Hacía ya ocho años que estaban casados. Ilka y Anasztáz
conformaban una ¿feliz? pareja. Cumplían con casi todos los requisitos para ser
“normales”; solo faltaba tener un hijo.
Él trabajaba como catedrático de tiempo completo (matemática
pura) en la Universidad Corvinus; ella era enfermera jefa en la Sala de
Pediatría del Hospital Buda. Eran muy pequeños cuando la época comunista, por
lo que casi no recordaban nada de eso. La entrada triunfal del capitalismo tras
la retirada de la Unión Soviética, había homogenizado gustos y tendencias; por
eso, ambos se podían sentir ahora “ciudadanos del mundo”, y gustaban de las
mismas cosas que un neoyorkino, un parisino o un habitante de Buenos Aires. Los
dos coincidían en su pasión por los teléfonos celulares. Su máxima aspiración,
además de concebir el añorado hijo, era viajar un día a Estados Unidos.
Ambos habían nacido y crecido en Budapest, ciudad a la que
amaban entrañablemente. Su relación llevaba ya casi dos décadas; se conocieron
en la adolescencia, y desde allí comenzó una historia que se había prolongado
casi sin sobresaltos por años y años.
Anasztáz guardaba cierta cuota de vergüenza, nunca expresada
explícitamente. Según indicaban todos los exámenes, era él quien no tenía la capacidad
de engendrar. El conteo de espermas mostraba que era prácticamente imposible
embarazar a su esposa.
“Si fuéramos
católicos, Ilka”, decía casi con malicia, “podríamos pedirle al Altísimo -que no es un jugador de básquet- que nos
concediera ese milagro, ¿no?” Lo espetaba con amargura, casi con
resignación. Ilka sonreía complaciente sin decir palabra.
Habían pensado en la posibilidad de adoptar. Incluso, dado
que no tenían un mal pasar económico, habían contemplado la idea de aprovechar
el viaje a Estados Unidos para, desde allí, llegarse hasta Centroamérica, y en
alguno de esos banana countries
conseguir un niño. Por lo que se habían informado, en esos países era bastante
sencillo conseguir un niño saltando barreras legales y pagando un buen soborno.
De todos modos, aunque ya no iba quedando mucho tiempo -41
años él, 38 Ilka- querían hacer un último intento con un nuevo tratamiento que
había llegado a Hungría procedente de Alemania. Aún no estaba totalmente
disponible al público, pero ella, por su condición de allegada a la dirección
del hospital, pudo tener acceso a la terapia -una serie de 12 vacunas que se
debían aplicar ambos miembros de la pareja-. Lo probaron.
Pero además de ese tratamiento, Ilka se atrevió a más. Luego
de pensarlo y repensarlo horas y horas (semanas, meses), se decidió a hacer lo
que venía concibiendo desde ya hacía un buen tiempo: hacerse embarazar por otro
hombre, y luego decirle a Anasztáz que el bebé era de él. No creían en
milagros, pero ¿por qué no podía darse uno?
Se justificó una y mil veces: eso no era un engaño. Por el
contrario, si el embarazo resultaba, Anasztáz sería la persona más feliz del
mundo. Convencida entonces de la obra misericordiosa que iba a iniciar, se puso
manos a la obra.
El elegido fue Gellért, gran amigo de la pareja y conocido
de Anasztáz desde la infancia. Él era un arquitecto que también trabajaba como
docente en la universidad. Separado, también de 41 años de edad, era codiciado
por las mujeres de su círculo. Muy guapo -con barba ya canosa y sempiterno
fumador de pipa-, era conocido en el ambiente artístico-intelectual de Budapest
tanto por arquitecto talentoso como por mujeriego incorregible.
“Gellért: tenemos que
hablar”, dijo misteriosa Ilka alguna vez que quedaron solos. El arquitecto
intuyó inmediatamente que ahí había algo importante, que no se trataba de una
simpleza doméstica.
En un pequeño barcito de la calle T. le hizo la propuesta.
Ilka, sin mayores rodeos, fue clara y contundente. Habló, incluso, de firmar un
contrato si él lo deseaba; allí se establecería que Gellért quedaba libre de
toda responsabilidad para con el niño, en caso se diera el nacimiento. Era solo
un semental, así de crudo.
El arquitecto quedó sorprendido. No se atrevió a decir todo
lo que hubiera querido expresar. Desde siempre había sentido algo más que
amistad por Ilka. El hecho de ser la pareja de su más íntimo amigo lo había
refrenado. Nunca se había atrevido siquiera a insinuarle algo; era un amor en
secreto. Sin embargo, jamás dejaba de pensar en ella.
Ahora que era ella quien tomaba la iniciativa, Gellért no lo
podía creer. ¿Era un sueño eso? ¿Un regalo de los dioses? ¿Quizá un chiste
macabro para ponerlo a prueba?
Quedó tan atónito que no pudo responder de inmediato. Viendo
eso, Ilka sacó una hoja de papel donde había escrito un pequeño texto fijando
las condiciones. Tembloroso, Gellért intentó leerlo. Sin llegar al final, dijo
que sí. Con lágrimas en los ojos preguntó: “¿No
es una broma?” La hora y media de apasionado amor que tuvieron casi al
momento de leer la carta, en un motel cercano a la universidad, le demostró que
no.
A partir de allí, los encuentros se sucedieron cada vez con
más intensidad. Nunca en su vida ella había tenido tantas relaciones sexuales;
hubo días de dos o más encuentros para hacer el amor con alguno de “sus”
hombres: a la mañana con su esposo, a la tarde, furtivamente, con Gellért, y a
la noche nuevamente con Anasztáz.
Al poco tiempo, el milagro se produjo: Ilka resultó
embarazada. En realidad, ella misma no sabía de quién era. Lo más probable es
que fuese de Gellért, dadas las circunstancias. Pero no se podía saber si el
método de estimulación germano había sido efectivo. Solo se podría dilucidar el
asunto haciendo una prueba de ADN al nuevo ser. Aunque ¿para qué?, se
preguntaba Ilka. Lo importante era que el objetivo se había logrado.
Gellért, temeroso, avergonzado por lo acontecido, de todos modos
quería seguir la relación. Ilka también. Habían comenzado a enamorarse. Pero no
era eso lo convenido.
“Los contratos son un
simple papel, querida”, expresaba convencido Gellért. “El amor es más que una firma, que un convenio”. Ella quería tanto
como él continuar esa relación escondida, pero no se lo podía permitir. Se
sentía sucia, mentirosa.
Ahora se trataba de lo más difícil: decirle a su pareja que
venía un niño en camino. Eso, en circunstancias normales, no hubiera representado
ningún problema. Pero no era así. Tendría que fingir.
De todos modos, guardaba la secreta esperanza que el
tratamiento hubiera sido efectivo, y no se podía descartar terminantemente que
el hijo fuera de Anasztáz. La duda la carcomía, pero al mismo tiempo le
permitía mantener la compostura. Aunque muy en secreto -secreto que ni a ella
misma quería confesar- todo esto la estimulaba, la llenaba de gozo.
El esposo casi muere de la alegría al saber la noticia. La
sombra de Gellért ni remotamente podía cruzársele. Eso era solo de importancia
para Ilka. Gellért se mantenía inmutable ante el nuevo ser en camino. La
incertidumbre de no saberse a ciencia cierta la paternidad en juego lo liberaba
de culpa. Por otro lado, aun sabiendo claramente que fuera suyo, eso no
alcanzaba para inmutarlo. Los dos hijos que tenía de su primer matrimonio casi
los desconocía. Muy a su pesar les pasaba una pequeña cuota de mantenimiento, y
los veía solo ocasionalmente. La paternidad no era su fuerte precisamente.
El embarazo, pese a la edad de Ilka, se desarrolló con total
normalidad. El alumbramiento fue igualmente normal: madre e hijo salieron muy
bien. A los once meses, Tódor ya daba sus primeros pasos. La alegría en la
pareja no podía ser mayor. Aunque para la madre, siempre quedaba un resto de
insatisfacción; luego de haber mantenido esa maratónica carrera buscando el
embarazo con dos, tres o cuatro relaciones sexuales por día con dos hombres
distintos por espacio de varios meses, ahora había sobrevenido la más completa
abstinencia. Muy esporádicamente, un poco a desgano, se encontraba con Gellért.
El sexo que tenían para esas ocasiones era malo, mecánico, falto de toda
gracia.
La culpa comenzó a apoderarse de Ilka. Veía que la relación
de Anasztáz con su hijo era hermosa, sana, plena. Le daba horror pensar que
alguna vez su marido se enterara, si bien no de la posible paternidad falsa, al
menos sí de la relación que ella había mantenido, o mantenía aún, con su gran
amigo. Eso era una traición. La angustia la devanaba, sin saber qué hacer.
El arquitecto seguía tan enamorado de ella como siempre, y
comenzó a fraguar la idea de proponerle que se separe de Anasztáz, que él se
haría cargo de la crianza de Tódor. Cuando se lo propuso, el niño ya tenía casi
dos años. Ilka rompió en una estridente carcajada, clausurando la conversación
con un aparatoso: “¡Estás loco!”
Un mes después, por motivos de trabajo, tanto Ilka como su
amante coincidieron en un viaje a Debrecen. Aprovecharon un vehículo de la
universidad, donde viajaba un total de 12 personas. Ilka, con consentimiento de
las autoridades universitarias, aprovechó el transporte para ir a esta ciudad a
realizar un trámite de su hospital. Como iban con mucha gente, en ningún
momento hubo nada que pudiera delatar la relación. De hecho, viajaron en
asientos separados.
Al regreso, con mucha lluvia, sobrevino el accidente. Antes
del mismo, ella iba pensando en cómo tomaría fuerzas para contarle la verdad a
su esposo. No quería seguir manteniendo ese secreto eternamente; eso la estaba
matando. Lo mejor sería hacerle una prueba de ADN a Tódor para salir de dudas;
de comprobarse que el padre era Gellért, lo mejor era hacerlo público,
desenmascarar todo. La mentira la estrangulaba. Para Anasztáz podía ser
terrible, pero era mejor que continuar con el ocultamiento. Al menos, eso
cavilaba la enfermera.
En una curva el chofer del microbús perdió el control y se
estrellaron. Cuatro personas murieron; una de ellas fue Ilka. Gellért sufrió
politraumatismos que lo dejaron en coma por dos semanas.
Para Anasztáz fue fatal: perdió al mismo tiempo a su esposa
y prácticamente a su más íntimo amigo, dado que Gellért, saliendo del coma, quedó
parapléjico, sin habla. Como el arquitecto, aun siendo mujeriego y lleno de
admiradoras por todos lados, no tenía verdaderas amistades, fue Anasztáz quien
lo acogió en su casa. Las dos enfermeras que contrató para atenderlo tiempo
completo, las asumió como un reconocimiento merecido a su mejor amigo.
A los cuatro años de edad, Tódor tuvo el accidente. Cayó
desde el segundo piso de la casa, y tuvo fractura de cráneo. Era grave. Entre
tantos exámenes que le realizaron, también estudiaron su ADN. La sorpresa de
los médicos -se atendió en el hospital Buda, donde trabajara la madre- fue que
no coincidía con el de su padre, Anasztáz. O, al menos, el que hasta ese entonces
se consideraba el padre.
El profesor, sin saber exactamente por qué, tuvo la
intuición que Gellért no era externo al asunto. No quería pensarlo, lo
horrorizaba la idea, pero le pareció imprescindible hacerlo. El arquitecto,
siempre postrado en su silla de ruedas y emitiendo solo sonidos guturales que
no podían descifrarse, no se opuso. Al mismo tiempo que Tódor salía de peligro
luego de la operación, la prueba de ADN confirmaba su verdadera ascendencia.
Gellért, que aunque no tenía respuestas motoras podía entender intelectualmente
lo que se le decía, expresó su consternación, o quizá su espanto, con unas
pocas lágrimas que rodaron por su mejilla, cuando escuchó de boca de su amigo
que se había develado el secreto.
Anasztáz pensó en varias opciones: abandonar a Gellért,
dejarlo morir de hambre, torturarlo sistemáticamente. El impacto de lo
descubierto fue tan grande que hasta incluso pensó en abandonar a Tódor, “que no es mi hijo”. Finalmente optó por
lo más bochornoso.
Ahora el arquitecto es llevado todas las mañanas a la
Basílica de San Esteban, donde pasa todo el día, hasta el atardecer, sentado en
su silla de ruedas, con un recipiente donde se recogen las monedas, y un
piadoso cartel colgado de su cuello que dice: “Ayuda para un desdichado mentiroso… e hijo de puta”.
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