Las migraciones han existido siempre en la
historia. Podría decirse que si algo caracteriza a la especie humana es su afán
de búsqueda, de descubrimiento; de ahí que emigró y cubrió todo el planeta. En
ese sentido, las migraciones son un fenómeno positivo. Pero, desde hace ya unas
décadas, la arquitectura de la sociedad planetaria globalizada (capitalista) encuentra
en las migraciones un problema cada vez más grave. Millones y millones de
personas huyen desesperadas de la pobreza y/o la guerra, siempre en países del
Sur, para intentar llegar a las islas de prosperidad del Norte (Estados Unidos,
Europa, Japón).
En la actualidad, la situación se tornó casi
inmanejable. Pero hay una doble moral en el discurso dominante proveniente de los
países desarrollados: se pone frenos a la migración, y al mismo tiempo se
aprovecha de ella como mano de obra barata. La situación que pasan los
migrantes es bochornosa, tanto en su viaje como ya instalados en el lugar de
llegada, siempre escondiéndose como ciudadanos “irregulares”. Ahora bien: una
visión romántica, endulcorada, que busque un perfil más “humanizado” en el
trato para con los migrantes, no ayuda en realidad para cambiar las cosas. El
núcleo del asunto pasa por modificar la estructura que expulsa cada vez más gente
desde los países empobrecidos.
De todos modos, hoy es un discurso largamente
generalizado levantar la voz por la situación de los migrantes –“pobres y
desamparados migrantes”–, ya sea en su marcha hacia el lugar de destino o, si
logran llegar, ante las penurias que pasan como “ilegales” en su nueva morada.
De cualquier forma, vale hacer una mirada crítica del fenómeno.
Las migraciones humanas son un fenómeno tan viejo
como la humanidad misma. De acuerdo con las hipótesis antropológicas más
consistentes, se estima que el ser humano hizo su aparición en un punto
determinado del planeta (probablemente el África) y de ahí emigró por toda la
faz del globo. De hecho, el hombre es el único ser viviente que ha emigrado y
se ha adaptado a todos los rincones del mundo.
Las migraciones, por lo tanto, no constituyen una
novedad en la historia. Siempre las ha habido y generalmente han funcionado
como un elemento dinamizador del desarrollo social. Sin embargo, hoy día, y
desde hace varios años con una intensidad creciente, se plantean como un
“problema”. Lo que aquí queremos delimitar es: problema ¿por qué? y ¿para
quién?
Recientemente el fenómeno ha adquirido una
dimensión masiva, de proporciones antes nunca vistas, apareciendo motivado por
razones de orden puramente social: guerras, discriminaciones, persecuciones,
pero más aún: pobreza. A partir de la segunda mitad del siglo XX puede decirse
que empieza a constituirse en un verdadero “problema” (al menos para algunos),
perdiendo definitivamente su carácter de factor de progreso, de aventura
positiva. La Tierra se pobló de humanos justamente gracias a las migraciones. ¿Por
qué hoy día son un problema?
Nunca antes como ahora tanta gente huye de
situaciones adversas; pero, paradójicamente, nunca antes ha habido tantas
situaciones adversas. La riqueza y el bienestar crecen a pasos agigantados para
muchos, pero para muchísimos otros también crece (en forma inversamente
proporcional) su marginación, su falta de posibilidades, su precariedad.
Las oleadas de pobladores del Tercer Mundo
indocumentados en viaje hacia el Norte se muestran imparables, siendo este tipo
de migración el que alarma al status quo central. En todos estos casos puede verse un interés del migrante por
desplazarse desde una situación comparativamente más desventajosa (material,
social) hacia una más beneficiosa.
La gente huye de la miseria: del área rural a la
ciudad, de los países pobres a la prosperidad del Norte, al igual que huye de
las guerras, de las persecuciones políticas, de las cacerías humanas,
cualquiera sea su naturaleza. Ahora bien, si el número de “escapados” aumenta
(ya sea en forma de desplazados, refugiados, exiliados, de habitantes de
barrios marginales en las ciudades o de inmigrantes irregulares en las
sociedades más ricas) esto está indicando que las condiciones de vida de donde
proviene tanta gente, expulsan en vez de permitir un armónico desarrollo.
Con la globalización en curso, a la que actualmente
todos asistimos sin poder resistirnos, las fronteras del Estado-nación moderno tienden
a debilitarse, y los desplazamientos de población (así como los de capital)
entre un punto y otro del orbe son cada vez más comunes. Aunque nunca –y esto
es lo dramático– en función de proyectos sopesados, de estrategias racionales
de desarrollo. Sin embargo, vale una precisión: los capitales sí se mueven
organizadamente, con un proyecto claro; las masas humanas: no.
Lo distintivo en las migraciones actuales, además
de su tamaño, es el hecho de constituirse como problema para todos los factores
que hacen parte de ellas, en virtud de su desorganización, de su desorden, de
la pérdida de su condición constructiva. Hace tiempo que las
migraciones dejaron de ser percibidas como un motor beneficioso para las
sociedades. En un mundo en el que, agigantadamente,
en vez de resolverse problemas cruciales, se entroniza la tendencia a dividir
entre aquellos que “se salvan” y los que “sobran”, las migraciones (como
recurso desesperado de muchísimos) pueden pasar a ser un calvario. Por un lado,
si bien permiten parches circunstanciales a partir de las remesas, no cambian
estructuralmente la situación de los que emigran; y por otro, crean un supuesto
malestar en los países receptores, el cual se maneja arteramente según
interesadas agendas políticas.
Lo que está claro es que el fenómeno migratorio en
su conjunto está denunciando una falla estructural del sistema social que lo produce.
Los grandes capitales del Tercer Mundo reciben en conjunto diariamente
alrededor de 1,000 personas que migran desde el área rural; y algunos miles
llegan cada día ilegalmente desde el Sur a los países desarrollados.
Quien lo siente fundamentalmente como un problema,
y más raudamente ha dado los primeros pasos para reaccionar, es el área de
llegada de tanta migración: el Norte desarrollado. Sin duda que las que emigran
son poblaciones en riesgo, pero para la lógica del poder dominante el riesgo
está, ante todo, en su propia casa, en la prosperidad del llamado Primer Mundo,
que comienza a ser “invadido”, ininterrumpidamente, por contingentes siempre en
aumento.
Si tanta gente huye de su situación cotidiana, ello
debería llamar a la reflexión inmediata: ¿por qué existe un mundo que integra a
algunos y marginaliza a tantos? Las migraciones actuales están hablando,
patéticamente, de poblaciones “excedentes” en el planeta. Pero ¿qué mundo puede
ser este donde haya gente “de sobra”? Obviamente, los modelos de desarrollo en
juego hacen agua, por lo que hay que replantearlos. En otros términos: el
modelo capitalista no ofrece salida para la inmensa mayoría de la población
mundial.
Las penurias
que deben pasar los migrantes en su marcha hacia la supuesta salvación son
enormes, terribles. En estos últimos años de crisis sistémica, desde el 2008 a
la fecha, con la ralentización de la economía de muchos países desarrollados, esas
penurias se acrecentaron. Justamente por esa crisis global del sistema
capitalista, las condiciones de recepción de migrantes en el Norte se ponen
cada vez más duras, más denigrantes incluso. El discurso oficial que domina en
los países industrializados es que “los
inmigrantes vienen a quitar puestos de trabajo”. Donald Trump, en Estados
Unidos, ganó las elecciones levantado ese sensiblero y mojigato mensaje. Con
ello, lo que se consigue es que la clase trabajadora internacional siga
fragmentándose, haciendo que un trabajador del Norte vea a un “mojado” del Sur como
un competidor, un enemigo en definitiva.
Pero hay ahí
una doble moral en juego: por un lado se aprovecha la mano de obra barata, casi
regalada, que llega a los bolsones de desarrollo en el Norte, gente desesperada
dispuesta a trabajar por migajas (que, en sus países del Sur representa mucho);
y por otro, se le pone trabas cada vez mayores, alentándola a no migrar. Los
muros se suceden cada vez con mayor frecuencia, haciendo recordar más a campos
de concentración que a fronteras entre naciones.
Es real que la
crisis económica hace que muchos trabajadores oriundos de los países
desarrollados estén escasos de trabajo, pero el endurecimiento de los
obstáculos migratorios con los trabajadores del Sur busca no sólo
desestimularlos sino también, básicamente, chantajearlos, pagando salarios
bajísimos y ofreciendo condiciones de super explotación. El antiguamente
llamado “ejército de reserva industrial” (¡las categorías marxistas siguen
siendo válidas!), es decir: las poblaciones desocupadas y siempre listas a
trabajar por centavos, no ha desaparecido. Hoy se presenta como fenómeno
global, mundial. Se lo declara problema, pero al mismo tiempo es lo que ayuda a
mantener bajos los salarios. El único beneficiado en esto es el capital.
No hay dudas
que ese endurecimiento torna el viaje de los migrantes una verdadera pesadilla.
En Latinoamérica se estima que de cada tres migrantes irregulares solo uno
llega al american dream. Otro es
devuelto en el camino, y otro muere en el intento. Luego, si sobreviven a
condiciones extremas y logran ingresar a las “islas de salvación” (Estados
Unidos, Europa, Japón), su estadía allí, en general en condiciones de
irregularidad, aumenta la pesadilla.
Pero
permítasenos esta reflexión: suele levantarse la voz, lastimera por cierto, en
relación a las penurias de los migrantes indocumentados. Suele decirse que la
vida que llevan en los países del Norte es deplorable, lo cual es cierto. Y
suele exigirse también un mejor trato de parte de esos países para con la
enorme masa de migrantes irregulares.
Todo eso está
muy bien. Es, salvando las distancias, como preocuparse por la situación actual
de los niños de la calle. Pero ese dolor, expresado en la lamentación por la
situación de esas poblaciones especialmente vulnerables y vulnerabilizadas (los
migrantes indocumentados, la niñez de la calle) queda coja si no se ve también
la otra cara del problema: ¡la verdadera y principal cara! ¿Por qué hay
millones y millones de migrantes que escapan de sus países de origen, forzados
por la situación económica? La cuestión no es tanto pedir un trato digno en los
países de llegada, sino plantearse por qué deben escapar.
Los gobiernos
de los países expulsores no dicen nada al respecto porque las remesas que
envían estos trabajadores indocumentados sirven para paliar, al menos en parte,
la pobreza estructural de las familias de origen y evitar que la misma se
profundice. En México y Centroamérica esas remesas representan porciones altas
del PBI (a veces superando el 20%).
En vez de
quedarnos con la lamentación y victimización del migrante, ¿por qué no
denunciar con la misma energía la injusticia estructural que los fuerza a
emigrar? Pedir que los países de acogida regularicen su situación migratoria no
está mal. Pero ¿por qué no trabajar denodadamente para lograr que nadie tenga
que emigrar en esas condiciones, porque su país de origen no le brinda las
posibilidades mínimas de sobrevivencia?
Del mismo modo
que nadie debe discriminar ni castigar a un niño de la calle (él es el síntoma
visible de un proceso social mucho más complejo) tampoco nadie debe excluir,
segregar o maltratar a un migrante en condición de irregularidad. Pero
¡cuidado!: si alguien tiene que salir huyendo de su sociedad natal porque ahí
no puede sobrevivir, es ahí donde hay que trabajar para cambiar esa injusta y
deplorable situación. Trabajar por la regularización de los migrantes que
huyeron de la situación de precariedad en sus países de origen puede ser muy
bien intencionado, pero no cambia en nada la situación de fondo que sigue
expulsando gente.
Puede ser
correcto trabajar/pedir/exigir al gobierno de los Estados Unidos mayor apertura
en su política migratoria, pero no debe olvidarse que como país soberano tiene
la potestad de establecer esas políticas según su conveniencia. Donde sí se
debe actuar con la mayor energía es en los países expulsores. Es ahí donde se
debe pedir/exigir a los Estados nacionales la creación de condiciones que
impidan seguir produciendo potenciales migrantes. Si no, ¿habría que luchar
porque los países del Norte –Estados Unidos más específicamente para el caso de
Centroamérica– acepten también a los más de 9 millones de guatemaltecos que no
migran pero que igualmente están en situación de pobreza permaneciendo en el país?
Todas estas preguntas, aparentemente alejadas en
principio de respuestas prácticas concretas, deben ser el fundamento de
nuestras acciones en torno al tema de las migraciones. En definitiva, el debate
teórico serio (creemos que imperioso) sobre todo esto es lo que mejor puede
encaminar las futuras intervenciones. Recordemos las palabras de Einstein,
famoso inmigrante judío: “no hay nada más
práctico que una buena teoría”. Pensemos críticamente toda esta situación:
más que lamentarnos por el síntoma evidente, trabajemos en la fuente expulsora.
Cuidado: ¡que los árboles no nos impidan ver el bosque!
No hay comentarios.:
Publicar un comentario