Leer escuchando el Aleluya del Oratorio El Mesías, de
Haendel, como fondo (funciona como antídoto).
Alice Parris quería
reivindicar el buen nombre de la familia. 300 años atrás, su antepasado, la
esclava negra Tituba, de desconocida procedencia –¿del África?, ¿de La
Martinica?– había sido condenada por bruja en el pequeño pueblo de Salem,
Massachusetts, en 1692. Cabe decir que Alice llevaba el apellido de quien fuera
el amo de Tituba allá por fines del siglo XVII, cuando tuvieron lugar los
hechos tristemente célebres del poblado: el reverendo puritano Samuel Parris.
Era costumbre que los esclavos tomaran el nombre de sus amos. Así fue como se
constituyó la familia Parris con gente negra, paralelamente a los Parris
blancos, provenientes de Irlanda, previo paso por las Antillas, todos devotos
puritanos. Obviamente los negros eran los esclavos de los blancos.
Hoy Alice era guía
turística. En todo su linaje se había mantenido el color negro, pues nunca
había habido cruce con personas blancas. Los Parris negros eran ya una
legendaria familia en el Salem actual. Varios de ellos habían llegado a la
universidad. Y uno en particular –Oswald– había amasado una considerable
fortuna con su tienda de electrodomésticos. El padre de Alice tenía una modesta
imprenta, con la que no vivían mal.
Los Parris blancos,
por el contrario, descendientes directos de aquel viejo reverendo llegado a
Salem desde las islas del Caribe trayendo como esclava a Tituba junto a su propia
hija Elizabeth y a su sobrina Abigail Williams, no habían tenido la mejor de
las suertes. Peso a ello, la familia se fue quedando en el poblado y, andando
el tiempo, ya nunca se fue. Por supuesto, siguieron siendo consecuentes
puritanos, rígidos en sus creencias. Hoy, la que se consideraba la más directa
representante de la familia Parris blanca, Candy, también trabajaba como guía
de turismo, para el caso bajo las órdenes de Alice.
Ésta, casi como
historiadora/detective/arqueóloga aficionada, estaba empeñada en aclarar esa
oscura historia que continuaba siendo motivo de fascinación…, y también de
vergüenza. La prácticamente totalidad de quienes visitaban el poblado lo hacían
por las resonancias que había con toda la historia de los famosos juicios del
siglo XVII. Si por algo era conocido Salem era por su historia de brujas.
Todo eso era motivo
de cierta sonrisa cómplice entre sus habitantes. Nadie creía realmente en
brujas, aquelarres ni alianzas con el demonio. No creían…, pero nadie lo negaba
categóricamente. En realidad, eso hacía parte de un pacto secreto. En muy buena
medida la economía del poblado dependía de los turistas que venían “a ver
brujas”; por tanto, mejor no negarlo, mejor seguir la corriente. A nadie hacía
mal, y por otro lado, era hasta divertido. Para Halloween las ganancias se
disparaban exponencialmente. ¿Quién se querrá perder eso?
La rivalidad entre
las dos familias Parris era histórica. Asentaba, por supuesto, en un racismo
profundo que recorría buena parte del país, por no decir todo. La gente negra
traída del África siglos atrás, aún al día de hoy, aunque hubiera obtenido
cierto éxito económico como estos Parris, era discriminada. Alguna vez Candy
dijo –cosa que llegó a oídos de Alice, y la desesperó– que ella, Candy, era “pobre pero no negra”.
“¡Bruja hija de puta!”, fue la reacción de la aludida. “Bruja… ¡y racista!”
En realidad lo que
Alice buscaba afanosamente era limpiar la historia truculenta que acompañaba a
su familia. O, en todo caso, buscaba venganza. La esclava Tituba era el punto
de partida de la pelea.
Tres siglos atrás
había tenido lugar el elemento desencadenante, y desde ese entonces eran más
las cosas no dichas, lo silenciado, que lo que realmente se decía en el pueblo.
Existía ese tácito acuerdo de silencio porque, en definitiva, la mentira urdida
daba dinero con el turismo. Y en un país como Estados Unidos cualquier cosa se
debe dejar de lado anteponiendo el dinero como lo primero. Si ahí hay un dios
(¡o un diablo!) todopoderoso, es el dinero. “Poderoso
caballero es don dinero”, gustaba de citar Alice en un muy buen español,
dado que hablaba perfectamente esa lengua (igual que el francés) para su
trabajo de guía turística.
Las confesiones de
Tituba tres siglos atrás habían sido el disparador de esa cacería de brujas que
se dio por un determinado período en Salem. Las hipótesis para explicarlo, al
menos hoy día, eran varias. Quizá el clima de loco puritanismo, de fanatismo
religioso en que vivía la población por aquel entonces había permitido esa
andanada de denuncias, de ver brujería y demonios por todos lados. Casualmente,
siempre las acusaciones iban para gente pobre. Cuando comenzaron a aparecer
denuncias sobre connotados del pueblo, los juicios terminaron.
También se dijo que
toda esa histeria colectiva respondía a rivalidades entre familias poderosas
que se disputaban cuotas de poder, fundamentalmente entre los Putnam y los Porter, a la sazón los más distinguidos
de aquel entonces. Las
denuncias eran, en ese sentido, “pasadas de facturas”, métodos de presión,
arteras armas en una despiadada lucha a muerte para acabar con el otro. Esa
gigantomaquia, en definitiva, se servía de algunas víctimas sacrificiales, que
para el caso eran las supuestas brujas y brujos que pululaban (o que se
inventaban) por el Salem de aquellas épocas.
Toda esa persecución,
esa inquisitorial locura colectiva desatada, tenía también como fundamento una
misoginia de base, muy propia de la época, que sólo siglos después había ido
cediendo, no desapareciendo, pero sí al menos atemperándose. El machismo, igual
que el racismo, estaba en la génesis de toda esa fiebre generalizada.
Existía otra teoría
aún, que reforzaba las anteriores explicaciones: la población podía haber sido
víctima del “Fuego de
San Antonio” o “Fuego del infierno”, lo que hoy día, con un lenguaje científico, se llamaría
ergotismo. Es decir, una intoxicación causada por el ergot o cornezuelo (Claviceps purpurea), hongo
que contamina el centeno, y con menor frecuencia el trigo, la avena o la
cebada, y que se ingiere al comer pan preparado con alguno de esos cereales corrompidos.
De ese hongo deriva la ergotamina, con lo que en la actualidad se elabora el
ácido lisérgico. En otros términos: los habitantes de Salem en 1692 habrían
sufrido alucinaciones al igual que si en la actualidad hubieran utilizado LSD. Dado
que lo dominante por aquella época era el espíritu religioso, con una fuerte dosis
de fanatismo como había, tales visiones permitían ver brujas por todos lados.
Lo cierto es que, sin
saberse a ciencia cierta por qué sucedió esa cacería en aquel año fatídico, la
historia del pueblo atesoraba ese secreto. Nadie creía en verdad que se tratara
de brujas; esas eran las habladurías populares que, al día de hoy, aseguraban
el movimiento turístico. ¿Quién podría creer en brujas en la actualidad?
Alice.
Ella, profunda
estudiosa de estos fenómenos, era la única de su familia que seguía
consecuentemente la pelea entre los dos clanes Parris. Sabía, por tradición
oral y por haber desempolvado viejos documentos, que en el momento de los
históricos juicios había habido peleas a muerte entre dos brujas, y que esas
antiguas luchas estaban marcadas en el destino que esos combates mantendrían
por los tiempos de los tiempos en Salem.
Pero sabía también que
las peleas entre brujas ¡son descomunales! Las peores de todas, abominables,
terribles. El diablo se regocijaba de ello…, según decía la tradición. No había
cosa que lo excitara más que ver dos de sus mujeres peleándose por él. Estaba
claro que en el clan Parris negro la bruja en cuestión era la desaparecida
Tituba. Pero no se tenía certeza sobre quién lo era en el grupo Parris blanco.
Alice estaba obsesionada con eso. Sabía, pero más aún: lo sentía, pues la
sangre le hervía y había algo visceral que se lo marcaba, que esa lucha estaba
recomenzando con una fuerza infinitamente aumentada.
Puntillosa escudriñadora
de todo esto como era, en una de sus incansables lecturas había descubierto en
un pasaje del Malleus Maleficarum,
también conocido como “Martillo de las brujas”, publicado en latín en
1487 por los monjes inquisidores dominicos de origen
alemán Heinrich Kramer y Jacob Sprenger, que las brujas, al ser sometidas a juicio, si no
mueren, entran en un período de hibernación por 300 años. Luego de ese tiempo,
reaparecen. Y su poder, acrecentado por los años de espera, es más maléfico que
antes. En el momento que sucedía esta historia que ahora relatamos, se acababan
de cumplir esos años, los tres siglos. Por tanto, alarmadísima, Alice se puso a
trabajar denodadamente para terminar de una vez con ese regreso de esta impía mujer
de Satán.
Entre brujas, en
general, se defienden, se apañan; incluso hasta pueden mantener relaciones
carnales. Las escobas, además de vehículo, sirven para eso. Es muy raro que se
denuncien. Sin embargo, ello puede pasar. Es casi excepcional, pero sucede.
Ello se debe a amores excesivamente grandes de su amo, el demonio, compartido
por igual con dos de sus pupilas al mismo tiempo. En esos casos, raros pero no
imposibles, no es el mismo demonio el que decide la suerte de las enfrentadas,
sino que la pugna queda en mano de las mismas brujas. Y en esos casos, se vale
todo. De ahí que puede llegarse al extremo que una bruja, por supuesto con
apariencia no brujeril, denuncie a su contrincante ante un tribunal religioso
–de la religión enfrentada con el dios Lucifer, por supuesto–.
Nadie lo expresaba
con exactitud, pero era conocido en todo Salem, al menos por las familias más
tradicionales, que la esclava Tituba, acusada por Elizabeth Parris y Abigail
Williams de cometer brujería en su contra, en realidad nunca fue juzgada. Sólo
pasó una breve temporada en la cárcel y luego, misteriosamente, había
desaparecido. Pero en verdad –así lo decía el libro citado en alguno de sus
perdidos rincones, como glosa marginal– que en esos casos de denuncia, quien se
fortalecía luego del proceso (en esta situación, con la espera de 300 años) no
era la bruja atacada… ¡sino la atacante!
Tituba había sido la
atacada. Luego del suplicio aplicado por su amo, el reverendo Samuel Parris –se
dice que le introdujo un hierro candente en la vagina para hacerla hablar–
confesó su pacto con Lucifer. Entre gemidos y aullidos aterrorizadores, con
espuma en la boca reveló –así constaba en las actas de uno de los juicios; no
el suyo, sino el de otra presunta bruja: Sarah Osborne– que volaba en su
escoba, que mantenía relaciones sexuales pecaminosas (coito anal) con el
diablo, que había devorado a cuatro de los hijos nacidos de esos encuentros, y
habló de sacrificios con animales como perros negros, cerdos con cola bífida, ratas
rojas y lobos que vociferaban palabras humanas sicalípticas y escupían leche mezclada
con sangre.
Lo que le resultaba
más curioso a Alice es que las supuestas embrujadas por Tituba –Elizabeth y
Abigail– nunca fueron exorcizadas, y en ningún lado constaba cómo salieron del
embrujo. Se supone que, de haber sido cierto el efecto del hechizo de la negra
esclava, ambas jovencitas deberían haber pasado por una cura, un antídoto para
“desintoxicarse”. Pero nada de ello constaba en ningún documento. “¿Cómo salieron del hechizo?”, se
preguntaba insistente.
Eso había llevado a
pensar a Alice que no había tal hechizo (entre brujas no funcionan los
hechizos, eso es ya largamente sabido). Era bastante obvio que había sido todo
un montaje de las muchachas, seguramente con apoyo de su familia, para forzar
un juicio con Tituba. Evidentemente la actuación había funcionado. Los gritos,
contorsiones y convulsiones de las jóvenes habían impresionado al público y a
los jueces; todo ello era motivo suficiente para enjuiciar a la esclava del
reverendo Parris. Era obvio también que el reverendo era parte del plan. De lo
que se trataba, en definitiva, era de demoler a la rama negra de esas mujeres
de Satán que venían de las Antillas. Las únicas esposas legítimas del Rey de
las Tinieblas querían ser las Parris blancas. Candy era la descendiente directa
de esa tradición. Por eso, había podido llegar a deducir Alice, había que
eliminarla a toda costa ahora que los tres siglos de espera habían culminado.
Cuando Alice lo habló
con su padre, el tipógrafo Bruce Parris, dueño de una pequeña imprenta
artesanal –Lucy Fer Graphics Workshops–, éste rió benevolente.
“No, hija. Me parece que estás desvariando. Ya quedó más que
demostrado que aquella que dicen que fue nuestra antepasada, la esclava Tituba,
sólo para seguirles la corriente se declaró bruja. ¡Pero las brujas no existen!
Sucede que en aquel entonces, todos unos fanáticos fundamentalistas, veían
apariciones por todos lados. ¿Quién podría haberse resistido a esas torturas
como dicen que le hizo el reverendo? ¡No hay brujas, Alice! ¡No las hay!
Quitémonos todas esas pamplinas de la mente, mi amorcito”.
Esas palabras, así
como entraron por una oreja en la cabeza de Alice, salieron por la otra sin
dejar la más mínima huella. Su convicción respecto a la historia que se había
ido forjando en relación a los pactos con Satán era total, absoluta. Tal como
lo era su desprecio –y ahora su temor– por Candy, su empleada blanca, con la
que compartía similar apellido.
Candy, en realidad,
era una tímida joven veinteañera; trabajaba como guía turística y tenía un
novio con el que planeaba casarse y tener tres hijos. Alice tenía 33 años, “la edad de Jesús de Nazareth, ese
circuncidado rey de los judíos cuando fue crucificado por subversivo” según
gustaba decir. Era soltera, y nunca se le había conocido pareja. La timorata
empleada casi no hablada con su jefa. Cuando se dirigía a ella, siempre con
sumo respeto, solía ponerse toda roja de la vergüenza. Ni siquiera se le podía
cruzar por su imaginación que su superior la detestaba de la forma que lo
hacía. Mucho menos que albergaba contra ella todas esas ideas de venganza, de
retaliación. Hubiera muerto de terror de enterarse que quería repetir con ella el
suplicio del hierro candente utilizado por el reverendo Parris en 1692. De
haber sabido que Alice quería lavar el nombre de Tituba, una esclava muerta
hacía 300 años, seguramente hubiera echado a reír…, o se hubiera marchado sin
decir palabra quizá, entre horrorizada y consternada.
“Se hace la santita, pero es la peor de las peores concubinas
que ha tenido nuestro Padre Todopoderoso, el Gran Lucifer, Amo y Señor nuestro
y de nuestras vaginas”, vociferaba Alice en la mesa familiar. Ya habían comenzado a
pensar en su círculo cercano la posibilidad de una internación en algún
hospital psiquiátrico, cosa que, por supuesto, no iba a resultar fácil.
Alice preparó las
condiciones para “el gran día”, como dio en llamarlo. Según documentos
desempolvados quién sabe de dónde, afirmaba que tenía que ser el segundo
miércoles del mes. Para la ocasión, tenía que estar ataviada convenientemente.
Por tanto, ese día llegó a su trabajo más temprano que lo habitual y se encerró
en su oficina. Se vistió con una toga color púrpura, lo cual llamó mucho la
atención luego, cuando se la encontró. Llevó también una pequeña estufa
eléctrica con la que calentó el hierro sacrificial hasta ponerlo al rojo vivo.
Con unas tenazas pensaba retenerlo, para cuando comenzara la operación
planificada. A tales efectos preparó sendas tazas de café; la destinada a Candy
tenía suficiente soporíferos para dormir a tres elefantes, como mínimo. A las
8: 35 de las mañana, unos minutos después de abierta la agencia y cuando se
informó que ya su empleada había llegado, la mandó a llamar a su despacho con
cualquier excusa. Candy, temblorosa, se presentó de inmediato.
Lo curioso es que
nadie la vio salir. La taza destinada a ella no había sido tocada, y el hierro
candente, increíblemente retorcido, se alojaba en la sangrante vagina de Alice,
no en la de Candy. El médico forense de la policía, a eso de las 9 de la
mañana, estimó que hacía una media hora que había sucedido el hecho. Nadie
escuchó gritos, nadie sintió forcejeos; nada había fuera de su lugar en la
oficina de Alice. Solamente su cuerpo con ese hierro clavado, todavía algo caliente
cuando la encontraron.
Lo llamativo fue el
papel hallado junto al cadáver. Era una fotocopia de un libro que se suponía
bastante antiguo. Luego los investigadores del FBI pudieron determinar que se
trataba del “Malleus maleficarum”. La fotocopia presentaba un texto en latín,
abajo del cual se veía una traducción al inglés escrita a mano, en color azul.
Algunas empleadas de la agencia de viaje, sin poderlo asegurar de modo
categórico, dijeron que creían era la letra de Candy. El texto de marras decía:
“Las brujas de la clase superior engullen
y devoran a los niños de la propia especie. (…) Ésta es la peor clase de brujas que hay, ya que persigue causarle a sus
semejantes daños inconmensurables. (…)
Entre sus artes está la de inspirar odio y amor desatinados, según su
conveniencia; cuando ellas quieren, pueden dirigir contra una persona las
descargas eléctricas y hacer que las chispas le quiten la vida, así como
también pueden matar a personas y animales por otros varios procedimientos”.
Lo más inexplicable
fue la inscripción encontrada en la ropa interior de Alice; era sangre –luego
se pudo determinar que porcina–, y en inglés rezaba: “¡Volví!”
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