En alguna ciudad de provincia de algún país latinoamericano, a mediados de
la década de los 80 del siglo XX, Floridalma lloraba su desgracia en secreto. Hija
única de don Hermenegildo B. y doña Teresita de B., los terratenientes más
ricos de toda la zona, con sus 34 años cumplidos veía que su soltería se
empezaba a eternizar.
Fiel devota de la iglesia, tres veces por semana asistía a misa. Los
domingos, infaltable, estaba en el servicio de las 11, con sus padres y con sus
mejores galas. La población del lugar, en voz baja, se preguntaba cómo era
posible que con su belleza deslumbrante, y la herencia igualmente deslumbrante
que le correspondía, no consiguiera novio. Lo mismo se preguntaban sus padres.
A Floridalma ese tema se le hacía sumamente irritante. Como sus allegados
lo sabían, preferían no mencionarlo. Si alguien desconocido tenía la mala idea
de preguntarle por su estado civil, la joven reaccionaba airada. Pocas veces
sucedía, pero cuando se daba, era de antología (de antología de terror, claro).
Por ejemplo, si inadvertidamente alguien que no la conocía le decía “señora”,
Floridalma reaccionaba furiosa gritándole agriamente “¡señorita!”. Y si
el desconocido, para suavizar las cosas, intentaba mostrar su sorpresa
agregando alguna frase endulcorada: “¿de verdad?, no lo puedo creer…,
alguien tan bonita como usted”, no era improbable que recibiese un tremendo
improperio (una vez le pegó a un cobrador con un paraguas). Dada la situación
económica de su familia (“Es la hija de don Hermenegildo”, se decía con
respetuosa actitud y en voz baja), nadie osaba criticar esos berrinches.
Floridalma prefería no hablar con nadie de su situación; la sufría en
silencio, muy privadamente. A veces, sola en su lujoso cuarto plagado de flores
y barrocos adornos, lloraba su desgracia. Ella no entendía por qué le pasaba
esto. Sentía hacer su mejor esfuerzo para abrirle la puerta a algún pretendiente,
pero el príncipe azul no llegaba. Ni siquiera un celeste desteñido, un grisáceo
plomizo, ¡un incoloro!…
En el pueblo la gente murmuraba. ¿Por qué sería que una mujer tan atractiva
como ella no conseguía casarse? Alta, de escultural figura, renegrido pelo
hasta la cintura, prominentes seños y enloquecedores ojos tan negros como su
cabello, siempre bien vestida y perfumada, era llamativa su soltería. Las
especulaciones no faltaban. “Parece que anda a escondidas con el cura, el
padre Andrés”, “¿será que le gustan las mujeres?”, “es
hermafrodita”, “don Hermenegildo tiene relaciones incestuosas con ella y
le tiene prohibido casarse para que no se pierda la herencia” … Una más
pintoresca, o loca, que otra, constituían la comidilla obligada de la gente.
Eran numerosos los candidatos que habían intentado acercarse, pero a todos
la hermosa joven les encontraba impedimentos. Sin dudas, quería desposarse, aunque
sus acciones parecían desmentirlo. Floridalma era virgen de cuerpo y alma. Así
solía decir, enalteciéndose. Pero ella quería perder esa condición. Alguna vez,
entre las poquísimas veces que hablaba de sí misma, le había confesado a su
prima Mónica -quizá su única confidente- que nunca jamás se había masturbado.
Sin que nadie lo supiera, rezaba cada día y le pedía al Sumo Hacedor de sus
días -sin confesarlo en voz alta a nadie, por supuesto- que llegara el ansiado
pretendiente. “Ay, San Antonio Bendito: mándame un novio, aunque sea feíto”.
El padre Andrés, cuarentón bien fornido, que se comentaba tenía dos hijos por
allí, no podía dejar de mirarle el escote en cada confesión -escote, por
cierto, siempre prominente, que dejaba ver unos pechos duros, turgentes, a la
espera de ser tocados por alguien alguna vez-. La aconsejaba buenamente,
pidiéndole calma, indicándole que “dios sabe lo que hace”, y que, si de
momento no le había enviado el candidato, era porque así estaría “predestinada”.
“¡Predestinada tu madre!”, pensaba ocultamente Floridalma, mientras
ponía la mejor cara beatífica, y con fingida candidez asentía el decir del
sacerdote.
Casi siempre iba con la Biblia en su mano. Durante mucho tiempo había
estado encargada de los cursos de catequesis con grupos juveniles en la
parroquia de su barrio. Solía leer las Sagradas Escrituras, y no era
infrecuente verla en cualquier momento hojeando el santo libro. “¡Qué santa!,
¡Qué buena católica!”, solían decir.
Hasta que un día de tantos, apareció el esperado candidato. El profesor
Tadeo K., de ascendencia alemana, recién llegado al pueblo para hacerse cargo
de la dirección del colegio privado de enseñanza media -institución con ínfulas
de grandeza, pues daba clases en español e inglés, y ahora agregaría alemán-
era un apuesto joven de ojos profundamente azules y rubia cabellera. Según
dijeron luego algunas lengas viperinas, esas que nunca faltan, sus abuelos
habían sido jerarcas nazis escapados de Europa, que habían recalado por estas
tierras. Definitivamente, el joven mantenía el porte y la arrogancia de un
jerarca.
Fue verse y mutuamente quedar prendados el uno del otro. En pocos meses, se
consumaría la boda.
Las familias de ambos novios estaban que desbordaban de alegría. Tadeo era
un tímido incurable, y con sus 36 años también parecía destinado a la soltería.
Sus padres ya habían perdido las esperanzas de tener nietos. La noticia del
casamiento los emocionó.
La familia de don Hermenegildo y doña Teresita, dada su capacidad
económica, regaló una lujosa casa a los recién casados. Todo parecía un cuento
de hadas.
Pero no hay cuentos de hadas. Unos días antes de la boda, en el cuerpo de
Floridalma aparecieron unos pequeños puntitos rojos, unos granitos.
Insignificantes, no molestaban, y la joven no les prestó mayor atención. Para
la noche del casamiento, los mismos comenzaron a picar. Cuando se ponía su
costoso vestido blanco, la madre pudo verlos en la espalda de su hija. Preguntó
a la novia por esa erupción, pero la respuesta de la muchacha minimizó la
cuestión. “No pican”, dijo con gran seguridad.
Pero picaban. Y bastante. Durante toda la luna de miel -viaje a G., en un
lujoso hotel, también obsequiado por la familia de Floridalma- la comezón se
hizo insoportable, y la erupción se expandió por casi todo el cuerpo,
alcanzando brazos y piernas. Floridalma, fuera de su ginecólogo, al que
consultaba muy raramente, nunca se había desnudado ante un hombre. Por motivo
de este molesto sarpullido, tampoco quiso hacerlo ante su flamante esposo. La
embargaba una profunda vergüenza, no quería mostrarse así, “deformada,
monstruosa”, según se figuraba.
Tadeo, que muy raras veces había visitado mujeres, supo esperar. Disfrutaron
los días de vacaciones como dos buenos amigos, paseando por la ciudad,
guardándose el sexo para más tarde, “cuando desaparezcan estas manchitas”,
como dijo Floridalma.
Las mismas, sin embargo, no se quitaron. Por el contrario, se extendieron
más aún, empeorándose. De pequeños puntos rojos, se fueron transformando en
pústulas. Comenzaron las molestias o, mejor dicho, se acentuaron hasta hacerse
insoportables.
Dormían siempre vestidos. Floridalma utilizaba un camisón, herencia de su
abuela, que le hacía parecer personaje de algún decimonónico cuadro
impresionista. Se abotonaba desde el cuello hasta los tobillos; no quería que
su esposo le viera las “horribles manchas”. Por supuesto, no tenían
relaciones sexuales. Para ella hubiera sido tremendamente vergonzante dejarse
ver en esas condiciones.
Marcharon a la ciudad capital en búsqueda de un dermatólogo. Consultaron
con el más prominente, el Dr. W., quien no dio las mejores y esperanzadoras
noticias. Floridalma debería someterse a un largo y penoso tratamiento, que no
aseguraba forzosamente terminar con las erupciones, pero sí al menos aminorar
el sufrimiento.
Las molestias se hacían ya insoportables. Cada día debía ser cambiada la
ropa de cama, dado que cada mañana aparecía manchada de sangre y de pus,
producto de las heridas abiertas de la pobre joven. Tadeo, “el más angelical
de los esposos” según Floridalma, llevaba su abstinencia con estoicismo. Ya
iban seis meses de casados, y no habían pasado de algunos besos; antes, en la
boca, más recientemente, en la mejilla, “para evitar dolores”, decía. El
desesperado esposo, en secreto, pensaba en visitas a prostitutas; pero no pasaba
de ensoñaciones. En lo más hondo sabía que no se atrevía. Su amor por su esposa
era infinito, así no hubiera sexo. Se sentía obligado a ayudarla en este
momento difícil.
Lo único que Floridalma no tenía corroído por la espantosa enfermedad era
el rostro. Su estado general iba desmejorando día a día. La última visita al
médico fue lapidaria: cáncer de piel. El Dr. W. habló serenamente, con afiatada
actitud profesional: “no más de seis meses”.
La joven se aferró apasionadamente a la religión, mucho más de lo que lo
había hecho toda su vida. Se hizo construir un pequeño altar en su cuarto,
donde pasaba orando horas y horas. Jamás se separaba de su Biblia, que leía con
pasión. Tadeo tuvo la idea, rápidamente desechada casi con pavor, de
solicitarle una relación sexual, la primera y la última, para que le quedara
ese recuerdo. Pero no se atrevió.
Los últimos días de Floridalma fueron terribles. Postrada en su lecho, los
dolores la desesperaban. Los calmantes ya no le hacían efecto. El sufrido
esposo estuvo con ella hasta el final.
Lo primero que hizo Tadeo luego del funeral -concurridísimo, donde asistió
literalmente toda la población del pueblo, desde el Alcalde hasta el último
mozo de la hacienda de don Hermenegildo- fue marchar a la ciudad. Dijo que
debía realizar trámites en el Ministerio de Educación, pero en realidad se
permitió visitar un lujoso lupanar. La culpa, seguramente, le impidió tener
erección.
Unas semanas después del fallecimiento de la finada Floridalma, “que
dios todopoderoso tenga en su santa gloria”, algunos familiares recogieron
sus ropas y pertenencias, en muchos casos, para donar a obras pías, de las que
la extinta era tan afecta. Para sorpresa de quienes ordenaban las cosas, en la
Biblia, esa que siempre llevaba como pegada a sus manos, encontraron varias
fotos pornográficas disimuladas entre las páginas.
Eran 6 páginas de una revista sueca, las mismas, exactamente las mismas que
más tarde se descubrieron faltaban en esa comprometedora publicación hallada en
el cuarto del padre Andrés.
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