RELIGIONES: ¿APORTE PARA EL CAMBIO O FUERZAS CONSERVADORAS?
Marcelo
Colussi
No caben dudas que las religiones siguen
ocupando un lugar de gran importancia en la dinámica de las sociedades. En
algunas más que en otras (por ejemplo, en Guatemala mucho más que en las
sociedades europeas). De todos modos, su función de cohesionadora social (religión, del latín re-ligare: unir, amarrar) ha sido desplazada en buena medida por
nuevos mecanismos; para el caso: los medios masivos de comunicación. El papel
de los mismos supera con creces la influencia de cualquier religión. La guerra
de cuarta generación que vivimos (guerra mediático-psicológica de la que
absolutamente nadie puede escapar) influye sobre “mentes y corazones” como
nadie en la historia.
Las religiones, al institucionalizarse y
convertirse en iglesias, siempre han estado en manos de la derecha, de las
fuerzas conservadoras. De hecho, se alinean con los poderes porque, ellas
mismas, hacen parte de la estructura de poder, pues no existen para cambiar
nada, sino todo lo contrario. Las religiones son conservadoras, la argamasa
social que sostiene el edificio civilizatorio. Por tanto, ejercen un poder
moral (en general temible) que sanciona todo tipo de transgresión, de
desviación de “lo correcto”. La sexualidad, en tanto Talón de Aquiles de la
Humanidad, cae bajo su vigilancia más estricta.
En alguna ocasión las religiones pueden tener
una función de denuncia, pero nunca de elemento transformador (eso iría en
contra de su propia esencia). Por ejemplo: la Teología de la Liberación. Es
sabido que tanto en Guatemala como en Latinoamérica jugó en décadas pasadas un
importante papel en el despertar de conciencias políticas en buena parte de las
poblaciones. Pero en tanto religión, tiene ya marcados sus límites. Si intenta
ser abiertamente revolucionaria, choca con el poder constituido, y tiene que
optar: seguir en la institución religiosa, o desmarcarse. El padre Ernesto
Cardenal arrodillado ante Su Santidad Juan Pablo II en el aeropuerto de Managua
en plena Revolución Sandinista pidiendo perdón lo dice todo. Ese es el límite
infranqueable.
Y del mismo modo: la moral sexual. Los valores
religiosos (de cualquier religión: católica, neo-evangélica, de la cosmovisión
maya, musulmana, judía, etc.) son patriarcales, homofóbicos, anti aborto,
defienden a rajatabla la monogamia (mientras la institución matrimonial hace
agua por todos lados y los moteles están atiborrados de “pecadores”). Un cambio
social, un verdadero y profundo cambio y no solo una buena intención (la
caridad religiosa se alimenta de “buenas intenciones”) difícilmente puede hacer
uso de las religiones, dados sus límites conservadores.
Ahora bien: es absolutamente cierto que la gran
mayoría de la población guatemalteca practica alguna religión. Y también es
absolutamente cierto que la derecha aprovecha esa religiosidad popular para
mantener el estado de cosas. De hecho, la explosión de cultos neopentecostales
que inundan el país es parte de una muy bien pergeñada estrategia de control
social ideada en Washington (ver Documentos de Santa Fe), que sin dudas ha dado
grandes resultados para esos planes conservadores. ¿Puede una propuesta
religiosa distinta, alternativa, ser un vehículo para el cambio? Por tacto
político podría decirse que un proceso transformador debe ser amplio,
democrático, no discriminar a nadie. Y en esa perspectiva, lo religioso puede
ser un invaluable compañero de ruta. Pero también es cierto que las religiones,
cualquiera sea, pueden constituirse en un obstáculo para cambios más profundos,
por su esencia conservadora. ¿Cómo barajar esas perspectivas antagónicas? ¿Se
resuelve en términos ideológicos o en la arena de la práctica política? Difícil
cuestión, por cierto. El debate está abierto.
¿HASTA CUÁNDO LA RELIGIÓN
SERÁ EL OPIO DEL PUEBLO?
Romina de la Roca
No
se puede negar la trascendental importancia e influencia que han tenido las
religiones en la historia de la humanidad, tanto en lo individual como en lo
político y social. Sin embargo, que esto haya sido así y que lamentablemente
continúe siéndolo, no significa que la existencia de las mismas sea algo
realmente positivo en la vida de la humanidad. Si no, habría que preguntárselo
a los miles de seres humanos perseguidos, torturados y “ajusticiados” por
blasfemos y herejes; en especial a los miles de mujeres asesinadas en la
hoguera o en la horca por brujas y hechiceras. O en la época más reciente, a
los cientos de niños y niñas abusadas sexualmente por los representantes de
estas religiones tan trascendentales. O a los muchos pastores neopentecostales
que se enriquecen a costillas de sus acérrimos seguidores. O a las judías que
deben “tolerar” oraciones como “Gracias, Señor,[…]
porque no me hiciste mujer”. Los “errores” cometidos por algunos de los
representantes religiosos no significa que eso pregonen las religiones; sin
embargo, toda la gran estructura que hay detrás sí funciona de tal forma que
los protege, defiende e incluso puede llegar a justificar.
Si
bien es cierto que a muchas personas las religiones les sirven como una
esperanza para encontrar solución a sus males o problemas, la explicación a
situaciones negativas que no comprenden porque “siempre han sido buenos
creyentes y practicantes de su religión”, la aceptación de situaciones que
consideran injustas (la muerte de un ser muy querido o la enfermedad de un
hijo, etc.), a otras más bien les han representado inmensos problemas que les
han costado incluso la vida. En nombre de las religiones se han peleado
guerras. Y aunque a veces las religiones han reconocido sus errores y se han
modernizado, aún siguen siendo una forma de engaño y de llamado a la obediente
resignación. Es decir, aceptar la existencia de las religiones y más aún, el
reconocimiento de que se hace necesario utilizarlas para alcanzar otros fines,
puede resultar un tanto perverso, porque sería justificar como daños
colaterales los grandes males que ocasionan. Y resultaría muy difícil
determinar qué tanto es bueno y qué otro tanto no. Es por eso que, sin importar
a qué ideología respondan las religiones para manipular a las masas, ellas en
sí mismas conllevan un engaño. Aunque sea una religión enmarcada en la “opción
preferencial por los pobres”, no deja las raíces que la unen con la iglesia
tradicional, llena de oro. Aquella que pregona “bienaventurados los pobres
porque de ellos será el reino de los cielos”. La foto de Ernesto Cardenal de
rodillas besando el anillo de Juan Pablo II y pidiendo perdón, es una muestra
de ese vínculo que perdura, aunque para ello haya muchas justificaciones.
¿No
sería más saludable mentalmente que la gente se libere del pensamiento
religioso y encuentre la solución a sus problemas de forma racional y desde un
enfoque científico? ¿No sería más liberador dejar de temerle a un dios que,
aunque se “porten bien”, siempre los pone a prueba y les manda castigos para
ver qué tanto “le aman”? ¿No sería mucho mejor que los miles de creyentes
supieran que si son pobres es porque unos cuantos les explotan y se enriquecen
a costa de su trabajo y no porque “de ellos será el reino de los cielos”? Sería
mejor que las religiones dejen de ser el falso consuelo de miles de personas.
No
se pueden eliminar las religiones por decreto de la noche a la mañana, y mucho
menos la creencia en ellas. Aunque no se esté de acuerdo en lo que significan,
se debe reconocer que son un actor más en la vida política y social. Y claro,
mejor que ese actor trabaje en favor de las grandes mayorías siempre olvidadas
y se convierta así en un compañero en el camino hacia el cambio del sistema
económico, político y de poder. Pero se debe ser cuidadoso y no olvidar que la
religión puede ser solamente eso, un compañero de camino, y que llegará un
momento en no habrá más puntos de coincidencia, y entonces se convertirán en un
enemigo a combatir.
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