A los doce años comenzó a
beber. En realidad fue su padre quien lo inició en esas lides. Estadounidense
de origen, llegado a Colombia a los veinte años a probar fortuna, el gringo
Jack –como se lo conoció toda la vida– era un bohemio consuetudinario que dejó
más de una docena de hijos esparcidos por ahí. Alfonso fue el menor.
Nació
en el caribeño puerto de Turbo. Heredó lo corpulento y los ojos azules de su
padre, así como la piel trigueña de su madre, bella mulata que murió cuando
Alfonso era un niño de seis años.
Fue
criado hasta la temprana adolescencia por una viejecita cuyo grado de
parentesco nunca quedó claro. Él siempre la llamó tía. Ese período fue decisivo en muchas cosas; fueron los años del
frío, entre otras. Por siete años vivió con su madre adoptiva en los Andes, en
la colonial ciudad de Tunja. El acento de la región lo acompañó toda su vida en
su español. El inglés lo habló siempre con el acento de los estados sureños de
Estados Unidos, de donde era originario su padre. Con él mantuvo siempre una
relación peculiar: si bien nunca vivieron juntos, salvo un corto período de dos
meses cuando visitaron el pequeño poblado de Paris, Texas –el pueblo originario
de su progenitor– estuvieron siempre en contacto hasta ser ya Alfonso un adulto
joven. Entre ambos se comunicaban sólo en inglés.
A
sus veinte años dejó de verlo, y nunca más volvió a tener noticias suyas.
Incluso alguna vez, saliendo de una memorable borrachera, se atrevió a llamar
por teléfono a Texas, sin saber bien con quién comunicarse, pidiendo alguna
pista. Nadie supo decirle nada, y ahí terminó la historia de su padre. O al
menos él quiso darla por terminada.
Hizo
los más variados trabajos, dentro y fuera de Colombia. Marinero, ayudante de
cocina, cuidador de caballos de carrera, vendedor de ropa, encargado de un
prostíbulo. Era talentoso, sin dudas. Todo lo hacía bien. Tenía un encanto
especial; enorme de estatura, con cara aniñada, era sumamente locuaz y jamás
resultaba chocante. Al contrario, en cuanto lugar estaba –trabajando, paseando,
contando historias– era siempre bienvenido. Nunca le faltaba compañía femenina.
Alfonso sabía de su talento para las relaciones humanas, y por cierto sabía
aprovecharlo.
De
todos los trabajos realizados había dos que le encantaban en especial. Recordaba
con profunda emoción su época de ayudante de chofer de ambulancia en Matagalpa,
la norteña ciudad nicaragüense donde vivió dos años durante la revolución
sandinista, uno de los períodos más luminosos de su vida, según él mismo decía.
Fue siempre ayudante; nunca aprendió a manejar. El otro, y que le daba su
actual sobrenombre, era el de maestro de inglés.
Desde
que se instaló en Santa Fe de Bogotá, ya a los cuarenta años de edad, su
principal fuente de ingresos fueron las clases privadas de lengua inglesa.
Hablaba el inglés con la fluidez de quien habla su idioma materno; el problema
es que no podía ejercer la docencia en ninguna institución dada su falta de
diploma.
De
hecho en toda su vida –asistemático como era– no pasó de un tercer año de
escuela media, aunque había asistido algún período a la Universidad a título de
alumno oyente. Fue la época de interés político, de algún compromiso con grupos
juveniles –cuando ya tenía más de treinta años–, por lo que decidió seguir unos
cursos de filosofía. Interés que se desvaneció cuando lo invitaron a leer
textos de Marx, no tanto por el peligro de semejante empresa, sino por el
esfuerzo intelectual que ello conllevaba.
Dar
clases de inglés le cuadraba a la perfección; más aún, lo que especialmente le
gustaba eran los encuentros de conversación y no tanto el abc para
principiantes. Hablar con alguien horas y horas sobre cualquier tema –en
general, cerveza de por medio–, y además cobrar por eso, para él era la gloria.
Luego
de algún tiempo, habiendo ganado cierta fama en el ámbito docente, tenía una
aceptable cantidad de alumnos. Vivía modestamente, pero sin pasar sobresaltos
económicos.
No
era un alcohólico en sentido estricto, un enfermo. Toda su vida bebió
considerablemente. No fueron pocas las borracheras, pero en general no era ése
su problema. Jamás dejó de reconocer que le gustaba beber, y de hecho lo hacía con
profusión, pero ello nunca le impidió ganarse la vida y tener alguna pareja.
Nunca
se casó ni tuvo hijos, aunque se le conocieron innumerables mujeres. Más de una
vez recibió propuestas serias; en especial de una viuda de Cali, finquera bien
acomodada que lo estuvo persiguiendo por más de seis meses ofreciéndole vivir
juntos y colocarle una casa a su nombre. La historia terminó de manera triste,
yendo la mujer a parar a una clínica psiquiátrica con un calamitoso estado
depresivo luego del rechazo de Alfonso. En realidad nunca quiso profundamente a
alguna de sus parejas. La relación más duradera fue de tres meses escasos;
buscaba sexo y nada más. Más allá de su eterno histrionismo, era reservado,
sombrío incluso. Hacer el amor no era su principal especialidad; prefería el
momento de la seducción, hablar, engañar. En eso se sentía como pez en el agua.
***
El
cambio comenzó a darse gradualmente; los primeros dos años de vida en Bogotá le
dieron una enorme cantidad de conocidos y de relaciones. En todos lados era
apreciado, y sabiendo de sus quehaceres profesionales lo bautizaron el Teacher.
Casi todas las noches, luego de sus lecciones, terminaba cenando en algún
restaurante –de los más caros, por cierto– haciéndose invitar. Era raro que él
pagara.
El
Teacher pasó a ser popular –más aún: infaltable– en un amplio círculo de gente.
Buen conversador, incansable contador de historias reales o inventadas, siempre
se lo escuchaba con atención. No tenía una gran preparación académica, pero su
talento nato, su discurso locuaz, remediaba esa falta. Jamás nadie hubiera
podido decir de él que no tenía argumento, que su plática era inconsistente.
Luego
de esos dos primeros años de su estadía bogotana, comenzó a beber con más
fuerza. No era infrecuente que luego de cualquier velada que amenizara hasta el
amanecer cayera borracho. No hubo ninguna causa específica que pudiera buscarse
como provocadora de ese cambio; o, más correctamente, de ese agravamiento en su
carrera alcohólica. Simplemente se fue dando.
Cuando
por primera vez el Teacher pensó en eso ya había perdido la casi totalidad de
sus alumnos. Sus formas, sus actitudes seguían siendo las mismas: hablador
empedernido, simpático. Pero ya no se lo podía considerar con seriedad para un
trabajo. Más de una vez amanecía durmiendo en una acera. En un par de
oportunidades, incluso, fue llevado por la policía como vagabundo. Buenos
amigos pagaron la fianza.
La
merma en el trabajo fue trayéndole aparejado un empobrecimiento general. Su
apariencia fue transformándose; con cuarenta y cuatro años empezó a lucir como
un viejo. Desaliñado, sin cuidados personales, los signos de envejecimiento no
tardaron en ganarle todo su aspecto. La mala alimentación, las borracheras cada
vez más frecuentes, fueron terminando de completar el cuadro. A partir de ese
entonces no se le volvió a conocer mujer.
El
proceso de decadencia se profundizó, llegando por fin a postrarlo moralmente.
El Teacher trataba que sus viejos conocidos no lo vieran así; si en alguna
ocasión se cruzaba con alguien de su anterior círculo, buscaba por todos los
medios que no lo reconocieran.
Las
entradas a las comisarías se hicieron más frecuentes; en más de una
oportunidad, dormido en cualquier cantina de mala muerte, le robaron las cada
vez más escasas pertenencias. Fue perdiendo casi todos sus bienes personales;
primero las pocas joyas que tenía –un anillo y una cadenita de oro–; luego un
buen reloj que conservaba de mejores épocas. Ropa, un televisor, algunos
libros, un equipo de sonido; paulatinamente perdió casi todo. La bebida era el
destino de los magros fondos que le reportaban esas malas ventas. Pocas veces,
y con vergüenza, había mendigado. Se había jurado no volver a hacerlo, pero se
encontraba repitiéndolo con mucha frecuencia, y las limosnas cada vez alcanzaban
para menos.
Casi
no se alimentaba. La vez que tuvo oportunidad de verse en un espejo de cuerpo
entero, se asustó. Delgado, demacrado, con la ropa andrajosa, se estremeció
mucho al verse así. Lloró, y sin poder creer que ese esperpento fuera él, tomo la
decisión: no podía seguir en esas condiciones.
***
Fue
ahí donde empezó el cambio. En realidad no se propuso dejar la bebida; decidió
cambiar su aspecto. Comer y vestirse bien serían la clave.
Cuando
pensó en la transformación, encontró que no tenía un centavo. Difícil tarea
entonces: ¿cómo alimentarse y vestirse con el bolsillo vacío? Trabajar
nuevamente de profesor no se le ocurrió; en todo caso, la sola idea le
disgustó. Había que buscar otras alternativas.
Durante
el último tiempo de su estadía en Bogotá había alquilado un modesto apartamento
en un barrio humilde de la periferia. Con los escasos recursos que le iban
quedando, aunque en forma irregular, pudo conseguir pagar la renta. Cuando
decidió cambiar de vida debía sólo dos meses de arriendo.
Aún
conservaba la agenda con direcciones de amigos y conocidos. Era realmente
enorme. Más de cuatrocientas personas figuraban allí. Releyéndola se sorprendió
de los nombres que aparecían: embajadores, actores de televisión, deportistas
famosos, intelectuales, un Premio Nobel, políticos. A muchos ya no los
recordaba ni sabía por qué aparecían ahí.
El
trabajo que le esperaba era largo, difícil, pero necesario. Si quería superar
ese estado funesto que le había devuelto el espejo debía emprender un penoso
camino.
El
primer obstáculo que encontró fue no tener teléfono ni oficina. Apelando a sus
contactos nunca del todo perdidos, pudo obtener el apoyo logístico mínimo para
comenzar las llamadas. En un mes la cuenta telefónica fue tan alta como lo que
habitualmente la oficina que le prestaron gastaba en un semestre. Al Teacher no
lo inmutó en lo más mínimo la nueva deuda contraída. Sabía que algún precio
debería pagar por salir del pozo en que se veía; unos centavos adeudados a un
amigo no lo inquietaban.
Cuando
le ofrecían trabajo –como docente de inglés o de cualquier otra cosa: le
propusieron ser recepcionista, una agregaduría de algo inventado en el servicio
diplomático, ayudante de ambulancia como en sus viejos tiempos en Nicaragua,
guardaespaldas– lo rechazaba categóricamente. El no buscaba trabajo; buscaba
apoyo. Y tenía muy claro lo que quería. El plan ya lo tenía bien trazado; ahora
era cuestión de implementarlo de la manera adecuada.
Con
paciencia, lentamente, fue construyendo lo que ansiaba. Le costó algunos meses,
pero lo logró. Todo era cuestión de saber comenzarlo, de poner en marcha la
cadena. Su cálculo no había fallado.
***
Ahora
se lo veía bastante bien vestido. Claro que la ropa tenía, a veces, algo de
bizarro; parecía que no la hubiera comprado a su medida, y las combinaciones
eran muchas veces forzadas. De todos modos asombraba la calidad del vestuario:
siempre de traje, con marcas finas de modistos franceses o italianos, zapatos
carísimos, corbatas de las más estilizadas.
Quienes
lo veían por primera vez, o lo volvían a ver luego de su período de casi
mendigo, no lo terminaban de entender, de procesar. ¿Por qué, a veces, llevaba
un saco demasiado ajustado, tal vez de color claro, con una camisa
excesivamente holgada y color anaranjado? Si bien las prendas eran siempre de
alta costura, su combinación y los tamaños le daban un toque casi payasesco.
Parecía que no las hubiera comprado para él.
En
realidad, no las compraba. Había establecido un mecanismo muy singular para
vestirse por el que nunca dejaba de visitar los funerales de varones de alguna
posición económica. Preguntando con sutileza entre los asistentes a las
exequias se hacía un mapa general del muerto, luego de lo cual se presentaba
ante la viuda. Consternado, llorando muchas veces, le daba el pésame, para
explicarle, acto seguido, que el finado tenía por costumbre regalarle ropa que
ya no usaba más, y que él, Alfonso, dada su modestia, apreciaba grandemente, y
usaba muy contento. Ante tamaña declaración en general las viudas quedaban sorprendidas,
más aún porque se resaltaba una virtud de su marido que ellas desconocían, y la
respuesta habitual era invitarlo a pasar, un tiempo prudencial luego del
entierro, por la casa de la familia a elegir algo del vestuario que ya nadie
emplearía.
A
través de esta peculiar metodología el Teacher, en unos pocos meses, disponía
de un surtido de prendas de calidad para no repetir la misma camisa y la misma
corbata en, por lo menos, varias semanas. Que algunas –o muchas– no fueran de
su talla parecía no importarle mucho. El buen gusto nunca había sido su fuerte
precisamente.
Con
la comida había ideado algo no menos ingenioso. Buscando prolijamente en los
periódicos cada mañana, o haciéndose enviar invitaciones personales a su casa
dando referencias falsas –en general decía pertenecer a organismos
diplomáticos–, cada día tenía para elegir entre varias ofertas para el
desayuno, el almuerzo y la cena. Nunca faltaban, en una populosa ciudad como
Santa Fe de Bogotá, eventos de los más variados que incluían la alimentación.
Recepciones en hoteles, fiestas en embajadas, encuentros de trabajo organizados
por la cooperación internacional, reuniones sociales de las más variadas,
tenían como invitado obligado al Teacher.
En
general es norma no impedir el paso a alguien que, bien vestido y con toda la
naturalidad, se presenta a estos encuentros. Su locuacidad le permitía sortear
con elegancia la falta de invitación, o explicar de manera ininteligible, y por
ello mismo convincente, por qué llegaba a una fiesta a la que no había sido
invitado. En muchas ocasiones –presentaciones de libros, festivales
culturales–, cuando el ingreso era libre y gratuito y lo ofrecido consistía en
un discreto vino de honor, comía por varios. En realidad todo el dispositivo
montado era una pequeña estafa, pero que jamás podía ser tomada por tal y que,
en definitiva, le permitía comer a sus anchas, a veces hasta dándose el lujo de
elegir a qué lugar asistir descartando alguna celebración que no prometiera ser
tan opípara como otra.
Al
poco tiempo de haber concebido este peculiar modo de alimentarse, el Teacher
recuperó el peso perdido. Eso sí: la bebida no la abandonó. Así como comía por
varios en cada evento, así también bebía. Pero con elegancia, claro. Ya no
quedaba tendido en las aceras.
Luego
de las apetitosas cenas, que no le faltaban ni un día de la semana, también
había concebido cómo movilizarse. No tenía automóvil, pero nunca dejaba de irse
de las reuniones en vehículo –bus, jamás hubiera pensado en tomar.
Apelando
a su proverbial labia siempre encontraba algún ocasional benefactor que lo
llevaba, o incluso compartía el taxi con quien se iba en la misma dirección.
Por supuesto, jamás lo pagaba.
En
más de una ocasión, inventando la historia adecuada al momento, quedaba
durmiendo en casa de alguien –a veces sin siquiera conocerlo. Estos casos
siempre eran bienvenidos por el Teacher, ya que le permitían ampliar su cartera
de contactos. Dormía, se bañaba al día siguiente (en ocasiones se permitía
pedir prestada ropa interior, que jamás devolvía), desayunaba, leía el
periódico, en más de un caso pedía hacer alguna llamada telefónica o consultar
Internet para revisar el correo electrónico –tenía una cuenta gratuita– y
saludando con el mayor desparpajo se iba.
***
Luego
de esta recuperación la vida tenía otro sentido para nuestro héroe. Se sentía
una persona nueva, y sin dudas lo era. Bien vestido, bien alimentado, nunca
cansado dado que no trabajaba, los días se sucedían felices. La cantidad de
gente conocida había aumentado notoriamente. Muchos ya lo conocían de verlo en
cuanto encuentro social se daba en la ciudad. El Teacher se había vuelto
famoso.
Había
quien lo tomaba por un vulgar impostor, un aprovechado que no dejaba pasar
ocasión para comer y beber gratis, que no tenía ninguna ocupación conocida, y
cuya única virtud era hablar empalagosamente de cuanto tema le propusieran.
Pero para muchos era un respetado personaje.
No
dejaba pasar oportunidad de hablar en inglés, lo cual le daba un cierto aire de
persona preparada. Como no era en absoluto vergonzoso, hablaba de todo y con
cualquiera. Nunca le faltaba tema, sobre el asunto que fuera opinaba, por lo
que jamás hacía un mal papel. Con el curso del tiempo había ido perfeccionando
ese estilo en el que decía puras generalidades –siempre con un tono académico,
grave incluso– que, si su interlocutor lo consentía, podía pasar por profundo.
No
faltaba quien lo tomara por un profeta, un sesudo conocedor de las más variadas
facetas humanas, a quien jamás lo hacía retroceder debate alguno. A partir de
simplezas y banalidades -tal era su habitual discurso- había quien veía en el
Teacher un insondable pensador dado a las metáforas y a los juegos de palabras.
Una profesora de filosofía –autoridad en la materia a nivel nacional– llegó a
llamarlo el nuevo Heráclito, por lo
oscuro de su pensamiento.
Alfonso
percibía perfectamente todo esto y sabía sacarle partido. Fue eligiendo los
ambientes donde moverse, donde más impacto tenía. Vio que no era tanto en el
mundillo empresarial donde estaba su fuerte sino en el ámbito artístico e
intelectual. Por tanto hacia allí dirigió sus baterías.
Luego
de un primer período en que se lo veía en todo tipo de evento, fue haciéndose
más selectivo. Así, se "especializó" en cosas culturales.
No
había mesa redonda ni foro con sabor "intelectual" donde no
estuviera. El campo de los derechos humanos, según fue constatando, era
especialmente prolífico. De modo que terminó por ser conocido entre abogados,
sociólogos y activistas de organizaciones progresistas. Muchas mujeres se le
acercaban, jóvenes, bellas y dispuestas a llevarlo a la cama casi con urgencia.
Si bien el Teacher no les rehusaba, tampoco era lo que más anhelaba. En general
las evitaba. Su interés estaba puesto en dedicarse a asegurar buena comida,
buenos tragos y muchos contactos. El fantasma que lo perseguía era quedarse sin
gente conocida.
Conforme
fue pasando el tiempo se sentía más conocedor de los temas que se trataban en
esos lugares. Tímidamente al principio, paulatinamente con mayor agresividad,
comenzó a preguntar a los asistentes cuando era el turno de las intervenciones
del público. El Teacher sabía que era por desconocimiento, y por tanto por
temor al ridículo, que las primeras interrogaciones eran ingenuas. De todos
modos, muchos veían en ellas agudas cuando no sabias apreciaciones, a veces con
doble sentido, que buscaban enredar al interrogado. La verdad era que no
pasaban de simplezas, verdades de Perogrullo, que dichas con tanta naturalidad
como lo hacía Alfonso podían interpretarse de infinitas maneras.
El
áurea que comenzó a acompañarle fue luego, rápidamente, parte vital de su
personalidad. Él mismo no se la había procurado, pero tampoco le molestaba que
así fuera, por lo que siguió alimentando el juego. Sabía que, cuanto más
ingenuo, para muchos era más astuto.
Llegó
un momento en que el Teacher, sin que él mismo supiera cómo y cuándo se había
operado el cambio, pasó a ser autoridad. Cuando hablaba, así fuera para pedir
quién lo podía llevar de regreso en automóvil, todos lo escuchaban con atención.
Su palabra valía mucho.
Mientras
tanto seguía con su ya bien estructurado y rutinario plan: estudiar qué
actividades había cada día, dónde podía desayunar, almorzar y cenar, ver si
necesitaba más ropa –para lo que investigaba en los diarios acerca de velorios–
y leer trifoliares o páginas de Internet que le permitieran tener los elementos
necesarios para expresarse con propiedad, sabiendo qué palabras y expresiones
claves debía utilizar. A la bebida, por supuesto, nunca la abandonó. Incluso,
con cierta benévola tolerancia, muchos le dejaban excederse en algunas copas.
Incluso había quien opinaba que con algunos tragos encima era más perspicaz.
Desarrollo sustentable,
gobernabilidad, políticamente correcto, equidad de género, declaración universal de derechos humanos, entre otros términos,
pasaron a ser de sus más comunes usos. El Teacher comenzó a sentirse un
especialista.
***
Llegaron
épocas de elecciones. El país era un hervidero, y las propuestas partidarias se
sucedían frenéticamente. Algunos sectores del movimiento guerrillero se habían
desmovilizado no hacía mucho tiempo, y por vez primera iban a participar en
elecciones democráticas. Dado que no tenían todo el peso ni la estructura
política que les pudiera asegurar un triunfo a nivel nacional, hicieron alianza
con el Partido Social Cristiano y con los medioambientalistas. El Teacher, más
por inercia que por genuinas convicciones, participó algo en la campaña de la
coalición.
Luego
de años de administraciones militares la población vio en este frente una
opción de recambio, y contrariamente a lo que se podía haber pensado en el
inicio de la carrera electoral, su perfil fue creciendo más y más. Tanto que
terminó por ganar la primera vuelta. La alegría entre sus miembros fue
mayúscula, al igual que la sorpresa. En realidad nadie se lo esperaba, por lo
que dejó a todos un poco desconcertados; más allá de fórmulas bastante
generales, no tenían planes pormenorizados para cada área de gobierno dado que
no se imaginaban un desempeño electoral tan bueno. A marcha forzada debieron
armar equipos ante la posibilidad de un triunfo en la segunda vuelta.
Y
el triunfo se dio. Por una amplia mayoría el Frente Patriótico por la Paz y la
Justicia –FREPAPAJU– obtuvo una victoria inobjetable.
El
Teacher vivía horas de éxtasis. Si bien no tenía profundas ideas políticas, su
acercamiento al mundillo de los derechos humanos lo había ido sensibilizando en
relación a temas sociales, y aunque su cosmovisión era una mezcolanza imprecisa
hecha de retazos de conceptos y frases sueltas, sabía que lo que estaba
sucediendo era importante. No quería quedarse al margen de los acontecimientos.
El mismo día del triunfo electoral estuvo toda la noche, durante el momento del
recuento de los votos, apostado en la sede del partido acompañando la alegría
desbordante de sus correligionarios y amigos.
El
día siguiente, con el sabor de la victoria aún fresco, comenzaron los problemas
en la fuerza política ganadora. Se trataba de conformar los equipos de trabajo
y repartir cargos, y eso no era fácil en una alianza de tres partidos.
Rápidamente comenzaron los malestares.
El
Ministerio de Relaciones Exteriores fue asignado a un viejo político de los
socialcristianos, el doctor Faustino Pérez Salazar. Hombre de la iglesia,
militante histórico comprometido con los proyectos pastorales y con
sensibilidad social, aunque provenía de una de las más aristocráticas familias
de Colombia, toda su trayectoria pública estuvo marcada por la decencia y la
preocupación hacia los más humildes. Todavía se recordaba, al menos las
generaciones más viejas, su histórica huelga de hambre –junto con otros cuatro
compañeros– cuando era un estudiante universitario que había ayudado, o
decidido, la suerte de un presupuesto anual para el Ministerio de Educación.
Hombre probo, de reconocida honestidad, se vio embarazado al tener que armar su
equipo. Dadas las interminables componendas que significaba la alianza que
ahora lo ponía en ese puesto, se veía forzado a tener que devolver favores
políticos. Nunca había sido partidario de la lucha armada, por lo que en más de
una ocasión se permitió criticar duramente a la guerrilla; los vaivenes de la
historia lo colocaban ahora como aliado de la misma. Sin embargo, decidió no
convocar a nadie de esa agrupación para los puestos de confianza.
La
situación se complicaba; el movimiento armado quería tener al menos un
representante en cada ministerio, y dada la negativa de Pérez Salazar,
solamente en la Cancillería no lo había logrado. Amenazaba con producirse una
primera crisis.
Quiso
la casualidad que el Teacher consultara su agenda aquel miércoles por la
mañana, como tantas veces lo hacía. Con eso se ponía al día en relación a sus
contactos, repasando los viejos y buscando consolidar los nuevos. Faustino
Pérez Salazar estaba entre los recientes, pero no conseguía recordar quién era.
Sin pensarlo dos veces lo llamó al teléfono celular que había apuntado.
Luego
de las primeras palabras el futuro canciller reconoció inmediatamente a su
interlocutor: era imposible no recordar a un tal personaje. Y la idea le surgió
súbita. ¿Quién mejor que el Sr. Alfonso.... –¿qué apellido tenía?, es decir: el
Teacher– quién mejor que él para ocupar la vicecancillería?
Los
acuerdos se lograron muy rápidamente, y para el día del traspaso de mando el
señor vicecanciller lucía un lujoso traje Armani a su medida, nuevo, impecable.
***
Si bien su apellido era
Greenberg, hacía años que nadie lo usaba. A punto tal que ni siquiera Alfonso
lo recordaba. La fuerza de repetir siempre su pseudónimo lo había ido
convirtiendo en "el Teacher", ya con valor autónomo de nombre,
incuestionable por cierto. Cuando Pérez Salazar lo vio en su acordado
encuentro, casi sin pensarlo lo saludó como don Alfonso Eltích –no se le podía
ocurrir que eso fuera un sobrenombre. El Teacher no quiso desdecirlo, y así
comenzó a tejerse la nueva historia. El licenciado Eltích lucía el día de la
asunción de su nuevo puesto, además de nuevo vestuario, también nuevo apellido.
Sentado en su despacho en el
Ministerio, el Teacher no terminaba de creerlo. Ahora no debía estar a la
búsqueda de reuniones y actividades sociales para ir a comer; al contrario:
sobraban. Se daba el lujo de elegir a cuáles no asistir –por supuesto, eran
muchas más a las que iba. Le habían asignado guardaespaldas, pero prefería no
utilizarlos. Eso lo constreñía mucho y no se sentía cómodo. En realidad,
básicamente su vida no había cambiado mucho. Si bien ahora tenía que cumplir un
horario –bastante elástico, por cierto–, eso no afectaba sus grandes
preocupaciones. La línea política de la cancillería no la fijaba él, por lo que
su tarea era más bien formal. Hacer buenas relaciones diplomáticas jamás le
había costado, y ahora cobrar un buen salario por eso era tocar el cielo. Para
todos pasó a ser el licenciado Eltích, y ya no quiso volver a hablar del tema.
Lo importante no le faltaba: buena comida y bebida a discreción.
La placidez de un cargo que le
permitía desplegar sus mejores dotes histriónicas y le hacía sentir su momento
de mayor éxtasis, se vio rápidamente interrumpida: a los dos meses murió Pérez
Salazar en un accidente aéreo. El Teacher tuvo que asumir la cancillería. En el
seno de la alianza se discutió bastante el asunto. La guerrilla tenía una
posición bastante radical, pretendiendo fijar una posición de no alineamiento
con Washington, y de ser posible, de distanciamiento. Se sucedieron varias
reuniones, acaloradas en más de un caso; en la última participó el Teacher. Su
intervención fue decisiva para tomar la decisión final.
Dado que era un apartidario no
comprometido con ninguna línea en particular y que nadie hacía una oposición
especial, las distintas corrientes de la coalición estuvieron de acuerdo en
nombrarlo Ministro. Por supuesto que el Teacher aceptó sin pensarlo dos veces
(los banquetes serían mejores aún, fue su lógica implacable).
***
Las primeras escaramuzas
tuvieron lugar en la zona de Arauca, en la región fronteriza con Venezuela. Las
reservas de petróleo eran la verdadera causa, y no era ajena la mano del Tío
Sam en toda la situación. Antes de tener oportunidad de verse con alguna
autoridad venezolana, un alto directivo de la empresa petrolera estadounidense
estaba ya pidiendo –exigiendo– una entrevista, la que se concretó dos días
después de los primeros disparos.
La sorpresa del estadounidense
fue grande al encontrar en su interlocutor un acento inglés similar al suyo.
Casualmente también él era originario de Paris, Texas, de donde había salido
siendo adolescente. Pero la sorpresa fue más grande aún ante las respuestas que
daba el Teacher. No sabía si se estaba mofando de él o eran sutilezas que le
costaba entender.
Después de una hora de
conversación, Mr. Adams –así se llamaba el gerente petrolero– tenía las cosas
cada vez más confusas. Su intención original era persuadir al gobierno
colombiano de no responder a la provocación venezolana, dejando los territorios
en disputa bajo jurisdicción de Caracas (las relaciones de Washington con
Venezuela eran mucho más fluidas que con Bogotá, con lo que podían asegurarse las
reservas de petróleo en disputa sin mayores contratiempos). Pero luego de su
intercambio con el Teacher ya no estaba tan convencido de lo que debía hacer;
llegó a pensar que su interlocutor tenía razón.
En realidad el señor canciller
no había dicho nada claramente; eran todas medias frases, plagadas de
contradicciones, que podían leerse de las más diversas maneras. Ante eso, Mr.
Adams no tenía claro cómo reaccionar. Apesadumbrado, optó por retirarse.
Nunca le había ocurrido algo
similar en su vida de funcionario de una gran empresa; con un tono de mando
fríamente ensayado, siempre obtenía lo que buscaba. Era una mezcla especial de
diplomático y militar autoritario. Pero esta vez, confrontado con el Teacher,
había fallado. Cuando tuvo que informar a sus superiores en Dallas, Texas, se
sintió avergonzado por no poder decir con exactitud a qué resultado había
llegado. En realidad estaba desconcertado; no sabía si había encontrado eco en
el extraño personaje con quien había conversado, haciéndolo atemorizar con sus
amenazas, o si había recibido una virtual declaración de hostilidades.
Confundido, y para aclarar de una vez esta incómoda situación, pidió otra cita
para el día siguiente.
El Teacher no tenía un especial
encono contra la potencia americana; en verdad, sus sentimientos nunca eran muy
claros. No amaba ni odiaba a nadie con vehemencia; lo único que le interesaba
era tener garantizadas sus cuotas diarias de alcohol y de comida. Incluso alguna
vez hasta había barajado la posibilidad de instalarse a vivir en el país de su
padre, idea que finalmente desechó, más que nada porque temía los vuelos en
avión, y se le antojaba demasiado largo el viaje por tierra. De todos modos,
envalentonado como estaba por el discurso antiimperialista que lo rodeaba y que
lo había llevado a ocupar su cargo actual, afloró su espíritu patriótico.
Nadie lo asesoró, con nadie lo
habló; fue una invención exclusivamente suya.
Recibió a Mr. Adams con una
cortesía excesiva, que no había tenido el día anterior. El petrolero comenzó a
hablar en inglés, directo, cortante. La orden –de eso se trataba, sin
cortapisas– era categórica: las autoridades de Bogotá debían dejar el
territorio en disputa sin mayores comentarios. Nada de promover
reivindicaciones nacionalistas, nada de hacer públicas esas cuestiones. La
reserva de petróleo que se había hallado –la tercera más grande del planeta–
era de prioridad absoluta para Washington, por tanto no se toleraría ningún
gobierno patriótico que osara impedir su explotación. Las formas de presión
podían ser muchas y variadas, desde el chantaje económico hasta la invasión
militar directa, si la situación lo ameritaba. Todo esto lo decía Mr. Adams con
una frialdad pasmosa, como si estuviera contando un cuento de hadas. Para
sorpresa del norteamericano, el Teacher hablaba sólo en español, y cada
intervención del estadounidense, antes de contestarla, la traducía con lujo de
detalles al castellano.
Todo lo que obtuvo el gerente
de la compañía petrolera fue una vaga promesa de estudiar la situación, sin
compromiso. El Teacher parecía burlarse de cada una de sus palabras. En
realidad, se burlaba. La conversación había sido transmitida en directo,
obviamente sin que Adams lo supiera, por una radio bogotana de poca cobertura
ligada al movimiento guerrillero. Alfonso había arreglado los detalles a última
hora, y se habían instalado convenientemente un par de micrófonos en su
despacho. Además, toda la charla había sido grabada, y al día siguiente no
había medio de comunicación que no se peleara por tener la noticia. El
escándalo fue mayúsculo.
***
Años después del incidente aún
se yergue la estatua al "maestro patriota", tal como se la llamó, en
la plaza del Boquerón –un espacio verde menor, sin gran relevancia en la
urbanística de Santa Fe de Bogotá. Evoca la figura de un prócer nacionalista
que murió en un accidente automovilístico bajo circunstancias bastante
confusas. Dos días después de la famosa entrevista que sostuviera con el
gerente de la compañía americana, el Teacher se desbarrancó desde más de
quinientos metros de altura con su automóvil guiando sólo, sin escolta, desde
un camino en las afueras de la capital. Lo curioso es que Alfonso no sabía
manejar.
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