Resumen
Migraciones han
existido siempre en la historia de la Humanidad. Ellas son las que
posibilitaron que la especie humana terminara poblando todo el planeta. En tal
sentido, son un elemento positivo. Pero con el capitalismo globalizado de las
últimas décadas, el fenómeno presenta una cara negativa, dejando de ser un
factor dinamizador. Hoy constituyen un problema complejo: para los migrantes,
si bien representan un alivio para las familias que quedan en sus lugares de
origen dado las remesas que envían, tanto el tránsito hacia el lugar de llegada
como la instalación en la nueva morada significan grandes problemas. Para las
empresas que les emplean como mano de obra barata, por el contrario,
representan una gran ganancia: se les explota en forma inmisericorde. Se da
allí un doble discurso: se les criminaliza, pero los capitales los utilizan.
Hoy día se levantan voces protestando contra la situación de los migrantes
irregulares, por las tremendas dificultades con que se encuentran. Pero se
escamotea la verdadera causa por la que emigran: huyen de situaciones de
pobreza extrema o de guerras en sus países de origen. Es eso lo que debe
denunciarse con fuerza, buscando el cambio real de condiciones en los países
expulsores.
Palabras claves
Migraciones,
expulsión, fronteras, movilidad, xenofobia.
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Las migraciones
han existido siempre en la historia. Podría decirse que si algo caracteriza a
la especie humana es su afán de búsqueda, de descubrimiento; de ahí que emigró
y cubrió todo el planeta. El Homo Habilis, aparecido hace dos millones y
medio de años en la zona de los Grandes Lagos de África, migró por toda la faz
de la Tierra, adaptándose a todos las regiones y climas. Las “razas” actuales
-concepto que alguna vez habrá que dejar de usar definitivamente- no son sino
expresión de ese tronco común. El genoma humano no difiere en ninguna latitud
del globo terráqueo. En ese sentido, las migraciones son un fenómeno positivo.
Pero, desde hace
ya unas décadas, la arquitectura de la sociedad planetaria globalizada (capitalista)
encuentra en las migraciones un problema cada vez más grave (habrá que aclarar
¿problema para quién?). Millones y millones de personas huyen desesperadas de
la pobreza y/o la guerra.
En la actualidad,
la situación se tornó casi inmanejable. Lo importante a remarcar en esto es que
existe una doble moral en el discurso dominante proveniente de los países
desarrollados: se pone frenos a la migración, y al mismo tiempo se aprovecha de
ella como mano de obra barata. La situación que pasan los migrantes es
bochornosa, tanto en su viaje hacia las supuestas “islas de salvación” como ya
instalados en el lugar de llegada, siempre escondiéndose como ciudadanos
“irregulares”. Ahora bien: una visión romántica, endulcorada, que busque un
perfil más “humanizado” en el trato para con los migrantes, no ayuda en
realidad para cambiar las cosas. El núcleo del asunto estriba en modificar la
estructura que expulsa cada vez más gente desde los países empobrecidos.
Condolerse de los viajeros irregulares y sus penurias es una respuesta moral,
correcta sin dudas, pero que no puede modificar nada. Averiguar las causas
profundas que mueven a esas migraciones -que no son las mismas de las del Homo
Habilis- es otra cosa, sin dudas, más conducente a encontrar soluciones de
fondo.
De todos modos,
hoy es un discurso largamente generalizado levantar la voz por la situación de
los migrantes -“pobres y desamparados migrantes”-. Ello se hace 1) a partir de
su marcha hacia el lugar de destino (Estados Unidos y en menor medida Canadá,
desde Latinoamérica y el Caribe, o Europa Occidental desde Europa del Este,
África o Medio Oriente, o Japón desde el Sudeste asiático) o, si logran llegar,
2) ante las penurias que pasan como “ilegales” en su nueva morada. De cualquier
forma, vale hacer una mirada crítica del fenómeno.
Las migraciones
humanas son un fenómeno tan viejo como la humanidad misma. Como se anticipó más
arriba, de acuerdo con las hipótesis antropológicas más consistentes, se estima
que el ser humano hizo su aparición en un punto determinado del planeta (todo
indica que sería el África) y de ahí emigró por toda la superficie del globo.
De hecho, el ser humano es el único ser viviente que ha emigrado y se ha
adaptado a todos los rincones del mundo, poblando todos los confines. Las
migraciones, por lo tanto, no constituyen una novedad en la historia. Siempre
las ha habido y generalmente han funcionado como un elemento dinamizador del
desarrollo social. Sin embargo, hoy día, y desde hace varios años con una
intensidad creciente, se plantean como un “problema”. Lo que aquí queremos
delimitar es: problema ¿por qué? y ¿para quién?
Recientemente el
fenómeno ha adquirido una dimensión masiva, de proporciones antes nunca vistas,
apareciendo motivado por razones de orden puramente social: guerras,
discriminaciones, persecuciones, pero más aún: pobreza. A partir de la segunda
mitad del siglo XX puede decirse que empieza a constituirse en un verdadero
“problema” (al menos para algunos), perdiendo definitivamente su carácter de
factor de progreso, de aventura positiva. El planeta Tierra se pobló de humanos
justamente gracias a las migraciones. ¿Por qué hoy día son un problema?
Nunca antes como
ahora tanta gente huye de situaciones adversas; pero, paradójicamente, nunca
antes ha habido tantas situaciones adversas. La riqueza y el bienestar crecen a
pasos agigantados para muchos, pero para muchísimos otros también crece (en
forma inversamente proporcional) su marginación, su falta de posibilidades, su
precariedad. El sistema imperante, el capitalismo, no puede resolver acuciantes
problemas de la Humanidad: se produce el doble de los alimentos necesarios para
alimentar a toda la población mundial, pero el hambre sigue siendo uno de los
principales flagelos de la gente. Se busca agua en el planeta Marte, mientras
en la Tierra son millones los que pasan y mueren de sed. Las tecnologías de
vanguardia no sirven para facilitar la vida de todos, sino para cerrar filas
Las oleadas de
pobladores del Tercer Mundo indocumentados en viaje hacia el Norte se muestran
imparables, siendo este tipo de migración el que alarma al status quo central.
En todos estos casos puede verse un interés del migrante por desplazarse desde
una situación comparativamente más desventajosa (material, social) hacia una
más beneficiosa.
La gente huye de
la miseria: del área rural a la ciudad, de los países pobres a la prosperidad
del Norte, al igual que huye de las guerras, de las persecuciones políticas, de
las cacerías humanas, cualquiera sea su naturaleza. Ahora bien, si el número de
“escapados” aumenta (ya sea en forma de desplazados, refugiados, exiliados, de
habitantes de barrios marginales en las ciudades o de inmigrantes irregulares
en las sociedades más ricas) esto está indicando que las condiciones de vida de
donde proviene tanta gente, expulsan en vez de permitir un armónico desarrollo.
Nadie “sobra” en su lugar de origen…, pero pareciera.
Con la
globalización en curso, a la que actualmente todos asistimos sin poder
resistirnos y a la que no está claro si la pandemia de coronavirus pondrá fin,
las fronteras del Estado-nación moderno tienden a debilitarse, y los
desplazamientos de población (así como los de capital) entre un punto y otro
del orbe son cada vez más comunes. Aunque -esto es lo dramático- hay una
sustancial diferencia en la forma en que se mueven: los capitales sí lo hacen
organizadamente, con un proyecto claro en función de sus intereses; las masas
humanas: no.
Lo distintivo en
las migraciones actuales, además de su volumen, es el hecho de constituirse
como problema para todos los factores que hacen parte de ellas, en virtud de su
desorganización, de su desorden, de la pérdida de su condición constructiva.
Hace tiempo que las migraciones dejaron de ser percibidas como un motor
beneficioso para las sociedades. En un mundo en el que, agigantadamente, en vez
de resolverse problemas cruciales, se entroniza la tendencia a dividir entre
aquellos que “se salvan” y los que “sobran”, las migraciones (como recurso
desesperado de muchísimos) pueden pasar a ser un calvario. Por un lado, si bien
permiten parches circunstanciales a partir de las remesas, no cambian
estructuralmente la situación de los que emigran; y por otro, crean un supuesto
malestar en los países receptores, el cual se maneja arteramente según
interesadas agendas políticas.
Lo que está claro
es que el fenómeno migratorio en su conjunto está denunciando una falla
estructural del sistema social que lo produce. Las grandes megápolis del Tercer
Mundo reciben en conjunto diariamente alrededor de 1,000 personas que migran
desde el área rural; y algunos miles llegan cada día ilegalmente desde el Sur a
los países desarrollados.
Quien lo siente
fundamentalmente como un problema, y más raudamente ha dado los primeros pasos
para reaccionar, es el área de llegada de tanta migración: el Norte
desarrollado. Sin duda que las que emigran son poblaciones en riesgo, pero para
la lógica del poder dominante el riesgo está, ante todo, en su propia casa, en
la prosperidad del llamado Primer Mundo, que comienza a ser “invadido”,
ininterrumpidamente, por contingentes siempre en aumento.
Si tanta gente
huye de su situación cotidiana, ello debería llamar a la reflexión inmediata:
¿por qué existe un mundo que integra a algunos y marginaliza a tantos? Las
migraciones actuales están hablando, patéticamente, de poblaciones “excedentes”
en el planeta. Pero ¿qué mundo puede ser este donde haya gente “de sobra”?
Obviamente, los modelos de desarrollo en juego hacen agua, no permiten la
integración armoniosa de todas las poblaciones, por lo que hay que
replantearlos. En otros términos: el modelo capitalista no ofrece salida para
la inmensa mayoría de la población mundial.
Las penurias que
deben pasar los migrantes en su marcha hacia la supuesta salvación son enormes,
terribles. En estos últimos años de crisis sistémica, desde el 2008 a la fecha,
con la ralentización de la economía de muchos países desarrollados, esas
penurias se acrecentaron. Qué vendrá luego de la pandemia de coronavirus, es
una incógnita, pero todo augura que no habrá nada nuevo para esas enormes masas
de gente desesperada. De hecho, desde inicios del 2020 se asiste a una crisis
financiera peor aún que la anterior, la cual no puede justificarse, como
arteramente intenta la prensa mundial, por la crisis sanitaria. Justamente por
esa crisis global del sistema capitalista, las condiciones de recepción de
migrantes en el Norte se ponen cada vez más duras, más denigrantes incluso. El
discurso oficial que domina en los países industrializados es que “los
inmigrantes vienen a quitar puestos de trabajo”. Donald Trump, en Estados
Unidos, ganó las elecciones levantado ese sensiblero y mojigato mensaje. Y el
Brexit que separó a Gran Bretaña de la Unión Europea también tuvo de fondo esa
perspectiva chovinista y xenofóbica. Con ello, lo que se consigue es que la
clase trabajadora internacional siga fragmentándose, haciendo que un trabajador
del Norte vea a un “mojado” del Sur como un competidor, un enemigo, en
definitiva. El “divide y reinarás” cumple perfectamente su cometido.
Pero hay ahí una
doble moral en juego: por un lado se aprovecha la mano de obra barata, casi
regalada, que llega a los bolsones de desarrollo en el Norte, gente desesperada
dispuesta a trabajar por migajas (que, en sus países del Sur representa mucho);
y por otro, se le pone trabas cada vez mayores, alentándola a no migrar. Los
muros se suceden cada vez con mayor frecuencia, haciendo recordar más a campos
de concentración que a fronteras entre naciones.
Es real que la
crisis económica hace que muchos trabajadores oriundos de los países
desarrollados estén escasos de trabajo, pero el endurecimiento de los
obstáculos migratorios con los trabajadores del Sur busca no sólo
desestimularlos sino también, básicamente, chantajearlos, pagando salarios
bajísimos y ofreciendo condiciones de super explotación. El antiguamente llamado
“ejército de reserva industrial” (¡las categorías marxistas siguen siendo
válidas!), es decir: las poblaciones desocupadas y siempre listas a trabajar
por centavos, no ha desaparecido. Hoy se presenta como fenómeno global,
mundial. Se lo declara problema, pero al mismo tiempo es lo que ayuda a
mantener bajos los salarios. El único beneficiado en esto es el capital.
No hay dudas que
ese endurecimiento torna el viaje de los migrantes una verdadera pesadilla. En
Latinoamérica se estima que de cada tres migrantes irregulares solo uno llega
al american dream. Otro es devuelto en el camino, y otro muere en el
intento. Luego, si sobreviven a condiciones extremas y logran ingresar a las
“islas de salvación” (Estados Unidos, Europa, Japón), su estadía allí, en
general en condiciones de irregularidad, aumenta la pesadilla.
Pero permítasenos
esta reflexión: suele levantarse la voz, lastimera por cierto, en relación a
las penurias de los migrantes indocumentados. Suele decirse que la vida que
llevan en los países del Norte es deplorable, lo cual es cierto. Y suele
exigirse también un mejor trato de parte de esos países para con la enorme masa
de migrantes irregulares.
Todo eso está muy
bien, expresa un loable esfuerzo, una muestra de preocupación social, de empatía
para con el otro. Es, salvando las distancias, como preocuparse por la
situación actual de los niños de la calle, o de los jóvenes integrados a
pandillas. Pero ese dolor, manifestado en la lamentación por la situación de
esas poblaciones especialmente vulnerables y vulnerabilizadas (los migrantes
indocumentados, la niñez de la calle, cualquier segmento marginalizado) queda
cojo si no se ve también la otra cara del problema: ¡la verdadera y principal
cara! ¿Por qué hay millones y millones de migrantes que escapan de sus países
de origen, forzados por la situación económica? La cuestión no es tanto pedir
un trato digno en los países de llegada, sino plantearse por qué deben escapar.
Los gobiernos de
los países expulsores no dicen nada al respecto porque las remesas que envían
estos trabajadores indocumentados sirven para paliar, al menos en parte, la
pobreza estructural de las familias de origen y evitar que la misma se
profundice. En México y Centroamérica esas remesas representan porciones significativamente
altas del Producto Bruto Interno (a veces superando el 20%). Son
imprescindibles colchones que amortiguan la pobreza crónica, el malestar social
reinante.
En vez de
quedarnos con la lamentación y victimización del migrante, ¿por qué no
denunciar con la misma energía la injusticia estructural que los fuerza a
emigrar? Pedir que los países de acogida regularicen su situación migratoria no
está mal. Pero ¿por qué no trabajar denodadamente para lograr que nadie tenga
que emigrar en esas condiciones, porque su país de origen no le brinda las
posibilidades mínimas de sobrevivencia?
Del mismo modo
que nadie debe discriminar ni castigar a un niño de la calle (él es el síntoma
visible de un proceso social mucho más complejo) tampoco nadie debe excluir,
segregar o maltratar a un migrante en condición de irregularidad. Pero
¡cuidado!: si alguien tiene que salir huyendo de su sociedad natal porque ahí
no puede sobrevivir, es ahí donde hay que trabajar para cambiar esa injusta y
deplorable situación. Trabajar por la regularización de los migrantes que
huyeron de la situación de precariedad en sus países de origen puede ser muy
bien intencionado, pero no cambia en nada la situación de fondo que sigue
expulsando gente. Y, lo peor, quizá no pasa de un asistencialismo con cierto
toque caritativo que, en definitiva, ayuda a perpetuar la situación.
Puede ser
correcto trabajar/pedir/exigir al gobierno de los Estados Unidos mayor apertura
en su política migratoria, pero no debe olvidarse que como país soberano tiene
la potestad de establecer esas políticas según su conveniencia. Donde sí se
debe actuar con la mayor energía es en los países expulsores, como por ejemplo
Guatemala. Es ahí donde se debe pedir/exigir a los Estados nacionales la
creación de condiciones que impidan seguir produciendo potenciales migrantes.
Si no, ¿habría que luchar porque los países del Norte -Estados Unidos más
específicamente para el caso de Centroamérica- acepten también a los más de 15
millones de guatemaltecos que no migran pero que igualmente están en situación
de pobreza permaneciendo en el país?
Todas estas
preguntas, aparentemente alejadas en principio de respuestas prácticas
concretas, deben ser el fundamento de nuestras acciones en torno al tema de las
migraciones. En definitiva, el debate teórico serio (creemos que imperioso)
sobre todo esto es lo que mejor puede encaminar las futuras intervenciones.
Recordemos las palabras de Einstein, famoso inmigrante judío: “no hay nada
más práctico que una buena teoría”. Pensemos críticamente toda esta
situación: más que lamentarnos por el síntoma evidente, trabajemos en la fuente
expulsora. Cuidado: ¡que los árboles no nos impidan ver el bosque!
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