domingo, 26 de agosto de 2018

FUMANDO ESPERO







Su padre había sido un fanático del tango. En Medellín, Gardel seguía siendo figura legendaria, seguramente por haber muerto ahí de modo trágico. El ambiente tanguero estaba en el aire, de ahí que Martín había heredado esa afición. “Fumando espero” era el tango que más le conmovía, por eso, en sus momentos más especiales (buenos o malos) no podía faltarle: lo cantaba, lo silbaba, lo escuchaba en alguna grabación. Además, todo eso lo asociaba directamente con el motivo de muerte de su padre: cáncer de pulmón, consecuencia de haber sido un furioso fumador durante toda su vida. Por ese motivo, Martín hacía lo imposible por no fumar. El período de mayor abstinencia completa que había logrado era de dos años. Ahora fumaba muy ocasionalmente. Si de evocación del cigarro se trataba, prefería el mítico tango de Carlos Gardel.

Cuando se conocieron él tenía 55 años y ella 23. Martín era un prestigioso médico, y quizá el más reputado docente de la Facultad. Su hijo, Guillermo, se encaminaba a ser médico también, así como su novia, la bella e inteligente Sofía.

Martín estaba separado desde hacía ya largos años, por lo que no vivía con Guillermo. De todos modos lo veía muy frecuentemente en la universidad. Había buscado que no fuese su alumno, por razones elementales de ética, decía. Era sumamente cuidadoso en eso. Sofía sí había estado en sus clases, pero el prestigioso docente había intentado por todos los medios mantener una sana distancia. Por lo pronto, y contrario a su costumbre con otros estudiantes, la trataba de “usted”.

Pero desde el primer día que la vio, cuando se la presentó su hijo, quedó fascinado con ella, “más de lo que debía”, se reprochaba en secreto.

Sofía escribía poesía; cosa no tan habitual entre estudiantes de Medicina, pero que en ella era una virtud que salía con pasmosa facilidad. Martín no sabía si lo había impresionado más la belleza (Sofía era increíblemente atractiva), la inteligencia (era, por lejos, la estudiante más aplicada) o su calidad de poetisa. Quizá todo. Quizá algo más, que iría descubriendo con el tiempo: su calidad de fruta prohibida.

Él, desde la separación, había comenzado a escribir. Era mediocre, y nunca se había atrevido a compartir su pobre producción con nadie. Ni sabría explicar cómo ni por qué, con su hijo como intermediario, hizo llegar uno de sus cuentos cortos –media página– a Sofía. Después de eso, la vergüenza que le nació fue indecible. Pensaba que la joven podía tomarlo a mal, interpretarlo como una provocación, como un velado pedido de algo.

Desde ya, eran todas imaginaciones de Martín. Sofía simplemente lo tomó como un lindo gesto. Todo lo demás corría por cuenta del médico. Sin dudas, algo había comenzado a operarse en su fantasía, porque a partir de ese momento su vida ya no fue la misma.

La relación de la joven con Guillermo era bastante estable. Hacía ya años que noviaban, y tenían planes de casamiento para más adelante, ya graduados. Martín los acompañaba gustoso en todo eso. Era su único hijo, y en verdad había algo secreto que el profesor nunca contaba, pero que le confería un sentido muy especial a su vida: de joven él, igual que su padre, había sido un empedernido fumador. Cuando su esposa quedó embarazada de Guillermo, a pedido de ella había dejado de fumar. En realidad, nunca lo había dejado del todo, pero oficialmente ya no lo hacía. O en todo caso, lo hacía siempre a escondidas, y en muy menor medida. Ocasionalmente, a hurtadillas, fumaba un cigarro y luego se llenaba de culpa, por lo que lo ocultaba cuidadosamente. Nunca faltaban las pastillas de menta para quitarse el olor a tabaco. Por todo eso Guillermo, al menos en su imaginación, era símbolo de vida, representaba a quien lo había salvado de un posible cáncer de pulmón.

Desde que conoció a Sofía, comenzó a fumar más. Por supuesto, ni siquiera a él mismo quiso decírselo.

Comenzó a sentir que, sin saber el porqué, se reunía menos con su hijo, lo evitaba, ponía continuamente cualquier excusa. Guillermo nunca dijo nada al respecto, pero sí Sofía. La intuición de la joven era proverbial.

Martín creyó encontrar en algunos gestos de la joven una velada provocación: “¿respuesta a sus indecentes ideas?”, se preguntaba en secreto. Nunca quedaría claro si era pura imaginación afiebrada del doctor, o realmente había algo más que gentilezas por parte de la joven. Una vez que Sofía lo visitó en su cubículo en la universidad para devolverle un libro, inadvertidamente, en una maniobra casual, el médico rozó un pecho de la muchacha con su mano. Los sentimientos encontrados fueron infinitos por parte de ambos. Quedaron paralizados. A Martín se le ocurrieron millones de cosas en un instante: que nada es casual, que esos actos fallidos tienen una agenda oculta, que los deseos prohibidos siempre se expresan aunque sea disfrazadamente. Se limitó a sonreír y, enrojeciendo, pidió disculpas.

Por la cabeza de Sofía también circularon infinidad de cosas. Estuvo tentada de tomar la iniciativa y besarlo, pero le pareció una locura absoluta; no tanto por lo osado de la situación que se crearía en el momento, sino por las derivaciones que eso podría traer luego. Desde hacía tiempo ambos sabían que había algo más que gentilezas políticamente correctas. ¿Quién se atrevería a dar el primer paso?

Unos días después de ese incidente, Martín recibió una carta anónima en su consultorio. Alguien, misteriosamente, la había hecho llegar no en horario de oficina, por lo que la secretaria no sabía quién la llevó. Simplemente decía: “Mejor no”.

Quedó paralizado. Entendió que eso tenía que venir de la joven; era más que obvio. Pero lo sorprendió tremendamente que fuera letra de su hijo. La conocía a la perfección. Detallista como era, eso no se le podía escapar.

Se atormentó por varios días pensando qué significaba el anónimo. Fue en ese momento cuando ya no pudo contenerse y comenzó a fumar nuevamente en forma regular. Quería ocultarlo públicamente, pero el olor lo delataba. “Tengo olor a pecado”, se decía.

Fue en esos días que sucedió el accidente. Cuando se lo avisaron, sintió que desfallecía. Habían caído de la moto: Guillermo murió inmediatamente, y Sofía estaba grave. Contrario a lo que pensaba en relación a no operar familiares o gente cercana, en un santiamén estaba preparado en el quirófano. La operación fue larga y compleja –le había estallado el bazo en el accidente– pero su fama profesional no era en vano: tras seis horas de intervención, Sofía salvó su vida. Operar en esas condiciones, con un hijo muerto esperando en la funeraria para ser velado, la proeza técnica tenía más valor aún. De hecho, luego quisieron hacerle un reconocimiento en el Colegio Médico que, muy gentilmente, Martín rechazó.

Unos meses después del fatídico accidente, el profesor fumaba considerablemente. No se permitía hacerlo en forma pública, aunque tampoco le importaba mucho si lo veían haciéndolo. Prefería ocultarlo hasta donde podía.

A Sofía la había visto muy poco, lo estrictamente necesario como médico dándole seguimiento en el post operatorio. Los padres de la joven habían querido, infructuosamente, saludarlo y agradecerle en forma personal, luego de los formales pésames en el velorio. Pero Martín, siempre muy educadamente, había rehusado encontrarles.

El día que médico y paciente se encontraron en la universidad, ya totalmente repuesta ella, Sofía se acercó para darle un beso en la mejilla. Fue inmediato: las lágrimas surgieron en los ojos de ambos, pero había también una sensación indefinible que, más que dolor, era de espanto. Lo único que atinó a decir Sofía fue “hueles a pecado”.

No se dijeron una palabra más. Mirándose profundamente, ambos lloraron en silencio y se despidieron con una sensación de incomodidad pero, al mismo tiempo, sabiendo que ahí no terminaba esa historia sino, en todo caso, empezaba.

Algún tiempo después, Sofía se atrevió a pedir una cita formal para visitarlo en su clínica. Tras lentes negros y con el cabello recogido, todo lo cual la hacía bastante irreconocible, llegó tragando saliva. Martín se sorprendió cuando abrió la puerta. Por un instante quedaron paralizados sin saber qué decirse. El beso peliculesco que se dieron en la boca rompió el hielo.

“¿Por qué estás fumando tanto?”, preguntó la joven.

“Tengo que morirme de cáncer de pulmón igual que mi viejo. Los pecadores nos merecemos eso”.



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