Su padre había sido un fanático del tango. En
Medellín, Gardel seguía siendo figura legendaria, seguramente por haber muerto
ahí de modo trágico. El ambiente tanguero estaba en el aire, de ahí que Martín
había heredado esa afición. “Fumando espero” era el tango que más le conmovía,
por eso, en sus momentos más especiales (buenos o malos) no podía faltarle: lo
cantaba, lo silbaba, lo escuchaba en alguna grabación. Además, todo eso lo
asociaba directamente con el motivo de muerte de su padre: cáncer de pulmón,
consecuencia de haber sido un furioso fumador durante toda su vida. Por ese
motivo, Martín hacía lo imposible por no fumar. El período de mayor abstinencia
completa que había logrado era de dos años. Ahora fumaba muy ocasionalmente. Si
de evocación del cigarro se trataba, prefería el mítico tango de Carlos Gardel.
Cuando se conocieron él tenía 55 años y ella 23.
Martín era un prestigioso médico, y quizá el más reputado docente de la
Facultad. Su hijo, Guillermo, se encaminaba a ser médico también, así como su
novia, la bella e inteligente Sofía.
Martín estaba separado desde hacía ya largos años,
por lo que no vivía con Guillermo. De todos modos lo veía muy frecuentemente en
la universidad. Había buscado que no fuese su alumno, por razones elementales
de ética, decía. Era sumamente cuidadoso en eso. Sofía sí había estado en sus
clases, pero el prestigioso docente había intentado por todos los medios
mantener una sana distancia. Por lo pronto, y contrario a su costumbre con
otros estudiantes, la trataba de “usted”.
Pero desde el primer día que la vio, cuando se la
presentó su hijo, quedó fascinado con ella, “más de lo que debía”, se reprochaba
en secreto.
Sofía escribía poesía; cosa no tan habitual entre
estudiantes de Medicina, pero que en ella era una virtud que salía con pasmosa
facilidad. Martín no sabía si lo había impresionado más la belleza (Sofía era
increíblemente atractiva), la inteligencia (era, por lejos, la estudiante más
aplicada) o su calidad de poetisa. Quizá todo. Quizá algo más, que iría
descubriendo con el tiempo: su calidad de fruta prohibida.
Él, desde la separación, había comenzado a escribir.
Era mediocre, y nunca se había atrevido a compartir su pobre producción con
nadie. Ni sabría explicar cómo ni por qué, con su hijo como intermediario, hizo
llegar uno de sus cuentos cortos –media página– a Sofía. Después de eso, la
vergüenza que le nació fue indecible. Pensaba que la joven podía tomarlo a mal,
interpretarlo como una provocación, como un velado pedido de algo.
Desde ya, eran todas imaginaciones de Martín. Sofía
simplemente lo tomó como un lindo gesto. Todo lo demás corría por cuenta del
médico. Sin dudas, algo había comenzado a operarse en su fantasía, porque a
partir de ese momento su vida ya no fue la misma.
La relación de la joven con Guillermo era bastante
estable. Hacía ya años que noviaban, y tenían planes de casamiento para más
adelante, ya graduados. Martín los acompañaba gustoso en todo eso. Era su único
hijo, y en verdad había algo secreto que el profesor nunca contaba, pero que le
confería un sentido muy especial a su vida: de joven él, igual que su padre,
había sido un empedernido fumador. Cuando su esposa quedó embarazada de
Guillermo, a pedido de ella había dejado de fumar. En realidad, nunca lo había
dejado del todo, pero oficialmente ya no lo hacía. O en todo caso, lo hacía
siempre a escondidas, y en muy menor medida. Ocasionalmente, a hurtadillas,
fumaba un cigarro y luego se llenaba de culpa, por lo que lo ocultaba
cuidadosamente. Nunca faltaban las pastillas de menta para quitarse el olor a
tabaco. Por todo eso Guillermo, al menos en su imaginación, era símbolo de
vida, representaba a quien lo había salvado de un posible cáncer de pulmón.
Desde que conoció a Sofía, comenzó a fumar más. Por
supuesto, ni siquiera a él mismo quiso decírselo.
Comenzó a sentir que, sin saber el porqué, se reunía
menos con su hijo, lo evitaba, ponía continuamente cualquier excusa. Guillermo
nunca dijo nada al respecto, pero sí Sofía. La intuición de la joven era
proverbial.
Martín creyó encontrar en algunos gestos de la joven
una velada provocación: “¿respuesta a sus indecentes ideas?”, se preguntaba en
secreto. Nunca quedaría claro si era pura imaginación afiebrada del doctor, o
realmente había algo más que gentilezas por parte de la joven. Una vez que
Sofía lo visitó en su cubículo en la universidad para devolverle un libro,
inadvertidamente, en una maniobra casual, el médico rozó un pecho de la
muchacha con su mano. Los sentimientos encontrados fueron infinitos por parte
de ambos. Quedaron paralizados. A Martín se le ocurrieron millones de cosas en
un instante: que nada es casual, que esos actos fallidos tienen una agenda
oculta, que los deseos prohibidos siempre se expresan aunque sea
disfrazadamente. Se limitó a sonreír y, enrojeciendo, pidió disculpas.
Por la cabeza de Sofía también circularon infinidad
de cosas. Estuvo tentada de tomar la iniciativa y besarlo, pero le pareció una
locura absoluta; no tanto por lo osado de la situación que se crearía en el
momento, sino por las derivaciones que eso podría traer luego. Desde hacía
tiempo ambos sabían que había algo más que gentilezas políticamente correctas.
¿Quién se atrevería a dar el primer paso?
Unos días después de ese incidente, Martín recibió
una carta anónima en su consultorio. Alguien, misteriosamente, la había hecho
llegar no en horario de oficina, por lo que la secretaria no sabía quién la
llevó. Simplemente decía: “Mejor no”.
Quedó paralizado. Entendió que eso tenía que venir
de la joven; era más que obvio. Pero lo sorprendió tremendamente que fuera
letra de su hijo. La conocía a la perfección. Detallista como era, eso no se le
podía escapar.
Se atormentó por varios días pensando qué
significaba el anónimo. Fue en ese momento cuando ya no pudo contenerse y
comenzó a fumar nuevamente en forma regular. Quería ocultarlo públicamente,
pero el olor lo delataba. “Tengo olor a pecado”, se decía.
Fue en esos días que sucedió el accidente. Cuando se
lo avisaron, sintió que desfallecía. Habían caído de la moto: Guillermo murió
inmediatamente, y Sofía estaba grave. Contrario a lo que pensaba en relación a
no operar familiares o gente cercana, en un santiamén estaba preparado en el
quirófano. La operación fue larga y compleja –le había estallado el bazo en el
accidente– pero su fama profesional no era en vano: tras seis horas de
intervención, Sofía salvó su vida. Operar en esas condiciones, con un hijo
muerto esperando en la funeraria para ser velado, la proeza técnica tenía más
valor aún. De hecho, luego quisieron hacerle un reconocimiento en el Colegio
Médico que, muy gentilmente, Martín rechazó.
Unos meses después del fatídico accidente, el
profesor fumaba considerablemente. No se permitía hacerlo en forma pública,
aunque tampoco le importaba mucho si lo veían haciéndolo. Prefería ocultarlo
hasta donde podía.
A Sofía la había visto muy poco, lo estrictamente
necesario como médico dándole seguimiento en el post operatorio. Los padres de
la joven habían querido, infructuosamente, saludarlo y agradecerle en forma personal,
luego de los formales pésames en el velorio. Pero Martín, siempre muy
educadamente, había rehusado encontrarles.
El día que médico y paciente se encontraron en la
universidad, ya totalmente repuesta ella, Sofía se acercó para darle un beso en
la mejilla. Fue inmediato: las lágrimas surgieron en los ojos de ambos, pero
había también una sensación indefinible que, más que dolor, era de espanto. Lo
único que atinó a decir Sofía fue “hueles a pecado”.
No se dijeron una palabra más. Mirándose
profundamente, ambos lloraron en silencio y se despidieron con una sensación de
incomodidad pero, al mismo tiempo, sabiendo que ahí no terminaba esa historia
sino, en todo caso, empezaba.
Algún tiempo después, Sofía se atrevió a pedir una
cita formal para visitarlo en su clínica. Tras lentes negros y con el cabello
recogido, todo lo cual la hacía bastante irreconocible, llegó tragando saliva.
Martín se sorprendió cuando abrió la puerta. Por un instante quedaron
paralizados sin saber qué decirse. El beso peliculesco que se dieron en la boca
rompió el hielo.
“¿Por qué estás fumando tanto?”, preguntó la joven.
“Tengo que morirme de cáncer de pulmón igual que mi
viejo. Los pecadores nos merecemos eso”.
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