Ustedes pensarán que la historia que sigue no es verídica.
Pues bien: ¡se equivocan! Va a suceder. O si queremos decirlo de otro modo,
sucedió ya, en el futuro.
Quienes lean esto ahora podrán no creerlo. De todos modos,
recuerden que el relato no es sino la transcripción casi literal de lo que nos
contó un visitante del futuro en su misión hacia atrás en el tiempo. Fue cuando
compartimos una bella excursión al Kilimanjaro que tuvimos ocasión de conocer
la historia. Aunque suene a increíble, si nos fijamos bien en el significado
histórico del hecho, no debería sorprendernos para nada. ¿Por qué? Pues…
racismo ha existido siempre, ¿o acaso vamos a desconocer que hubo y sigue
habiendo? Eso siguió igual por muchos años, también en el futuro inmediato del
siglo actual.
Los acontecimientos que presentaremos ahora tuvieron lugar
hacia la séptima década del siglo XXI. El personaje en cuestión tenía sobre sí
la –sin dudas terrible– carga de haber sido nombrado el ciudadano número ocho mil
millones. Decimos “terrible” porque para ese entonces la explosión demográfica
aún seguía firme, y era consenso generalizado que “no era de buen gusto” seguir
maltratando así al planeta con más y más nacimientos. René no tenía la culpa de
ser ese número, pero eso no era cualquier cosa. Cuando nació, tuvo cierta
notoriedad. Incluso su madre recibió algunos regalos y pasó sus minutos de
gloria mediática; al tiempo ya nadie les recordaba.
Afrodescendiente –ya no se decía más “negro”, no era
políticamente correcto–, nacido en Haití, pobre como el 90 por ciento de sus
conciudadanos, la maldición de provenir del primer país de América que había
osado independizarse de las potencias europeas allá por inicios del siglo XIX,
seguía pesando. La decisión tácita de los poderosos de haberle hecho una cruz
eterna a “esa sarta de esclavos que
habían querido ser libres” se extendía ya por 250 años. El terrible
terremoto del año 2010 que redujo el país prácticamente a escombros aún se
sentía varias décadas después. La pobreza crónica era la factura pasada por los
“desarrollados” a Haití por haberse querido sentir un igual; las consecuencias
de ese terremoto eran un efecto de todo ello. Ser el ciudadano número ocho mil
millones no hacía sino recordar continuamente la precariedad de su vida, de la
de los haitianos, de los pobres del mundo en general.
Para el momento de la historia que vamos a contar, René
vivía en Estados Unidos. Igual que durante todo el siglo XX, los
afrodescendientes –o sea, la mayoría del país– seguían tan pobres y excluidos
como siempre. Por tal motivo, era muy raro, casi imposible que un hijo de
pescador, tal como él era, pudiera haber superado la mitad de la escuela
secundaria. La universidad, por supuesto, seguía siendo un lujo inalcanzable.
Pero de todos modos, como todo el mundo, tenía su teléfono móvil y su
computadora. ¿Por qué esa difundida idea que teniendo esas cosas se
“progresaba”? ¿Cuándo y quién inventó eso?
Era talentoso, sin dudas. Habiendo decidido irse ilegal a la
alicaída ex gran potencia de Estados Unidos, que continuaba siendo aún un
paraíso para muchos pobres del mundo, había aprendido el inglés en las calles
de Nueva York. En menos de dos años lo manejaba casi a la perfección. Se ganaba
la vida como podía. Siempre en forma legal; o, al menos, todo lo legalmente que
su situación de indocumentado le permitía: sabía algo de reparación de equipos
de computación, algo de cerrajería, y si las cosas venían duras, no le
espantaba trabajar de ayudante de albañil, o de basurero, como había hecho el
invierno pasado.
Era muy reservado. Hablaba lo indispensable. Y si podía,
menos aún.
Cuando tenía 19 años –ya hacía 3 que vivía en el país del
norte, siempre muerto de frío porque no podía desacostumbrarse al calor
caribeño de su país natal– descubrió el ajedrez. La primera vez que lo vio
jugar en una cafetería de dudosa reputación (dos viejos con aspecto demacrado,
alcohólicos o drogodependientes seguramente), rió. Le parecía absurdo que dos
personas pasaran tanto tiempo quietas con la vista fija en esas cositas que
parecían muñequitos, calladas, sin mirarse. Pero eso mismo fue lo que lo
entusiasmó: se comunicaban sin necesidad de hablar. Eso parecía interesante.
René era no sólo reservado: era introvertido, especialmente
solitario. Él mismo no lo sabía de pequeño, pero su pasión pasaba por lo
matemático. Quedarse horas resolviendo problemas numéricos lo llenaba de un
gozo imposible de describir. Había llegado al extremo –para él absolutamente
normal– de preferir concluir una ecuación que salir con una muchacha de su edad
que buscaba cortejarlo.
En el ajedrez encontró un campo enteramente similar a lo
numérico. Ahí podía pensar mucho, y pensar en silencio, hacer cálculos, dejarse
llevar por la frialdad de las predicciones aritméticas. Descubrió ahí su
verdadera pasión.
Sus maestros fueron esos viejos borrachos de las cantinas de
mala muerte que frecuentaba. En sentido estricto, nunca recibió clases. Sólo
escasas orientaciones, dadas de mala gana por gente que también había aprendido
empíricamente el arte del ajedrez y que no sabían cómo transmitir lo poco que
conocían o intuían. Así, a los golpes, fue adentrándose en un mundo que desde
el primer momento que conoció sintió que lo atrapaba, que era para él como
ninguna otra cosa en el mundo.
Su pasión por el juego-ciencia fue siempre en aumento. Con
los escasos dólares que iba juntando adquirió su primer libro de ajedrez, que
fue, además, el primer libro que comprara en su vida. De ahí en adelante, la
pasión por saber siempre más de este juego lo llevó a devorar más y más libros.
Él mismo estaba sorprendido. Las consultas a bibliotecas se le iban haciendo
rutinarias, a punto que en la Biblioteca Pública de la ciudad, en la Quinta
Avenida, ya era personaje conocido. Por internet, igualmente, consumía todo lo
que podía.
En pocos meses ya estaba familiarizado con el nombre de las
jugadas, había estudiado varias partidas célebres de grandes maestros y cada
día iba descubriendo nuevos secretos. Alguien bastante entendido en el tema con
quien jugó alguna vez –y a quien jaqueó con una suficiencia realmente digna de
admiración– lo animó a participar en un concurso. Como ilegal que era, dudó si
debía hacerlo. Volver a la pobreza crónica de su Haití natal lo espantaba. La
posibilidad, muy remota sin dudas, pero posibilidad al fin, de poder ganar
algún centavo con esta peculiar ocupación del ajedrez, lo animó. Su ocasional
“mecenas” –un profesor universitario de arte– vio en René una potencialidad
fuera de lo común. Fue él quien lo ayudó a gestionar su residencia.
Nuestro amigo haitiano en todo momento pensó que había
alguna agenda oculta tras tamaña muestra de afecto; supuso que sería un
homosexual que, finalmente, le aparecería con alguna propuesta difícil de
sortear. Pero no fue así: la amistad genuina y la solidaridad, aunque especies
en extinción para la segunda mitad del siglo XXI, aún existían. Los buenos
oficios del Profesor Herkinsky se lo dejaron ver.
Con la residencia otorgada y los contactos que pudo empezar
a establecer a partir de ahí, más la inestimable ayuda de Herkinsky, las cosas
comenzaron a facilitársele. Participó en varios torneos de ajedrez, y en todos
descollaba. Tenía un juego fuera de lo común: un conocimiento asombroso de los
grandes maestros –memorizaba de un modo prodigioso jugadas que habían tenido
lugar a principios del siglo XX por ejemplo, pudiendo introducirle variantes de
una profundidad asombrosa– y un espíritu de ataque, una agresividad que dejaban
atónito. Jamás jugaba a la defensiva; era un ofensivo neto. No eran infrecuentes,
incluso con rivales ya de buen juego, fulminantes jaque-mates Pastor.
Cuando se fijó una partida con el por ese entonces campeón
nacional de Estados Unidos, Edward Button, su fama ya era considerable en los
círculos ajedrecísticos del país. Quiso la casualidad que el mismo día del
evento –era una partida amistosa, no más que eso, no daba puntos para acercarse
a disputar el cetro nacional– René se encontraba en una sala contigua a la de
los organizadores, en el Madison Square Garden, ya bastante alicaído para ese
entonces, utilizado más que nada para predicadores neopentecostales. Eran tres
empresarios blancos. Como sólo lo conocían de referencia y no físicamente pese
a haber organizado el espectáculo, cuando lo vieron pensaron que era algún
muchacho de limpieza, por eso siguieron hablando con toda naturalidad. Los
chistes racistas que escuchó René lo enardecieron. “Blanco con delantal blanco: médico; negro con delantal blanco:
heladero”. Y cosas peores aún: “Blanco
con automóvil de lujo: empresario exitoso; negro con automóvil de lujo:
chofer…, o vehículo robado”.
Ya estaba acostumbrado a ese tipo de expresiones agresivas;
pero esta vez, sintiéndose que era ya un ajedrecista hecho y derecho y que se
le debía más respeto, no lo soportó. Los insultó entre dientes (porque no se
atrevía a hacerlo abiertamente). Los tres rubios, petulantes y altaneros, lo
escucharon, pero no quisieron reaccionar. Sólo uno de ellos, el más voluminoso,
gordo de rojos cachetes y sonrisa burlona, socarronamente le pidió que le
lustre los zapatos… “si tenía tiempo,
claro…”. René, para evitar más problemas, prefirió salir de la escena.
Grande fue la sorpresa de los tres cuando momentos más tarde
daba inicio la ceremonia de presentación de la partida. No podían creer que “el negrito ese” fuera la promesa de la
que les habían hablado y gracias al cual iban a ganar buen dinero organizando
este espectáculo. El ajedrez, igual que décadas atrás para el momento en que
seguramente estarás leyendo esto, estimado lector, seguía siendo un juego
bastante selecto. Pero para mediados del siglo XXI conocía un momento de esplendor,
y merced a un muy logrado mercadeo, había pasado a ser producto de consumo
relativamente masivo. Es por eso que estos inversionistas se dedicaban a
organizar torneos del juego-ciencia; no generaban enormes fortunas como en la
época de oro de Hollywood, pero sí interesantes ganancias.
Si bien la figura de René podría haberles sido una buena
ficha a la que apostarle, el racismo pudo más. Rápidamente los tres, contrario
a una sopesada decisión económica con cabeza fría, optaron por la rápida salida
visceral. “A este pedazo de carbón aquí
se le termina su carrera como ajedrecista” sentenció altivo el más grande
de los tres. El triunfo con sabor a paliza que le propinó al campeón nacional
Button no les significó nada. Hubiera podido ser el inicio de un muy buen
negocio, pero los prejuicios étnicos se impusieron.
Efectivamente René empezó a encontrar obstáculos en su
carrera. Luego del categórico triunfo sobre Button, quien reconoció luego el
juego perfecto de su rival, y cuando todo hubiera hecho pensar que se le abrían
puertas, contrariamente comenzó a ver cerrados los caminos.
Fue la intervención del profesor Herkinsky que lo salvó una
vez más. Amante del ajedrez como era este buen catedrático, y muy respetuoso de
los derechos de las minorías –como judío, en su hogar también había conocido lo
que en siglos pasados su pueblo había sufrido–, sus buenos oficios consiguieron
que en la universidad donde enseñaba se organizaran algunos torneos. Por
supuesto que René era la sensación: no tenía rivales, y llegó a hacer partidas
simultáneas de más de 15 tableros. Obviamente lo más que unos aventajados estudiantes
de ajedrez lograron fue llegar a un decoroso empate el día en que René, en una
demostración de dominio pleno de este arte, compitió contra 32 tableros
simultáneos.
Si bien era cierto que la cuota de poder que tenían estos
racistas empresarios era grande, la excelencia de René era más grande y
espectacular aún. Tanto, que comenzó a abrirse camino por vías impensadas. Un
noticiero de la televisión china, sabiendo de su calidad, le dedicó un especial
de 10 minutos. Eso le cambió la vida.
La nota se difundió por todo el mundo con velocidad
vertiginosa, e inmediatamente muchísimos quisieron conocer a ese “genio sin
título de campeón”. La presión mediática fue grande, y también lo fue la de
varias empresas chinas que empezaron a organizar certámenes para promocionarlo.
La Federación Internacional de Ajedrez rápidamente tomó cartas en el asunto. El
hecho de ser el ciudadano número 8.000 millones ponía una nota de mayor interés
al asunto.
Décadas atrás, cuando Washington manejaba los hilos del
mundo en prácticamente todo, algo así hubiera sido imposible; pero ahora, con
su alicaído poderío, no tuvo más remedio que permitir esa injerencia. Tres
representantes de la Federación llegaron a New York para conocer al prodigio.
Los deslumbró. Poco tiempo después, cuando se le midió su
coeficiente Elo (la medida que se continuaba utilizando para conocer la
destreza de un ajedrecista), sorprendió a todos con el puntaje obtenido: 3.114.
Nunca jamás en la historia se había superado la barrera de los 3.000 puntos.
Sabido esto, inmediatamente la IBM –en ese entonces propiedad de un consorcio chino-alemán–
organizó una partida entre René y su más moderno y desarrollado programa
computacional. Probado en varias demostraciones, ese programa había vencido ya
a cuatro recreaciones de grandes campeones de la historia: Boris Spassky,
Tigran Petrosian, Alexánder Aliojin (Alekhine) y el cubano Capablanca. Pero no
pudo con René. Para sorpresa y admiración de todo el mundo, el haitiano –a
quien ya querían nacionalizar estadounidense, porque lo veían buen negocio–
derrotó al programa de la super computadora. Pero no sólo venció a la máquina:
lo hizo con paliza demoledora.
Formalmente no tenía el título de campeón mundial; ni
siquiera el de Estados Unidos, y mucho menos el de Haití. De todos modos, se
arreglaron las cosas para concertar una partida con el por ese entonces
monarca, el egipcio Abdul Al Rajá. De más está decir que fue una cómoda
victoria para nuestro negro ajedrecista.
Ya en la cumbre de la gloria –pero siempre manteniendo su
humildad; por lo pronto nunca compró auto propio, sólo andaba en bicicleta–,
campeón del mundo y reconocido como “la
más deslumbrante inteligencia ajedrecística de la historia”, alguna vez
quiso reencontrarse con los promotores que se habían burlado de él en el
Madison Square Garden el día de aquel encuentro amistoso con Button. En
particular, con el que le había pedido que le lustre los zapatos, el gordo de
los rojos cachetes. Su posición actual le permitió darse ese “lujo”.
Cuando finalmente se concretó el encuentro, el empresario en
cuestión llegó pidiendo perdón, tratando de explicar que “lo de aquella vez había sido un malentendido”. Enorme fue su
sorpresa cuando René le preguntó con qué pie quería comenzar. Ante la mirada atónita
del rubio grandote, el ajedrecista sacó una franela y una lata de pomada
disponiéndose para empezar el lustre. Nos contó nuestro viajero del tiempo que,
según se dijo en ese entonces y fue motivo de mofa por varios meses, el
empresario rompió a llorar y no se le ocurrió otra cosa que decir: “los negros también piensan”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario