Quizá no me puedan creer lo que les voy a contar, pero es absolutamente cierto. En mis 64 años de vida he visto muchas, muchísimas cosas. Mi profesión de enfermera me llevó a conocer los más recónditos rincones de lo humano, en general aquellos que se mantienen en penumbras, de los que nos avergüenza hablar. Pero que son parte de la vida, tan absolutamente presentes como lo que sí se muestra: la gloria, el triunfo, el éxito. Bueno, en la vida hay de todo, aunque me inclino a pensar que son más las sombras que las luces.
¿A dónde quiero llegar con este aburrido soliloquio
tan desesperanzador? No lo sé con exactitud. Quizá a ningún lado en particular:
solo mostrar que en la vida sobran las espinas y no abundan las rosas. El drama
humano no conoce límites.
Soy amiga de Zoritza desde hace más de 40 años, cuando llegué a Bratislava
para trabajar en el Hospital San Miguel, yo recién graduada. Ella fue durante
toda mi vida mi gran amiga, mi confesora, mi apoyo. Nunca pude tener hijos en
ninguno de mis dos matrimonios –creo que por eso los dos se fueron, me
abandonaron–. Pero ella sí. Sus dos muchachitos: Ondrej y Miroslav, eran la luz de sus ojos. Los conocí desde
que nacieron, y de alguna manera, fui su tía, su segunda madre. De verdad que
los quise mucho. Creo, como dicen los psicólogos, que los tomé como si fueran
mis propios hijos, proyectando –así me parece que se dice– mi maternidad
fallida sobre estas dos criaturas.
Lo confieso: llegué a quererlos mucho. A veces
me daba la impresión que más que la misma Zoritza. No estoy diciendo que ella
fuera mala madre. No, en absoluto. Ella fue muy abnegada con sus hijos. Sucede
que, cuando enviudó, siguió trabajando duro –la ginecología era su pasión– y no
se daba todo el tiempo del mundo para brindarles una atención de veinticuatro
horas; Stefan, como buen padre, también se ocupaba bastante de los hijos. Cuando
ellos no podían, ahí estaba yo. Recuerdo que más de una vez me quedaba en su
casa cuidándolos, mientras ella hacía sus turnos. Ella era doctora, como dije, ginecóloga
más exactamente, y su esposo había llegado a ser director del hospital. Muy
buen médico, por cierto. Dinero no les faltaba. El doctor había heredado unas
cuantas propiedades de su familia, las que pasaron luego a Zoritza cuando Stefan
falleció.
La familia nunca pasó penurias económicas. El
paso por las drogas de Miroslav fue muy efímero. Por suerte –tal como hace la
mayoría de adolescentes– lo suyo fue solo una prueba: quiso saber qué era ese
mundo supuestamente atractivo que se le ofrecía, y probó unas cuentas veces.
Pero no pasó a mayores. Con mi amiga, que ya había enviudado, lo ayudamos a
salir muy rápido del consumo. En general diría que ambos muchachitos, Ondrej y Miroslav,
fueron muy buenos chicos.
Cuando ellos se casaron, yo estuve tan contenta
como Zoritza. En verdad me sentía que había ayudado a su crianza, quizá no
tanto como la madre, pero sí dando un generoso granito de arena. Sus
respectivas esposas no me parecieron tan encantadoras como las veía mi amiga.
Aunque ¿qué podía hacer yo al respecto? La mujer de Ondrej siempre me pareció
“complicada”, por decirlo con suavidad. Una jovencita que contaba a los gritos,
ufanándose, que falsificaba la firma de su padre en la adolescencia para que no
se enterara de sus amonestaciones en la escuela. Ella no me simpatizaba para
nada. No tenía ninguna prueba evidente para decirle ni a la madre ni al hijo
mayor que esa mujer no me parecía que le conviniera. Pero ¿qué iba a poder expresar
yo de eso, con qué derecho? Dicen que las intuiciones femeninas en general no
fallan. Bueno, creo que es cierto: la vida, en este caso, vino a demostrármelo.
La esposa de Miroslav no se quedaba atrás: como estudiaba medicina y vino a
hacer sus prácticas en el hospital, conocí algo de su vida. Realmente no me caía
bien: era una oportunista de primera, que iba a la cama con cualquiera, con tal
de conseguir sus beneficios.
Los dos hermanos fueron siempre muy unidos. Ya
casados –ninguno terminó la universidad, y creo que sus esposas influyeron en
eso– la amistad entre ambos matrimonios se fortaleció. Las malas lenguas, que
nunca faltan, llegaron a decir que hacían intercambio de parejas. No me consta.
La vez que, con mucha timidez, se lo sugerí a Zoritza repitiendo lo que
escuchaba por allí, reaccionó airada. No se enojó conmigo precisamente, sino
con el rumor. Pero, claro… ese encendido enojo me hizo pensar que sí, en
realidad, podía ser cierto.
Por supuesto, eso a mí no debía importarme. Era
la vida privada de esas cuatro personas, y yo no tenía nada que decir al
respecto. Desde luego que en la privacidad de la gente no hay que meterse; eso
lo tengo claro, y creo que siempre fui muy discreta al respecto. De todos
modos, ciertas conductas que empecé a ver, me hicieron pensar que los dos
niñitos que yo conocí, y a los que hasta les cambié pañales, ya no eran esas
tiernas criaturitas de años atrás. Empezaron a comportarse de un modo…, digamos
“llamativo”.
Ninguno de los cuatro se graduó en la
universidad. Luego de sus casamientos, siempre los veía muy elegantemente
vestidos, a las mujeres con joyas, utilizando unos autazos de lujo. Yo me
pregunta –sin atreverme a decírselo a Zoritza– de dónde venía ese dineral. Dejé
de conocer los detalles del día a día desde que se casaron, pero igual veía que
ninguno de los muchachos, ni sus dos esposas, trabajaran en algo fijo. Decían
que hacían negocios. Nunca me quedó claro qué negocios. Por allí –nunca faltan
los rumores– escuché que se dedicaban al tráfico de personas, que ubicaban
gente de Medio Oriente, o africanos también, que querían llegar a Italia, a
Francia o a Alemania. Ellos, según esas habladurías, se encargaban de ese
tráfico. De ser cierto, se trataría de un grave delito; me suena casi a la
venta de esclavos de la antigüedad. De todos modos, lo repito, no me consta. Y,
por cierto, creo que esto del tráfico de esclavos, aunque sea un delito, se
sigue haciendo. Terrible, ¿verdad?
La cuestión es que si el río suena… agua trae.
No parecían trigo limpio, ¿me entienden ustedes? No tenía pruebas evidentes; ni
las buscaba tampoco, por supuesto. Sin embargo, algo raro estaba pasando, algo
turbio, oscuro. Los muchachos, cada vez que nos cruzábamos, trataban de no
verme, miraban para otro lado. Cuando les era imposible negarse, apenas si me
saludaban con un murmullo inaudible. Era obvio que algo había cambiado en sus
vidas.
No quiero extraviarme en el relato, y voy
directo al grano. Zoritza había trabajado toda su vida en la profesión con
mucho ahínco, con muchísima dedicación. Era una doctora muy responsable, muy
acuciosa. De hecho, fue mi ginecóloga todos estos años. Veo que fue una gran
profesional; todas sus pacientes –yo incluía– la adoraban. Después de los
sesenta lo único que quería era jubilarse. Desde la muerte de Stefan no volvió
a tener un hombre fijo. Solo algún que otro encuentro ocasional por allí. Era
muy reservada con eso, y apenas si me comentaba, casi entre dientes, alguna
salidita que se permitía. Por años se dedicó solo a sus hijos y a la profesión.
De las propiedades que le dejó su marido apenas si se ocupaba. Había un
administrador, un cuñado. Este fulano, persona muy recta, muy trabajadora,
cumplía en pasarle puntualmente cada mes la renta de las casas –creo que eran
cinco o seis– y de un pequeño viñedo en Pezinok, en las cercanías de
Bratislava, con lo que mi amiga tenía de sobra para sus gastos.
Vivían bien, pero Zoritza nunca fue
materialista. Si bien tenía un muy buen ingreso como médica, más todo lo que le
entraba por esos alquileres y el viñedo, tenía una vida sencilla, sin ninguna
ostentación. Rara vez la veía con joyas, y prefería caminar –vivía cerca del
hospital– que utilizar su Volvo. De verdad que no era de alardear, para nada.
Sus hijos fueron criados en esa escuela. Es ahí, entonces, donde viene lo que
les quería contar.
Ondrej y Miroslav, pese a no haberse criado con
estreches económicas, heredaron de su madre ese espíritu de humildad: nada de
pompa, de vanagloria ni oropeles. Así los conocí yo de pequeños, de jovencitos.
Luego, ya casados, las cosas cambiaron. Por ejemplo, de jóvenes jamás vi que
usaran perfume; años después, olían a las mejores fragancias todo el tiempo, y
los escuché hablar de comprar de las mejores marcas, por supuesto carísimas,
con total naturalidad. Cosas como esas me hicieron encender las alarmas. ¿Qué
les está pasando a estas criaturas?
Me lo preguntaba pero, por supuesto, no le
podía compartir estas dudas a mi amiga. Hubiera sido de muy mal gusto decirle
algo así. De todos modos, algo raro yo veía. Y algo raro sucedió.
Un día 31 de diciembre llegué a casa de Zoritza
para saludarla por el fin de año –ella vivía sola en ese entonces– y llamé a la
puerta, como tantas veces lo había hecho. Yo tenía llave de su casa para algún
caso de emergencia. Me llamó la atención que no contestara, dado que el día
anterior convenimos en que pasaría. Ante la falta de respuesta, decidí entrar.
Llamativamente, no estaba. La llamé a su teléfono móvil, pero no contestó. Me
empecé a preocupar. Después de pensarlo un rato, llamé a sus hijos. Ninguno de
los dos contestó. No sabría decir por qué, pero me invadió una horrible
sensación de que algo malo estaba pasando. No solo malo: algo trágico.
Ese fin de año la pasé muy mal, angustiada.
Traté de informarme sobre Zoritza, pero nadie me pudo dar información, ni en el
hospital ni otras doctoras o enfermeras a quienes contacté. La falta de
respuesta de sus dos hijos me llamó poderosamente la atención. Yo los llamaba
muy poco, solo en contadas ocasiones. De todos modos, era raro que después de
tantos intentos ninguno de los dos se comunicara. El día 4 de enero debíamos
retomar nuestras labores en el hospital. Yo, por supuesto, ahí estuve –falté
creo que dos o tres veces en toda mi vida por alguna enfermedad. Zoritza era
igual: jamás faltaba–. A todo el mundo nos sorprendió que no apareciera. Nadie
podía comunicarse con ella. Ese silencio nos alarmó.
Con otra compañera de trabajo fuimos a la
policía. Buscamos en todos los lugares que podíamos buscar: hospitales
privados, la morgue, preguntamos a cuanto colega se nos ocurrió. Pero nada. Ni
un rastro de Zoritza. Tuvimos que declararla desaparecida.
No les puedo transmitir la congoja que sentía,
la desesperación. No terminaba de entender qué podía haberle sucedido. Era como
que la tierra se la había tragado. Mi amiga jamás haría una cosa así. Pensé en
todas las posibilidades: llegué a concebir que se había suicidado. De todos
modos –aunque eso me parecía imposible– ¿dónde estaba el cuerpo? No le
encontraba explicación alguna.
Quince días después de desaparecida, ya ni me
acuerdo cómo, alguien me pasó el dato que creían haberla visto en un hospital
psiquiátrico privado. De hecho, ya había preguntado en todos los centros de
internación de la ciudad, y en ningún lado aparecía. Cuando fui al mentado
lugar, me atendieron muy mal, no me permitieron pasar, y prácticamente me
sacaron a patadas. Lo que más me llamaba la atención era que ninguno de los dos
hijos, mis queridos muchachitos Ondrej y Miroslav, daban señales de vida.
Cuando fui a casa de ellos, preguntando por aquí y por allá sobre sus
direcciones, nunca los pude encontrar. Lo más que me dijeron unos vecinos de
Miroslav es que creían que estaba de viaje fuera de la ciudad, o del país.
Por fin, casi dos meses después de desaparecida
Zoritza, Ondrej atendió una de mis numerosísimas llamadas. Con voz cortante me
dijo que su madre estaba internada porque “se había vuelto loca”. Quedé
atónita. Eso no podía ser; mi amiga era la más normal del mundo, una persona
muy equilibrada. Pensé en algún arranque psicótico, pero eso era imposible: no
dan brotes de locura a los 60 años. Pensé igualmente en algún proceso de
demencia senil; tampoco eso era posible, porque esos son deterioros
progresivos, más bien lentos, y de ninguna manera alguien que hasta el día
anterior estaba totalmente lúcida, de pronto se deteriora como por arte de
magia y necesitaba una internación.
Cuando me dijo el lugar de la hospitalización,
quedé helada. Al llegar allí vez pasada cuando estábamos buscando desesperadas,
lo repito, no me dieron ninguna información. Yo sabía que ese lugar era
bastante –o muy– siniestro. Había rumores sobre lo tétrico de ese lugar de
internamiento: se hablaba de tráfico de personas, de tráfico de órganos. Son
esas cosas que se dicen por lo bajo, pero que son muy difíciles de comprobar.
Lo cierto es que la mala reputación no se logra por casualidad. Una sola vez en
mi vida había entrado previamente en ese hospital, cuando tuvimos que trasladar
a un paciente, y cuando lo hice aquella vez, sentí un escalofrío que no puedo
describir ahora.
Pero para no aburrirlos con detalles, para ir
directamente a lo que quiero transmitirles ahora, he de decir que después de
recibir la noticia de boca de su hijo, quise saber más de lo ocurrido. Pregunté
a Ondrej qué había sucedido. Con expresiones más bien tajantes el muchacho solo
me dijo que su madre había enloquecido, que se había puesto muy violenta, y por
eso fue necesario internarla. Aduciendo que no tenía tiempo para seguir
hablando, cortó la comunicación en forma áspera. Sin pensarlo mucho, asocié la
pequeña fortuna que había en juego: varias propiedades bien cotizadas y un
viñedo, no eran poca cosa. Quedé estupefacta, pero la vida me enseñó que no hay
límites para estas cosas retorcidas. Si uno ve serenamente el mundo –los campos
de concentración, las armas mortíferas que hoy día existen, las torturas, los
engaños cotidianos que presenciamos, la codicia, la manipulación– no me
sorprende que alguien pueda llegar a este colmo de internar a la madre
haciéndola pasar por enferma mental. La verdad es que, como especie, no somos
angelitos precisamente. Los animales no son tan maléficos como nuestra raza
humana.
Luego del impacto de la noticia, ya
reaccionando, decidí que algo había que hacer. Con otra doctora, gran amiga
también de Zoritza y mía, decidimos ir al sanatorio de marras dispuestas a
averiguar todo. Déjenme decirles que en la recepción, en forma nada cordial,
nos dijeron que no había ninguna persona ingresada con ese nombre. Por más que
discutimos un buen rato con el médico de guardia, nada logramos. Nos dijeron que no había ninguna autoridad en ese
momento, no estaban ni el director ni el subdirector, y que no podían darnos
ninguna otra información. De ningún modo nos permitieron entrar, ir más allá de
la recepción. Eso nos indignó.
Seguramente tan grande fue el escándalo que
armamos que varios pacientes se fueron acercando al lugar. Entre ellos, Zoritza.
Cuando la vimos, en bata y con la típica cara demacrada de los pacientes
psiquiátricos hospitalizados, adormilados por los antipsicóticos, las tres
reaccionamos a los gritos.
Mi compañera, la Dra. K., con voz recia, o
mejor dicho, con atronadores gritos, amenazó a quienes nos atendían que ahí se estaba cometiendo un crimen, y que
si no nos daban inmediatamente a la paciente Zoritza Kovačič, doctora ginecóloga,
conocida por nosotras, quien hasta hacía dos meses estaba perfectamente sana y
que no necesitaba estar recluida en un asilo psiquiátrico, en ese mismo momento
iríamos a la policía.
Se ve que se asustaron,
porque contrariando todos, absolutamente todos los protocolos médicos
institucionales, en un momento Zoritza estaba con nosotras, vestida con ropa
civil. Bastante atontada por los medicamentos, con marcha dificultosa, pero
radiante de alegría al vernos. Por supuesto, nos reconoció al instante, y con
lágrimas en los ojos nos abrazó largos minutos. Lo primero que dijo fue: “Vámonos
urgente de aquí. Estos hijos de puta me quieren matar”.
Ya
en su casa nos contó la tragedia vivida este tiempo, desde aquel infausto diciembre,
dos meses atrás. Dijo que recordaba haber recibido la visita de uno de sus
hijos con su esposa, y que de pronto se sintió adormilada. Después, todo lo que
recordaba es que se encontró en una sala de hospital, sola, con la puerta
cerrada con llave. Al intentar llamar a alguien para preguntar qué pasaba, la
única respuesta fue una inyección que la terminó de dormir. Vagamente recuerda
haber recibido electrochoques; nos dijo que no recordaba tanto de lo sucedido,
solo que la tenían dopada día y noche. Perdió la noción del tiempo, porque los
neurolépticos –es decir: los medicamentos que le suministraban– la mantenían
semidormida, embobada. En los momentos de mayor lucidez protestaba ante
alguien, algún médico o enfermero. Pero nunca le hicieron caso. A los gritos
reclamaba que la dejaran salir, pero ante cada reclamo venía una nueva dosis de
tranquilizantes.
Más
que obvio que estuvo secuestrada. No se puede hacer una internación
psiquiátrica contra la voluntad del paciente. Sin dudas aquí hubo algún manejo
sucio: Zoritza es una persona totalmente normal, equilibrada, en ejercicio
pleno de sus capacidades mentales. Si la mantuvieron secuestrada todo este
tiempo, sin dudas haciéndola pasar por loca, allí se cometió un grave delito.
Desde ya, la institución y los hijos tienen que estar tras todo esto: el
hospital, porque permitió una tremenda irregularidad contrariando toda la ética
médica, el buen nombre de la práctica en salud mental, aumentando la estigmatización
que existe en este campo. Y los hijos…, bueno: ni se diga. Una internación
psiquiátrica es terrible: hablar de locura nos espanta. Son más tolerables las
enfermedades del cuerpo que las psíquicas. Acusar a alguien de loco es marcarle
su vida para siempre. Eso intentaron hacer con mi amiga.
No
puedo decir que jamás hubiera pensado que los muchachos podrían hacer una cosa
así. Viendo cómo se comportaban últimamente, cualquier cosa puedo pensar de
ellos. Es horrible, tremendamente horrible, terrorífico imaginar que dos hijos
te pueden hacer algo así. Pero no hay otro modo de entender lo sucedido. Como
dije antes: el drama humano no conoce límites.
La
familia Kovačič tiene algunos
recursos, como ya les había comentado. Hasta donde sé, todo está a nombre de mi
amiga. Sumadas todas esas propiedades, sin dudas hacen una muy bonita cantidad
de euros. La codicia, lo sabemos, es un cáncer que nos puede matar. “La codicia
rompe el saco”, se suele decir. Así es. Es uno de los más viles pecados. Estos
muchachos… no sé, no los entiendo. Yo
veía que vivían muy bien, y sin trabajar. Eso me empezó a llamar la atención
desde hacía algún tiempo. ¿Para qué querían más y más? ¿Tiene sentido hacer eso
con una madre?
Pasado
el primer momento del shock, hablamos mucho con Zoritza. Ella no salía de su asombro. A decir
verdad, yo tampoco. Permítanme decirles que ahora estaba más normal que nunca,
bien ubicada. Si por algún momento llegué a pensar que, quizá, podría haber habido
algún proceso de deterioro psíquico –bueno, a cualquiera nos puede pasar eso
¿no?– la situación actual indicaba con total evidencia que aquí no había ningún
caso clínico. Había, eso sí, una enorme, infame manipulación, falsificación de
las cosas. Por lo que se veía, Ondrej y Miroslav y la gente del psiquiátrico, habían
implementado un fraude fenomenal. Nuestra amiga nunca estuvo mal de la cabeza;
la quisieron hacer pasar por enferma mental para quedarse con sus propiedades,
pero no les salió bien la jugada. Me imagino que debe haber corrido mucho
dinero tras todo esto. Claras de que estábamos ante un mayúsculo ilícito, un
crimen horrible, yo pensaba que había que actuar. Sabemos que la justicia nunca
es totalmente imparcial, y que gente como la que maneja esa clínica es de lo
peor y dispuesta a hacer cualquier cosa, pero no obstante todo ello me pareció
imperativo hacer algo, denunciar, ir contra los agresores.
Con
otras pocas amigas a las que les conté el caso, decidimos que había que tomar
cartas en el asunto y acompañar a Zoritza, tanto en el incondicional apoyo
anímico que ahora estaba necesitando, como en lo jurídico. Contactamos abogados
–dos, una abogada, gran amiga mía de hacía años, y un prestigioso penalista,
muy caro, por cierto, de los más reputados– que, sin cobrar nada, nos
asesoraron. Preparamos todo lo necesario para presentar la correspondiente
denuncia. Cuando tuvimos el paquete armado, se lo presentamos a mi amiga.
Primer
final
Para
nuestra sorpresa, la reacción de Zoritza fue inesperada, hasta diría que casi
incomprensible en principio. Insisto: en principio; luego, analizándola en
detalle, veo que tiene coherencia. Nos dijo, con amabilidad, pero en forma
contundente, tajante, que no quería iniciar ningún proceso legal contra sus
hijos. Si lo iniciaba contra el hospital, de todos modos sus hijos iban a aparecer
en la denuncia, porque habían sido ellos los que promovieron la internación.
Por tanto, era mejor dejar todo allí. Con expresión de ruego y lágrimas en los
ojos me pidió que diéramos vuelta la página.
Nos
pidió explícitamente que no siguiéramos adelante, que prefería comerse su
dolor, sola y en silencio. No nos quedó más alternativa que aceptar su deseo. La
entiendo en su posición de madre, pero al mismo tiempo, no termino de procesar
la situación. ¿Cómo es posible eso? De verdad, créanme que sigo buscando
explicaciones. Como dije: el drama humano es infinito.
Segundo
final
Mi
intuición de que estos jóvenes eran de temer, que eran peligrosos, se vio
confirmada. Con la denuncia presentada, la respuesta fue casi inmediata. Ondrej y Miroslav, no sé cómo se enteraron, pero muy
rápidamente actuaron. Esto que cuento ahora, por supuesto con temor, lo hago
desde Polonia, en Varsovia. Tuve que salir del país porque la situación se puso
complicada, al rojo vivo. Peor aún diría: se puso infernal.
La Dra. K., la otra amiga que estaba
colaborando en todo esto, un día de tantos fue baleada. Nunca se supo cómo fue
exactamente: un par de tipos pasaron en una moto a toda velocidad y dispararon
contra su automóvil cuando ella se dirigía al hospital. K. no murió, pero quedó
gravemente herida. Creo que un balazo se lo dieron en la cabeza. Ante eso, yo
preferí salir rápido del país. Me vine aquí para Varsovia, donde tengo amigos
que me pueden acoger. Hasta donde supe, Zoritza volvió a ser internada en ese
sanatorio repugnante. Ahora no sé cómo ayudar, y la verdad, me temo lo peor
para mi entrañable amiga. Me siento un poco culpable por haber salido del país,
pero preferí no hacer de mártir. Tengo miedo, lo reconozco. Veremos
próximamente cómo puedo seguir esta lucha. Admito que está muy difícil. El
drama humano, no me caben dudas, no tiene límites.
Tercer
final
Para
mi sorpresa, la justicia fue –tal como siempre se preconiza, pero raras veces
se cumple– pronta y eficiente, objetiva, imparcial. Parece que en todo esto
intervino la Interpol. Hacía tiempo que estaban tras una red de trata de
personas y venta de bebés. El hospital psiquiátrico del asunto era uno de los
puntos principales de ese affaire. Zoritza quiso mantenerse al margen de todo
el proceso. Cuando se detuvo a varios médicos del nosocomio –que era, en
realidad, un centro de operaciones de esa mafia– y a sus dos hijos, para mi
sorpresa ella no dijo una palabra. Traté de hablar sobre el asunto, con mucha cautela,
por supuesto. No se le movía un músculo, no le salía una lágrima. Seguramente
esa coraza era un mecanismo protector para evitar sentir dolor, el dolor
insoportable que puede tener una madre al ver la desgracia de sus hijos.
El
caso fue bastante relevante en la opinión pública; como pasa con estas
cuestiones, provoca innumerables reacciones en la gente en un principio. Al
corto tiempo, todo el mundo se olvida y se sigue con otras noticias del
continuo e inacabable show periodístico. Lo cierto es que Ondrej y Miroslav terminaron tras las rejas, al igual que sus
esposas. Creo que en total fueron alrededor de diez personas las detenidas,
incluidos médicos del psiquiátrico. Zoritza pidió ya su jubilación, y ahora se
dedica solo a su jardín.
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