1.
Despedida
Manuel trabajó por 34 años en el jardín
zoológico. De origen campesino, dejó su aldea a los 18 para marchar a la ciudad
capital. Hizo de todo: peón de albañil, panadero, lavacopas. A los 20 empezó a
trabajar en el zoológico.
Seguramente por su origen rural, el trato
con los animales se le hizo siempre muy ameno, familiar. En los 34 años, no
faltó un solo día a su trabajo. Nunca se casó. Más allá de ocasionales visitas
a prostíbulos, fue un solterón crónico.
Por años vivió en su cuartucho alquilado,
que sólo una vez por mes limpiaba. Jamás iba al médico.
Cuando le dieron el diagnóstico –cáncer de
próstata– el doctor fue sincero: “mi amigo, disfrute como pueda los seis meses
que le quedan”.
El lengüetazo de Anita, su jirafa
preferida, en el curtido rostro ya marcado por la enfermedad fue toda la
despedida que tuvo. El balazo que se descerrajó en la sien fue certero.
2.
Herencia
John fue
destacado combatiente en la Guerra de Korea. De ahí le había quedado su afición
por las armas de fuego, de las que ahora era un reputado coleccionista. En el
momento en que John Jr. entró a su despacho, se encontraba terminando de
limpiar un viejo trabuco valorado en más de 20.000 dólares. La ostentación,
obviamente, era parte vital de sus actuales atributos: de sargento del ejército
había llegado a ser –mejor ni enterarse cómo– uno de los grandes
millonarios del país, con avión privado y dos limusinas blindadas, entre otras
cosas.
Hasta los
cuarenta años, junto a su esposa Liza, no habían podido concebir descendencia.
De ahí que adoptaron a Pedro, hijo no deseado de una mexicana inmigrante
ilegal. Esa adopción disparó la maternidad, por lo que la pareja pudo tener un
hijo biológico al año siguiente, al que llamaron John Jr.
Ambos hijos
–adoptivo y biológico– fueron criados en absoluta igualdad: mismas atenciones,
mismo afecto, mismos valores. Pedro resultó un amor, una suma de virtudes.
Sabiendo de su oscuro pasado, siempre estuvo agradecido a la vida por ese
regalo. John Jr., por el contrario, era una colección de problemas: violento,
abusivo, cocainómano, dilapidador de la fortuna paterna, continuamente
endeudado. Los negocios, de más está decir, los fue comenzando a llevar Pedro,
con un doctorado en Administración de Empresas de Harvard.
Fallecida la
madre, John preparó el testamento dejando –aunque dudando al momento de
redactarlo– igual cantidad a cada hijo. La herencia era especialmente
cuantiosa.
La muerte de
Pedro siempre fue un misterio: los yates no explotan de la nada. Curioso
también fue que la policía no profundizara las investigaciones.
En el
momento que John Jr. entró al despacho, botella de vino en mano, John padre
tuvo la intuición, por lo que terminó de armar rápidamente el trabuco.
“Quería que
probaras este vino griego que me acaban de regalar. ¡Dicen que es el mejor
tinto del mundo!”, sentenció el hijo. “Tiene un gusto algo amargo”, alcanzó a
decir el viejo antes del primer vómito. “Pero… ¿qué me diste?”, alcanzó a
proferir con los ojos desencajados. “¡Veneno!”, fue la sarcástica respuesta del
hijo.
El balazo
certero impactó en la frente de John Jr.
Buena parte
de la herencia sirvió para financiar obras con niños desamparados en los
barrios latinos de Nueva York y de Los Ángeles. El resto se usó en campañas de
sensibilización para terminar con las armas de fuego personales.
3. Buena puntería
Edelberto
era un buen padre de familia. Muchas veces había optado por comer solo un pan
duro dejando la magra ración de comida para sus hijos. La vida de un cholo de
la Sierra llegado a algún tugurio de Lima no era fácil. Mantener mujer y siete
niños trabajando de jornalero lo patentizaban cruelmente.
“¿Por qué
estás aquí?”, preguntó con altanería uno de los compañeros de la prisión,
tatuado de pies a cabeza.
“Por buena
puntería” fue su lacónica respuesta.
Pantera,
–“el más terrible de todos los presos”, según decían los guardicárceles– rió
estrepitoso. “¡Con esa cara de maricón que tienes, no te veo con buena
puntería!”, dicho lo cual, lo escupió provocativo. Desde ese día, la vida de Edelberto
en la prisión fue un calvario.
El accidente
había ocurrido seis meses antes. En la casa vecina, don Miguel estaba aceitando
su pistola. Edelberto y alguno de sus hijos fueron invitados a conversar un
rato, cosa que no le agradó. Las armas siempre le habían dado miedo. Don Miguel
insistió infinitas veces, asegurando que la pistola estaba descargada, para que
la tomara. Luego de mil negativas, Edelberto la empuñó. Era la primera vez en
su vida que tenía un arma de fuego en sus manos. Apuntó hacia la cabeza de su
hijo Danielito, jugando a que le disparaba. Evidentemente, tenía buena
puntería: el balazo entró certero por el ojo izquierdo.
Al día de
hoy, en la cárcel y convertido en el juguete de Pantera, Edelberto seguía
maldiciendo haber cedido a la insistencia de su vecino aquel día. Su dios, al
que tanto le rezara en otras ocasiones, parecía haberlo abandonado.
Nunca se
supo cómo fue, pero luego de una ocasión en que Pantera hizo que le succionara
el pene en público, en la hora de la cena apareció un arma casera en el plato
de Edelberto. ¿Sería su dios que había vuelto para resarcirlo? Con serenidad,
apuntó despacio. El balazo certero entró por el ojo izquierdo de Pantera, igual
que con Danielito.
Jugarretas
del destino, en el acta que labró el jefe de la prisión se anotó: suisidio, con
“s” (era otro cholo que también había llegado de la Sierra y hablaba mal el
español).
4. Héroe
La dictadura del general M. ya llevaba nueve años, y no daba
miras de terminar. Por el contrario, estos últimos meses había arreciado. Ahora
se vivía, además del estado de sitio, con riguroso toque de queda. A las nueve
de la noche las ciudades quedaban desiertas y sólo patrullas militares podían
verse. Muchas veces el propio general M. acompañaba en las rondas, con ropa de
fajina y muy poca escolta.
Alberto –Tito para toda la barriada pobre donde vivía,
aprendiz de mecánico– acababa de cumplir los dieciséis. Su primera noviecita
–Irma– lo tenía loco. En un arrebato de amor le había prometido sacarla del
tugurio en que habitaban. Todas las noches la visitaba cuando anochecía, a
veces flores en mano. Aquel día se le había hecho tarde y la visita terminó
cuando empezaba el toque de queda. Pese a los ruegos de Irma, prefirió partir.
Cuando la patrulla vio una sombra desplazándose por los
callejones del barrio., “antro de malhechores y subversivos ateos y apátridas peligrosos
para el sistema”, el mismo general M. dio la voz de alto. Tito prefirió correr.
Se internó por los interminables recovecos donde se había criado, que conocía a
la perfección. Dos soldados y el general lo persiguieron. Los soldados se
perdieron, pero M. creyó encontrar la pista y se dejó llevar por su olfato de
perseguidor. No se había equivocado: oculto tras unos depósitos de basura Tito
temblaba sin saber qué hacer.
El tropezón del general fue providencial. La 9 mm. escapó de
su mano, cayendo junto al joven. Tiritando de miedo, con los ojos cerrados,
Tito no sabe cómo pudo hacer puntería. Lo cierto es que el balazo certero entró
por la frente del militar.
Con la inesperada muerte del general M. empezó un proceso de
alzamiento popular, indetenible, impetuoso, que acabó forzando a la dictadura a
convocar elecciones que ganó la izquierda. Tito es hoy un reputado héroe, y
está estudiando ingeniería mecánica.
5. Una de vaqueros
La caravana tenía más de 60 carretas. Era de las más largas
que se habían aventurado hacia el Oeste buscando tierras donde afincarse… ¡y
oro! La escoltaba una compañía completa del Ejército. En una de ellas iban los
explosivos: 600 libras de dinamita. Era, por supuesto, la más custodiada por
los soldados.
Los Apaches no disponían de armas de fuego. Los escasos
rifles que habían podido robarle a una caravana el mes pasado no tenían más
municiones. Había que resignarse a ver entrar a los carapálidas desde algún
cerro cercano sin poder hacer nada al respecto, más que pensar en alguna posible
venganza en algún momento. Los dioses parecían haberlos abandonado.
El hijo mayor del Gran Jefe Búfalo Enfurecido lo acompañaba
en todo momento. Ahora, en la cima de aquella loma, veía cómo deslizaban
lágrimas por el curtido rostro de su padre, quien observaba impotente la
entrada del Hombre Blanco. Junto a su arco y las flechas, Búfalo Enfurecido había
dejado el Colt 45, sin balas, que había obtenido en algún ataque meses atrás.
“No toques eso”, indicó severo a su hijo de 11 años, que
apenas podía sostener el arma en sus manos. “Dijiste que no tiene balas”,
respondió el niño. “Nunca se sabe”, terció el jefe.
Sí tenía… La bala perdida, disparada de casualidad por Rayo
de Luz, cayó exactamente sobre la carreta con los explosivos. La conmoción fue
tan grande entre los colonizadores y sus escoltas que en pocos minutos los
escasos cien Apaches no dejaron vivo más que unos pocos invasores.
6. Envidia
Rigoberto
Trujillo se crió junto a Juan Diego Flórez. Ambos compartieron travesuras
infantiles, parrandas adolescentes y algo de música. Juan Diego, andando el
tiempo, llegó a ser uno de los mejores, si no el mejor cantante de ópera. “Este
peruano es mi sucesor como el más grande tenor”, llegó a declararlo el
legendario Pavarotti. Rigoberto no pasó de músico aficionado, y el alcohol
prontamente comenzó a hacer estrategos en su vida.
De jóvenes,
ambos entonaban juntos algunos huaynos, así como canciones de Los Beatles. Posteriormente
Juan Diego triunfó en los más connotados escenarios mundiales; Rigoberto no
pasó de desentonadas canciones en cantinas de mala muerte de su Lima natal. Su
envidia, incubada desde años atrás, ahora iba en aumento. Era un odio visceral
que lo carcomía.
“Si pudiera,
lo mataría. O mejor aún: le daría un tiro en la garganta así le arruino su puta
carrera”, mascullaba con un dolor indecible. Producto del alcohol, pero
básicamente porque su talento no era, ni remotamente, el de su ex amigo de
juventudes, su voz cada vez se tornaba más desagradable, cascada, casi
inaudible. Por el contrario, Juan Diego acrecentaba su fama y para sus
presentaciones había que reservar entradas meses antes.
Fue por
casualidad que Rigoberto vio el video de la actuación de Juan Diego en la Scala
de Milán. Sin duda, presentación histórica, única, que quedó en los anales de
la historia musical como una de las más grandiosas interpretaciones. Para la
ocasión, cantaba ahí el aria “Ah, mes amis”, de la ópera “La hija del
regimiento”, de Gaetano Donizetti. Obra de dificilísima interpretación,
presenta dificultades técnicas que hace que muy pocos tenores del mundo se
atrevan con ella; los nueve do de pecho que impone, la convierten en tan
complicada como majestuosa. Aquel 20 de febrero de 2007 Juan Diego logró lo que
no se hacía desde 1933, cuando el legendario Chaliapin, el bajo profundo ruso,
obligó a que el público pidiera un bis. Ahora, Juan Diego lograba algo similar:
después de cinco minutos de enardecidos aplausos, con lágrimas en los ojos de
la emoción, repitió el aria.
Cuando vio
eso, Rigoberto no pudo resistirlo. Después de repetir más de una docena de
veces la filmación, en el momento de la ovación del público se descerrajó el
tiro en el paladar. Curiosamente, no murió. Ahora, con su imagen de pobre
indigente desarrapado, tararea con voz apenas audible alguna canción popular en
el metro de Lima, viviendo de las limosnas.
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