Estados Unidos, sin dudas, se constituyó en la potencia dominante mundial en este pasado siglo. Su empuje arrollador, desde la llegada de los primeros cuáqueros en 1602 en el legendario May Flower a las costas de lo que hoy es Massachusetts, no se detuvo por años. Esa instalación de europeos trasladados al nuevo continente dio como resultado la exposición máxima del capitalismo. La nación creció sin parar durante un par de siglos, terminando de superar a Europa en su desarrollo económico. La industria estadounidense -basada en un portentoso avance científico-técnico sin igual en el mundo- pasó a ser ampliamente dominante.
El
hecho de ser “tierra de promisión” desde mediados del siglo XIX, ya independizada
de la corona británica, atrajo a migrantes de todo el mundo. Su sociedad
fundadora, originariamente anglosajona y protestante, pasó a ser un crisol de
etnias; pero no puede olvidarse que el racismo eurocéntrico que la constituyó
estuvo siempre presente, y se mantiene en nuestros días. Los wasp
(“avispa” en inglés, y también acrónimo de white anglo saxon protestant:
“blanco anglosajón y protestante”) siguen siendo el núcleo duro del país (la
mayoría, por cierto), y su dominio va de la mano de su racismo. Los pueblos
originarios de América del Norte, los llamados “pieles rojas” por los
invasores europeos -apaches, navajos, sioux, cheyenes, cheroquis, cayuga,
mohawk, etc.- fueron diezmados: exterminados en algunos casos, confinados a
infames reservaciones en otros. La población del África negra traída como mano
de obra esclava, si bien gozó de libertad civil desde la abolición de la
esclavitud en 1860 -lo que dio inicio a la Guerra de Secesión-, continúa siendo
sistemáticamente excluida (la mayoría de los presos son afroamericanos). Y la
inmensa mayoría de inmigrantes latinoamericanos que constituyen una
imprescindible mano de obra para su economía, no deja de ser también
marginalizada.
Esa
sociedad, enriquecida como ninguna otra en la Tierra, con una clase dominante
que desde el siglo XIX se concibe portadora de un supuesto destino
manifiesto que le obligaría a llevar a cabo la sacrosanta misión de
promover los ideales de libertad y democracia en todo el planeta,
después de la Segunda Guerra Mundial en 1945, se sintió inigualable,
todopoderosa. Terminada esa conflagración, el poderío de Washington era excepcional:
con Europa destruida, rescatada de las “garras del comunismo soviético” con el
Plan Marshall, su producción representaba alrededor de la mitad del Producto
Bruto Global. Detentadora del monopolio del arma nuclear, sin haberse resentido
en su propio territorio -lo que sí le sucedió a su rival la Unión Soviética al
igual que a toda Europa-, gran productora de petróleo y con una tecnología que
deslumbraba, su dominio del mundo parecía asegurado. El consumo despilfarrador de
su sociedad se disparó en forma incontrolada.
Tan
fenomenal fue ese despilfarro (automóviles V-8 y V-12 eran los normales) que,
paulatinamente, el país en su conjunto fue comenzando a consumir más de lo que
producía. Ahí se sentaron las bases de su posterior declive. O derrumbe en
tanto superpotencia, como actualmente podría pensarse que está sucediendo. Hoy
día Estados Unidos no está acabado, ni remotamente; pero sí entró en un proceso
de deterioro indetenible. Consumir más de lo que se produce lleva
inexorablemente a vivir del crédito. Esa nación, super poderosa sin dudas, cada
vez más vive del crédito o, si se quiere, de tomar como propio lo que no es
propio (el Amazonas, por ejemplo, lo pone como “protectorado internacional”,
preparando su entrada en esa zona, obviamente para agenciarse de los recursos
que siente como propios -biodiversidad de la pluviselva tropical, minerales
estratégicos y reserva de agua dulce- pero que, “por casualidad”, no están en
su territorio). Su deuda (98% de su PBI) y su déficit fiscal (3,3 billones de
dólares, equivalente al 16% del PBI) son impagables en términos técnicos. ¿En
qué se sostiene su poderío? En su moneda, que en realidad ya no tiene un
respaldo genuino. Si se quiere decir de otra forma: ¿qué respalda al dólar? Sus
inconmensurables fuerzas armadas. Dicho de otro modo: al que se le opone, se le
invade (como se hizo, por ejemplo, con Irak o con Libia), o se le declara
“invadible” (“eje del mal” se les llamó desde la presidencia de Bush hijo),
como sucede con Irán, Venezuela, Corea del Norte, justamente países todos que
comenzaron a negociar su comercio exterior en monedas distintas al dólar (euro,
yen, yuan, rublo, cesta de divisas).
Washington
comienza a ver que su hegemonía tambalea. Eso se expresa en interminables
aristas: está perdiendo la iniciativa en el desarrollo científico-técnico,
fundamentalmente por el avance impetuoso de la República Popular China (en los
sectores más sensibles, en la tecnología más sofisticada: telecomunicaciones,
inteligencia artificial, robótica, computación cuántica, ingeniería genética).
Eso trae como consecuencia su paulatino estancamiento económico: de haber
producido alrededor de la mitad de la riqueza mundial en la década de los 50
del siglo pasado, ahora orilla el 20%. En el plano militar, según reconoce el
propio Pentágono, va perdiendo la vanguardia, superada por el desarrollo de la
Federación Rusa (hoy día Moscú, con la misilística hipersónica, lleva al menos
tras años de delantera a Washington). En lo interno se ve en el nivel educativo
de la población; Estados Unidos ha caído grandemente en esta área, siendo
superado por China, Japón, Finlandia, Canadá, Gran Bretaña. El consumo
imparable de sustancias psicoactivas (una tonelada y media de drogas ilegales
ingresan a territorio estadounidense) también es un indicador de la decadencia,
del quiebre psicológico de su población.
Estados
Unidos no está cayendo estrepitosamente, pero sí perdió su lugar de locomotora
de la humanidad: hay crisis. Se ralentizó y está siendo superada por
otras potencias. En lo interno, el alto nivel de vida de su población va
cayendo en picada dada la cada vez más inequitativa forma en que se reparte su
riqueza. Hoy, el 1% detenta más riqueza que el 80% más pobre. Las injusticias
estructurales se evidencian crecientemente, tomando la forma de cualquier “país
bananero” del que tanto se ha burlado su visión racista y xenofóbica. Como
síntoma visible: mientras este país, con 330 millones de habitantes, ha tenido 360,000
muertes por COVID-19, su actual rival: China, con casi 1,500 millones de
población, registra apenas 4,634 decesos.
“Hace
84 años, en Alemania un pueblo frustrado por el resultado del Tratado de
Versalles que puso fin a la Primera Guerra Mundial; por sentir que había
llegado tarde a la repartición colonial del mundo y pauperizado por la crisis
de 1929, depositó su confianza en Adolf Hitler y, así como los estadounidenses
atribuyen parte de sus males a los migrantes, ellos la emprendieron contra los
judíos”, explica claramente Rafael Cuevas. ¿Se repite la historia en Estados
Unidos? “Los pueblos tienen los
gobiernos que se merecen”, reza la conocida frase acuñada por José de
Maistre, erróneamente atribuida a Nicolás Maquiavelo. ¿Qué significa eso? Que
los mandatarios expresan el sentir de un pueblo. Más dulcemente lo dijo André
Malraux, sentenciando que “las gentes tienen los gobernantes que se les
parecen”. Es decir: quien está en la cima, es producto de la base, no se
sale de cualquier lado sino del
mismo pueblo. Donald Trump ganó las elecciones en 2016, y obtuvo la mitad de
los votos en la de 2020; es decir: muy buena parte del electorado
estadounidense lo sigue. Su discurso es racista, encendidamente xenófobo. “America
first”, ¡Estados Unidos ante todo!, ¡Hagamos grande de nuevo a
Estados Unidos! son sus consignas, y los inmigrantes aparecen así como la
principal causa del declive norteamericano. Pero ni el empobrecimiento de
crecientes masas de norteamericanos es producto de la presencia de inmigrantes
hispanos ni la crisis política de estos días es producto de un “maniático”
sentado en la Casa Blanca que se siente mesías, salvador, que se permite tratar
de “países de mierda” a aquellas empobrecidas naciones de donde llegan migrantes
desesperados a la supuesta tierra de promisión estadounidense.
La
crisis que vive hoy el país habla de la crisis del sistema capitalista, y
Estados Unidos, como principal nación representante de ese sistema, la exhibe dramáticamente.
El millón de homeless que pululan por sus calles es un síntoma de todo
ello. El neoliberalismo, impuesto a sangre y fuego desde la presidencia de
Ronald Reagan en los 80 del siglo XX, benefició a una pequeñísima elite en
detrimento de las grandes mayorías. Esa asimetría estructural, que tiende a
agrandarse cada vez más, y el endeudamiento en que entró el país a partir de su
voraz hiperconsumo sin posibilidad de salida en lo inmediato (¿quizá con una
gran guerra?), muestran de forma patética el empantanamiento. La crisis toca a
la nación, o mejor dicho: a buena parte de su población, pero a sus super
millonarios, a los mega-capitales que siguen manejando la economía capitalista
global, no.
Dicha
crisis, obviamente, se manifiesta también en lo político. Los recientes
acontecimientos muestran la verdadera situación. No hablan de una “vergüenza”
para la democracia (en Estados Unidos nunca hubo democracia) sino de la crisis
de pauperización y falta de salida a la misma, a no ser por vía violenta. Muestran
a todas luces la crisis del sistema capitalista. Todos estos sucesos no pueden
atribuirse solo a la locura del presidente Trump, a quien quieren
destituirlo y quitarle el acceso al “botón nuclear”. Este magnate metido a
político expresa lo que buena parte de la población (¡la mitad de los
votantes!) siente -o se le ha hecho sentir-: racismo visceral, xenofobia,
fanatismo anticomunista. “¡Morir, antes que el socialismo!”, expresaba
el grupo QAnon, fanáticos supremacistas blancos seguidores de Trump, quienes
protagonizaron la toma del Capitolio (con la anuencia de varios legisladores
republicanos, no olvidar). Si el futuro presidente Joe Biden puede ser visto
como de izquierda, ya está todo dicho. ¿Se estará dando lo mismo que sucedió en
Alemania y que trajo como resultado la aparición de un Trump germánico en su
momento: Adolf Hitler?
En
Estados Unidos, más allá de lo proclamado, no hay democracia. ¡Nunca la hubo!,
aunque se arrogue el papel de supuesto “paladín mundial de la democracia”. La
apatía política de su población es histórica: solo vota apenas un 50% del
electorado. Además, no existe elección directa, sino que se eligen los nada
transparentes colegios electorales, que “cocinan” el resultado final en
secretividad. El voto se hace en día laborable, no siendo obligatorio. Por
tanto, de democracia (representativa, porque de allí no pasa) no hay
absolutamente nada.
La
actual crisis política, propia y muy común en cualquier “republiqueta
bananera” en la que Washington podría intervenir militarmente para “salvar
la democracia”, expresa el grado de podredumbre del sistema político, así como
la falacia monumental de su tan preconizada democracia. Como se ha dicho
simpáticamente: si no hay golpe de Estado en Estados Unidos, es porque no hay
embajada yanki. Y de libertad… la única libertad que allí se ve es la estatua
francesa que se encuentra en la entrada del puerto neoyorkino. No caben dudas
que como país capitalista Estados Unidos superó al resto del mundo. Sus logros
económicos son innegables, pero la justicia brilla por su ausencia. Siempre ha
brillado, aunque se llene la boca hablando de libertad y democracia. El racismo
visceral que atraviesa a su sociedad es una muestra elocuente de ello. Además,
su papel de matón global le resta toda credibilidad a su preconizado destino de
defensor de las libertades y los derechos humanos. ¿Se les defiende lanzando
bombas atómicas sobre población no combatiente de Japón, o lanzando napalm y
agente naranja sobre aldeas vietnamitas? Si décadas atrás, antes de los planes
neoliberales, repartía internamente algo más de riqueza, lo que posibilitaba
tener una clase trabajadora -con conciencia de clase media hiperconsumista- que
vivía en cierta opulencia comparada con trabajadores de otras latitudes, hoy día
es uno de los países del mundo donde la distancia entre ricos y pobres es
mayor. La globalización neoliberal -impulsada por los propios sectores
poderosos de Estados Unidos expresadas en las políticas neoconservadoras, el
FMI y el Banco Mundial- sirvió para potenciar la riqueza de sus mega-capitales
en forma exponencial, pero también para empobrecer a su población. La crisis
financiera nunca resuelta del 2008 es un patético recordatorio. No olvidar que
el fascismo (como el de los grupos que atacaron el Capitolio, o como el de la
Alemania post Tratado de Versalles) se nutre de clasemedieros empobrecidos,
arruinados y desesperados.
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