras: “si quieres la paz prepárate para la guerra”,
“el hombre es el lobo del hombre”, “a Dios rogando y con
el mazo dando”, “la violencia es la partera de la historia”, “tomamos
las armas para construir un mundo donde no sean necesarios los ejércitos”, etc.
La
pretensión de una convivencia armónica, pacífica, de sana y tranquila
coexistencia entre dispares, hasta ahora al menos, no pasa de ser aspiración. Lo
cual, desde ya, es sumamente importante. Aunque la violencia y la guerra persisten
en las sociedades, planteárselas como problema ya es un enorme paso
adelante en relación a un mejoramiento en la calidad de vida. (Huelga decir al
respecto que hay infinitamente mucho que hacer todavía, porque la guerra, el
femicidio, la tortura, el racismo, siguen siendo lo cotidiano).
Hoy día no
se queman en la hoguera a los sospechosos o disidentes, o no se mata al
mensajero que trae malas noticias; y hasta se toleran (¿aceptan?) reivindicaciones
de los derechos homosexuales. O por lo menos todas las prácticas discriminatorias
pueden encontrar -más que antes- un espacio donde ser confrontadas. Existe la
posibilidad de hablar de los derechos universales, de propiciar leyes que los
garanticen, de exigir su cumplimiento. Aunque rápidamente conviene aclarar lo siguiente:
no necesariamente la Humanidad ha entrado en una fase de definitiva superación
de los problemas. Ya no se quema a nadie en la pira, pero persiste la tortura;
hay sistemas jurídicos socialmente establecidos, pero continúan los
linchamientos; terminó el derecho de pernada, pero no desapareció el acoso
sexual. Ha habido cambios en la historia, superaciones, sin lugar a dudas; pero
resta aún mucho por mejorar. El ser humano llega a Marte, pero no puede
terminar con el hambre en la Tierra.
Las constituciones
políticas de todos los países reconocen y defienden las diversidades étnicas;
la carta fundacional del sistema de Naciones Unidas existe a partir de la
enorme variedad de etnias y culturas que conforman la especie humana y la más
que obvia necesidad de su aceptación y respeto. Pero más allá de toda esta
intencionalidad, el racismo sigue siendo un hecho. ¿Hay vacuna contra el
racismo?
II
El fenómeno
de la discriminación étnica no se restringe a algún país en especial, donde se
podría estar tentado de endilgar el fenómeno a “atrasos culturales”. Por el
contrario, barre el mundo por los cuatro puntos cardinales. Sociedades llamadas
“desarrolladas” dan las peores muestras de intolerancia étnica. En Alemania
(uno de los pueblos más educados de Europa) hace apenas unas décadas se
persiguió a los judíos por millones, en Estados Unidos el Ku Klux Klan y los grupos
supremacistas blancos siguen teniendo una considerable cuota de poder, en
Italia
En Guatemala
una mujer indígena -Rigoberta Menchú- se ha hecho acreedora (no sin resistencias
locales) al Premio Nobel de la Paz, casualmente el día en que se cumplían 500
años de la invasión española: el 12 de octubre de 1992. Paso importante, sin
dudas; quizá a principios del siglo pasado, o apenas algunas décadas atrás, eso
hubiera sido inconcebible (todavía en el país se vendían las fincas “con
todo lo clavado y plantado, indios incluidos”). Más allá del gesto
reivindicatorio de ese premio, la discriminación étnica no ha desaparecido.
¿Hay forma que desaparezca? Incluso podríamos ser más cáusticos en la pregunta:
¿hay posibilidades reales que desaparezca?
Viendo las
experiencias del mundo, podría estarse tentados a suponer que el racismo está
enraizado en la misma condición humana. Hay incluso quien piensa que existiría
un presunto determinante biológico que lo impulsa (“lo distinto asusta”).
Por principios debemos decir que el racismo no es natural, pero ¿por qué es tan
frecuente y cuesta tanto eliminarlo? De todos modos, pensemos en que debe
haber alternativas, ¿o nos quedamos con la idea de “razas
superiores”?
El desciframiento del genoma humano nos mostró
con total evidencia que no hay ninguna diferencia entre todos los que pisamos
este planeta, más allá de circunstanciales variaciones externas -color de la
piel, de los ojos, forma del cabello-, explicables en función de la pura
adaptación al medio ambiente (un africano tiene en su piel más melanina que un
sueco por el sol tropical que debe soportar, o un nórdico tiene ojos claros por
la falta de luz en el Polo). Definitivamente, ¡¡no hay razas!! Mucho menos:
razas “superiores”.
III
El racismo, ya está más que dicho y sabido, no
es sino una justificación para la explotación económica del otro. Nunca es
de doble vía: el blanco discrimina al negro, el conquistador “civilizado”
al conquistado “primitivo”, pero no se da la recíproca. Por una cuestión de
explotación material, económica, se “arma”, se inventa la idea de superioridad
racial. Y siempre, ¡oh, casualidad!, el explotador es el civilizado que explota
(civiliza) al bárbaro primitivo.
¿En dónde radica la pretendida “superioridad”
de la “raza superior”? Es un puro ejercicio de poder. Trabajar como esclavo es trabajar
“como negro”. Esa expresión lo dice todo. “Con perfecto derecho los
españoles imperan sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los
cuales en prudencia, ingenio, virtud y humanidad son tan inferiores a los
españoles como niños a los adultos y las mujeres a los varones, habiendo entre
ellos tanta diferencia como la que va de gentes fieras y crueles a gentes clementísimas.
¿Qué cosa pudo suceder a estos bárbaros más conveniente ni más saludable que el
quedar sometidos al imperio de aquellos cuya prudencia, virtud y religión los
han de convertir de bárbaros, tales que apenas merecían el nombre de seres
humanos, en hombres civilizados en cuanto pueden serlo?”, decía en el siglo
XVI el español Juan Ginés de Sepúlveda refiriéndose a la población americana.
Estamos en el siglo XXI, y en muchas personas esas ideas no han cambiado en lo
sustancial: ¿civilizados versus bárbaros primitivos? ¿Razas superiores?
Esas relaciones económicas, de explotación,
son las que subyacen a la discriminación étnica. A la población negra mantenida
como esclava en Estados Unidos se le dio la libertad en 1865 no por razones
humanitarias, por principios éticos, sino porque el esclavismo ya “no era
negocio”: resultaba más lucrativo tener asalariados que consumieran los
productos elaborados por la pujante industria. De todos modos, el racismo
visceral incrustado en la ideología del ciudadano estadounidense blanco término
medio permaneció, y la aparición de un presidente o una vice que desciende de
africanos no logra cambiar esa cultura, ni las relaciones de poder que hacen
que la población negra del país siga siendo la más excluida. Constituyendo el 16% del total,
presenta estos datos:
•
En promedio, el patrimonio de las
familias blancas es de 933,700 dólares; el de las negras, apenas 138,200
dólares.
•
La esperanza de vida para un ciudadano
blanco es de 77 años; para un negro es de 66.
•
La tasa de desempleo para trabajadores
negros es el doble de la población blanca.
•
La tasa de mortalidad infantil es de 4.9
por mil entre la población blanca, y de 11.4 por cada mil nacimientos entre la
población negra.
•
En la pandemia de COVID-19 el pueblo
afro-estadounidense sufrió el 41% de las muertes (y los latinos el 34%).
•
La policía (agentes blancos básicamente)
mata dos ciudadanos negros por semana. El 24% de los delincuentes muertos es
negro.
•
El 40% de los presos son afroamericanos.
Por lo tanto,
más allá de lo políticamente correcto que pueda haber en juego, la elección de
una funcionaria de ascendencia no-blanca no constituye sino una fachada
cosmética. ¿Cómo se cambian realmente las cosas? Con un verdadero y efectivo cambio
en las relaciones de poder.
IV
No debe caerse rápidamente en reduccionismos,
por más tentador que ello parezca. Sería muy fácil concluir de lo dicho que el
racismo, en cuanto una de tantas expresiones de la agresividad, en cuanto
constituyente del fenómeno humano, es inmodificable. Así las cosas, no
habría ya mucho por hacer: siguiendo esa lógica, lo distinto a uno mismo, lo
que saca de nuestro metro cuadrado, incomoda; por tanto, habría que excluirlo. Entonces,
ante cada nueva expresión discriminatoria, con resignación habría que encogerse
de hombros por encontrarnos frente a un hecho supuestamente natural.
Sin pretender buscar la “esencia” humana, lo
mínimo que podemos decir es que el ser humano es un ser social. Somos lo
que somos en relación a otro. Siempre y necesariamente estamos en relación con
otros, si no, no somos seres humanos. Ahora bien, esas relaciones no siempre y
necesariamente son relaciones de mutua cooperación y solidaridad; estas últimas
son posibilidades, tanto como las agresivas, de envidia o discriminatorias. Lo
que sí podemos es establecer normas de relacionamiento entre todo el colectivo,
donde nadie salga desfavorecido.
Las religiones, todas, a su modo predican el
amor entre los seres humanos. Pero pareciera (la historia lo demuestra) que
esto solo no alcanza para asegurar una armónica convivencia. (Valga agregarlo:
también hay guerras religiosas -quizá las más crueles-, y la conquista de
América se hizo en nombre de la fe católica. Reléase la cita de Juan Ginés de
Sepúlveda al respecto). La única posibilidad de poner límites a la agresividad
es fijar normas que instituyan nuevas relaciones de poder. Apelar al amor, está
visto que no garantiza nada.
Nadie está obligado a amar al prójimo, pero sí
está obligado a respetarlo. No hay vacuna contra el racismo, ni contra las
injusticias. Pero hay la posibilidad de establecer nuevas relaciones de poder
basadas en la real participación de todas y todos. Eso, en definitiva, es el
socialismo. Diferencias habrá siempre; la cuestión es cómo encarar eso.
Suprimir, eliminar al otro distinto no es el
camino. Ello, en definitiva, no es sino alimentar el ciclo de violencia; y eso
no tiene fin: hoy niños de la calle, después los drogadictos, después los
homosexuales…. ¿Y después? ¿Seropositivos?, ¿habitantes de barrios marginales?,
¿indígenas?, ¿mujeres? ¿Y después gitanos, judíos, negros, latinos, habitantes
del Tercer Mundo…? La lista no tiene fin. Y en algún lado de la lista estamos
todos. La idea de racismo, hoy día, debería darnos vergüenza. Pero sigue siendo
una triste realidad, más allá de interesantes gestos cosméticos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario