viernes, 27 de abril de 2018

MENTIRA PIADOSA





Hacía ya ocho años que estaban casados. Ilka y Anasztáz conformaban una ¿feliz? pareja. Cumplían con casi todos los requisitos para ser “normales”; solo faltaba tener un hijo.

Él trabajaba como catedrático de tiempo completo (matemática pura) en la Universidad Corvinus; ella era enfermera jefa en la Sala de Pediatría del Hospital Buda. Eran muy pequeños cuando la época comunista, por lo que casi no recordaban nada de eso. La entrada triunfal del capitalismo tras la retirada de la Unión Soviética, había homogenizado gustos y tendencias; por eso, ambos se podían sentir ahora “ciudadanos del mundo”, y gustaban de las mismas cosas que un neoyorkino, un parisino o un habitante de Buenos Aires. Los dos coincidían en su pasión por los teléfonos celulares. Su máxima aspiración, además de concebir el añorado hijo, era viajar un día a Estados Unidos.

Ambos habían nacido y crecido en Budapest, ciudad a la que amaban entrañablemente. Su relación llevaba ya casi dos décadas; se conocieron en la adolescencia, y desde allí comenzó una historia que se había prolongado casi sin sobresaltos por años y años.

Anasztáz guardaba cierta cuota de vergüenza, nunca expresada explícitamente. Según indicaban todos los exámenes, era él quien no tenía la capacidad de engendrar. El conteo de espermas mostraba que era prácticamente imposible embarazar a su esposa.

Si fuéramos católicos, Ilka”, decía casi con malicia, “podríamos pedirle al Altísimo -que no es un jugador de básquet- que nos concediera ese milagro, ¿no?” Lo espetaba con amargura, casi con resignación. Ilka sonreía complaciente sin decir palabra.

Habían pensado en la posibilidad de adoptar. Incluso, dado que no tenían un mal pasar económico, habían contemplado la idea de aprovechar el viaje a Estados Unidos para, desde allí, llegarse hasta Centroamérica, y en alguno de esos banana countries conseguir un niño. Por lo que se habían informado, en esos países era bastante sencillo conseguir un niño saltando barreras legales y pagando un buen soborno.

De todos modos, aunque ya no iba quedando mucho tiempo -41 años él, 38 Ilka- querían hacer un último intento con un nuevo tratamiento que había llegado a Hungría procedente de Alemania. Aún no estaba totalmente disponible al público, pero ella, por su condición de allegada a la dirección del hospital, pudo tener acceso a la terapia -una serie de 12 vacunas que se debían aplicar ambos miembros de la pareja-. Lo probaron.

Pero además de ese tratamiento, Ilka se atrevió a más. Luego de pensarlo y repensarlo horas y horas (semanas, meses), se decidió a hacer lo que venía concibiendo desde ya hacía un buen tiempo: hacerse embarazar por otro hombre, y luego decirle a Anasztáz que el bebé era de él. No creían en milagros, pero ¿por qué no podía darse uno?

Se justificó una y mil veces: eso no era un engaño. Por el contrario, si el embarazo resultaba, Anasztáz sería la persona más feliz del mundo. Convencida entonces de la obra misericordiosa que iba a iniciar, se puso manos a la obra.

El elegido fue Gellért, gran amigo de la pareja y conocido de Anasztáz desde la infancia. Él era un arquitecto que también trabajaba como docente en la universidad. Separado, también de 41 años de edad, era codiciado por las mujeres de su círculo. Muy guapo -con barba ya canosa y sempiterno fumador de pipa-, era conocido en el ambiente artístico-intelectual de Budapest tanto por arquitecto talentoso como por mujeriego incorregible.

Gellért: tenemos que hablar”, dijo misteriosa Ilka alguna vez que quedaron solos. El arquitecto intuyó inmediatamente que ahí había algo importante, que no se trataba de una simpleza doméstica.

En un pequeño barcito de la calle T. le hizo la propuesta. Ilka, sin mayores rodeos, fue clara y contundente. Habló, incluso, de firmar un contrato si él lo deseaba; allí se establecería que Gellért quedaba libre de toda responsabilidad para con el niño, en caso se diera el nacimiento. Era solo un semental, así de crudo.

El arquitecto quedó sorprendido. No se atrevió a decir todo lo que hubiera querido expresar. Desde siempre había sentido algo más que amistad por Ilka. El hecho de ser la pareja de su más íntimo amigo lo había refrenado. Nunca se había atrevido siquiera a insinuarle algo; era un amor en secreto. Sin embargo, jamás dejaba de pensar en ella.

Ahora que era ella quien tomaba la iniciativa, Gellért no lo podía creer. ¿Era un sueño eso? ¿Un regalo de los dioses? ¿Quizá un chiste macabro para ponerlo a prueba?

Quedó tan atónito que no pudo responder de inmediato. Viendo eso, Ilka sacó una hoja de papel donde había escrito un pequeño texto fijando las condiciones. Tembloroso, Gellért intentó leerlo. Sin llegar al final, dijo que sí. Con lágrimas en los ojos preguntó: “¿No es una broma?” La hora y media de apasionado amor que tuvieron casi al momento de leer la carta, en un motel cercano a la universidad, le demostró que no.

A partir de allí, los encuentros se sucedieron cada vez con más intensidad. Nunca en su vida ella había tenido tantas relaciones sexuales; hubo días de dos o más encuentros para hacer el amor con alguno de “sus” hombres: a la mañana con su esposo, a la tarde, furtivamente, con Gellért, y a la noche nuevamente con Anasztáz.

Al poco tiempo, el milagro se produjo: Ilka resultó embarazada. En realidad, ella misma no sabía de quién era. Lo más probable es que fuese de Gellért, dadas las circunstancias. Pero no se podía saber si el método de estimulación germano había sido efectivo. Solo se podría dilucidar el asunto haciendo una prueba de ADN al nuevo ser. Aunque ¿para qué?, se preguntaba Ilka. Lo importante era que el objetivo se había logrado.

Gellért, temeroso, avergonzado por lo acontecido, de todos modos quería seguir la relación. Ilka también. Habían comenzado a enamorarse. Pero no era eso lo convenido.

Los contratos son un simple papel, querida”, expresaba convencido Gellért. “El amor es más que una firma, que un convenio”. Ella quería tanto como él continuar esa relación escondida, pero no se lo podía permitir. Se sentía sucia, mentirosa.

Ahora se trataba de lo más difícil: decirle a su pareja que venía un niño en camino. Eso, en circunstancias normales, no hubiera representado ningún problema. Pero no era así. Tendría que fingir.

De todos modos, guardaba la secreta esperanza que el tratamiento hubiera sido efectivo, y no se podía descartar terminantemente que el hijo fuera de Anasztáz. La duda la carcomía, pero al mismo tiempo le permitía mantener la compostura. Aunque muy en secreto -secreto que ni a ella misma quería confesar- todo esto la estimulaba, la llenaba de gozo.

El esposo casi muere de la alegría al saber la noticia. La sombra de Gellért ni remotamente podía cruzársele. Eso era solo de importancia para Ilka. Gellért se mantenía inmutable ante el nuevo ser en camino. La incertidumbre de no saberse a ciencia cierta la paternidad en juego lo liberaba de culpa. Por otro lado, aun sabiendo claramente que fuera suyo, eso no alcanzaba para inmutarlo. Los dos hijos que tenía de su primer matrimonio casi los desconocía. Muy a su pesar les pasaba una pequeña cuota de mantenimiento, y los veía solo ocasionalmente. La paternidad no era su fuerte precisamente.

El embarazo, pese a la edad de Ilka, se desarrolló con total normalidad. El alumbramiento fue igualmente normal: madre e hijo salieron muy bien. A los once meses, Tódor ya daba sus primeros pasos. La alegría en la pareja no podía ser mayor. Aunque para la madre, siempre quedaba un resto de insatisfacción; luego de haber mantenido esa maratónica carrera buscando el embarazo con dos, tres o cuatro relaciones sexuales por día con dos hombres distintos por espacio de varios meses, ahora había sobrevenido la más completa abstinencia. Muy esporádicamente, un poco a desgano, se encontraba con Gellért. El sexo que tenían para esas ocasiones era malo, mecánico, falto de toda gracia.

La culpa comenzó a apoderarse de Ilka. Veía que la relación de Anasztáz con su hijo era hermosa, sana, plena. Le daba horror pensar que alguna vez su marido se enterara, si bien no de la posible paternidad falsa, al menos sí de la relación que ella había mantenido, o mantenía aún, con su gran amigo. Eso era una traición. La angustia la devanaba, sin saber qué hacer.

El arquitecto seguía tan enamorado de ella como siempre, y comenzó a fraguar la idea de proponerle que se separe de Anasztáz, que él se haría cargo de la crianza de Tódor. Cuando se lo propuso, el niño ya tenía casi dos años. Ilka rompió en una estridente carcajada, clausurando la conversación con un aparatoso: “¡Estás loco!

Un mes después, por motivos de trabajo, tanto Ilka como su amante coincidieron en un viaje a Debrecen. Aprovecharon un vehículo de la universidad, donde viajaba un total de 12 personas. Ilka, con consentimiento de las autoridades universitarias, aprovechó el transporte para ir a esta ciudad a realizar un trámite de su hospital. Como iban con mucha gente, en ningún momento hubo nada que pudiera delatar la relación. De hecho, viajaron en asientos separados.

Al regreso, con mucha lluvia, sobrevino el accidente. Antes del mismo, ella iba pensando en cómo tomaría fuerzas para contarle la verdad a su esposo. No quería seguir manteniendo ese secreto eternamente; eso la estaba matando. Lo mejor sería hacerle una prueba de ADN a Tódor para salir de dudas; de comprobarse que el padre era Gellért, lo mejor era hacerlo público, desenmascarar todo. La mentira la estrangulaba. Para Anasztáz podía ser terrible, pero era mejor que continuar con el ocultamiento. Al menos, eso cavilaba la enfermera.

En una curva el chofer del microbús perdió el control y se estrellaron. Cuatro personas murieron; una de ellas fue Ilka. Gellért sufrió politraumatismos que lo dejaron en coma por dos semanas.

Para Anasztáz fue fatal: perdió al mismo tiempo a su esposa y prácticamente a su más íntimo amigo, dado que Gellért, saliendo del coma, quedó parapléjico, sin habla. Como el arquitecto, aun siendo mujeriego y lleno de admiradoras por todos lados, no tenía verdaderas amistades, fue Anasztáz quien lo acogió en su casa. Las dos enfermeras que contrató para atenderlo tiempo completo, las asumió como un reconocimiento merecido a su mejor amigo.

A los cuatro años de edad, Tódor tuvo el accidente. Cayó desde el segundo piso de la casa, y tuvo fractura de cráneo. Era grave. Entre tantos exámenes que le realizaron, también estudiaron su ADN. La sorpresa de los médicos -se atendió en el hospital Buda, donde trabajara la madre- fue que no coincidía con el de su padre, Anasztáz. O, al menos, el que hasta ese entonces se consideraba el padre.

El profesor, sin saber exactamente por qué, tuvo la intuición que Gellért no era externo al asunto. No quería pensarlo, lo horrorizaba la idea, pero le pareció imprescindible hacerlo. El arquitecto, siempre postrado en su silla de ruedas y emitiendo solo sonidos guturales que no podían descifrarse, no se opuso. Al mismo tiempo que Tódor salía de peligro luego de la operación, la prueba de ADN confirmaba su verdadera ascendencia. Gellért, que aunque no tenía respuestas motoras podía entender intelectualmente lo que se le decía, expresó su consternación, o quizá su espanto, con unas pocas lágrimas que rodaron por su mejilla, cuando escuchó de boca de su amigo que se había develado el secreto.

Anasztáz pensó en varias opciones: abandonar a Gellért, dejarlo morir de hambre, torturarlo sistemáticamente. El impacto de lo descubierto fue tan grande que hasta incluso pensó en abandonar a Tódor, “que no es mi hijo”. Finalmente optó por lo más bochornoso.

Ahora el arquitecto es llevado todas las mañanas a la Basílica de San Esteban, donde pasa todo el día, hasta el atardecer, sentado en su silla de ruedas, con un recipiente donde se recogen las monedas, y un piadoso cartel colgado de su cuello que dice: “Ayuda para un desdichado mentiroso… e hijo de puta”.

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