–¡Muy buena onda! Sonó muy bueno, mi
cuate, muy bueno–, ponderó Esteban.
Todos estaban contentos; el ensayo
los había satisfecho hondamente. De seguir trabajando con esa intensidad, como
lo venían haciendo desde varios meses, conseguirían el contrato. Hacía ya casi
un año que lo buscaban, y todo parecía indicar que se encaminaban a lograrlo.
En
un medio musical como el mexicano eso no resultaba fácil; la competencia era
feroz, y se apelaba a cualquier cosa para dejar en el camino al competidor.
Todo estaba justificado: zancadillas, delaciones. A Esteban, el jefe de la
banda –tecladista y primera voz, y también autor de la mayoría de los temas–
estas cosas le resultaban detestables. Hijo de madre soltera, criado en la más
severa austeridad, con dotes musicales francamente notorias (había terminado su
curso en el Conservatorio Nacional con el promedio más alto de los últimos
cincuenta años), transmitía un espíritu de honestidad, de compromiso personal
muy raro de ver en un joven de veintidós años. Anhelaba ser siempre el primero
en todo.
Como parte de los emblemas de
cualquier grupo rockero, los cinco integrantes de "Los Chulos"
fumaban marihuana; pero para Esteban, muy en el fondo, eso lo tenía sin cuidado.
Era parte necesaria del mercadeo, de la imagen. Sin embargo, él no necesitaba
de ningún estímulo para tocar, y mucho menos para componer. Prefería el
chocolate, una de sus únicas y verdades pasiones. Podía, igualmente, usar
cualquier ropa; en las primeras conversaciones con la gente de la compañía
disquera se había hablado, sin embargo, de una cierta línea. Todavía no se
había fijado nada, pero la sugerencia eran camisetas informales coloridas y
zapatos tenis. Esteban, contestatario como siempre, prefería ensayar en pijama.
E incluso había pensado que así podrían actuar en público.
–¿Qué
te dijo la última vez que platicaron?–, preguntó Carlos, el baterista.
–Lo
de siempre. Que hay mucho interés, pero que se debe esperar un poco todavía–.
Esteban, a sabiendas, se reservaba información. Pensaba que así era mejor para
la integridad de la banda, para que nadie se preocupara. Sin dudas, llegado el
momento, él confiaba en que sabría manejar la situación de modo adecuado. En
realidad las proposiciones se las había hecho en privado, sin la presencia de
sus compañeros. No lo había hablado con nadie, ni con su madre, por quien
sentía devoción, ni con su novia, a quien adoraba.
–En
verdad, yo lo encuentro un poco desagradable a este tipo. Con ese acento medio
agringado, y esa pinta de gay disfrazado. No sé, quizá exagero ¿no?–, continuó
Carlos.
–Quizá–, fue la opinión general de sus
compañeros. Aunque en verdad a nadie le caía bien el gerente de la disquera.
Estadounidense de origen, afincado en México desde años pero sin haber perdido
su delator acento inglés, tenía un modo petulante no fácil de soportar.
–Bueno,
muchachos: última ronda de ensayo y nos vamos–, sentenció Esteban. Todos
estaban cansados, pero nadie osaba contradecirlo. Si bien tenía un modo siempre
agradable, no confrontativo, se las arreglaba para que, con tacto, se cumpliera
finalmente su voluntad. Un líder nato, sin dudas. Todos, algo a regañadientes
en secreto, tocaron nuevamente a pedido del jefe. Nadie lo llamaba así; y él,
por otro lado, jamás lo hubiera aceptado. Pero era el jefe, no cabían dudas.
El
oído absoluto de Esteban le permitía captar sin el más mínimo esfuerzo
cualquier pequeño error en las ejecuciones. Advirtió, en este último ensayo,
varios; pero no quiso decir nada. Supuso que el cansancio, luego de más de doce
horas de intenso trabajo, dispensaba de regaños a sus amigos. Mañana sería otro
día, y al fin no estaba disconforme con lo obtenido.
–Hay bandas que suenan mucho peor que
nosotros, y sin embargo graban. ¡Y venden!–.
José
Octavio, segunda guitarra, era el único integrante del grupo que usaba drogas
intravenosas. Nadie lo denostaba, pero ninguno lo secundaba en su práctica.
Algunas veces estas conductas salían como tema de conversación; había un
acuerdo tácito por parte de todos de no abrir juicios de valor al respecto.
Esteban era muy mesurado en esto; jamás tenía actitudes agresivas para con
nadie, y a José Octavio lo apreciaba mucho. Siempre, claro está, que no osara
hacerle sombra.
El
jueves de la semana entrante iba a venir Willy (es decir, el Sr. William
Toledo), gerente general de la casa discográfica más grande de México, con un
par de ingenieros en sonido a escuchar un ensayo. Había que impresionarlo; de
eso podía depender el contrato.
–Tengo la intuición de que nos van a
dar el sí para grabar–, dijo con serena seguridad Esteban.
–¿Y
qué te hace pensar que esta vez nos contraten?–, agregó Pedro, el bajista, tatuado
por todo el cuerpo, seguramente el de aspecto más extravagante, con aretes
hasta en la lengua. –¿Qué te parece que tenga de especial esta visita?–.
–No
lo sé; es un presentimiento nomás–.
Los
tres salieron gratamente conmovidos con el grupo. Las canciones tenían algo
particular, reconocieron los ingenieros; también lo confirmó Willy. Había que
darles una oportunidad. No eran rockeros comunes y podían resultar una
sensación comercial.
Un par de días después estaban los dos
solos en la oficina del gerente; Esteban intuyó que esa era la última
oportunidad: el contrato no dependía tanto de la calidad artística del grupo
sino de estas "negociaciones" extraoficiales. No lo pensó mucho. Con
ojos cerrados y dientes apretados se dejó llevar por la idea de triunfo, de
victoria, de éxito final que lo esperaba –así creía– luego de ese
renunciamiento. Nunca había tenido una relación homosexual, ni le interesaba
buscarla. Le resultó menos cruento de lo que pensaba.
Al
día siguiente, eufórico, con la copia del contrato en la mano –fue lo primero,
lo único, que le exigió a Willy– cayó en la cuenta de lo que había sucedido. Y
no lo podía creer. –¡No había usado preservativo!–
No
sabía ante qué cosa reaccionar primero: quería correr a la casa en que
ensayaban, donde sin dudas ya lo estaban esperando, y al mismo tiempo consultar
urgente a un médico.
Se
serenó. Recordó todo lo que había escuchado sobre el sida; precipitadamente se
le aparecía un cúmulo de dudas, de preguntas y respuestas, de ansiedades
desconocidas.
–¡No, no! Tan rápido no se puede
saber. Además… no siempre se transmite. Bueno, ¿quién sabe, no? Quizá esta vez
no–.
Sin
saber cómo –sus pies lo llevaban, pero no era él quien caminaba– llegó a
"la guarida", como le decían al lugar de los ensayos. Roberto, la
primera guitarra –el más reservado del grupo, quien pocas veces le dirigía la
palabra– fue el primero en hablarle:
–Hombre, ¡qué cara! Ni que hubieras
visto a la Parca–.
–Será
que todavía no lo puedo creer… tal vez por eso estoy así, con esta cara de
muerto… ¡O de alegre! Prepárense muchachos: ¡el mes próximo grabamos nuestro
primer disco!–
Todos,
a un mismo tiempo, dejaron de tocar los instrumentos que estaban afinando para
el ensayo.
–¿De
verdad? ¡No mames, güey! ¿Y cómo lo conseguiste?–
Esa
era la pregunta que más temía Esteban. Había pensado largamente en cómo manejaría
la situación cuando llegara el momento. Intuía que todos sabían, sin decirlo,
de sus contactos por fuera del grupo con el empresario. Quizá exageraba, pero
esa era su sensación. Pensó, sin dudas con un sentimiento de culpa que le
calaba los huesos, que ya todos podían saber lo de su encuentro homosexual.
–Pues… fue el mismo Willy que quiso
hablar conmigo luego de la visita de los otros días. En realidad… quedaron muy
impresionados con lo que les enseñamos, y por eso se apuró a cerrar contrato–.
–¿Y
por qué fuiste tu solo?–, se apresuró a interrogar José Octavio, con un aire
que denotaba segundas intenciones, provocación incluso.
–Es
que…– le faltaban las palabras –es que fue todo precipitado, ¿saben? No lo tenía
pensado; me llamó de repente, diciendo que quería hablarme. Pero no estuvo mal,
¿verdad?–
Esteban
se sabía en falta; si bien había obtenido el contrato, le quedaba –y se daba
cuenta que a sus compañeros también– un gusto amargo, difícil de digerir. Sin
llegar a contar la escena amatoria –no era necesario– algo prohibido rondaba la
situación. Algo que, sin siquiera ser dicho, tenía una sensación de cosa
escondida, de jugada sucia. Incluso, eso tenía más peso que la obtención del
convenio contractual con la disquera.
También
había júbilo, por cierto. Sin embargo, la forma en que se había dado todo
dejaba perplejos a los jóvenes. Era demasiado bueno para ser cierto, y era
demasiado cierto que Esteban blandiera el papel del contrato en su mano. No se
podía terminar de creer.
–Dime, Esteban– inquirió nuevamente
José Octavio –ese dichoso contrato, ¿no tendrá ninguna de esas cláusulas
confusas, con letra pequeñita, ilegible casi, que nos termine metiendo en
dificultades?–
–¡Qué
desconfiado! No, hombre. Por cierto que no. ¿Por qué piensas que podría hacer
yo una cosa así?–
Unos días después "Los
Chulos" ya estaban listos para su primera grabación. Serían doce temas,
todos rocks, ensayados hasta el cansancio, repetidos monótonamente cientos de
veces. No podía escapar ningún detalle; la rigurosa, purista escuela del
conservatorio había dejado marcas en Esteban. –Si se tiene un solo error en la
interpretación de una obra, hay que volver a repetirla no menos de diez veces–,
le resonaban aún las palabras de su maestro, un notorio pianista polaco a quien
seguía admirando todavía.
–El
jueves–, fijaron los del estudio de grabación. El miércoles por la tarde le
entregaban los resultados de la prueba Elisa.
Llegó
el día finalmente. A las ocho fueron apareciendo los jóvenes músicos. Quince
minutos después de la hora fijada llegó Esteban. El esfuerzo por parecer alegre
era enorme; estaba seguro que no lo lograría. Puso en juego sus mejores dotes
histriónicas, pero con la certeza que no podría ocultar la noticia.
La
primera jornada de grabación fue un éxito. A ese paso y con esa eficiencia, en
dos o tres días terminarían todo.
El
viernes, cerca del mediodía, apareció Willy. Como siempre, impecablemente vestido,
con esa sensación de no tener edad definida, con su estudiada sonrisa; se
mostró simpático con todos los integrantes del grupo por igual. Esteban lo
saludó fríamente.
–Felicitaciones, muchachos. De verdad
se lo merecen. Van a hacerse famosos, sin dudas–.
El cambio en la conducta de Esteban
fue notorio. Comenzó a mostrarse más taciturno, poco comunicativo. A veces,
antes o después de los ensayos, se lo escuchaba sobre el teclado jugueteando
con alguna obra de Beethoven o de Chopin, aquellas que había ejecutado en sus
ya lejanos conciertos de piano bajo la dirección del maestro Wrezmetsky. Como
siempre, no dejaba de impresionar a sus compañeros, fundamentalmente a José
Octavio, que nunca había podido acercarse al talento interpretativo de Esteban,
su eterno rival en el conservatorio. Los dos conciertos ofrecidos al piano por
el ahora segunda guitarra estaban a una distancia sideral de la calidad del
jefe de la banda. Ambos lo sabían, pero jamás se permitían siquiera mencionarlo.
–¿Qué
será que le pasa al jefecito?–, se aventuró a preguntar alguna vez Carlos, con
una espontánea ingenuidad.
–Raro, ¿verdad?–, se apresuró a responder
Pedro. –Ahora que deberíamos
estar más contentos que nunca, a éste se le ocurre ponerse melancólico. ¿Será
que se peleó con Cecilia, su novia?–
–No que yo sepa–, agregó un desconcertado José Octavio. –Y tú, Roberto, que eres más cuate de él:
¿qué piensas?–
–¡Cómo si yo pudiera saberlo…! Quizá esté
enfermo–.
Nadie quería tampoco profundizar en el
tema; todos lo admiraban en lo musical. Realmente el talento de Esteban era
grande. –Hay que hacer como Beethoven, muchachos, que hasta no tener terminada
la Appassionata no salió de su cuarto, tres días encerrado componiendo. Si no
es con pasión desbordada no se puede hacer música–, recordaban todos las
palabras del director de la banda, que a su vez repetía lo que le había
enseñado Wrezmetsky. En lo personal, sin embargo, más que admirarlo, le temían.
Su actitud era siempre amable, pero todos sabían que tras la compostura se
escondía un tirano. –Si no es con pasión desbordada, no se puede hacer nada,
absolutamente nada. Si no, mejor dedicarse a vender palomitas de maíz–. Lo
decía con compostura, con tranquilidad; detrás de las palabras, sin embargo,
había un tornado contenido, siempre listo a dejarse ver entre sombras.
El
gerente de la compañía los citó a todos, a los cinco, porque quería hablar
acerca del lanzamiento del disco. Se reunieron en su oficina, lujosa y con un
delicado aroma mentolado. Inexplicablemente Esteban no asistió. De todos modos
el Sr. Toledo fue muy gentil, muy amable con los cuatro presentes. Se lamentó
de la ausencia del tecladista y primera voz, pero no obstante ello anunció que
la semana próxima se pondría a la venta el nuevo álbum. "Tolerancia"
llevaría por título, tomando el nombre de uno de los temas incluidos.
Todos
festejaron.
Esa
misma noche, apenas un par de horas después de la reunión, se produjo el conato
de atentado. Pese a sus dos guardaespaldas, que no lo abandonaban jamás, uno de
los balazos le pasó no muy lejos. En ningún momento corrió riesgo real, pero no
dejó de asustarse. Los disparos los hizo alguien desde algún techo amparado en
la oscuridad. Toledo y sus matones prefirieron salir urgente de la escena y ni
siquiera dieron parte a la policía.
En
un primer momento Esteban, más por su confusión que por una certeza real, pensó
que lo había matado. Esa noche durmió placenteramente, como hacía tiempo no le
sucedía. A la mañana siguiente fue hacia "la guarida" con la secreta
esperanza de escuchar de todos la noticia: "¡mataron a Willy!". Pero no fue así. Su decepción fue
grande.
Luego
de ese incidente, Esteban fue tornándose paulatinamente más despótico. Esto fue
evidente para todos. Tanto y a tal punto, que en un momento los cuatro integrantes
del grupo, fuera de él, decidieron hacer algo al respecto.
Se
presentaron diversas alternativas; la más drástica –con la que nadie quería
cerrar la discusión– era la disolución del conjunto. Pero no, eso era
impensable; justo en este momento, acabando de sacar su primer material
discográfico. Hablar con Esteban, reemplazarlo, pagarle unas vacaciones en la
Polinesia para que reflexione, barajar y dar de nuevo… Fueron varias las
ocurrencias, con distinta suerte y grado de seriedad. Decidieron que lo mejor era
encararlo amigablemente y sentarse a conversar, cosa que, de hecho, poco
hacían.
No
pasadas dos semanas de la aparición del álbum, "Los Chulos" ya se
encontraban entre los diez primeros títulos vendedores, en México y en el área
centroamericana. "Tolerancia",
la canción insignia, la más elaborada por cierto, era ya tarareada por no pocos
jóvenes; la inclusión de un clavicordio –insólito en el ámbito rockero–,
magistralmente interpretado por Esteban, había resultado un éxito. Hubo quien
se atrevió a hablar del Jimmy Hendrix de los teclados (seguramente no era
errónea la comparación). Esteban estaba cada vez más intratable.
La
conversación con el grupo no llegó nunca. Inopinadamente dejó de ir a los ensayos;
luego de dos días de desaparecido, el mismo día que lo buscaron
–misteriosamente, según sus compañeros– de un laboratorio bioquímico, llegó la
noticia, a través de su madre –que estaba más sorprendida que los propios
integrantes de la banda: Esteban se había ido a un monasterio católico en
Arizonas, Estados Unidos. Entró en calidad de hermano aspirante, e
inmediatamente, entre otras obligaciones, fue destinado como organista de la
capilla. La decisión, según hizo saber a su madre, era irrevocable.
Quien
más estupefacto se mostró fue Willy. Coincidió –avatares del destino– con que
allí también había estado él de joven, cuando tuvo algún llamado místico, corto
y poco profundo por cierto. Guardaba un grato recuerdo de aquellos tiempos. Sin
pensarlo dos veces, al día siguiente salió hacia Colorado, para dirigirse luego
a Little Tree, el pequeño poblado en cuya cercanía se encontraba el recoleto
convento.
No
le fue fácil al gerente poder entrevistarse con Esteban. Aunque no supiera bien
cómo explicarlo, el fraile superior intuyó algo non sancto en aquella visita, en aquel hombre tan elegantemente
vestido, pero viejo, que sin ser familiar se preocupaba de esa manera por el
joven recién ingresado. A duras penas le concedió un cuarto de hora, y con un
testigo. El hermano Fidel, gordo y con cara de pocos amigos, fue destinado a
tales efectos.
El
encuentro fue más breve de lo estipulado por la autoridad monacal, pero de una
gran intensidad. La presencia del vigilante no le quitó ardor.
–No puedo creerlo, Esteban. ¿Pero por qué?–
–Es mi vida, es mi decisión–.
–Claro, claro. Nadie lo niega. Pero no lo
entiendo. Justo ahora que comienzan a ser ídolos, justo ahora que se te aparece
un futuro de éxito... Recuerda que es apenas el primer disco, y te puedo hacer
grabar muchos más–.
–¿Pero a qué costo?–
–¿Cómo a qué costo? Todo lo que hiciste, lo
haz hecho porque tú quisiste. Ya eres grande, ¿no? ¿Acaso te obligué a algo?–
–No me refiero a eso–.
–"No te entiendo, pichoncito–.
–¡El
sida, cabrón! ¿No sabes que me lo pegaste?–.
Willy
abrió desconcertadamente los ojos; tuvo que respirar hondo para poder seguir
hablando. El monje testigo no salía de su estupor.
–Pero,
¿de qué hablas? Si yo no tengo nada, estoy sano–.
–¡Tu
madre! ¿Quién me lo iba a transmitir si no?–
–Darling,
te equivocas. Te lo aseguro. Yo me hago la prueba cada tres meses. Eso es algo
que me obsesiona. Y contigo, no sé por qué, me permití descuidarme, lo sabes
bien. Luego estaba que me moría. Urgente, unos días después de aquel encuentro,
volví a hacerme mi chequeo. Puedo asegurarte que estoy sano. No entiendo qué me
quieres decir–.
–Entonces…–.
Le faltaron las palabras para continuar, no podía pensar nada. Esteban quedó
mirando el vacío.
–Debe haber una error–, intentó
agregar con profunda angustia Willy. El error gramatical cometido, uno de los
poquísimos que había en su bien cuidado español, sirvió para sacudir a Esteban
del sopor en que había caído.
–¡Un
error! Es masculino… ¿Cuándo vas a aprender bien el castellano, gringo?– dijo,
no sin cierto aire gracioso.
–When
you… cuando tú te decidas a enseñármelo–.
–Quiere
decir entonces… no entiendo, si con nadie más he ido a la cama últimamente, ni
con mi novia–.
–Mira, cuando hablé con los muchachos
de la banda un par de días atrás me dijeron no sé qué cosa de una carta de un
laboratorio que llegó para ti. ¿No será que te buscaban para algo de esto?
Quizá una, digo: un error. Eso sucede a veces–.
Efectivamente,
el laboratorio consultado por Esteban había incurrido en un desagradable
desliz: había traspapelado resultados, cambiando el nombre de los
destinatarios. La persona llegada días atrás a "la guarida" no tenía
sino el propósito de subsanar ese enojoso incidente. Pero nada se pudo hacer en
aquél entonces, dada la desaparición del buscado.
Confirmada
telefónicamente esa equivocación, sabiéndose entonces no afectado, Esteban
decidió retornar. Eran infinitas las cosas que se le antojaba debía poner en
claro: ¿tendría que contar el porqué de la desesperada decisión del convento? Y
si declaraba la presunción de una seropositividad ¿cómo explicar el origen? ¿No
era ya demasiado evidente su oscura relación con Willy? ¿Quién le podría creer
que lo hizo sólo para conseguir el contrato? ¿Lo abandonaría su novia? ¿Qué
diría su madre?
Pese
a todas las dudas, regresó. Lo hizo junto a Willy, quien ya no sabía si presentarse
ante "Los Chulos" como mentor empresarial, amigo, amante de Esteban,
o qué cosa. La relación entre ellos seguía siendo extraña. Aunque el empresario
se hubiera atrevido a contar todo en público, a llevar la aventura a un plano
de mayor compromiso, para Esteban toda la situación seguía siendo detestable, y
secreta.
Cuando
se reencontraron los cinco –fue en "la guarida"– no hubo ninguna explosión
afectiva especial: ni grandes abrazos, ni llantos, ni recriminaciones. Apenas
superficiales saludos. Algunos –José Octavio en especial, también Roberto–
fueron cortantes incluso. La condición era que, si regresaba a la banda, su
papel sería secundario; tenían ya contactado un eventual nuevo tecladista.
Esteban
no encontró otro salida: ahora, como solista, vende muchísimo, mucho más de lo
que hubiera imaginado algún tiempo atrás. Pero no sabe cómo hacer para mantener
oculta la relación con Willy ante su madre. Con su novia ya terminó; y días
atrás, cuando se cruzó con Carlos, el baterista, prefirió fingir no verlo.
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