La actividad productiva del ser humano,
imprescindible para su sobrevivencia, modifica el medio ambiente. Esa es una
característica distintiva básica que nos diferencia de todo el reino animal:
nuestro trabajo va creando un mundo nuevo, “artificial” podría decirse: desde
la primera piedra afilada por el Homo
Habilis hace dos millones y medio de años hasta las estaciones espaciales
que circundan el planeta, ese proceso nunca se ha detenido.
En estos últimos 200 años, sin embargo, los
cambios climáticos han sido abrumadoramente dramáticos. Catástrofes derivadas
de la obtención de recursos necesarios para la vida no son nuevas en nuestra
historia; el agotamiento de selvas o de tierras cultivables por la
sobre-explotación marcan el paso del Ser Humano por el planeta. Sin embargo,
desde que entra en escena el capitalismo con su Revolución Industrial, la
producción cambió radicalmente: se empezó a producir no sólo para satisfacer
necesidades sino, ante todo, para vender, para obtener lucro económico. Es
decir: se comenzaron a “inventar” necesidades, todo pasó a ser mercancía.
El cambio climático
por efecto del calentamiento global es un proceso natural que comenzó hace
12,000 años con la última glaciación, permitiendo la agricultura y la
ganadería, transformándose el Ser Humano de nómada en sedentario. Surgió ahí
las sociedades agrarias con una producción excedente, a partir de lo que nace
la la propiedad privada con clases antagónicas.
En estos momentos
cursamos el final de ese proceso de glaciación por el deshielo de los polos
Norte y Sur y de los glaciales en las cordilleras del Himalaya, Los Andes y Los
Alpes. Pero a ello hay que sumar algo novedoso: en el actual calentamiento
global hay mano humana comprometida. La industria moderna, que se alimenta en
muy buena medida de productos no renovables para su funcionamiento, ha causado
daños irreparables a los ecosistemas. El desmedido afán de ganancia ha llevado
a la presente (y catastrófica) situación.
La cultura del consumo del capitalismo
mercantil es insostenible, más aún la basada en el petróleo. Al generarse
artificialmente las necesidades, eso no tiene fin. En función de ese modelo de
desarrollo, el planeta se está empezando a poner en serio riesgo, pues todo
entra en la lógica de la depredación, todo pasa a ser botín. El planeta en su
conjunto se constituye en materia prima para una industria que lo único que
busca es vender.
Esa locura consumista puede observarse a
diario en cualquier rincón del planeta. La cultura del descarte, del
despilfarro, parece llegada para quedarse.
Es ese alocado consumo de “necesidades
inventadas”, lo que produce el colapso del planeta, y no otra cosa. El problema
no es el “natural” cambio climático; el verdadero problema es el modelo
capitalista en curso. La progresiva falta de agua dulce, la degradación de los
suelos, los químicos tóxicos que inundan el globo terráqueo, la
desertificación, el calentamiento global, el adelgazamiento de la capa de
ozono, el efecto invernadero negativo, el derretimiento del permagel, son todas
consecuencias de un esquema productivo devastador que no tiene sustentabilidad
en el tiempo. ¿Cuánto más podrá resistirse esta rapiña de los recursos
naturales? Las sociedades agrarias “primitivas”, o inclusive las tribus del
neolítico que aún se mantienen, son mucho más moderadas en su equilibrio con el
medio ambiente que el modelo industrialista consumidor de recursos no
renovables que puso en marcha el capitalismo.
Ahora bien: ¿para qué entonces esas
periódicas reuniones monumentales donde se discute, supuestamente, el destino
de la Humanidad y de su casa común, el planeta Tierra? ¿Para qué toda esta
parafernalia, insustancial en definitiva, que se mueve de un punto a otro del
mundo cada tantos años: Montreal, Nairobi, Kyoto, Copenhague, Cochabamba, París?
¿Por qué la situación no mejora realmente? Pues porque no hay la mínima
intención de cambio en las grandes corporaciones globales que manejan el mundo.
Así de sencillo.
¿Para qué se reúnen entonces, con tanta pompa
y bulla, estas Cumbres? Por un lado, para salvar al capitalismo en tanto
sistema, dado que es el acusado principal del calentamiento global que se vive.
Y el sistema no se puede dejar venir abajo. Pero por otro lado –quizá es el
objetivo principal– para incidir en forma planetaria en las decisiones
fundamentales que pesan en el mundo, para marcar las líneas de acción que
deberán tomar los países dependientes (la gran mayoría) y la ONU. En
definitiva: para que las grandes corporaciones globales que mueven fortunas
inconmensurables puedan seguir produciendo alocadamente y no pierdan ni un
centavo, buscando mecanismos alternativos para continuar con sus negocios. Por
ejemplo: certificando el “derecho a contaminar”. Es decir: distribuyendo entre
todos los países miembros de Naciones Unidas cuotas de desarrollo (léase:
contaminación tolerada), que luego el país, si no la utiliza, podrá venderla a
uno industrialmente desarrollado. O para cumplir con la “corrección política”
de firmar Protocolos que luego nunca cumplen en sus procesos industriales, pues
no hay fuerza real que los puede poner en cintura.
Es evidente que dentro del marco del libre
mercado no hay solución posible para estos problemas. Se necesita, entonces,
pensar en nuevas salidas, nuevos modelos. ¿Cuándo empezamos?
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