La llama de las
últimas velas estaba por extinguirse. Ya casi no quedaban otras en la casa. Las
penurias económicas iban cada vez más en aumento. Ni velas, ni vino; esas eran
las dos cosas que más necesitaba ahora Jorge Federico: las unas, para iluminar las
partituras mientras componía –gustaba hacerlo por la noche, aprovechando el
silencio general–. El vino servía para ahogar las penas.
Sobre el clavicordio,
además de desordenadas hojas pentagramadas, se encontraba la notificación del
notario: si no pagaba, lo desalojarían. Debía tres meses de renta de la vieja
casona en el 25 de Brool Street donde se había mudado hacía un par de
años. Londres había sido muy generoso con él en algún tiempo; pero ahora,
después de la inversión de la casi totalidad de sus ahorros –unas cien mil
libras– en el último proyecto musical fracasado, las deudas le atenazaban. No
sabía qué hacer.
–Juan Sebastián no será tan conocido allá en Alemania como yo en
Inglaterra, pero vive más tranquilo. Trabajar para la aristocracia o para la
Iglesia –que viene siendo lo mismo– ahorra estas angustias–, reflexionaba amargado
mientras vaciaba su copa. Händel era el primer compositor que había puesto su
creatividad no a disposición de los nobles sino, como empresario independiente,
para el gran público. Unas cuantas óperas –de excelente calidad, sin dudas– lo
habían tornado muy popular en la sociedad londinense dieciochesca. Pero la
nobleza no perdonaba ese desaire: la crítica de sus últimas obras había sido
cruel, durísima. Así, tachándolo de “vulgar”, “prosaico” y “ramplón”, habían
logrado deslegitimarlo. El público, llevado por lo que se comentaba con aire
doctoral desde los “entendidos”, aplaudía o dejaba de aplaudir. En este caso,
había dejado de aplaudir.
De eso modo Händel, glorificado y amado un tiempo atrás, iba
quedando en el olvido. Sus obras, que seguían siendo tan profundas y bellísimas
como siempre, ahora casi no atraían público. Su compañía de óperas había
quebrado, y ahora debía los salarios de sus músicos y cantores. Atormentado,
pensando seriamente en el suicidio como única vía de escape ante tantos
tormentos, aquella noche Jorge Federico se fue a dormir falto de toda
esperanza.
A la mañana siguiente, a primera hora pasó por su casa Charles Jennens, amigo personal del
compositor, acaudalado terrateniente que le había ayudado en más de alguna
ocasión con libretos para sus óperas y oratorios. Pidiendo no se le despertara
a Jorge Federico, había dejado un sobre para que se le entregara cuando éste se
levantara.
Así hizo su criado, el buen Christof.
Solícito, teniéndole ya preparado el desayuno –un magro desayuno, por cierto,
con las pocas cosas que iban quedando en la despensa– entregó el sobre a su amo.
–¿Qué
es esto?– preguntó algo asombrado el maestro.
–Sir
Jennens pasó dejándolo hoy muy temprano. Dijo que ahí encontrará la solución de
sus problemas–.
–¿Qué?
¿Qué significa eso?–, preguntó algo alterado Händel.
–Así
dijo– repitió atemorizado el criado. –Pidió
que así le transmitiera. Literalmente: que ahí estaría la solución de todos sus
males. Así me dijo–.
El asombro de Jorge Federico iba en aumento.
Rápidamente, olvidándose del desayuno, abrió el sobre. Dentro había cientos de páginas y una pequeña
esquela. Leyó con angustia.
–¡La
letra de un oratorio! En inglés… Y me pide que lo musicalice. Bueno, no es mala
idea, pero… –
En principio dudó. Ya eran demasiados
los fracasos acumulados. Además… un oratorio no se compone tan fácilmente,
pensaba. Eso tomaría tiempo, y las deudas no esperaban. La orden de desalojo
podía llegar en cualquier momento. Por otro lado, todo eso lo tenía
desesperado, angustiado. La depresión no lo dejaba avanzar. El vino iba siendo
su refugio, y la música ya la veía como un tormento.
Sin poder hablar
directamente con Charles Jennens, aceptando la
propuesta que le hacía de estrenar la obra en Dublin, Irlanda, se sentó a
componer. Quien patrocinaba la invitación era de confiar: la Charitable
Musical Society de Dublin. –Gente respetable, sin dudas–, se dijo
Jorge Federico. No quedaba sino escribirla.
Nunca se pudo explicar qué le pasó. Era
ya para ese entonces un músico consumado, de 56 años de edad, y sabía el
esfuerzo que representaba crear algo, así fuera una pequeña obra. Pero para su
sorpresa, este oratorio salía con una facilidad inconcebible. Sentado ante su
clavicordio, pasaba largas horas por día, sin levantarse siquiera para comer o
ir al baño. Así estuvo tres semanas continuas. Fueron tres semanas de trabajo
ininterrumpido, absorto en la creación, sin bañarse, sin una sola distracción.
El criado Christof hizo saber luego que
en algún momento –fue en el tercer día de haber comenzado a componer– escuchó
hablar al maestro. Para su asombro, no había nadie en la sala donde componía. Christof
pensó que su amo estaba desvariando. Una apoplejía que había sufrido no mucho
tiempo atrás seguramente lo había dejado algo loco, pensaba el buen criado.
Aunque se acercó a la puerta, no pudo entender qué hablaba. Le pareció escuchar
otra voz además de la de Händel, pero no había nadie más en la
habitación. Pensó en algún caso de doble personalidad. Ambas voces intercambiaban
palabras en italiano, lengua que Christof no comprendía.
En tres semanas
el oratorio estuvo terminado. Según lo indicado por Sir
Jennens, marcharon a Irlanda para su estreno. Allí Händel era bastante
popular, por lo que la presentación de una nueva obra de su autoría había
concitado gran atención. Tanta expectación levantó, que hasta en los periódicos
se pedía a los varones asistir sin espada, y a las mujeres sin falda ancha,
pudiéndose aprovechar así más el espacio del teatro. De ese modo, el 12 de
abril de 1742, en horas del mediodía –cosa inusitada para un concierto– se estrenó
“El Mesías”. Era en plena Pascua, pues el oratorio estaba dedicado,
básicamente, a exaltar la resurrección de Jesús, y no el nacimiento, como
pasaría años después, habiendo llegado a ser casi un emblema obligado de la
época navideña.
Como cosa absolutamente inusual para la época, una
multitud de 700 personas abarrotó el Great Music Hall. El éxito fue rotundo,
espectacular. Esa primera audición fue benéfica, otorgándose todo lo recaudado
a instituciones de caridad. –El dinero será para los enfermos y para los presos, pues
he sido un enfermo y con esta obra me he curado; y fui un preso, y ella me
liberó–,
afirmaría Händel luego del estreno.
Como la
recepción del público fue tan buena, rápidamente se organizaron varias
funciones más. En todos esos casos, ya no benéficas. De ese modo, Jorge Federico
pudo reunir una buena suma con la que saldar todas sus deudas.
Así las cosas,
regresó a Londres y quedó solvente. La fama de la obra comenzó a trascender. De
todos modos, en Inglaterra, siempre mirando con desprecio a Irlanda, se
consideraba del peor gusto, casi blasfemo, montar una obra llamada “El Mesías”
y dedicada a la vida, pasión y muerte del Redentor, en un teatro. Al querer
montarla en la capital del reino, que mostraba un puritanismo exagerado, debió
entonces cambiársele el título de oratorio por el de “drama sagrado”.
Finalmente, “El
Mesías” se presentó en Londres. En la primera audición, en el teatro Covent
Garden, el rey Jorge II hizo lo que Händel ya sabía que sucedería: se puso de
pie al escuchar el Aleluya de la segunda parte –el fragmento más célebre, y
seguramente bonito, de todo el oratorio– confundiéndolo con un himno (de ahí
que, por respeto, se incorporó, pues los himnos se escuchan de pie). Todos los
asistentes, imitando a su monarca, también se pararon. La historia que se tejió
posteriormente fue que, tan encantado de esa pieza resultó el soberano que,
jubiloso, se levantó y aplaudió al terminar el Aleluya, contrariando la
costumbre de aplaudir solo al final de toda la obra (de más de dos horas de
duración). Al conocer todo esto, Jorge Federico sonrió triunfal, con un gesto
diabólico dibujado en sus labios.
Unos años antes
de su muerte, su criado Christof hizo revelaciones que, de un modo que no puedo
contar ahora, llegaron hasta mí, y ahora me encargo de difundir. En realidad,
aunque en su momento dijo que no entendía el italiano y por tanto no captaba lo
que hablaba aquella vez su amo con un tercero dentro de la habitación, eso
obedecía al temor de relatar cosas tan terribles. Finalmente, sin embargo, las
numerosas súplicas que se le hicieron permitieron que se atreviera a contarlo. En
realidad hablaba perfectamente la lengua del Dante; de hecho, había prestado
servicio como criado por espacio de dos años en el monasterio de San Benedetto,
en Subiaco, Italia.
El extraño
visitante que había conversado con Händel –al que nadie vio entrar ni salir de
la casa– cuando éste comenzaba a componer “El Mesías”, le había ofrecido un
pacto, que el músico aceptó. Como para el momento de recibir el encargo Jorge
Federico estaba sumamente deprimido, no se había recuperado plenamente de una
apoplejía (hemiplejía) y las deudas no le permitían concentrarse, no se
encontraba en absoluto en condiciones de acometer una obra de tamaña magnificencia.
El vino, por otro lado, estaba comenzando a hacer estragos. Había aceptado, un
poco a regañadientes, solo porque el ofrecimiento le vino de alguien a quien
admiraba –y a quien debía mucho, en todo sentido–, Charles
Jennens. Pero en el momento de sentarse ante el clavicordio la inspiración
no llegaba. En los dos primeros días de trabajo apenas si había podido terminar
la sinfonía introductoria y los primeros compases del Recitativo siguiente. No
sabía qué hacer.
–Te
propongo un buen acuerdo– dijo el extraño visitante.
–¿De
qué se trata?– respondió sorprendido Jorge Federico, algo incrédulo,
incluso temeroso.
–En
tres semanas terminarás el oratorio, que te hará grande, y tu nombre volverá a
brillar–.
–¡Imposible!
Un oratorio tan complejo como este que me piden no se puede terminar en tan
poco tiempo. ¡Absolutamente imposible!–.
–Para
ustedes será imposible. Para mí, no. Además, si te lo ofrezco, es porque sé que
sí es posible–.
–¿Y
qué garantía tengo al respecto?–
–Mi
palabra–, afirmó con energía el visitante.
–¿Qué
gano yo?–, dijo Händel rascándose la cabeza, dubitativo.
–Serás
el compositor de una de las piezas musicales más célebres de la historia. Tu
nombre será venerado per saecula saeculorum–.
Jorge Federico frunció el ceño. No le
desagradaba la idea, pero no creía en tanta amabilidad gratuita. Había ahí
algún gato encerrado. Provocativo, inquirió:
–¿Y
qué pides a cambio de ese favor?–
–Que
en un trozo de la obra, el que te prometo será el más llamativo y con el que
confundiremos a su Majestad, me menciones–.
–¿Que
te mencione? Mmmm… ¿qué debe decir ese trozo?–
–Solo
una verdad: “Rey de Reyes, Señor de Señores, reinará por siempre”, y repetirlo
continuamente–.
Händel sonrió, agregando casi sarcástico:
–No
lo veo un problema. Al contrario: me parece muy bien. Pero… ¿por qué dices que
engañaremos al rey?–
–Lo
que te haré escribir será de tal belleza y solemnidad que Jorge II pensará que
es un himno, y se pondrá de pie durante su ejecución, y luego aplaudirá
rabiosamente dando saltitos. Eso lo hará el hazmerreír de toda la Gran Bretaña,
aunque luego se teja la idea que lo hizo por la emoción que sintió al escuchar
el Aleluya–.
–¿Entonces?–
preguntó Jorge Federico, todavía sin comprender.
–En
algún otro pasaje, que no te revelaré, y al que musicalizarás también con
fastuosidad, con trompetas y timbales a todo dar junto a los coros y la masa
orquestal, la letra, leída de atrás hacia adelante –palíndromo– dirá: “este
cerdo que confunde la música tiene sus días contados. El pueblo reinará”–.
–No
te entiendo–.
–Nos
burlaremos de este cerdo, de este ignorante parásito, tal como son todos los
reyes. Y si sabes buscar entre líneas, en la obra está contada la historia de
cómo caerán todas estas lacras repugnantes en Europa–.
–¿Te
refieres a los monarcas?–
–¡Exacto!
Por eso se te eligió a ti, porque no eres un obsecuente que se acuesta con la
aristocracia. Tú trabajas para la masa, por eso ahora te va tan mal
económicamente–.
–Pero
entonces…– preguntó Händel con asombro, –¿quién reinará por los siglos de los siglos?–.
Chistof no supo precisar si eso fue un
delirio de su amo, una conversación real que mantuvo con alguien, una
ensoñación. Lo cierto es que, mientras componía la obra en cuestión, el hedor a
azufre que salía de la recámara de Jorge Federico era insoportable.
El día que la concluyó, salió exaltado,
y con ojos desorbitados y a los gritos, dijo: –¡He visto al Señor!–.
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