Remedando a un sabio chino, esos maestros que hablan
poco, con elípticas parábolas, inescrutables las más de las veces, así vivía
Salomón en su destartalado cuartucho. Eran frecuentes las visitas de gente que
se le acercaba pidiendo la luz de su sabiduría. No solo de la comunidad judía,
a la que pertenecía, sino de todos los rincones de la diversidad humana. Ávidos
de sus consejos, muchas veces quienes lo buscaban debían esperar semanas, meses
incluso, antes de ser recibidos por el hermético sabio.
Mi primo H. y su hijo J., que por aquel entonces estaban
pasando indecibles penurias, fueron a verlo. Con mucho tiempo de antelación
habían gestionado la cita, y finalmente, un gélido miércoles que nevaba mucho,
llegaron a su morada. Los dejó estupefactos su presencia: de una edad
indescifrable, larga barba hasta el abdomen y aspecto desaliñado, los atendió
sin mirarles nunca a los ojos.
“Maestro, no sabe la emoción que nos embarga de poder
llegar a usted”.
“¿Qué quieren de mí?”, respondió con voz áspera,
cortante.
“Mi esposa, es decir: la madre él” -señalando a su
hijo- “está sumamente afectada y nadie le encuentra solución”.
“¿Qué le sucede?”, preguntó enterneciéndose algo.
“Ella es hija de una señora que estuvo en Buchenwald,
y continuamente tiene pesadillas donde grita, en idish: «¡a los gitanos, a los
gitanos!»”.
El silencio se hizo sepulcral. Por varios minutos el
tiempo pareció detenerse. De pronto, de los ojos del Maestro comenzaron a caer
unas lágrimas. Preguntó luego, con voz pausada:
“¿A los gitanos?”
“Sí, Maestro. Y casi todas las noches sueña eso.
Incluso se levanta sonámbula, sigue gritando eso, y destruye la vajilla. ¡Usted
no sabe todos los platos y vasos que ya ha quebrado!”.
“¿Qué color de ojos tiene?”, preguntó
desconcertando a los consultantes, que quedaron sorprendidos.
“Celestes como el cielo”. El silencio nuevamente
ganó la escena. Luego de una tensa espera, mi primo prosiguió:
“La hemos llevado con los mejores médicos y
psicólogos, pero nadie le encuentra cura… ¿Qué debemos hacer, Maestro?”
“Una noche de luna llena, sin nieve pero con mucho
frío, hacerla cantar «O Tannenbaum» mientras el universo se mueve sin destino
fijo, y arreciar en la macroscopía secular”.
Padre e hijo se miraron estupefactos; no sabían cómo
reaccionar. Si la respuesta había sido una alegoría, una profunda metáfora, era
absolutamente incomprensible. Salomón quedó mudo, mirando el infinito. Los
consultantes, mirándose entre sí con gesto despavorido, también quedaron mudos.
Luego de un momento, el Maestro agregó:
“Y no reparar en gastos…”, frase que se hizo más
enigmática aún.
Como el silencio se prolongaba tenso, mi primo y mi
sobrino -según me contaron luego- optaron por retirarse. Lentamente se
incorporaron, y esbozando un tímido saludo que no fue respondido por Salomón
-que seguía en trance- salieron de la habitación.
Días después se supo que el presunto adivino y sabio iluminado,
al escuchar hablar de la Shoah, el Holocausto -que él había sufrido en
sus mocedades como judío oriundo de la ciudad de Leipzig siendo destinado a
Auschwitz-, entró en crisis psicótica. Sus orientaciones, siempre ofrecidas en
ese tono hermético que los consultantes aceptaban como sesudas elucubraciones, insondables
y crípticas formulaciones que daban para pensar, eran en realidad floridos
delirios. Ahora, en el Hospital Psiquiátrico de U., recuerda con obstinada
meticulosidad cada día pasado en el campo de concentración.
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