miércoles, 21 de junio de 2023

MARACAS

Petronio era un virtuoso del violín. Con sus ocho años apenas cumplidos, tenía un dominio del instrumento único, inigualable. Son raros los niños-prodigio. Y, por pura coincidencia o por razones históricas bien concretas, más raros aún lo son en los países pobres del Sur, allí donde se pasa hambre y penurias varias, donde la inteligencia superior y las más grandes potencialidades pueden quedar extraviadas en la más descarnada sobrevivencia.

 

Lo cierto es que Petronio, incluso sin haber tenido los mejores maestros -era casi un autodidacta- llegó a un manejo extraordinario del instrumento. Tanto, que varias personas que lo escucharon en algunas de las presentaciones que hacía en el club barrial, lo estimularon a continuar su carrera. Virtuosos de esa talla son muy contados.

 

Nunca faltan almas bondadosas por allí, algún mecenas con ínfulas de salvador, gente solidaria. Lo cierto es que a sus nueve años, Petronio, junto con su madre -era madre soltera- disfrutaba de una beca en un país del Norte donde, además de enseñárseles a ambos el idioma en un curso ultra acelerado, asistía a clases de su instrumento con algunos de los más encumbrados maestros del mundo.

 

A los diez ya había ganado varios premios en concursos juveniles, y le era de lo más habitual presentarse en renombradas salas de concierto. Pero a los once algo raro comenzó a sucederle. Su impresionante destreza comenzó a decrecer. Petronio no podía explicarse qué le estaba sucediendo. Lo único que sentía es que sus dedos ya no le respondían como antes.

 

Nadie entendía el porqué de este descenso; el jovencito seguía estudiando asiduamente, con la misma intensidad de siempre. Nada en su vida, al menos en lo sustancial, había cambiado: asistía a la escuela por las mañanas, y las tardes casi por completo las dedicaba a practicar violín. Jugar le era algo casi desconocido.

 

Su madre, transplantada de un modo casi brutal a ese nuevo país, pese a todo se sentía muy a gusto. Como Petronio era hijo único y ella no tenía pareja, no había nadie más en quien pensar. Su estadía en este frío lugar no le era tan gravoso, porque su sacrificio -al menos así lo sentía- valía la pena, al ver los progresos de Petronio. Para una madre soltera muy humilde como ella, que se arreglaba lavando ropa ajena para sobrevivir con precariedad, ver salas de concierto donde al que aplaudían de pie era su vástago, constituía la gloria más absoluta que podía concebir.

 

Al igual que Petronio, su desconcierto fue total cuando la calidad interpretativa de su hijo comenzó a descender. El jovencito lloraba su descenso con amargura, con tremendo sentimiento de culpa. A instancias de sus propios maestros que veían esta disminución, junto con su madre consultó a médicos. Fueron varias consultas, hasta que alguno -un traumatólogo, muy reconocido en la ciudad- acertó el diagnóstico o, al menos, propuso uno con fundamento. Por cierto, era un raro diagnóstico, que provocó sorpresa entre sus colegas. Tan raro, que Petronio fue motivo de estudio por varios catedráticos en la materia. Cursaba un proceso de gigantismo, pero dadas sus tan peculiares características -únicas, dignas de debate en congresos médicos- fue considerado como acromegalia juvenil.

 

La acromegalia, producto de una disfunción de la hipófisis, se manifiesta en adultos con síntomas específicos ya bien conocidos por la ciencia médica. Si esos síntomas aparecen en un púber, que no es ni un niño ni un adulto, la situación se torna confusa. En los niños esa disfunción glandular se denomina gigantismo, lo cual ocasiona un inusual y desmedido crecimiento de los huesos largos de las extremidades. Pero no dolores articulares en las manos, como sucede en los adultos. Petronio, en una rara, inusual combinación de problemas, crecía en forma desproporcionada y presentaba horribles padecimientos en sus manos. Fue por eso que no pudo continuar con el violín.

 

Por un corto período, entró en depresión. La psicóloga que lo apoyó, pudo hacerlo porque hablaba muy buen español. Petronio chapuceaba su nueva lengua, pero no estaba especialmente entusiasmado en profundizarla. Se le planteó entonces una disyuntiva: radicaba en ese país, junto con su madre, solo para continuar sus estudios de violín. Si eso ya no sucedería, no tenía mayor sentido seguir allí. Fue su progenitora la que le dio la idea.

 

A sus doce y sus trece años, la situación patológica se fue agravando. Las manos se transformaron, deformándose monstruosamente. Ya le resulta imposible siquiera sostener el instrumento. Por ello, lo abandonó para siempre. La idea de su madre, que en principio tomó como descabellada, luego fue adquiriendo forma. En definitiva, no parecía tan loca.

 

Evaluando muy al detalle la situación, decidieron continuar en ese gélido país del Norte, viendo que allí Petronio sí podía hacer carrera. En su patria natal, con esa deformidad a cuestas, con un sistema sanitario siempre en ruinas, ineficiente y corrompido por políticas antipopulares, no podría esperar la mejor suerte. Por tanto, bien arropados, pudieron resolver su situación migratoria en forma legal y continuar viviendo allí. Los calores tropicales quedaron atrás.

 

Aunque no tanto. Petronio, aprovechando su nueva anatomía, empezó a sacar provecho de su anormalidad. Bongó, conga, tambores, cajón, redoblante, raspador, maracas, güira, es decir: toda la parafernalia de instrumentos de percusión que hace parte de los ritmos latinos, también llamados tropicales, pasaron a ser de su uso cotidiano. La fuerza de sus manos le permitía ahora ya no la sutileza del violín sino la energía para percutir estruendosamente cualquiera de esos instrumentos. Su repertorio pasó de Paganini, van Beethoven y Brahms al merengue, la cumbia, la bachata, la bossa nova, el chachachá, la guaracha y la salsa. Mutó el saco y corbata por la guayabera multicolor.

 

Su madre, con el correr del tiempo y los nuevos contactos que fue estableciendo, cambió enormemente. Empezó a noviar. Su aspecto también cambió; jamás se había permitido antes una minifalda, o un escote pronunciado. Ahora sí, y de manera muy provocativa. Sus treinta y tantos años dejaban ver una sensual mulata con una energía que, hasta el momento, había estado demasiado oculta.

 

Acompañando las lecturas de su hijo, que seguía siempre muy ligado a la música, obsesivamente ligado se diría -se devanaba pensando en si Jean-Baptiste Lully, nacido Giovanni Battista Lulli, pertenecía al barroco francés, por haber actuado en la corte parisina, o al italiano, por su lugar de nacimiento, al igual que le pasaba con George Frideric Handel, de quien dudaba si pertenecía al barroco inglés, por haber compuesto para la realeza británica, o al barroco alemán, por ser originalmente Georg Friedrich Haendel, nacido en Halle, Sajonia teutona- ella también fue eligiendo este ámbito artístico como el campo donde moverse. No solo porque bailaba en numerosas presentaciones al son de los tambores que su hijo percutía, sino por las fabulosas ocurrencias que empezó a tramar.

 

Quizá la más disparatada -pero, sin dudas, la que más diversas y enloquecidas repercusiones tuvo- fue el mito que empezó a tejer en torno a Petronio. Éste, movido por la sed de venganza que guardaba al no haber podido desarrollarse en el violín donde prometía ser eximio, pasó a ser un percusionista de primera, increíblemente virtuoso. Incluso, ligado a la música llamada clásica o académica europea, tocaba los timbales, pero sin baquetas. En cuanto a la música pop o rock, realizaba la proeza -no se le puede decir de otro modo- de tocar la batería directamente con las manos. Incluso, dada la tremenda destreza que había logrado, hacía redobles en los tambores solo con los dedos.

 

La desfiguración teratológica de Petronio servía para dotarlo de un talento único, inigualable. Su madre, casualmente también llamada Teresa, al igual que la de Paganini a la cual, según la leyenda, se le apareció el demonio en sueños asegurándole que su vástago sería un excelso concertista, hizo rondar la idea que, como con el violinista italiano, existía un pacto con Lucifer.

 

Entrado el siglo XXI, parecía increíble que un mito de ese calibre pudiera ser aceptado por el público. Quizá, exagerando mucho las cosas, podría darse en cierta gente en el Sur del mundo, de donde provenían Petronio y su madre. Tal vez los segmentos menos desarrollados, donde la prédica de las iglesias era muy fuerte, y de ahí el programado embrutecimiento; pero parecía inconcebible en los presuntos desarrollados países prósperos del Norte. Lo cierto es que la anécdota se echó a rodar por buena parte del mundo, y Petronio fue considerado un nuevo Paganini, ahora de las tumbadoras y las panderetas, en alianza con Satán.

 

Por lo pronto, casi burlándose de sus primeros pasos en la música, ahora utiliza un violín como instrumento de percusión, golpeando su caja de resonancia. Por la potencia de sus dedos, ya quebró varios.



No hay comentarios.:

Publicar un comentario