viernes, 28 de septiembre de 2018

SINCERÁNDOSE





Señor Juez:

Suena un tanto rebuscado, peliculesco quizá, comenzar una carta de esta naturaleza dirigiéndosela al “Sr. Juez”. ¿Quién asegura que será un magistrado quien haya de leerla? ¿Y si fuera una Jueza en vez de un Juez? ¿No son estas cosas puras frases hechas, estereotipos cuestionables? ¿Y si la recoge el portero y la tira a la basura?
Como ven, el solo hecho de comenzar con esta elucubración ya muestra lo básico que quiero resaltar: ¡soy un incorregible mediocre!, un pusilánime anodino, banal, insignificante. Lo único que puedo hacer es detenerme en detalles insignificantes, en trivialidades sin importancia. Me hubiera gustado ser distinto: descollante, brillar con luz propia… ¡Pero no fue así! Me tengo que conformar con esto, con muy poco.
De todos modos, no quiero inspirar lástima. No quiero, ¡ni debo! hacerlo. ¿Por qué llamar a la conmiseración? No, de ninguna manera. Soy mediocre, ¿qué le voy a hacer?, pero hay que navegar con eso. Pero no, como suele decirse, navegar con bandera de algo para despistar, siendo en realidad otra cosa. Si navego con bandera de tonto, de trivial y superficial, es simple y llanamente porque eso soy. En todo caso, si me fuera posible, debería buscar las causas de esa eterna y agobiante mediocridad, para aspirar a solucionarla. Aunque ya, a esta altura de mi vida, no lo veo muy posible.
Creo que se trata de sincerarse, de no seguir engañándome y engañando a otros. Toda mi vida, hasta donde recuerdo, fue una interminable sucesión de engaños, de máscaras, de poses. Me asusta –¿me aterra, debería decir?– confrontarme con lo que soy. ¿Y qué soy? Pues bien… creo que sí, efectivamente, navegué con bandera equivoca. ¡Equivocada ex profeso!, claro… ¡Qué horror!
Si realmente desarrollara esa pregunta de qué soy, si la desarrollara con honestidad, con toda la profundidad que la situación impone, creo que nadie leería esta carta, porque sería interminablemente kilométrica. Aunque, conociendo la naturaleza humana y el morbo que nos alienta a todos, quizá muchos la leerían completa por el solo hecho de enterarse de mi desgracia. ¿Homo homini lupus, dijo alguien por ahí?
Pues bien, vamos a hacer un compromiso, una transacción: ni tanto ni tan poco. Es decir: no habré de explayarme profusamente sobre las causas de mis desdichas, pero tampoco dejaré de mencionar algunas cosas, las mínimas e indispensables para entender por qué estoy a punto de tomar la decisión tan trascendente que he de tomar.
Mi vida fue siempre un rosario de desgracias. ¡¡Y aclaro rápidamente, para que quede claro de una vez sin que haya necesidad de repetirlo, que no estoy buscando la lástima!! Hablo con la más profunda sinceridad. Mi mediocridad no puedo achacársela a mis padres. Ellos hicieron lo mejor que pudieron, dentro de sus limitaciones. Si soy un desastre, reconozco –con dolor– que es por mérito propio. Ya desde pequeño tuve la sensación que todo me salía mal. No entendía bien por qué, pero siempre me vi “raro”. Otros niños eran felices, disfrutaban de la vida, no se hacían problema por cada cosa. Yo no. Nunca pude sentirme plenamente feliz, ni desde niño –que es cuando, se supone, con la inocencia del caso, se goza la vida sin preocupaciones–. En secreto me cuestionaba todo, y nunca encontraba las respuestas.
Me apuro a aclarar, sin embargo, que esto de andar buscando explicaciones críticas desde pequeño, aunque pueda sonar muy “de vanguardia”, era ya una mentira. Me cuestionaba las cosas… porque nunca entendía nada. En realidad, más que cuestionarme, andaba buscando desesperadamente la explicación de aquello que, para mi vista, era incomprensible, y que percibía que todos los demás podían manejar con facilidad. Siempre, absoluta y totalmente siempre, mi sensación fue de desconcierto, de estar perdido, de estar en el lugar equivocado.
La otra gente entendía dónde estaba parada, qué debía hacer, para qué estaba en la vida. Yo no. Ese era –¡y sigue siendo hasta el día de hoy!– mi drama cotidiano.
0, al menos, uno de mis dramas, quizá el principal. Porque debo aclarar que hay varios.
Como ya van viendo –y perdonen que suene trágico quizá– lo mío no llama a la felicidad por ningún lado. No quiero ser trágico en el sentido más cabal del término; eso hace alusión a un destino marcado, negro, siempre negativo, ineluctable, del que no se puede salir. No me atrevo a decir que mi vida sea trágica, porque eso tendría, en todo caso, un valor trascendente: habría algo establecido por una fuerza superior, los dioses, la conjunción de los astros, no importa, algo que conduce la vida. Pero ello hasta puede tener, o más bien tiene, un valor épico, heroico. Lo mío… ¡ojalá fuera trágico en ese sentido! Lo mío es mucho más banal, sencillo, simple. Mis fracasos no tienen nada de heroicidad, de glorioso; lo mío es pura chabacanería, chapucería. Morir por la patria, morir defendiendo las Termópilas, por una causa justa, por la revolución, puede ser heroico; morir mordido por un cerdo rabioso en un chiquero, o atropellado por un camión al que se le fueron los frenos cuando estaba retrocediendo, no. Lo mío, por supuesto, tiene que ver con lo segundo.
¿Perciben la diferencia? No es poco, por cierto. Una cosa es salir derrotado en una gran pelea, monumental, notoria, fulgurante. ¡Eso sí es glorioso! Una gloriosa pelea con la vida, con final pírrico quizá. Y ahí me resuena esa palabra que tanto envidio, que miro con admiración, siempre desde abajo hacia arriba, con veneración: gigantomaquia. Otra muy distinta es terminar siempre mal por chapucero, por mediocre, por bobo. Morir en un chiquero atacado por un cerdo con hidrofobia no tiene mucho de glorioso… ¡Esa es la metáfora de mi vida! ¡¡La puta y asquerosa metáfora de mi vida!!..., pero absolutamente cierta. Perdón por el exabrupto, Sr. Juez, pero creo que no hay otra forma de expresar mi sentimiento que permitiéndome escribirlo así. Ya es hora de dejar de fingir.
Tengo que reconocerlo, aunque me duela en el alma: ¡soy bobalicón! Un bobalicón incorregible.
Como iba contando, ya desde pequeño me descubrí así: bobalicón, tonto, mentecato. Y desde pequeño, entonces, viene mi descarada mentira. Viví siempre intentando por todos los medios que no se notara esa condición. Pero nunca lo logré.
Algunos me dicen que soy sagaz, agudo. ¡Tonterías! Me lo dicen por puro cumplido, porque es muy ofensivo tratar de tonto en la cara a alguien. O, mucho peor: porque los engaño. Siempre me resonó aquello de: “si el sabio reprueba: malo; si el necio aplaude, peor”. Como vivo aterrorizado esperando que no se descubra la mediocridad en juego, me hago pasar por no mediocre. En otros términos: juego a parecer sagaz, a hacerme pasar por agudo. Pero, por favor entiéndanlo: lo actúo, lo miento. Soy una cosa, disfrazado de otra. ¡Un travesti!
Eso me recuerda palabras de la hermana de un amigo, vecino de mi infancia, patéticas, monstruosas. Teníamos un vecino en común con debilidad mental, con síndrome de Down; pero resulta que alguna vez este discapacitado dijo algo muy agudo –no importa exactamente qué era–. Lo cierto es que resultaba discordante que un jovencito así de impedido saliera con una agudeza profunda (creo que era respecto a una jugada de ajedrez, corrigiendo a alguien que se había equivocado). Tanto nos sorprendió, que esta muchacha le dijo: “no te hagas el normal”. La explosión de hilaridad de los presentes fue fabulosa. Hasta el día de hoy lo recuerdo y me mueve a risa.
¿Por qué relato este odioso, tóxico y repelente episodio? Porque pinta de cuerpo entero lo que ha sido mi vida: siempre fingiendo ser lo que no soy. ¡Pero no en términos de éxito social! No en relación a mostrar una cara de “éxito” económico allí donde no lo había –lo típico de las capas medias en cualquier lugar del mundo, siempre intentando mirar para arriba y aterrorizadas por la posibilidad de caer hacia la pobreza–. No, no: ¡de ningún modo eso! Mi mentira tiene que ver con lo que dijo esta muchacha con tanta espontaneidad: paso la vida haciéndome el normal. Y lo peor de todo es que muchos se lo creen…
¿Por qué lo hago?, se preguntarán ustedes. Pues…, si yo supiera… En realidad, no sé por qué me sale hacer eso. Pero lo hago casi como respuesta automática. Reconocer que soy un imbécil me espanta, me aterroriza. Y más aún, me espanta que la gente se dé cuenta.
Por allí leí alguna vez que a todo el mundo le pasa algo más o menos parecido: reconocer que no se sabe algo, que no se lo puede todo, que se es falible, que uno es limitado, todo eso asusta, horroriza. El ejercicio del poder pareciera que nos salva de esa sensación… ¡por eso es tan fascinante su posesión! Aunque yo, la verdad, nunca me sentí con poder. Más bien mi vida fue siempre, inexorablemente, el sentimiento de inferioridad, de fracaso, de pérdida. Tener poder es la ilusión de sentirse grande, sin faltas, absoluto. ¡Un dios!, en definitiva. ¿Será por eso que nos seduce tanto? Descubrir que uno no es dios, que no es absoluto, que tiene fallas –que se tira pedos, decía un amigo mío por ahí– asusta. Pero no quiero perderme en estos devaneos. Volvamos al punto.
Nada, absolutamente nada de lo que hago, me deja satisfecho. Como Funes el memorioso, aquel genial, o patético, personaje de Jorge Luis Borges, me paso todo el día repasando lo que hice, lo que dije, repitiendo meticulosamente cada elemento de mi jornada. Pero peor aún, me la paso revisando mi vida, lo que hice la semana pasada, el año pasado, lo que hice en mi juventud y en mi infancia, y no solo en el día anterior, como Funes… Y siempre encuentro lo mismo: el sabor amargo de la derrota.
Nunca, lamentablemente, nunca jamás en todos los años que llevo vividos, encuentro algo que me satisfaga en su totalidad. Ni con el sexo me pasa. A todo lo mío siempre le encuentro defectos, errores, mediocridades. Aun haciendo el amor. Quizá ahí más que en otros campos.
No voy a decir que no me guste fornicar; el orgasmo es una de las cosas más lindas del mundo, quizá la más linda. Pero aun eso no me termina de dejar tranquilo. Tengo que reconocerlo –aunque a usted, Sr. Juez, quizá estas intimidades no le interesen, o hasta le incomoden tal vez–, pero eyaculo, y ya estoy pensando en si lo hice bien o mal, en que otro lo hará mejor que yo, en que todo resultó pobre y podría (debería) haber sido mejor. Y una vez más, el amargo sabor de la derrota. Pero insisto: no de la derrota heroica, del triunfo pírrico que enorgullece, sino la chabacana imagen de la mordedura de un asqueroso cerdo rabioso. ¿Se entiende, no?
En otros términos: hago toda esta larga –y quizá muy aburrida– perorata (iba a decir introducción, pero me suena más a perorata, a insoportable sermón inaguantable, a grito desafinado de papagayo), hago esto para dar a entender por qué tomo la presente decisión. Me hubiera gustado no hacerlo así y dejar que la vida fluyese sin inconvenientes, pero no fue posible. ¿Usted cree, por ventura, que me complace hacer lo que he de hacer en un momento? ¿Usted tiene alguna idea de la monstruosa lucha interior que tengo en este momento, sabiendo que la decisión tomada es irreversible? Más aún: ¡tiene que ser irreversible!, pues si no, una vez más, aflora la más bastarda chapucería, y lo que hago no es creíble, es banal, es tonto. ¡No quiero que eso siga repitiéndose!
Pues bien: he tomado la decisión, y no hay vuelta atrás, Sr. Juez. Pero le insistiré un poco más en los profundos motivos que me llevan a hacer esto. ¡Soy un fracaso! Así como lo puede leer: un fra-ca-so, con todas las letras. ¿A usted le pasa esto? No, seguro que no. Usted, como todo Juez, como todo ser humano, como persona, como profesional, probablemente como esposo y como padre de familia, tendrá aciertos y desaciertos en su vida. Haber llegado a ocupar el cargo que ocupa, sin dudas permite ver que no es tan fallado, tan lleno de contradicciones, de miserias. Yo, por el contrario, ¿qué llegué a ser? ¿En qué me ha ido bien? Lo único que he hecho en mi vida es engañar: engañarme a mí mismo (bueno…, un poco, porque no me lo creo del todo), y engañar a los otros, engañar a la gente. ¿Se da cuenta, mi estimado Sr. Juez? No creo que usted se pase engañando al mundo toda la vida. No, eso no es posible. Como dijo no sé qué presidente de Estados Unidos: “es posible engañar a algunos todo el tiempo, o engañar a todos por un corto tiempo. Pero no es posible engañar a todos todo el tiempo”. Pues bien, ahí está el núcleo de mi drama: vivo desesperado porque intento engañar a todos todo el tiempo, sabiendo que eso no es posible.
Por supuesto que habrá gente, mucha gente, más de lo que me imagino o de lo que quiero creer, que sabe que todo lo mío es mascarada. Pero el solo pensarlo me aterroriza.
Muchas veces en mi vida pensé terminar todo abruptamente. No solo porque todo me sale mal. Eso, al fin y al cabo, parece inexorable. Hay límites, y hay que aprender a reconocerlos. No puedo ser lo que no soy. Pero no está ahí el verdadero núcleo del problema. El drama, la profunda tragedia de mi vida es que no quiero aceptar mis flaquezas, mis miserias –¿habrá alguien que no las tenga?– sino esa infame manía de ocultarlas, de “hacerme pasar por normal”, de hacer como que no hay problemas, fingir. No quiero hacer eso… ¡pero no puedo impedirlo! Es más fuerte que yo, créamelo sinceramente, mi estimado Sr. Juez (¿le puedo decir “estimado”, no?).
Por todo ello, como le decía, pensé terminar mi vida en reiteradas ocasiones. Pero no me atreví. Dos veces estuve cerca de hacerlo: en un caso, había fabulado tomar un seguro de vida muy grande poniéndolo a nombre de mi familia, y fingir un accidente. Por supuesto, no me atreví. La otra, cuando tuve mi primera impotencia sexual –no fue con mi esposa sino con una acompañante ocasional, por allí– fue más dramática: pensé, tal como había visto alguna vez en una película, partirme la cabeza de un hachazo. De todos modos, desistí: eso me pareció demasiado loco, demasiado cruento. Así, mis hijas sabrían que fue suicidio… y eso es malo. No por la creencia cristiana del pecado que representa quitarse la vida –aclaro que no soy creyente, ni cristiano ni seguidor de ninguna religión– sino por lo que leí en algún lado: que ocho de cada diez hijos de suicidas también se suicidan. Y creo que no tengo el más mínimo derecho de condenar a mis hijas a eso.
Ahora que hablo de mis hijas, también allí quiero hacer una consideración. Las quiero, por supuesto; las adoro, quizá son lo único en la vida que quiero realmente. A mis viejos tengo que decir que los quería –sería sacrílego decir lo contrario, ¿verdad?–, pero en honor a la más pura verdad, he de reconocer que no los quería tanto. De hecho, no lloré en ninguno de sus dos funerales. ¿Llorarán mis hijas por mí ante mi cadáver? Me atrevo a decir que no, que secretamente estarán contentas, porque el día en que me entierren (no tengo el suficiente valor de hacerme cremar, como realmente querría), asumo que se estarán sacando un peso de encima. Quizá me lloren, pero no creo que sea un llanto muy genuino.
Y, por supuesto, si ellas no me quieren mucho –aunque simulen hacerlo– es por mi responsabilidad. Mi esposa creo que no tiene nada que ver en esto. Ella sí es amorosa. Lo es con todo el mundo, con sus hijas, conmigo, con la gente. Si yo no puedo amarla –amarla verdaderamente, me refiero– no es por su culpa: ¡es por mis terribles complejos!
Sr. Juez: creo que yo no quiero a nadie. Tal vez por eso mis hijas no me quieren a mí. Y de ello se desprenden dos cosas de las que quiero escribir algo, antes de pasar al acto y hacer lo que vengo prometiendo desde el inicio de esta misiva (perdone si ya lo tengo hastiado por mi estilo barroco, pesado, interminablemente aburridor). Amo a mis hijas, pero también ahí siento mi fracaso. Tengo que reconocerlo: hubiera preferido varones. Eso nunca lo dije, ni a mi esposa ni a nadie. No tuve confesor, amigo íntimo ni psicoanalista a quien contárselo: siempre me quedé con las ganas de tener un hijo varón. Además, ninguna de las dos siguió mis pasos, al menos como humanista (no me refiero a seguir mis pasos como mediocre fracasado). Yo, como tal vez lo sabrá cuando comience las pesquisas una vez leída la presente carta, soy un humanista (quizá es demasiado exagerado decirlo así). Mejor aún: un gris y anodino profesor de literatura, que quiso ser pintor en algún momento de su vida, y que fantaseó con escribir un libro de filosofía del lenguaje (libro que, por supuesto, no se concretó). Humanista al fin, me hubiera gustado que mis dos hijas anduvieran por ahí, pero ambas se dedicaron a otra cosa: ingeniera en sistemas una, laboratorista la otra.
Es su decisión, por supuesto…, pero me pesa. No tengo tema para hablar con ellas. Hablar de sus esposos me resulta banal, y de cosas femeninas… menos aún. Hay mucho de farsa en la relación. Al menos de mi parte.
Pero así llegamos al otro punto, quizá capital, del que he hablado –o escrito– poco todavía: mi terrible, monstruosa incapacidad de amar.
Tuve mujeres: la oficial, algunas ocasionales, algunas con las que verdaderamente llegué a apasionare (un corto tiempo). Pero nunca pude sentir que daría la vida por alguien. Si algo me gustaba, si algo efectivamente me apasionaba, era ir a velorios. Por supuesto, jamás decía esto (¡me hubieran tomado por loco!). Aunque secretamente era una de las pocas cosas, quizá la única, que me movía en lo más profundo. Era una sensación de triunfo indescriptible. Era una pulseada con La Parca, y al dar el pésame con el cadáver ahí presente, sentir la sensación de “no todavía, gané por esta vez”.
¿Se entiende lo que digo?
De mi producción mejor ni hablar: profesor tedioso, soporífero, que movía siempre al bostezo y jamás al interés de sus oyentes, lo mío fue una retahíla de desgracias. Que me hayan dado el premio a la excelencia docente en tres oportunidades me parece patético. ¡¡¿Cómo puede haberse dejado engañar así esta gente?!! O, quizá, son más mediocres que yo… Bueno, pero eso no importa ahora.
Lo cierto es que las pocas veces que publiqué algunos artículos científicos en revistas especializadas –siempre de segunda línea, más por “lástima” de los editores que por verdaderas capacidades propias, por genuinos aportes que sirvieran para algo– irremediablemente quedé con la sensación de falsedad, de mentira que nadie se atrevía a descubrir (los editores necesitan presentar resultados, y por descarte terminan aceptando cualquier porquería. Eso es un hecho, aunque usted no lo crea).
De todos modos, vamos al grano con esto de la producción intelectual: este es, seguramente, el punto que más me angustia. Si en algo me sentí un impostor durante toda mi vida, fue en esto. Nunca plagié nada, se lo puedo asegurar. En todo caso, mi problema no era la haraganería, la dejadez. Eso no me afectó nunca. Lo mío era la sensación de absoluta precariedad intelectual, y los continuos, denodados, tragicómicos esfuerzos por maquillar eso. Espero que me esté entendiendo.
Como se da cuenta, estimado Sr. Juez, por el flanco que abordemos, lo único que podrá encontrarse son lágrimas, por decir lo mínimo. Lágrimas, o vergüenza. Una profunda vergüenza que hay que tapar. ¡Esto no es vida!
La energía puesta en toda esa operación me agota, me agobia. Si todos esos esfuerzos los hubiera dedicado a producir algo más “decente”, para decirlo de algún modo suave, estoy seguro que hubiera logrado muchas más cosas en mi vida. Y quizá –no exagero– cosas de valor. ¡Pero no! Toda mi energía estuvo siempre, puntual y sistemáticamente, dirigida a mantener la mentira, la máscara, el engaño. Y creo que en una buena medida lo logré. Como le digo: ¡hasta premios a la excelencia gané! ¡¡Qué mundo tan loco!!, ¿no?
¿Por qué mi vida fue este desastre? Sinceramente… ¡no lo sé! ¿A quién se lo puede reclamar ahora? Tampoco lo sé…  Quizá ya es muy tarde para reclamar. Eso suena, incluso, a justificación; es como desculpabilizarse. Y ahí puede entrar la excusa que se desee: los padres malos, la injusticia social, dios (o los dioses, o la deidad que se quiera: Poseidón, Jehová, el Dios del Trueno, Buda, etc., etc.). ¿Quizá un hermano mayor malo? ¿Tal vez las dichosas condiciones económico-sociales desfavorables? ¡¡No!!, por favor. No quiero seguir engañándome ni engañando a nadie. Ya va siendo hora que me haga grandecito y acepte todo este circo multicolor que yo mismo he creado. Que ¡yo solo! he ido creando, y del que soy la primera víctima. Ahora ya es materialmente imposible salirme de todo esto.
Por eso busqué esta vía drástica, contundente, total. En realidad, luego de pensarlo y repensarlo mucho, de devanarme los sesos por interminables noches de insomnio, pude llegar –¡felizmente!– a esta angustiosa decisión. Angustiosa… ¡pero infinitamente necesaria! En realidad, pensé que nunca llegaría. Por suerte: me equivoqué.
Sr. Juez: no quiero continuar engañando a nadie, vendiéndole ilusiones, máscaras, espejitos de colores. No tengo el más mínimo derecho a seguir haciendo eso. Más aún: me siento despreciable, un gusano inmundo, un hipócrita absoluto si sigo por ese camino, un farsante al que se debería castigar de modo contundente. Afortunadamente pude darme cuenta de todo esto y tomar la gran decisión. ¡Era necesario! ¡¡Era imprescindible!! Pude dar el paso (aunque reconozco me costó horrores).
Si de algo puedo sentirme orgulloso, de lo único en mi vida que puedo sentirse verdaderamente orgulloso, es que cuando me torturaron, allá en mi lejana juventud cuando formaba parte del movimiento revolucionario, no delaté a nadie. Preferí perder mi ojo izquierdo antes que abrir la boca. De verdad, Sr. Juez, eso me enorgullece. Pero no quiero hablar de eso.
Por todo lo anterior, entonces –y hasta, incluso, por ese mismo motivo de orgullo que llevo a cuestas, que no deja de tener también ribetes de profunda mediocridad, más allá de lo heroico de la acción (¿le parece correcto estar orgulloso de ser un discapacitado?)– es que tomo la decisión, Sr. Juez. No se culpe a nadie, absolutamente a nadie de la misma. Es mi más profundo acto de voluntad. Creo que nunca estuve más claro y consciente de algo que habría de acometer en mi vida. Es más: diría que nunca, nunca jamás en mi vida, absolutamente nunca en toda mi triste historia, estuve más decidido y alegre de una acción mía, de un acto asumido como propio, de una decisión que siento como lo más íntima y profundamente mío.
Sr. Juez: ¡he de seguir viviendo cada vez con mayor plenitud, con mayores ganas, con mayor deseo de enmendar esta interminable cohorte de taradeces y despropósitos que fue mi vida hasta ahora!
Sr. Juez: ¡viviré!
Dixi, et salvavi animam meam.

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