miércoles, 8 de abril de 2020

TEATRO CALLEJERO





Fue durante la dictadura de P. Nunca quedó claro si el grupo teatral era un mecanismo más del tenebroso aparato represivo, si era una, en apariencia, extravagante forma de protesta ante la situación reinante, pero con gran y estudiado impacto político final, o si simplemente eran unos locos que no encontraron mejor manera que expresarse que haciendo ese insólito teatro callejero. Lo cierto es que el grupo Tambor –tal como se llamaba– pasó a ser un importante referente para la vida cotidiana de la población. Ante cada escena “rara” del diario vivir, ante cada hecho insólito o llamativo que podía ocurrir –y que, de hecho, ocurrían frecuentemente en una gran ciudad como J.– ya era común que la gente lo asociara con “esos locos del Tambor”. Por supuesto, no siempre las extravagancias tenían que ver con ellos, pero así había ido quedando en la conciencia colectiva.

Fue un jueves por la noche. Hacía un frío inusual para la tropical ciudad de J. Para la población, acostumbrada a andar siempre ligera de ropas y a cuidarse del sol abrasador, constituía una novedad asombrosa tener que protegerse del frío. Lo cierto es que todos andaban tiritando, cubiertos con la escasas prendas de abrigo de que disponían –¿quién iba a tener chaquetas o gorros de lana en el trópico?– y por supuesto, hablando monotemáticamente de esa ola de aire polar que había venido a instalarse. Tanto estaba conmocionando este suceso climático que incluso la dictadura había desaparecido momentáneamente de los comentarios de la gente.

Como a las 8 de la noche, en el Bar Santiago, quizá uno de los lugares más concurrido para esos años, donde se juntaba de todo un poco, apareció el grupo. Eran tres varones jóvenes, vestidos de civil pero con un toque militar: uno de ellos llevaba pantalón camuflajeado, todos calzaban botas bien lustradas, alguno tenía chaqueta de cuero negro. Todos llevaban, ostentosamente remarcadas, insignias nazis en sus ropas, así como manoplas con pinchos. Todos, igualmente, cargaban bastones a la cintura, y uno de ellos llevaba de su mano izquierda un perro ovejero alemán.

El aspecto del grupo era siniestro. Ante su aparición en el bar, todos los concurrentes callaron. El silencio fue repentino; y por cierto tan notorio que, por un momento, lo único que se oyó fue el jadeo del perro.

Todo era impresionante en su aspecto, pero quizá lo que más llamaba la atención, lo que más provocaba, eran los brazaletes con las insignias nazis.

Los asistentes, luego de un primer momento de asombro, habiéndose recobrado algo de un hecho tan insólito, comenzaron a abrir juicios por lo bajo.

Un joven con aspecto bohemio, que pese al frío no había renunciado a sus sandalias –ahora con gruesas medias de lana– les comentó a sus vecinos que eso, muy probablemente, era un montaje de los del Tambor. Algunos asintieron, pero otros se mostraron más escépticos.

En otra mesa, un médico que estaba allí con su amante –una enfermera bastante más joven que él– opinó que esto era una provocación del gobierno.

Alguien más –una mujer que, según pudo saberse luego, era una dirigente sindical de incógnito en el bar aquella noche– le dijo a sus cuatro acompañantes que los recién llegados constituían un grupo nazi de verdad, que la dictadura había propiciado la creación de estas cosas, y que estaban allí para darse a conocer en forma pública, que eso era la más cruda evidencia de lo que estaba viviendo el país.

Todos dudaron. Todas las versiones podían ser veraces, pero nadie quería aventurarse a opinar en público, a decirlo en voz alta. Y menos aún, a actuar.

¿Y si realmente era una provocación de la dictadura para medir la opinión pública? ¿Cómo saberlo? Pero más aún: ¿para qué querer saberlo?

Lo mejor, como había pasado a ser ya una costumbre en esos sombríos años, era callar.

Callar una vez más, mirar para otro lado, disimular: la sangrienta tiranía que enlutaba al país había ido creando esa cultura de silencio, de ahogada resistencia, de perpetuo ocultamiento. De hecho había una propaganda gubernamental por televisión que mostraba una calle cargada de tráfico sobre la que se superponía el infernal ruido de un taladro neumático de los que se usan para romper cemento, y junto a ello el estridente llanto de un bebé, todo lo cual, bien montado, transmitía una sensación de bullicio desquiciante. Y sobre ese telón de fondo aparecía la angelical cara de una enfermera rubia (¿por qué en los países tropicales, donde la población mayoritaria nunca es rubia, siempre eligen modelos blanquitas para expresar la felicidad?) pidiendo cerrar la boca porque –así decía la promoción– … “el silencio es salud”. Es decir: callarse como forma de conservar la vida, de ahorrarse problemas, de existir.

La pedagogía del terror había dado sus resultados: la gente había aprendido a silbar distraídamente y a no enterarse de nada. La aparición de ese grupo con insignias nazis lo venía a poner a prueba una vez más.

En realidad los miembros del grupo Tambor habían hecho ese razonamiento: ante una población resignada a no poder enfrentar su realidad había que ayudar a quitarse la venda de los ojos. Eso era lo que buscaban con sus excéntricas –y en general incomprensibles– presentaciones de teatro callejero. La incitación al público a que se involucrara en sus juegos escénicos buscaba –según pensaba el grupo– que la gente reaccionara. En general eran invocaciones fuertes, en muchos casos excesivas, a una toma de posición.

La dictadura, o porque aún no se había percatado de la propuesta del grupo, o porque no la había entendido, o quizá porque había evaluado que no le traía ninguna consecuencia negativa, lo dejaba hacer. De ahí que no fuera raro encontrar en la capital –sólo ahí, no estaban en ciudades del interior– estas insólitas intervenciones: una mujer desnuda corriendo entre los vehículos de una avenida diciendo que la perseguían los marcianos, dos jóvenes vestidos con túnica de colores remedando una pelea con espadas de cartón, un grupo de actores y actrices deshojando flores y gritando como locos frente a la puerta de la catedral… La variedad y originalidad de sus acciones eran increíbles.

Para la noche del jueves de frío que aquí relatamos, el razonamiento en juego desarrollado por el grupo había sido el de siempre: golpear a la sometida población por medio de confrontativos mensajes para forzarla a reaccionar, golpearla de manera sarcástica, molestarla, agredirla. Sin dudas –aunque los miembros del Tambor no lo explicitaran así– en su proyecto había algo, o mucho, de mesiánico. Su nada disimulada opinión era que, agrediendo “constructivamente” a la gente, ésta tendría que llegar a abrir los ojos en algún momento.

Todos los callejeros actores que conformaban el grupo creían esto con absoluta convicción; el hecho de ser tomados más por locos que por “esclarecidos guías políticos” les tenía sin mayor cuidado. “Perdónalos, padre. No saben lo que hacen” se podría haber dicho de su actitud.

Lo cierto es que esa fría noche de aquel jueves algo pasó. Algo, por supuesto, que no estaba en los planes de los jóvenes actores. Alguien de una de las más alejadas mesas –un varón de barba y cojera en su pierna izquierda, según los testigos– sacó su pistola y, al grito de “hijos de la gran puta”, vació el cargador sobre los tres caracterizados de nazis. Hecho los disparos, huyó. Nunca nadie pudo identificarlo con claridad.

Fue más el susto que el daño que realmente les provocó a los atónitos actores: sólo uno de ellos recibió un balazo en el hombro, por lo que debió ser trasladado a un hospital. Pero no fue nada de importancia.

Luego de este insólito incidente, muy probablemente por el miedo corrido por los osados comediantes, el grupo Tambor no volvió a aparecer nunca más. En realidad, nadie los extrañó, y hubo en más de una ocasión algún comentario sobre su desquiciada propuesta y de cómo ahora ya la población de J. había dejado de padecer esas locuras, las que se consideraban un castigo agregado a la ya traumatizante dictadura.

Pero hay también quien dice que esa visceral reacción del rengo que los cosió a balazos –seguramente pensando que los había matado, por lo que se dio a la fuga inmediata– fue lo que comenzó a provocar una pérdida de miedo por parte de la población.

Sea lo que haya sido, al cabo de unos meses de ese hecho en el bar Santiago, la dictadura cayó en medio de masivas movilizaciones populares. El miedo se había extinguido.

Según me contó un buen amigo de quien no puedo dar el nombre, el director artístico del grupo teatral –que, por supuesto, se disolvió luego del incidente referido– está absolutamente convencido que fueron sus actuaciones callejeras las que llevaron al fin del gobierno militar. Ahora es mimo en los metros de París.

También es confuso el origen de esa horripilante estatua en la plaza de B. construida luego del fin del gobierno del dictador P., en la que se evoca a un rengo. Algunos dicen que se trata del autor de los disparos del bar Santiago.

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