El caso de Guatemala
A modo de introducción
Hablar de “salud mental” es siempre problemático,
equívoco, confuso. La idea dominante en este campo presenta una doble
vertiente: por un lado, se presentifican ahí prejuicios ideológicos,
estigmatizaciones de carácter moral que unen sutilmente lo psíquico, lo siempre
ambiguamente definido como “mental”, con locura. Y junto a ello, una
visión biomédica del asunto.
En otros términos: tener “problemas” psíquicos es
estar loco. Lo cual equivale a decir que no se es dueño de sí mismo, que
se está alienado, enajenado (no dejan de resonar ahí reminiscencias medievales de
posesión diabólica). La ilusión de base es que se es absoluto dominador de la
vida, que somos lo que consciente y voluntariamente decidimos ser. Falta ahí la
idea de inconsciente, que recién llegó entrado el siglo XX con el
descubrimiento de Sigmund Freud y el psicoanálisis.
Los malestares “del alma” -que no son los del cuerpo
biológico- son considerados enajenantes, estigmatizantes; y, por tanto, en
buena media, vergonzantes. Es más fácil hablar de nuestro cáncer o nuestra
diabetes que de nuestra frigidez o nuestra eyaculación precoz. Padecer un
trastorno físico, más allá de su gravedad y posibilidad de muerte, no segrega;
los padecimientos anímicos tienen un sabor vergonzosamente angustiante. Sí
segregan (por eso nadie quiere ser considerado loco). El problema se
agrava con el tratamiento que el mundo moderno, capitalista, le da a ese
malestar. Como la cultura dominante ha medicalizado todo, también el malestar
psicológico se ha medicalizado. Ahí está la psiquiatría, en tanto rama de la
medicina, tomando la batuta en el asunto.
El malestar psíquico se ha transformado en
“enfermedad mental”, y la psiquiatría es la encargada de “arreglarlo”. Pero su
abordaje se hace en términos biomédicos, por lo que no termina de dar en el
blanco. Siguiendo los patrones biológicos/médicos/físico-químicos que
fundamentan el conocimiento del cuerpo humano -centrados en la idea de sano
y enfermo, de homeostasis como ley regulatoria de la materia viva- la
psiquiatría no puede pasar de clasificar y buscar un alivio por medio de fármacos
(eventualmente, con otros procedimientos “terapéuticos”, como electroshocks,
lobotomía, duchas de agua fría… o buenos y sanos consejos). Y
cierta psicología basada en la idea de conciencia y voluntad, apuntala
igualmente este llamado a “poner de sí”, a “superarse”, obviando la idea de
inconsciente. “¡Si usted quiere, puede!” es la consigna, siendo los
libros de autoayuda los principalísimos best sellers de la industria
editorial.
De este modo, la atención del malestar no-orgánico
(el malestar psíquico, el “dolor del alma”) queda confinado a un abordaje
realizado siempre en la lógica de la curación médica. Lo considerado “patológico”:
la angustia, las inhibiciones, los síntomas, delirios y alucinaciones,
trastornos psicosomáticos varios, la depresión, son objeto de un acercamiento
curativo, restaurativo, buscando hacer volver a la “normalidad”. Y ahí se
plantea el gran problema: ¿qué es la normalidad?
Al hablar de salud mental, se habla de una sana
adaptación al medio, lo cual muestra que se habla de un registro más social
-ideológico/cultural- que biomédico. Los planteos psiquiátricos y psicológicos
no psicoanalíticos no pueden pasar del “restablecimiento” de una pretendida
normalidad perdida. Pero nunca queda claro en qué consiste esa normalidad.
Curiosamente Freud, luego de largas décadas de trabajo y elucubraciones sobre
estos temas, preguntado sobre en qué consiste esa normalidad, se limitó a
decir: “capacidad de amar y trabajar” (lieben und arbeiten). Escueto,
pero lapidario. Nunca hay una “normalidad” libre de conflictos.
Cuando se habla de salud mental, resuenan entonces
todos los prejuicios antes mencionados. Quienes dan mayor respuesta a estas
problemáticas son, en definitiva y dada la cultura medicalizada que nos inunda,
aquellos que proveen medicamentos. En última instancia, esos son los grandes
oligopolios farmacéuticos. O sea que la salud mental de las poblaciones está
concebida desde una lógica mercantil -no preventiva- donde lo más importante
termina siendo consumir medicamentos. ¡Hay quienes llegan a hablar de un
“drogado preventivo” para evitar la posible futura angustia! Dicho de otro
modo, salud mental es atender el malestar psicológico con psicofármacos, o con
orientaciones y consejos centrados en la voluntad: “¡Todo depende de usted!
¡Cambie de actitud! ¡Supérese!”
Por todos esos prejuicios, porque en realidad la
medicina no sabe qué hacer con todo esto, el campo de la problemática y
compleja “salud mental” es el pariente pobre del ámbito sanitario. Más aún:
pariente pobre y volcado en muy buena medida a la atención de la “locura” (la
rareza) o del “loco” con planteamientos psiquiátrico-manicomiales. Y las
empresas farmacéuticas haciendo pingües negocios (los psicofármacos, ansiolíticos
fundamentalmente, sin garantizar ninguna “salud mental” de nadie, están entre
las medicinas más vendidas del mundo).
Salud
mental: un lujo
En los países de alto consumo, donde abundan las
riquezas, se discute sobre la calidad de vida. En aquellos de escasos
recursos (la mayoría del mundo), sobre su posibilidad. Allí donde el
hambre, la violencia, la exclusión, las guerras, la falta de oportunidades son
la constante, comer todos los días puede considerarse un lujo. La atención de
otras necesidades, como el sufrimiento anímico, puede verse como una rareza.
De ahí que ese siempre mal definido ámbito de la salud mental (más bien
concebido como “enfermedad mental”) recibe solo migajas. De hecho, en el área
centroamericana, los ministerios de salud destinan solo el 1% de sus siempre
magros presupuestos al campo de la salud mental. Y de ese monto, el 90% va para
los hospitales psiquiátricos. Las necesidades anímicas, los problemas
psicológicos, las preguntas que conlleva el diario vivir con su carga de
malestar y angustia, se responden con “buenos consejos”, con medicación
psiquiátrica, con religiones (la invasión de cultos neopentecostales en la región
lo atestigua). O con alcohol. El guatemalteco y Premio Nobel de Literatura,
Miguel Ángel Asturias, lo dijo sin cortapisas: “Aquí solo se puede vivir
borracho”.
Para evidenciar todo esto mostrando cómo la salud
mental está siempre relegada (en general, en todos los países, y en el Sur
empobrecido, más aún), baste este ejemplo.
Guatemala sufrió la segunda guerra
interna más prolongada del continente durante el siglo XX, luego de la
colombiana. Fueron 36 años de intenso enfrentamiento, con consecuencias
monstruosas para la población: 200,000 muertos, 45,000 desaparecidos, un millón
de desplazados internos, 669 aldeas campesinas mayas destruidas con la política
de “tierra arrasada” implementada por el Estado contrainsurgente. El terror se
apoderó del país, y hablar podía costar caro: el silencio se hizo la norma. La
Guerra Fría disputada por las dos superpotencias (Estados Unidos y la Unión
Soviética), en este territorio se hizo insufriblemente caliente. Las
secuelas psicológicas de todo eso son enormes, y un cuarto de siglo después,
siguen presentes. Firmada la Paz
el 29 de diciembre de 1996 entre Estado (ejército) y movimiento guerrillero, se
hizo necesario atender las heridas psicológicas que dejó el conflicto bélico
como una forma de asegurar la sostenibilidad del proceso allí iniciado,
intentando garantizar el no retorno a una situación similar de guerra interna.
En ese contexto se tornaba imprescindible abordar la problemática del estado
psicológico y emocional de la población que se vio más sometida a los embates
de la violencia en años anteriores. (Al día de hoy, mucha gente que sobrevivió
a la guerra en zonas rurales aún se aterroriza al sentir el vuelo de un
helicóptero; o no puede viajar sola por caminos locales por temor a las
emboscadas. No se diga de las secuelas de las mujeres violadas por el ejército,
que deben sobrellevar el peso de ese vejamen y además la estigmatización social
de sus comunidades).
En tal sentido, se hicieron numerosas recomendaciones sobre este
espinoso asunto para poner en marcha programas específicos en la materia.
Algunas de ellas están contenidas en un Informe de situación realizado por la
Secretaría de la Paz -SEPAZ-, con fondos de Unión Europea. Entre algunas de las recomendaciones hechas
en aquel entonces (1999) puede leerse:
·
De
acuerdo a los diagnósticos existentes y a los datos aportados por las
instituciones que actualmente están desarrollando acciones específicas, las
necesidades de intervención en relación a la Reparación Psicosocial de las
víctimas de la violencia son muy altas.
·
Contrariamente,
la oferta de servicios con respecto a acciones de salud mental es muy escasa,
produciéndose un desbalance que debe ser corregido en términos de asegurar un
Proceso de Paz duradero y sostenible.
·
No
existe legislación específica que regule este campo de trabajo. Las acciones
ligadas a la problemática de atención en salud mental para víctimas del
conflicto armado interno se rigen por los Acuerdos de Paz suscritos entre
Gobierno y Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca -URNG-. [Valga aclarar que son
acuerdos no-vinculantes].
·
Los
proyectos e iniciativas referidos a atención psicológica son abordados por: a)
el Estado, a través de dos programas específicos, b) la Iglesia Católica, a
través de sus Servicios Pastorales, y c) organizaciones no gubernamentales
ligadas al ámbito de la salud, la educación, los derechos humanos, la niñez y
el desarrollo comunitario.
·
Si
bien desde la Firma de la Paz hasta la fecha se han venido desarrollando
acciones especializadas en la materia, todavía no ha habido un impacto
considerable en términos globales que haya transformado de forma evidente y
duradera los efectos psicológicos y culturales derivados de la violencia,
sirviendo como cimiento sólido para nuevas formas de convivencia.
·
La
capacidad instalada en el sector, aunque actualmente no es mucha cuantitativamente
en relación a la demanda de servicios, tiene una experiencia y un peso
cualitativo considerables, producto de años de trabajo y la exigencia de
resolución de problemas a que se ha visto sometida, en tanto es Guatemala uno
de los países donde se cuenta con mayor cantidad de población necesitada de
acciones de salud mental en la región.
·
En
el fomento de la cultura de la no violencia, si bien en algunos casos puntuales
se utilizan los medios masivos de comunicación como instrumento de trabajo, no
hay estrategias globales que apelen a los mismos, con lo que no se aprovecha al
máximo una instancia de gran potencial.
Transcurridos ya casi 25 años de silenciadas las armas, los efectos
psicológicos de aquel terremoto social vivido no se han atendido mayormente.
Todo lo que el Informe de marras concluía, en lo sustancial no ha variado. ¿Será
que la salud mental se sigue viendo como un lujo? Más allá de acciones
puntuales de organizaciones de la sociedad civil, no hay planes sistemáticos
para abordar toda la herencia de sufrimiento dejada por la guerra. Si eso no se
hizo en los primeros momentos de firmada la paz, con considerable apoyo de la
cooperación internacional en ese entonces, ya décadas después va quedando en el
olvido. Pareciera que sí, efectivamente, lo relacionado con la salud mental es
secundario, un lujo.
El hospital psiquiátrico -situado en la ciudad capital- sigue siendo el
centro de la inversión del ministerio de salud en el ámbito de lo psi;
programas preventivos -con todas las dificultades que se abren en el tema de “prevención en salud mental”, no existen; y la atención de las heridas de
la guerra y de tanta violencia sufrida son casi inexistentes, a no ser por el
trabajo humanitario desarrollado por algunas organizaciones no gubernamentales,
con fondos siempre de cooperación internacional (por tanto, no sostenibles en
el tiempo, y nunca apropiadas por las instancias estatales, por tanto, con
impactos muy pequeños a nivel nacional).
Sí cumplen una tarea de bálsamo las religiones, que además de ser un arma
de control poblacional deleznable, más aún con la explosión incontenible de las
nuevas iglesias evangélicas, presentifican lo dicho por Marx en 1844 en su
“Contribución
a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel”: “La religión es el
suspiro de una criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón, el
espíritu de una situación carente de espíritu. La religión es el opio del
pueblo”.
El psicoanálisis,
no solo en los países empobrecidos del Sur sino, en general, en todo el mundo,
sigue siendo visto con desconfianza (¿con temor?). Para una visión
conservadora, incluso, no deja de ser un lujo (enmarcado en los
invalidantes prejuicios
que lo condenan). Quien toma la delantera en el campo de la salud mental son
las técnicas de reforzamiento yoico y, por supuesto más que nadie marcando el
paso, las grandes compañías farmacéuticas -que venden a través de los
psiquiatras-. A propósito: los manuales de psiquiatría y psicopatología más
usados están financiados por esas empresas. ¿Será por eso que cada vez crece
más el número de “enfermedades mentales”? (primera edición del Manual
estadounidense de esta materia, en 1952: 106 cuadros clínicos; quinta edición
de 2013: 116 cuadros. Huele raro, ¿verdad?) Por tanto, solo quedan pastillas,
religiones o consejos. O, recordando lo dicho por Miguel Ángel Asturias, ¿no
queda otro recurso que el alcohol?
Parece que para
las poblaciones más sufridas, que son la mayoría del mundo -el caso de
Guatemala es un palmario ejemplo- la atención del sufrimiento anímico no deja
de ser un lujo. Pero que quede claro: ¡no lo es!
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