Rigoberto Trujillo se crió junto a Juan Diego
Flórez. Ambos compartieron travesuras infantiles, parrandas adolescentes y algo
de música. Juan Diego, andando el tiempo, llegó a ser uno de los mejores, si no
el mejor cantante de ópera. “Este peruano es mi sucesor como el más grande
tenor”, llegó a declararlo el legendario Pavarotti. Rigoberto no pasó de
músico aficionado, y el alcohol prontamente comenzó a hacer estrategos en su
vida.
De jóvenes, ambos entonaban juntos algunos
huaynos, así como canciones de Los Beatles. Posteriormente Juan Diego triunfó
en los más connotados escenarios mundiales; Rigoberto no pasó de desentonadas
canciones en cantinas de mala muerte de su Lima natal. Su envidia, incubada
desde años atrás, ahora iba en aumento. Era un odio visceral que lo carcomía.
“Si pudiera, lo mataría. O mejor aún: le
daría un tiro en la garganta así le arruino su puta carrera”, mascullaba
con un dolor indecible. Producto del alcohol, pero básicamente porque su
talento no era, ni remotamente, el de su ex amigo de juventudes, su voz cada
vez se tornaba más desagradable, cascada, casi inaudible. Por el contrario,
Juan Diego acrecentaba su fama y para sus presentaciones había que reservar
entradas meses antes.
Fue por casualidad que Rigoberto vio el video de
la actuación de Juan Diego en la Scala de Milán. Sin duda, presentación
histórica, única, que quedó en los anales de la historia musical como una de
las más grandiosas interpretaciones. Para la ocasión, cantaba ahí el aria “Ah,
mes amis”, de la ópera “La hija del regimiento”, de Gaetano Donizetti. Obra de
dificilísima interpretación, presenta dificultades técnicas que hace que muy
pocos tenores del mundo se atrevan con ella; los nueve do de pecho que impone,
la convierten en tan complicada como majestuosa. Aquel 20 de febrero de 2007
Juan Diego logró lo que no se hacía desde 1933, cuando el legendario Chaliapin,
el bajo profundo ruso, obligó a que el público pidiera un bis. Ahora, Juan
Diego lograba algo similar: después de cinco minutos de enardecidos aplausos,
con lágrimas en los ojos de la emoción, repitió el aria.
Cuando vio eso, Rigoberto no pudo resistirlo.
Después de repetir más de una docena de veces la filmación, en el momento de la
ovación del público se descerrajó el tiro en el paladar. Curiosamente, no
murió. Ahora, con su imagen de pobre indigente desarrapado, tararea con voz
apenas audible alguna canción popular en el metro de Lima, viviendo de las
limosnas.
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