Las lámparas ardían sin cesar ya bien
entrada la madrugada. En la sala imperial estaban el emperador Constantino con
tres de sus asesores sentados en torno a una inmensa mesa plagada de pergaminos
y copas doradas con vino, y seis soldados de custodia algo más lejos, parados en
torno a las dos puertas de la enorme habitación. Las caras tensas de todos los
reunidos denotaban preocupación.
–Así
es, señores– sentenció Constantino con aire ceremonial. –Es imprescindible que en forma urgente
hagamos algo… Y creo que los cristianos… Bueno, la jerarquía de los cristianos,
todos sus obispos, el obispo de Roma, los de Oriente, el de Libia, todos ellos,
de poder ser quienes hundan al imperio, si los sabemos poner de nuestro lado,
podrán ser nuestra salvación–.
–Sí,
Majestad. Claro que sí, pero… no será tarea fácil–.
–¿Y
quién dijo que lo fuera? Nada es fácil, señores. ¡Nada! ¿O creen, acaso, que no
costó muchísimo vencer a Licinio? Por supuesto que sí… ¡Pero lo hice!–,
agregó levantando atronadoramente el tono de la voz. –Insisto: si los cristianos son el peligro para el imperio, no hay más
camino que neutralizarlos–.
–Es
lo que venimos haciendo desde hace trescientos años, Majestad–.
–Pero
no alcanza. No alcanza, al menos, hacerlo de esa manera–.
De pronto, dirigiéndose a uno de sus
asistentes con una copa de vino en la mano y los ojos llenos de un brillo
asesino, Constantino preguntó casi con desdén:
–Dinos,
Plinio: ¿cuántos cristianos se llevan comidos ya los leones?–
–No
sabría deciros la cifra exacta, Eminencia. Pero calculo que en estos últimos
años…–, la expresión de desconcierto del interrogado era evidente. Sacando
fuerzas de donde no las tenía, agregó: –calculo…este…que
varios miles–.
–Bueno,
aunque no sepas la cantidad exacta, es evidente que matamos cristianos, y
matamos más cristianos… y nunca deja de haber más. ¿Qué tiene esta creencia que
atrae tanto a la gente?–
En realidad, la última expresión del
emperador no era una pregunta en sentido estricto. Era una reflexión con forma
de interrogación. Se lo estaba preguntando a sí mismo.
–Es
que…estos cristianos siguen las enseñanzas de ese subversivo…– terció uno
de los asesores, sintiéndose interpelado.
–¿Quién?
¿Ese que llaman el rey de los judíos?–, interrumpió furioso Constantino.
–El
mismo, Excelencia. Ese mismo–.
Se hizo un silencio tenso en la
estancia. Nadie se atrevía a continuar hablando a la espera de la reacción del
emperador.
De pronto, dando un manotazo sobre la
mesa, gritó imperioso: –¡A dormir,
señores! Ya es muy tarde. Y haremos así: si matándolos no podemos detenerlos,
neutralizaremos a sus jefes. Tal vez eso es lo que tendríamos que haber hecho
hace tiempo: trabajar con la dirigencia en vez de hacer correr tanta sangre. Ya
lo hablé con el obispo Osio de Córdoba. Haremos esa reunión aquí mismo, cerca
de Constantinopla. Será en Nicea, para el mes de mayo–. Diciendo esto, se
levantó. Todos lo hicieron tras él, y en respetuoso silencio lo saludaron agachando
discretamente la cabeza.
Faltaban tres meses para el encuentro.
Constantino había estipulado que el 20 de mayo, por la tarde, comenzaría el
evento, el mismo día en que, por la mañana, darían inicio las celebraciones del
triunfo sobre su rival Licinio con el que quedaba unificado el imperio. Para
demostrar claramente que era el único emperador sin sombra de dudas, festejaría
su poderío militar y político al mismo tiempo que pondría en marcha el plan
para terminar con esa molestia de los cristianos, que no cesaban de crecer y
fortalecerse.
Los preparativos para el concilio
religioso se sucedían a marcha forzada. En relativamente poco tiempo fueron
convocados cerca de cuatrocientos obispos de todos los puntos del imperio;
incluso el obispo de Roma, Silvestre I, fue directamente invitado por Constantino
a través de una carta firmada de su propia mano. Contar con esa presencia era
fundamental para su estrategia imperial, estimaba el monarca. Faltando unas
pocas semanas para el inicio de la gran cita, el prelado informó que no podría
estar en persona debido a su avanzada edad, pero enviaba en su lugar dos
representantes, Víctor y Vicentius.
–No
está mal– concluyó Constantino. –Por
último, viene alguien–.
Los cristianos, de una secta esotérica,
habían pasado a ser un verdadero poder a lo largo y ancho de todo el imperio. Si
bien no detentaban ninguna autoridad política ni militar, su presencia moral
les confería una fuerza que las lanzas de los soldados imperiales no lograban
silenciar.
–Esto
de amarse unos a los otros todos como iguales, además de ser una locura, es
peligroso. ¿Dónde se ha visto tamaña afrenta a la jerarquía? ¿Cómo permitirlo?
Los de abajo deben temer a los de arriba, no amarlos. Y nosotros, los
superiores, ¿cómo vamos a amar a nuestros súbditos, a nuestros esclavos?–
Constantino el Grande, como gustaba
hacerse llamar, no sabía mucho de teología. Ni le interesaba saber. Para él
esas discusiones eran absurdas, una completa pérdida de tiempo. Con una de sus
amantes, la preferida: Gilberta, se permitió ser bastante locuaz al respecto:
–Para
serte franco, yo, en lo más recóndito, sigo siendo un ferviente adorador del
“Sol Invicto”, el dios al que profesaran respeto mis padres y cuya tradición me
transmitieron. ¡No puedo entender esta moda moderna del cristianismo! Aunque en
verdad, lo que más me incomoda de todo esto no son esas cuestiones ridículas de
si el rey de los judíos fue mandado por un dios todopoderoso, si pudo revivir después
de muerto en la cruz y si voló hacia los cielos. No, todo eso me tiene sin
cuidado, Gilberta–, decía emocionado el soberano ante los ojos de una
muchacha que lo miraba con ojos desorbitados luego de haber hecho tres veces el
amor. Era evidente que la pobre no entendía ni una palabra lo que su señor le
decía, pero no dejaba de seguirlo con atención.
–¿Sabes
qué es lo que más me indigna en verdad? Ese desprecio que tienen los cristianos
por la autoridad. ¿Viste cómo nos desprecian a nosotros, la autoridad del
imperio más grande del mundo? ¿Tú te has dado cuenta la forma en que tratan a
nuestros soldados? No los agreden sino que… ¡los aman!–
–Mira,
mi señor: con humilde respeto me permito deciros que, hasta donde yo puedo
darme cuenta, ellos transmiten bondad, humildad. Cuando dicen que son todos
iguales, ¿porque eso es lo que dicen, verdad?, pues… cuando dicen eso, lo creen.
Lo creen y lo practican–.
Constantino quedó sorprendido. Jamás
hubiera imaginado que una de sus
amantes pudiese decir algo así. No sólo por el contenido de lo dicho. Eso, por
lo pronto, ya lo exasperaba. Pero más aún lo sacaba de quicio que una mujer,
una “vulgar amante”, como solía decir, pudiera tener criterio propio.
–¡Pero
qué! ¿Tú también eres cristiana entonces?–, vociferó el emperador.
La joven comenzó a temblar atemorizada.
Ya sentía el filo de la daga en su garganta, y antes que ello ocurriera se tiró
al piso abrazando los pies de su señor.
–No,
mi amo. No, por favor…Os pido perdón–. Las lágrimas brotaban profusas en
sus ojos despavoridos.
–Levántate,
vamos, levántate–, dijo magnánimo Constantino. –No es contigo el problema. Pero me haces ver claramente lo que venía
pensando, me lo reafirmas. Tú eres alguien del pueblo finalmente, una plebeya.
Y ves en estos subversivos lo que, seguramente, ve todo el populacho: una
promesa, y por tanto, ¡un peligro para el imperio!–
–Pero
¿por qué dices eso, mi amo y señor?–, preguntó Gilberta conmocionada.
–¿Es
que no terminas de verlo? Estos fanáticos, subversivos y revolucionarios, son
un nuevo Espartaco para la seguridad del imperio. Y si no los paramos a tiempo
serán ellos los que terminarán derrotándonos. ¡Pero ya sé cómo los
neutralizaremos! Compraremos a sus dirigentes. Mucho oro, piedras preciosas,
buenas ropas… ¿A quién no le gusta eso? Todo hombre tiene su precio, mi querida
Gilberta–. Dicho lo cual, volvieron a hacer el amor dos veces más, con más
ferocidad que las anteriores.
A los colaboradores directos del
emperador llamó un tanto la atención tal acumulación de riquezas. Nunca habían
visto tantas monedas de oro juntas, ni tantas piedras preciosas. Había objetos
de arte y maravillas traídas desde todos los puntos del imperio, y de más allá:
tapices de Persia, joyas de Libia, tejidos finos de Siria, marfil de la India , las mejores espadas
de acero de Iberia, vinos de Grecia, adornos en mármol de Italia. En el botín
se habían considerado también esclavas negras, atractivas jovencitas de
provocativos cuerpos y lasciva mirada. Había también leones de Eritrea y
rarezas como tigres de la
Bengala o una gran alberca con animales acuáticos como
serpientes marinas, medusas de colosal tamaño y cocodrilos gigantes del Nilo.
Nadie sabía exactamente para qué era todo eso. Sólo el emperador lo sabía. El
emperador y algunos de sus pocos asesores de confianza.
–¡Magistral,
Su Excelencia! Seguro que aceptarán. ¿Quién rehusaría a tanto esplendor?–
fueron las obsecuentes palabras de alguno de ellos.
La oferta era más que generosa: fin de
las persecuciones, fin de los suplicios para los cristianos y grandes riquezas
para los obispos, para todos por igual, incluso cargos públicos en la dirección
del imperio. Todo ello a cambio de moderar el discurso subversivo, o que al
menos Constantino y la aristocracia gobernante consideraban subversivo, por
parte de la secta de los cristianos. Había que demostrar que las enseñanzas del
que consideraban su Maestro, ese carpintero predicador al que se le atribuían
milagros y que hablaba del amor incondicional, de la igualdad entre todos los
hombres, que todo eso era secundario. Lo importante era la adoración de un dios
omnipotente, único, absoluto, no comprometido con cuestiones terrenales y que
prometía a todos un paraíso eterno luego de la muerte. Y no era eso
precisamente lo que había enseñado este judío ajusticiado junto a dos ladrones.
Había que empezar a escribir una nueva historia.
–El
populacho, finalmente, cree y hace lo que le dicen sus dirigentes. Para algo
nuestros antepasados habrán inventado aquello de “pan y circo”, ¿verdad?–
explicaba Constantino sin tapujos. Su claridad, no por descarnada, era menos
acertada.
Los obispos fueron llegando hacia
principios de mayo. En general era gente pobre, del pueblo, convencidos de su
obra y de su prédica. Todos habían aceptado ir a Nicea sin conocer de la oferta
que les esperaba; pero todos habían visto en la propuesta del emperador la
posibilidad de poner fin a la persecución de su gente. Eso es lo que les había
impulsado a asistir. Eran ya trescientos años de sufrimientos, y si ahora se
podía poner un remedio a esa situación, no era de desaprovecharse la ocasión.
Muchos de ellos habían sido duramente
torturados por los soldados del imperio en años recientes, y todos llevaban a
sus espaldas las indecibles penurias de su pueblo cristiano, en nombre del cual
ahora hablaban. Todos los obispos fueron recibidos personalmente por
Constantino, quien les presentó la oferta uno por uno.
También lo mismo fue para con Arrio, el
rebelde presbítero de Alejandría.
Llegó acompañado de Eusebio
de Nicomedia, pero por no ser obispo, si bien podía estar en el cónclave, no
tenía derecho a participar en las deliberaciones. De todos modos, era figura
clave. Era él, popular y amado por sus seguidores, quien constituía sin dudas
el principal obstáculo para los planes de manipulación de toda la dirigencia
cristiana. El problema estribaba en asuntos teológicos, pero de decisiva importancia
práctica, políticos por tanto.
–No
importa si este predicador que andaba los caminos de la Palestina existía desde
siempre como espíritu o fue creado en un momento por el dios que adoran los
cristianos. No importa si son de la misma sustancia padre e hijo. Miren,
señores: todas esas son pamplinas intrascendentes. Y si a este tal Arrio de
Alejandría le interesa profundizar en esos temas y hacer una causa en la
defensa de su tesis, bueno… mientras quede en puras discusiones teológicas,
pasa. Pero si con esto de que Jesús era un mortal iluminado por el dios padre,
lo que se transmite finalmente al populacho es la preocupación por la igualdad
entre todos los mortales…, si es así: ¡señores, entonces estamos perdidos!–
Las palabras de Constantino ante sus
asesores más cercanos estaban cargadas de pasión, de profunda convicción. Se
veía que en el asunto le iba la vida. Y no sólo la suya: ahí se jugaba la vida
del imperio del que era amo supremo y conductor. Cualquier alzamiento que
contradijera la rígida estructura social de las clases dominantes era una alarma
intolerable. La rebelión esclava de trescientos años atrás aún estaba presente
en la memoria de la aristocracia, y este movimiento que reivindicaba la
igualdad solidaria entre todos los seres humanos tenía el valor de una nueva afrenta
insoportable, peor que la de los esclavos.
–Esto
que os diré ahora es un riguroso secreto de Estado, y si alguno de vosotros
osara hacer la más mínima confesión al respecto, confesiones de esas que
solemos hacerle a nuestras amantes al calor de algún trago, si alguno cometiera
la tamaña estupidez de permitir que se le escapase una letra al respecto, por
mi honor de Emperador os juro que con estas manos le cortaré el cuello–. El
silencio en la recámara era absoluto. Se podía escuchar la respiración alterada
de todos; nadie se atrevía a tomar la palabra. Fue Lúculo quien se atrevió a
preguntar:
–Majestad,
con todo el respeto del caso, ¿en qué consiste el plan?–
–Hay
que transformar a este Jesús de Nazareth en un dios, una deidad inalcanzable,
alguien que no tenga nada que ver con las penurias mundanas, alguien a quien se
alabe por su majestuosidad inapelable y no porque incite a la rebelión–.
–No
necesitamos un nuevo Espartaco– agregó victorioso Lúculo.
–¡Exacto!,
querido amigo. Necesitamos un nuevo Júpiter, un nuevo Zeus. Que el populacho se
preocupe por la salvación de sus almas, por la vida de ultratumba y que nos
deje las riquezas tranquilas. Si ahora el dios de moda se llama Jehová, Jesús o
judío crucificado, pues que así sea. Y si este harapiento carpintero barbado
rey de los judíos nos sirve para mantenernos en paz: ¡viva Jesús de la cruz! Y
hagámonos todos cristianos. Pero cuidado: ¡basta de rebeliones y amor entre
iguales! ¿Está claro?–
Como siempre que Constantino hablaba con
ese tono lapidario, sus rodeantes callaban; y en muchos casos, temblaban de
miedo. En este momento no estaba increpando a ninguno de los presentes, pero de
todos modos su actitud era tan arrolladora, el brillo de sus ojos tan feroz y
su voz tan estentórea que los cuatro acompañantes se sentían cohibidos.
Nunca se supo exactamente qué dijo el
emperador a cada uno de los dirigentes cristianos con los que habló en forma
personal. A todos les dispensó no menos de una hora en su cámara imperial. A
todos ofreció buen vino y mejores viandas. También a los heterodoxos Arrio de
Alejandría y Eusebio de Nicomedia.
Todos los obispos de entre los alrededor
de trescientos asistentes, o la gran mayoría al menos, salieron rebosantes de
alegría de su reunión con el sumo dignatario imperial. También Eusebio. Pero no
así Arrio.
La propuesta de bienes materiales y
cargos jerárquicos del imperio en sus respectivas zonas de influencia conmovió
a la casi totalidad. También a Eusebio. Fueron necesarias fuertes reprimendas
por parte de Arrio para que su compañero no cayera en la tentación de la
oferta. Tocado en su conciencia, finalmente optó por defender las tesis
arrianas durante el concilio. Pero las riquezas y el poder en juego inclinaron
la balanza totalmente hacia lo que perseguía el emperador. Por casi absoluta
mayoría todos los obispos decidieron anatematizar la posición arriana.
Dado que el mismo Arrio no podía tomar
parte en las deliberaciones a puerta cerrada de los jerarcas por no ser obispo,
durante mucho tiempo del cónclave se dedicó a vagar por la ciudad de Nicea, por
los jardines del palacio donde se hospedaba, a contactar gente del lugar. Fue
así que conoció a Gilberta, la amante preferida de Constantino.
–La
carne es débil– se decía Arrio justificándose, –y la mía mucho más aún–.
Fue conocerse y mutuamente desearse en
forma desenfrenada. La pasión desatada era grande. Arrio no quería
desentenderse un momento del desarrollo de las deliberaciones, y también quería
estar todo el tiempo con su recién conocida amante. Entre una y otra actividad
pasó los días en que tuvo lugar el concilio.
Parecía que todos los obispos habían
aceptado de buen grado la oferta de Constantino y todos coincidían en la
necesidad de dejar claro que Jesús era dios quitándole su carácter mundano.
Pero ante ello Arrio decidió contraatacar. Toda una noche pasó junto con
Eusebio redactando el alegato que usarían para probar la terrenalidad del
predicador de Nazareth. Al día siguiente Arrio prefirió desestimar el llamado
de Gilberta, quien tenía la certeza de estar sola todo el día puesto que el
emperador asistiría a las reuniones con los religiosos; él quería acompañar
fervientemente, aunque fuera del recinto, la defensa que realizaría su
compañero delante a todo el sínodo.
Eusebio, gran orador, pronunció una
encendido discurso en latín. Sus argumentos fueron contundentes, directos. No
quedaban dudas que el Maestro, enviado de dios, venía a traer un mensaje
novedoso para aquel entonces: el amor y la tolerancia. Era más importante
incluso, según su fervorosa presentación, la figura de Jesús que la del mismo
padre celestial. El nuevo movimiento de los cristianos, según sus palabras,
estaba llamado a ser una salvación en un mundo plagado de injusticias y
guerras. El amor incondicional entre todos los seres humanos era la clave,
tanto como la renuncia a la soberbia, a la arrogancia que confieren las
riquezas materiales y el poder.
Pero en medio de la ponencia de Eusebio
fueron varios los obispos que lo interrumpieron al grito de “¡hereje!”,
“¡blasfemo!”. Incluso, en un conato de agresión contra su persona, le quitaron
de su mano el pliego donde tenía escritas sus notas y lo rompieron.
–“¡Destierro,
destierro!”– fue el pedido generalizado de los presentes. Constantino,
presente en la sala de deliberaciones, sonreía complacido.
Consecuencia de ello fue que tanto el
ponente, Eusebio, como la cabeza del movimiento, Arrio de Alejandría, fueron
condenados al exilio. El libro de este último, Talía, un compendio de sermones
usualmente cantados con profundo fervor por los feligreses de su diócesis, fue
quemado públicamente.
Pero la otra consecuencia, seguramente la más importante,
fue la aprobación del documento que el emperador tanto ansiaba, la declaración
que legitimaba la naturaleza divina del predicador subversivo y que no daba
lugar a futuras controversias, lo que posteriormente se conoció como el Credo
Niceno: “Creemos en un
Dios Padre Todopoderoso, hacedor
de todas las cosas visibles e invisibles. Y en un Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, engendrado como el Unigénito
del Padre, es decir, de la sustancia del Padre, Dios de Dios; luz de luz; Dios
verdadero de Dios verdadero; engendrado, no hecho; consustancial al Padre;
mediante el cual todas las cosas fueron hechas, tanto las que están en los
cielos como las que están en la tierra; quien para nosotros los humanos y para
nuestra salvación descendió y se hizo carne, se hizo humano, y sufrió, y
resucitó al tercer día, y vendrá a juzgar a los vivos y los muertos. Y en el Espíritu Santo”.
Como era de esperarse, ni Arrio ni Eusebio firmaron el documento, marchando
prestos al exilio. Tan apresurados salieron que Arrio ni siquiera pudo
despedirse de Gilberta.
Todo esto trajo profundas consecuencias,
tanto para los cristianos como para la dinámica del imperio. Cooptados los
principales dirigentes de ese movimiento tan molesto a la corona que era la
naciente iglesia cristiana, comprada buena parte de sus obispos con el oro
imperial, las nuevas relaciones que comenzaron a tejerse entre ambas instancias
fueron dejando atrás el espíritu fraterno de los primeros seguidores del
Maestro Jesús. El lujo, la adoración de la riqueza y de los poderes temporales
fueron haciéndose cada vez más presentes entre la jerarquía eclesiástica.
Aquello de “poner la otra mejilla” terminó por ser una mera declaración vacía,
y las mieles del poder fueron tiñendo la práctica cotidiana de los jerarcas,
cada vez más hasta hacerlos sentir un nuevo poder, poder que persistió en el
tiempo más allá del mismo Imperio Romano.
El cristianismo, a partir del concilio
de Nicea, comenzó a hacerse cada vez más popular por todo el imperio, dado que
ya no era perseguido; no llegó a ser aún la religión oficial en tiempos de
Constantino, pero devino la religión popular, la religión de moda, pues era la
que profesaba el emperador. De hecho, él cada vez más se intrometía en
cuestiones supuestamente teológicas, pero que no eran sino la marcha política
del movimiento hasta ayer contestatario. Eran, en realidad, cuestiones de
Estado. Después de su intervención para forzar el Credo Niceno, se sentía ya un
especialista en estos temas de fe. “El
obispo de los de afuera de la
Iglesia ”, gustaba decirse, no sin cierta sorna.
De esta manera, con su intervención se lograba dar fin a un
largo proceso de unificación para todo el imperio. Con su reciente triunfo
sobre Licinio había un solo emperador, y por tanto una ley y una ciudadanía
única para todos los hombres libres. Para que la unificación fuese completa
faltaba una religión única. De ahí la necesidad tan imperiosa de este concilio
para lograr una sola cristiandad, dócil y uniformada al máximo posible.
–La inversión en unas
cuantas joyas y monedas de oro no fue mal negocio– reflexionaría
satisfecho.
La iglesia cristiana, de un factor de
enfrentamiento al poder, terminaría siendo con los años un poder en sí mismo.
Caído el imperio, sería ella quien sobreviviría victoriosa.
Eusebio de Nicomedia, hábil político y
pariente en grado lejano de Constantino, fue logrando acercarse nuevamente a la
corona hasta lograr su rehabilitación. Finalmente llegaría a ser el confesor
privado del monarca y quien lo bautizaría ya en su lecho de muerte, dado que
Constantino nunca fue realmente cristiano durante toda su vida.
En un primer momento, apenas concluido el
concilio en Nicea, el emperador había pensado que lo mejor para cortar en forma
terminante con todas esas discusiones teológicas que sólo servían para
confundir a la gente, sería acabar con Arrio. Había pensado mandarlo a matar, y
eso mismo le contó a Gilberta en una noche de amor –con ella era con quien más
se permitía esas licencias confesándole, a veces imprudentemente, secretos de
Estado–.
Conmocionada por la noticia, la joven
rogó una y mil veces al soberano con lágrimas en los ojos que reconsidera la
medida. Constantino, hondo conocedor de las pasiones humanas, entrevió algo
raro en ese ruego, y sin pensarlo dos veces hizo asesinar a Gilberta días
después.
–Por
ahora, me conviene más vivo que muerto este loco de Arrio. Pero esta perra…
¡muy probablemente hasta me haya engañado con él!... Seguro que sí, si no, no
me hubiera suplicado ese perdón–.
Ya no hubo cristianos comidos por los
leones en el Coliseo. La feligresía cristiana, como ocurre siempre con la gran
masa, no entendía muy bien qué estaba sucediendo. Las conclusiones emanadas de
Nicea eran ininteligibles al común de la gente. Eso de la
“consustanciabilidad”, de “engendrado pero no hecho” eran galimatías fuera de
su alcance; lo cierto es que ya no había persecuciones. También era cierto –cosa
que llamaba poderosamente la atención– que los obispos y predicadores de la
palabra iban abandonando el contenido humanista y de preocupación por la
cotidianeidad en sus sermones. Había pasado a ser más importante la salvación
del alma luego de la muerte que la solidaridad y el amor en el día a día,
cambio que afectaría inexorablemente a la iglesia cristiana para la posteridad.
Arrio vivió en el destierro por diez
años, en una remota comarca de Eritrea, donde tenía expresamente prohibido
predicar cualquier enseñanza religiosa, y mucho menos escribir. Pero luego, a
pedido del mismo Eusebio de Nicomedia, quien ya había vuelto a ganarse los
favores de Constantino, fue mandado a buscar del exilio. Por motivos que nunca
quedaron claros, el mismo emperador, con la venia de muchos obispos, decidió su
readmisión en la comunión de la iglesia. Eso iba tener lugar en junio del año
336, once años después de haber sido excomulgado en Nicea. Pero la noche
anterior al acto de rehabilitación, murió en circunstancias extrañas,
aparentemente envenenado.
Según un palimpsesto que data del siglo
V que da cuenta fragmentaria de estos acontecimientos –hallado por
investigadores ingleses alrededor de 1750 en lo que hoy es la zona del Líbano–
y de acuerdo a las reconstrucciones un tanto azarosas que pudieron hacerse,
todo indicaría que el emperador Constantino I el Grande mandó a una de sus
amantes a seducir a Arrio, cosa que habría sucedido efectivamente, para luego,
utilizando sus dones femeninos, proceder a envenenarlo. La mujer habría sido
originaria de Eleusis –la patria de Esquilo– y, según el palimpsesto de marras,
se llamaba Rubicunda.
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