Los límites nos
aterran. El Psicoanálisis hace evidente lo que nos atemoriza a todos los seres
humanos por igual: los límites. De ahí que siempre, en todo momento histórico y
en toda forma cultural conocida, ese bicho tan raro que somos los Homo
Sapiens Sapiens, hemos luchado contra ellos. Si algo patentiza esos
límites, es decir: la carencia, el hecho de no ser completos ni eternos, son la
sexualidad y la muerte. Ambas demuestran nuestra originaria finitud. La
sexualidad nos muestra que siempre falta algo: o macho o hembra, no hay
completud en juego. Por eso tapamos las diferencias que evidencian la
incompletud, no queremos saber nada de ellas. En toda forma civilizatoria
escondemos los órganos genitales externos (desde un taparrabos a la ropa más
fina de la parasitaria realeza, desde un traje de baño “hilo dental” hasta la
ropa de los astronautas); la constatación de que “algo falta”, es decir: que
somos una cosa o la otra y no “todo”, nos aterra.
La patencia del otro
límite, absoluto, que jamás puede ser transgredido, es la muerte. Como eso nos horroriza,
la especie humana ha tratado en toda su historia de minimizarla, de alejarla lo
más posible, de exorcizarla. Obviamente, sin resultado positivo. A no ser que
consideremos que es una ventaja prolongar cada vez más las expectativas de
vida. O sea: la edad a la que morimos. ¿Para qué queremos vivir tanto?
Solamente por la fantasía en juego -siempre presente, aunque se diga
ingenuamente que “a mí no me asusta la muerte”- de buscar la eternidad.
Dicho de otro modo: de rechazar el límite, de resistirnos a la incompletud, a
la finitud. Nadie quiere morir; el suicidio es un acto psicótico.
El cuerpo humano de la
actual subespecie Sapiens Sapiens tiene un diseño anátomo-fisiológico
cuya edad promedio ronda los 60 años, alcanzando su plenitud física y sexual a
los 25, y la madurez intelectual a los 40. Después de cuatro décadas de vida,
inexorablemente comienza la decadencia. Como alguien dijo “simpáticamente”: “si
después de los 40 un día despertamos y no tenemos ningún dolor… ¡es que estamos
muertos!”.
Cada cultura que transcurrió
en la historia asume y maneja la vejez y la muerte de una manera distinta. De
todos modos, la muerte siempre espanta, por eso se trata de procesarla con la
menor angustia posible. En algunos casos, incluso, de un modo heroico se la
puede ensalzar, se le pueden cantar loas (cualquier suerte de kamikaze,
por ejemplo). En otras, la partida de alguien es celebrada con fiestas, con
alegría (¿negación maníaca?).
La vejez es la antesala
del final. En las civilizaciones de cazadores y recolectores y en las agrarias
sedentarias, milenarias todas ellas (mucho de ello aun persistiendo en el
capitalismo desarrollado global de hoy día, en buena medida en forma marginal),
la vejez era reverenciada. Los ancianos de las tribus constituían el grupo de
dirección, el segmento que guiaba. Eran los que sabían, los que podían conducir
al colectivo en vista de su larga experiencia de vida. Por el contrario, el
capitalismo hiper desarrollado actual necesita cada vez más una fuerza de
trabajo especializadísima. En muchos segmentos, un título universitario ya no
alcanza; son precisos post grados (más allá del negocio que pueda haber en
juego, en tanto parte de la mercancía “educación”), llegándose a los post-doctorados,
obtenidos mucho después de los 30 años, para recién ahí incorporarse plenamente
al mercado laboral. Los ancianos, para el capitalismo consumista, sobran (no
producen y consumen poco).
Sin dudas, la fantasía
de la vida eterna, de la prolongación al infinito de la juventud como sinónimo
de inmortalidad, nos marca como especie. En toda cultura puede encontrarse esa
búsqueda, expresada en forma de mito, leyenda, religión. El rechazo de la
muerte -dicho de otra manera: la juventud eterna- está siempre presente. El
capitalismo moderno con su portentoso desarrollo científico-técnico ha logrado
extender la esperanza de vida en forma creciente. Y la fantasía… ¿parece hacerse
realidad? (la persona más longeva llegó a los 122 años).
Con el mejoramiento
general de las condiciones de vida, la misma viene alargándose cada vez más. En
1950 la población mundial de más de 65 años era el 5%; para el 2000 ya llegaba
al 7% (se le llamaba “tercera edad”). Las proyecciones indican que para 2050
esa población será el 16% del total (“cuarta edad”, los mayores de 80). Las
diferencias entre países son notorias, replicando la estructura global, pues
mientras Japón o los escandinavos alcanzan en promedio los 85 años, los más
pobres de África no pasan los 52. “Vivir hoy más años es un hecho muy
positivo que ha mejorado el bienestar individual. Pero la prolongación de la
esperanza de vida acarrea costos financieros, para los gobiernos a través de
los planes de jubilación del personal y los sistemas de seguridad social, para
las empresas con planes de prestaciones jubilatorias definidas, para las
compañías de seguros que venden rentas vitalicias y para los particulares que
carecen de prestaciones jubilatorias garantizadas. Las implicaciones
financieras de que la gente viva más de lo esperado (el llamado riesgo de
longevidad) son muy grandes”, dice el Fondo Monetario Internacional.
Entonces, si la
longevidad es un “riesgo”, ¿por qué sería positiva? ¿Cuánto habría que vivir,
dado que algunos “viven más de lo esperado”? Además de la fantasía de
vencer los límites ganándole -ilusoriamente- la pulseada a la Huesuda, ¿cuál es
el beneficio de envejecer tanto? ¿Terminar en un asilo? ¿Padecer demencias
seniles o Alzheimer, dado que el cerebro no está hecho para resistir en buenas
condiciones tanto tiempo? Cuerpos ya deformados que no se hacen atractivos
objetos sexuales, y en los varones impotencia casi segura, ¿cuál es la razón de
seguir prolongando artificialmente la vida? ¿Alguien lo puede explicar?
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