Hiroyuki acababa de terminar su doctorado en
microbiología molecular. El esfuerzo no había sido poco; la tesis, muy novedosa
por cierto, seguramente daría que hablar. Hiroyuki lo sabía; sus asesores y la
junta que lo examinaron estaban sorprendidos con la profundidad del estudio,
pero básicamente, de la propuesta en ciernes: siguiendo los pasos del ruso
Oparin, sentaba las bases para la generación de vida artificial.
El tema de “crear” realidades nuevas, artificiales, lo
fascinaba. “Quería sentirse dios”, era la conclusión a la que había arribado su
psicoterapeuta en el corto tiempo que visitó a una psicóloga. Nuestro ahora doctorado
sonreía benévolamente ante esa formulación. “En definitiva”, razonaba, “no
tenía nada de malo querer ser perfecto”.
Por años había estado trabajando el tema de la
reproducción de la vida en un tubo de ensayo; la falta de presupuesto le había
impedido desarrollar adecuadamente la idea para llegar al producto final. Pero ahora,
con su tesis, ya estaban sentadas las bases para concretarlo. Los pocos
experimentos que había impulsado le indicaban que el camino estaba abierto. Era
solo cuestión de conseguir los apoyos financieros del caso.
Ahora, dado este primer gran paso, se podía permitir
distender un poco, relajarse. Dos años de labor intensa a razón de 12 horas
diarias enfrascado en la tesis (disponía de una beca) merecían algo de festejo.
Decidió tomar el servicio de Niñas De Lux.
Sabía que esa era la oferta de prostitutas más avanzada de Japón, y quizá del
mundo. Por catálogo virtual se podía elegir la sexoservidora –o sexoservidor, u
oferta bisexual– del gusto, combinando un sinnúmero de variables:
características corporales, osadía en la prestación del servicio, nivel
educativo, idiomas que hablara. Se le podían agregar, incluso, –obviamente eso
era bastante más caro– otras funciones, como auxiliar para la limpieza de la
casa, apoyo para resolver tareas econométricas, habilidades ajedrecísticas. Las
posibilidades eran enormes, casi infinitas. Pero había un problema: pese a
todas esas virtudes, eran seres humanos. Por tanto, siempre existía la posibilidad
del error.
Hiroyuki, en todo, absolutamente en todo, buscaba la
perfección. Un obsesivo-compulsivo como él no entendía el mundo de otra manera.
La improvisación, la chapucería, el incumplimiento de lo previamente
establecido, le parecían todas cosas imposibles, absolutamente desagradables. Sus
mañas en relación a la limpieza, durante el desarrollo de la tesis, habían ido
en aumento. Ahora necesitaba tres toallas para secarse luego de tomar un baño
(una para la cabeza, una para las manos y otra para el resto del cuerpo). De
igual modo, el aseo de sus manos imponía complicados ceremoniales, que
perentoriamente debían ser cumplidos, si no, la angustia más profunda e
inmanejable lo embargaba (luego del agua y jabón usaba desinfectante, y después
perfume).
Su vida, en términos generales, era ese pendular entre
pesados rituales personales y brillantez intelectual. Su carrera académica era
intachable: con sus recién cumplidos 34 años tenía en su haber dos maestrías y
ahora el doctorado, siempre con las mejores calificaciones, felicitaciones por
parte de sus maestros, asombro envidioso por sus pares. Hablaba a la perfección
inglés e italiano, siendo un gran conocedor de la cultura itálica, que lo tenía
extasiado. La dedicatoria de su tesis la había escrito en la lengua del Dante:
“Non sono io che l’ha fatto. È stato Dio”,
tal como dicen que dijo Beethoven el día del estreno de su Novena Sinfonía al
ser consultado sobre cómo había logrado tamaña maravilla, expresándose en esa
lengua.
Con su relativamente corta edad tenía publicados ya
tres libros, uno de los cuales se había vuelto un clásico en el ámbito de la
microbiología molecular en todas partes del mundo. Tenía admiradores por
doquier. Y admiradoras. Pero para esas “incomprensibles, molestas cosas del
corazón”, como solía decir –no sin cierta mofa– no tenía tiempo. Sus días se
iban entre libros, computadoras… y ceremoniales (los libros, siempre, debían
estar acomodados de mayor a menor por el ancho de su lomo, los calcetines los
usaba siempre, forzosamente, tres días seguidos, para orinar tenía que cerrar
los ojos y cantar una canción de cuna con la que lo arrullaron de bebé).
El festejo por el doctorado finalmente llegó. Contrató
a la sexoservidora más cara, japonesa, con prominentes pechos (de silicona, por
supuesto), que le remedaba las actrices italianas que lo tenían fascinado.
Pero, una vez más, la disfunción eréctil se impuso.
Era ya la tercera vez consecutiva que sucedía eso,
siempre con carísimas sexoservidoras de esa empresa. El hecho comenzó a
preocuparle a Hiroyuki: el dinero malgastado ya era mucho.
Cuando dejó su psicoterapia, su psicóloga –una afamada
y muy respetable profesional de Tokio– le intentó hacer ver que aún no estaba
terminado el proceso, que esos endiablados ceremoniales que lo perseguían todo
el tiempo, no desaparecerían solos, ni solo con medicación psiquiátrica. De la
impotencia Hiroyuki casi no quiso hablar, contrariando la regla fundamental del
tratamiento.
Le preocupaban dos cosas: que la cuantiosa inversión
en estas prostitutas terminaba siendo dinero arrojado a la basura, y que el
hecho de su disfunción trascendiera. Lo primero no le importaba tanto; lo
segundo le aterraba. No quería ser el hazmerreír de sus compañeros, de toda la
universidad, del laboratorio. Que sus padres lo supieran, lo tenía sin cuidado.
Con ellos mantenía una débil relación, muy a la distancia. Aunque vivían en la
misma ciudad, casi no se veían. No le hubiera preocupado que se enteraran de la
impotencia.
Ante todo ello, buscó comunicarse con alguien que le
había propuesto trabajar vez pasada: el Dr. Suzuka, director del Departamento
de Investigaciones en Robótica Avanzada del Instituto de Tecnología de Tokio,
de la Universidad Nacional. El afamado científico, ya anciano, dirigía el
prestigioso equipo que estaba llevando a cabo atrevidas investigaciones en el
campo de la inteligencia artificial y robots de última generación,
“humanoides”, tal como se les había bautizado. Los resultados eran prodigiosos.
Los estudios estaban sumamente avanzados; ya se había
logrado generar máquinas casi humanas. O “más que humanas”, decía Hiroyuki,
puesto que estos artefactos “no se equivocan nunca, son perfectos”. La búsqueda
de perfección le era una obsesión. Aunque… claro: la impotencia sexual lo
alejaba de eso. “Las disfunciones, cualquier disfunción, son horrendas. Nos
recuerdan que somos limitados”, filosofaba con amargura. Las palabras de su
psicóloga, evidentemente, habían caído en saco roto.
Para el Dr. Suzuka era un orgullo integrar a un tan
connotado joven en su equipo. La especialidad de biólogo permitiría dotar de
todo lo humano que faltaba para el prototipo sobre el que ahora trabajaba.
La conjunción del viejo sabio y el joven y brillante
investigador fue más que oportuna. En no más de un año de duro trabajo conjunto
–en el equipo participaban doce personas– el producto estuvo terminado. A
pedido –insistente pedido– de Hiroyuki, el robot llevó por nombre Sofía. Era un
tributo a Sofia Loren, la atractiva actriz italiana de algunas décadas atrás.
El rostro y los bustos de la muñeca animada eran una copia exacta de la diva.
Faltaba la prueba final: hacerla convivir como un ser
humano, interactuando en la cotidianeidad de cualquier casa normal, común y
corriente, en situaciones diarias de vida. Esa prueba de fuego era, quizá, el
escollo más importante a salvar para poder tener un resultado final exitoso, y
eventualmente comunicar al mundo el logro. Hiroyuki se ofreció para ser el
conejillo de Indias.
En realidad, desde el primer momento en que inició el
proyecto, nuestro joven genio había tenido en mente contar con ese producto
para su uso personal. La asociación con el Instituto de Tecnología tenía eso
como objetivo final, tal vez nunca dicho explícitamente, pero siempre presente
en forma subrepticia. Al menos, en el proyecto de Hiroyuki.
Todas las pruebas de laboratorio habían resultado un
éxito. Incluso elementos como la menstruación, o ventosidades –“las cosas más
humanas que existen”, según expresaba el doctor en microbiología–, tenían un
realismo total. En verdad, Sofía parecía una humana. Pensaba, sentía, decidía,
tenía orgasmos, podía entristecerse, aburrirse o meterse los dedos en la nariz
para sacarse mucosidades. También podía masturbarse, hacer chistes, mentir. Pero
no habían contemplado su psicología inconsciente. Como no tenía historia –su
historia era una planta de montaje en el aséptico e iluminado laboratorio de la
universidad– no había deseo inconsciente. Pero fuera de ese detalle, era un
trabajo realmente perfecto. Hablaba a la perfección italiano con acento romano,
y japonés. Hiroyuki prefería comunicarse con ella en el idioma latino. Él
también lo dominaba perfectamente.
La prueba duraría un mes. Durante ese lapso Hiroyuki
llevaría la vida más normal que pudiera con quien pasaba a ser su esposa.
Compartirían su apartamento, nada lujoso pero plagado de todos los adelantos
tecnológicos de un hogar japonés moderno. El problema estaba en que Hiroyuki
nunca había tenido pareja. En sus 34 años apenas si había salido con alguna
mujer. Las visitas a prostitutas habían sido bastante ocasionales, y la
impotencia su común denominador.
Hiroyuki estaba rebosante de alegría porque ante
cualquier nuevo fracaso sexo-genital, podía estar seguro que no pasaría
vergüenza. Sofía estaba programada para ser absolutamente reservada. Más allá
de un programado margen de maniobra donde podía tomar decisiones, básicamente
cumplía órdenes. Sus decisiones, en definitiva, no eran más que complementos,
asistencias, ayudas a quienes la habían creado. Como era sumamente inteligente,
ayudaría positivamente, su creatividad estaba al servicio de sus “amos”.
Pero algo pasó que no fue exactamente así. La primera
semana de convivencia fueron puras decepciones sexuales; Sofía había debido
ayudarlo casi desesperadamente cada acto coital, logrando pobres, míseras eyaculaciones
de Hiroyuki, obtenidas con sacrificio, casi sin erección, apelando a las más
inimaginables maniobras, con más dolor que otra cosa (dolor físico, pero
fundamentalmente, dolor moral). Ante este panorama, el lunes de la segunda
semana, cuando el joven científico había salido, Sofía se comunicó
telefónicamente con el Dr. Suzuka para presentar los reclamos del caso. Fue
imposible hacer que el equipo no escuchara la conversación. ¡Quería sexo!, y
esa “mujercita debilucha” de su pareja no la complacía.
Aunque no querían de ningún modo humillar a Hiroyuki,
esa reacción fue incontenible. Apelando a los más rígidos autocontroles
morales, no transformaron la situación en un bochorno. De todos modos, en los
días siguientes el joven investigador pudo darse cuenta que el “chisme” había
trascendido. Enojado, sumamente furioso, un par de noches después encaró a
Sofía. Hablando en japonés, con las palabras más soeces e hirientes que
encontró, increpó a la muñeca.
La respuesta de Sofía, tranquila, sumamente serena,
hasta amistosa, fue simple, pero lapidaria: “Deberías retomar con tu
psicóloga”.
Esa misma noche procedió a desactivarla. La desarmó
íntegra, y lo sorprendió el amanecer escribiendo el informe que luego enviaría
al Instituto, con el que dio por terminantemente finalizado el experimento,
recomendado no proceder a fabricar ese “diabólico engendro”.
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