viernes, 10 de mayo de 2019

EL OSITO DE PELUCHE





Me lo contó Miguel, gran amigo mío del que no tendría motivo para dudar; sé que la historia puede resultar insólita, pero todo indica que fue así. Por otro lado, ¿por qué no sería cierto, si he escuchado cosas mucho más descabelladas y que, finalmente, resultaron reales?

Francisco era algo raro. Todos lo sabían, pero nadie se atrevía a decirlo en voz alta porque, además de “algo chifladito”, también era enormemente bueno, siempre dispuesto a dar una mano, servicial como no había otro.

Desde hacía tres años estaba casado con Elisa, a quien quería entrañablemente. Bueno, eso decía al menos. De todos modos, raro como era, la misma Elisa no se atrevía a contradecirlo mucho. Si él afirmaba que la amaba como a nadie en el mundo, podía ponerse a llorar si ella le demostraba la más tímida sombra de duda al respecto. Era raro, pero nunca violento. Sus rarezas iban por el lado de lo excéntrico, de lo bizarro.

No tenían hijos. Ya hacía como dos años que lo buscaban, pero sin suerte hasta ahora.

Francisco, sin decirlo jamás, sin siquiera atreverse a pensarlo en serio, estaba enamorado de la hermana de Elisa: Susana. Ella, si bien era tres años mayor que Elisa, parecía más joven que ésta. Siempre vestía informalmente, con el pelo suelto y despeinado, sin maquillaje. Elisa, por el contrario, siempre con el uniforme de la empresa donde trabajaba y el cabello eternamente recogido, parecía una abuelita con cara de joven amargada. Susana era soltera, y más allá de su aspecto juvenil, ya pintaba para solterona, pues le escapaba sutilmente a todo compromiso afectivo. Nunca había tenido pareja, y parecía no preocuparle el asunto.

Un día, en un baby shower, las compañeras de trabajo de Elisa le obsequiaron un osito de peluche. Cuando lo llevó a la casa, por la noche, fue la sensación para Francisco. Lo primero que hizo, en colaboración con su esposa, fue bautizarlo. En realidad, fue él quien eligió el nombre, forzando prácticamente a Elisa que lo acepte. Pero “oficialmente” para la pareja, quedó establecido que el nombre lo habían decidido ambos. “Robin Celestino” le pusieron.

La llegada del osito, aunque aparentemente fue un incidente sin relevancia, terminó por cambiarles la vida.

Francisco solía hablarle; y no lo hacía en tren de juego, como un niño que conversa con su mascota. No, todo lo contrario: le hablaba casi con solemnidad.

Cuando Susana lo supo, se preocupó y aconsejó a su hermana a que dejara al esposo. Ella tenía una relación ambivalente con Francisco: lo consideraba un “loquito” simpático, y al mismo tiempo le resultaba muy placentera su compañía. Nunca hubiera pensado que podría sentir una atracción sexual por su cuñado, pero se daba cuenta que le gustaba pasar largos ratos hablando con él, haciendo chistes, siguiéndole el juego en muchos casos. De ahí a un atractivo que traspasara los límites, jamás se le hubiera cruzado por la cabeza. Prefería no darse por enterada de sus ocultos deseos.

Pero aquella vez algo pasó.

Con cualquier excusa, incluso sin que se lo hubieran planteado explícitamente, buscaron la manera de verse; ese día, Francisco volvió a su casa más temprano que lo habitual y Susana llegó donde su hermana en el transcurso de la tarde, cosa que nunca hacía. Todo se dio casi azarosamente, a tal punto que se sorprendieron cuando se encontraron solos en la habitación con el peluche entre ambos.

-Manda decir Robin Celestino que te quites la ropa- comenzó diciendo Francisco.

-¿Te parece? ¿No será que exagera este osito?- preguntó Susana con fingido recato, como jugando.

-No, no; para nada. Es más: hay que hacerle caso siempre, porque si no puede enojarse, y eso es ¡terrible!-.

Sin pensarlo mucho, Susana le hizo caso -“al osito”, quiso quedarse creyendo-, y sin mayores preámbulos se desnudó ante su cuñado. La escena que siguió tuvo algo de psicótica, porque ni ella tuvo plena conciencia de lo que estaba haciendo, ni Francisco parecía muy en sus cabales. Hicieron el amor de un modo mecánico. Para ella, que no era la primera vez pero que no tenía mayor experiencia en el asunto, no fue placentero; para él fue bonito sólo porque pudo consumar lo que hacía años anhelaba, pero el acto en sí mismo no tuvo ningún encanto.

Lo cierto es que Susana resultó embarazada.

En su familia hubo reacciones encontradas: algunos -como Elisa, que muy en secreto la envidió horrores- la apoyaban alentándola a que lo tuviera. Otros, como su hermano mayor, el camionero Saúl, la condenaban por “pecadora”. En ese fuego cruzado se vio Susana por espacio de algún tiempo, hasta que decidió seguir adelante con su embarazo, pero sin decir a nadie quién era el padre. E incluso para el mismo Francisco tejió una historia queriéndole hacer creer que el hijo no era suyo, sino de algún furtivo amorío por ahí. Él no lo creyó, y ese intento de engaño -luego me explicó un psiquiatra- puede haber sido lo que provocó su posterior reacción.

Nacido el niño (fue un varoncito rozagante, de casi cinco libras de peso, llegado con parto normal), la madre le puso de nombre Florencio, como su padre. Y a los dos meses del alumbramiento vino el incidente. Un jueves por la tarde, con mucho calor, Francisco se apareció en casa de Susana -vivía sola a una cuadra de la casa de sus padres- diciéndole que traía “órdenes explícitas de Robin Celestino”. Susana no supo bien si reír o temer un ataque de locura de su cuñado. La “orden explícita” era entregar el bebé a su hermana Elisa para que ésta lo adoptara y siguiera criando. E incluso, debía cambiarle el nombre.

-“¿Y por qué me daría una orden tan fea este osito, que parece tan bueno?”- preguntó Susana tratando de atemperar la situación, poniendo así una nota casi cómica que descomprimiera el momento.

-“Es bueno pero no es tonto. Sabe que ese hijo es tuyo sólo a medias, y que no te lo mereces; por eso te da esa orden, para que arregles tu error de esa forma, dándoselo a quien sí lo va a saber cuidar”- sentenció Francisco con expresión amenazante.

-“Me parece que se equivoca ese osito. Además, Francisco: ¡entremos en razones! ¡¡Los ositos de peluche no hablan!! Y si hablaran, no podrían ser tan malos”-

-“Te repito: es una orden. ¡Y es terminante!”-, levantó la voz Francisco. -“Si no la cumples, tendrás que atenerte a las consecuencias”-.

-“¿Ah, sí? ¿Y cuáles serían esas consecuencias?”- lo retó Susana.

Sin pensarlo, como reacción visceral, la mató con más de una docena de puñaladas. De todos modos, por ineficiencia o corrupción de la policía, o por una combinación de ambas, nunca se pudo comprobar su autoría. Lo cierto es que el pequeño Florencio -rebautizado Francisco José, no en los papeles, pero sí de hecho- pasó a ser el hijo adoptivo de la pareja.

Cuando el niño creció, fue su padre quien le hizo saber que él era hijo adoptivo y que, en realidad, su verdadero progenitor, era un osito de peluche. De más está decir que al día de hoy el joven Florencio, alias Francisco José, está internado en el hospital psiquiátrico de L.



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