martes, 17 de abril de 2018

SOFÍA




Hiroyuki acababa de terminar su doctorado en microbiología molecular. El esfuerzo no había sido poco; la tesis, muy novedosa por cierto, seguramente daría que hablar. Hiroyuki lo sabía; sus asesores y la junta que lo examinaron estaban sorprendidos con la profundidad del estudio, pero básicamente, de la propuesta en ciernes: siguiendo los pasos del ruso Oparin, sentaba las bases para la generación de vida artificial.

El tema de “crear” realidades nuevas, artificiales, lo fascinaba. “Quería sentirse dios”, era la conclusión a la que había arribado su psicoterapeuta en el corto tiempo que visitó a una psicóloga. Nuestro ahora doctorado sonreía benévolamente ante esa formulación. “En definitiva”, razonaba, “no tenía nada de malo querer ser perfecto”.

Por años había estado trabajando el tema de la reproducción de la vida en un tubo de ensayo; la falta de presupuesto le había impedido desarrollar adecuadamente la idea para llegar al producto final. Pero ahora, con su tesis, ya estaban sentadas las bases para concretarlo. Los pocos experimentos que había impulsado le indicaban que el camino estaba abierto. Era solo cuestión de conseguir los apoyos financieros del caso.

Ahora, dado este primer gran paso, se podía permitir distender un poco, relajarse. Dos años de labor intensa a razón de 12 horas diarias enfrascado en la tesis (disponía de una beca) merecían algo de festejo. Decidió tomar el servicio de Niñas De Lux. Sabía que esa era la oferta de prostitutas más avanzada de Japón, y quizá del mundo. Por catálogo virtual se podía elegir la sexoservidora –o sexoservidor, u oferta bisexual– del gusto, combinando un sinnúmero de variables: características corporales, osadía en la prestación del servicio, nivel educativo, idiomas que hablara. Se le podían agregar, incluso, –obviamente eso era bastante más caro– otras funciones, como auxiliar para la limpieza de la casa, apoyo para resolver tareas econométricas, habilidades ajedrecísticas. Las posibilidades eran enormes, casi infinitas. Pero había un problema: pese a todas esas virtudes, eran seres humanos. Por tanto, siempre existía la posibilidad del error.

Hiroyuki, en todo, absolutamente en todo, buscaba la perfección. Un obsesivo-compulsivo como él no entendía el mundo de otra manera. La improvisación, la chapucería, el incumplimiento de lo previamente establecido, le parecían todas cosas imposibles, absolutamente desagradables. Sus mañas en relación a la limpieza, durante el desarrollo de la tesis, habían ido en aumento. Ahora necesitaba tres toallas para secarse luego de tomar un baño (una para la cabeza, una para las manos y otra para el resto del cuerpo). De igual modo, el aseo de sus manos imponía complicados ceremoniales, que perentoriamente debían ser cumplidos, si no, la angustia más profunda e inmanejable lo embargaba (luego del agua y jabón usaba desinfectante, y después perfume).

Su vida, en términos generales, era ese pendular entre pesados rituales personales y brillantez intelectual. Su carrera académica era intachable: con sus recién cumplidos 34 años tenía en su haber dos maestrías y ahora el doctorado, siempre con las mejores calificaciones, felicitaciones por parte de sus maestros, asombro envidioso por sus pares. Hablaba a la perfección inglés e italiano, siendo un gran conocedor de la cultura itálica, que lo tenía extasiado. La dedicatoria de su tesis la había escrito en la lengua del Dante: “Non sono io che l’ha fatto. È stato Dio”, tal como dicen que dijo Beethoven el día del estreno de su Novena Sinfonía al ser consultado sobre cómo había logrado tamaña maravilla, expresándose en esa lengua.

Con su relativamente corta edad tenía publicados ya tres libros, uno de los cuales se había vuelto un clásico en el ámbito de la microbiología molecular en todas partes del mundo. Tenía admiradores por doquier. Y admiradoras. Pero para esas “incomprensibles, molestas cosas del corazón”, como solía decir –no sin cierta mofa– no tenía tiempo. Sus días se iban entre libros, computadoras… y ceremoniales (los libros, siempre, debían estar acomodados de mayor a menor por el ancho de su lomo, los calcetines los usaba siempre, forzosamente, tres días seguidos, para orinar tenía que cerrar los ojos y cantar una canción de cuna con la que lo arrullaron de bebé).

El festejo por el doctorado finalmente llegó. Contrató a la sexoservidora más cara, japonesa, con prominentes pechos (de silicona, por supuesto), que le remedaba las actrices italianas que lo tenían fascinado. Pero, una vez más, la disfunción eréctil se impuso.

Era ya la tercera vez consecutiva que sucedía eso, siempre con carísimas sexoservidoras de esa empresa. El hecho comenzó a preocuparle a Hiroyuki: el dinero malgastado ya era mucho.

Cuando dejó su psicoterapia, su psicóloga –una afamada y muy respetable profesional de Tokio– le intentó hacer ver que aún no estaba terminado el proceso, que esos endiablados ceremoniales que lo perseguían todo el tiempo, no desaparecerían solos, ni solo con medicación psiquiátrica. De la impotencia Hiroyuki casi no quiso hablar, contrariando la regla fundamental del tratamiento.

Le preocupaban dos cosas: que la cuantiosa inversión en estas prostitutas terminaba siendo dinero arrojado a la basura, y que el hecho de su disfunción trascendiera. Lo primero no le importaba tanto; lo segundo le aterraba. No quería ser el hazmerreír de sus compañeros, de toda la universidad, del laboratorio. Que sus padres lo supieran, lo tenía sin cuidado. Con ellos mantenía una débil relación, muy a la distancia. Aunque vivían en la misma ciudad, casi no se veían. No le hubiera preocupado que se enteraran de la impotencia.

Ante todo ello, buscó comunicarse con alguien que le había propuesto trabajar vez pasada: el Dr. Suzuka, director del Departamento de Investigaciones en Robótica Avanzada del Instituto de Tecnología de Tokio, de la Universidad Nacional. El afamado científico, ya anciano, dirigía el prestigioso equipo que estaba llevando a cabo atrevidas investigaciones en el campo de la inteligencia artificial y robots de última generación, “humanoides”, tal como se les había bautizado. Los resultados eran prodigiosos.

Los estudios estaban sumamente avanzados; ya se había logrado generar máquinas casi humanas. O “más que humanas”, decía Hiroyuki, puesto que estos artefactos “no se equivocan nunca, son perfectos”. La búsqueda de perfección le era una obsesión. Aunque… claro: la impotencia sexual lo alejaba de eso. “Las disfunciones, cualquier disfunción, son horrendas. Nos recuerdan que somos limitados”, filosofaba con amargura. Las palabras de su psicóloga, evidentemente, habían caído en saco roto.

Para el Dr. Suzuka era un orgullo integrar a un tan connotado joven en su equipo. La especialidad de biólogo permitiría dotar de todo lo humano que faltaba para el prototipo sobre el que ahora trabajaba.

La conjunción del viejo sabio y el joven y brillante investigador fue más que oportuna. En no más de un año de duro trabajo conjunto –en el equipo participaban doce personas– el producto estuvo terminado. A pedido –insistente pedido– de Hiroyuki, el robot llevó por nombre Sofía. Era un tributo a Sofia Loren, la atractiva actriz italiana de algunas décadas atrás. El rostro y los bustos de la muñeca animada eran una copia exacta de la diva.

Faltaba la prueba final: hacerla convivir como un ser humano, interactuando en la cotidianeidad de cualquier casa normal, común y corriente, en situaciones diarias de vida. Esa prueba de fuego era, quizá, el escollo más importante a salvar para poder tener un resultado final exitoso, y eventualmente comunicar al mundo el logro. Hiroyuki se ofreció para ser el conejillo de Indias.

En realidad, desde el primer momento en que inició el proyecto, nuestro joven genio había tenido en mente contar con ese producto para su uso personal. La asociación con el Instituto de Tecnología tenía eso como objetivo final, tal vez nunca dicho explícitamente, pero siempre presente en forma subrepticia. Al menos, en el proyecto de Hiroyuki.

Todas las pruebas de laboratorio habían resultado un éxito. Incluso elementos como la menstruación, o ventosidades –“las cosas más humanas que existen”, según expresaba el doctor en microbiología–, tenían un realismo total. En verdad, Sofía parecía una humana. Pensaba, sentía, decidía, tenía orgasmos, podía entristecerse, aburrirse o meterse los dedos en la nariz para sacarse mucosidades. También podía masturbarse, hacer chistes, mentir. Pero no habían contemplado su psicología inconsciente. Como no tenía historia –su historia era una planta de montaje en el aséptico e iluminado laboratorio de la universidad– no había deseo inconsciente. Pero fuera de ese detalle, era un trabajo realmente perfecto. Hablaba a la perfección italiano con acento romano, y japonés. Hiroyuki prefería comunicarse con ella en el idioma latino. Él también lo dominaba perfectamente.

La prueba duraría un mes. Durante ese lapso Hiroyuki llevaría la vida más normal que pudiera con quien pasaba a ser su esposa. Compartirían su apartamento, nada lujoso pero plagado de todos los adelantos tecnológicos de un hogar japonés moderno. El problema estaba en que Hiroyuki nunca había tenido pareja. En sus 34 años apenas si había salido con alguna mujer. Las visitas a prostitutas habían sido bastante ocasionales, y la impotencia su común denominador.

Hiroyuki estaba rebosante de alegría porque ante cualquier nuevo fracaso sexo-genital, podía estar seguro que no pasaría vergüenza. Sofía estaba programada para ser absolutamente reservada. Más allá de un programado margen de maniobra donde podía tomar decisiones, básicamente cumplía órdenes. Sus decisiones, en definitiva, no eran más que complementos, asistencias, ayudas a quienes la habían creado. Como era sumamente inteligente, ayudaría positivamente, su creatividad estaba al servicio de sus “amos”.

Pero algo pasó que no fue exactamente así. La primera semana de convivencia fueron puras decepciones sexuales; Sofía había debido ayudarlo casi desesperadamente cada acto coital, logrando pobres, míseras eyaculaciones de Hiroyuki, obtenidas con sacrificio, casi sin erección, apelando a las más inimaginables maniobras, con más dolor que otra cosa (dolor físico, pero fundamentalmente, dolor moral). Ante este panorama, el lunes de la segunda semana, cuando el joven científico había salido, Sofía se comunicó telefónicamente con el Dr. Suzuka para presentar los reclamos del caso. Fue imposible hacer que el equipo no escuchara la conversación. ¡Quería sexo!, y esa “mujercita debilucha” de su pareja no la complacía.

Aunque no querían de ningún modo humillar a Hiroyuki, esa reacción fue incontenible. Apelando a los más rígidos autocontroles morales, no transformaron la situación en un bochorno. De todos modos, en los días siguientes el joven investigador pudo darse cuenta que el “chisme” había trascendido. Enojado, sumamente furioso, un par de noches después encaró a Sofía. Hablando en japonés, con las palabras más soeces e hirientes que encontró, increpó a la muñeca.

La respuesta de Sofía, tranquila, sumamente serena, hasta amistosa, fue simple, pero lapidaria: “Deberías retomar con tu psicóloga”.

Esa misma noche procedió a desactivarla. La desarmó íntegra, y lo sorprendió el amanecer escribiendo el informe que luego enviaría al Instituto, con el que dio por terminantemente finalizado el experimento, recomendado no proceder a fabricar ese “diabólico engendro”.



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