Petronio era un virtuoso del violín. Con sus ocho años apenas cumplidos, tenía un dominio del instrumento único, inigualable. Son raros los niños-prodigio. Y, por pura coincidencia o por razones históricas bien concretas, más raros aún lo son en los países pobres del Sur, allí donde se pasa hambre y penurias varias, donde la inteligencia superior y las más grandes potencialidades pueden quedar extraviadas en la más descarnada sobrevivencia.
Lo cierto es que Petronio, incluso sin haber tenido
los mejores maestros -era casi un autodidacta- llegó a un manejo extraordinario
del instrumento. Tanto, que varias personas que lo escucharon en algunas de las
presentaciones que hacía en el club barrial, lo estimularon a continuar su
carrera. Virtuosos de esa talla son muy contados.
Nunca faltan almas bondadosas por allí, algún mecenas
con ínfulas de salvador, gente solidaria. Lo cierto es que a sus nueve años, Petronio,
junto con su madre -era madre soltera- disfrutaba de una beca en un país del
Norte donde, además de enseñárseles a ambos el idioma en un curso ultra
acelerado, asistía a clases de su instrumento con algunos de los más
encumbrados maestros del mundo.
A los diez ya había ganado varios premios en concursos
juveniles, y le era de lo más habitual presentarse en renombradas salas de
concierto. Pero a los once algo raro comenzó a sucederle. Su impresionante
destreza comenzó a decrecer. Petronio no podía explicarse qué le estaba
sucediendo. Lo único que sentía es que sus dedos ya no le respondían como
antes.
Nadie entendía el porqué de este descenso; el jovencito
seguía estudiando asiduamente, con la misma intensidad de siempre. Nada en su
vida, al menos en lo sustancial, había cambiado: asistía a la escuela por las
mañanas, y las tardes casi por completo las dedicaba a practicar violín. Jugar
le era algo casi desconocido.
Su madre, transplantada de un modo casi brutal a ese
nuevo país, pese a todo se sentía muy a gusto. Como Petronio era hijo único y ella
no tenía pareja, no había nadie más en quien pensar. Su estadía en este frío
lugar no le era tan gravoso, porque su sacrificio -al menos así lo sentía- valía
la pena, al ver los progresos de Petronio. Para una madre soltera muy humilde
como ella, que se arreglaba lavando ropa ajena para sobrevivir con precariedad,
ver salas de concierto donde al que aplaudían de pie era su vástago, constituía
la gloria más absoluta que podía concebir.
Al igual que Petronio, su desconcierto fue total
cuando la calidad interpretativa de su hijo comenzó a descender. El jovencito
lloraba su descenso con amargura, con tremendo sentimiento de culpa. A
instancias de sus propios maestros que veían esta disminución, junto con su
madre consultó a médicos. Fueron varias consultas, hasta que alguno -un
traumatólogo, muy reconocido en la ciudad- acertó el diagnóstico o, al menos,
propuso uno con fundamento. Por cierto, era un raro diagnóstico, que provocó
sorpresa entre sus colegas. Tan raro, que Petronio fue motivo de estudio por
varios catedráticos en la materia. Cursaba un proceso de gigantismo, pero dadas
sus tan peculiares características -únicas, dignas de debate en congresos
médicos- fue considerado como acromegalia juvenil.
La acromegalia, producto de una disfunción de la
hipófisis, se manifiesta en adultos con síntomas específicos ya bien conocidos
por la ciencia médica. Si esos síntomas aparecen en un púber, que no es ni un
niño ni un adulto, la situación se torna confusa. En los niños esa disfunción
glandular se denomina gigantismo, lo cual ocasiona un inusual y desmedido
crecimiento de los huesos largos de las extremidades. Pero no dolores
articulares en las manos, como sucede en los adultos. Petronio, en una rara,
inusual combinación de problemas, crecía en forma desproporcionada y presentaba
horribles padecimientos en sus manos. Fue por eso que no pudo continuar con el
violín.
Por un corto período, entró en depresión. La psicóloga
que lo apoyó, pudo hacerlo porque hablaba muy buen español. Petronio chapuceaba
su nueva lengua, pero no estaba especialmente entusiasmado en profundizarla. Se
le planteó entonces una disyuntiva: radicaba en ese país, junto con su madre,
solo para continuar sus estudios de violín. Si eso ya no sucedería, no tenía
mayor sentido seguir allí. Fue su progenitora la que le dio la idea.
A sus doce y sus trece años, la situación patológica
se fue agravando. Las manos se transformaron, deformándose monstruosamente. Ya
le resulta imposible siquiera sostener el instrumento. Por ello, lo abandonó
para siempre. La idea de su madre, que en principio tomó como descabellada,
luego fue adquiriendo forma. En definitiva, no parecía tan loca.
Evaluando muy al detalle la situación, decidieron
continuar en ese gélido país del Norte, viendo que allí Petronio sí podía hacer
carrera. En su patria natal, con esa deformidad a cuestas, con un sistema
sanitario siempre en ruinas, ineficiente y corrompido por políticas
antipopulares, no podría esperar la mejor suerte. Por tanto, bien arropados,
pudieron resolver su situación migratoria en forma legal y continuar viviendo
allí. Los calores tropicales quedaron atrás.
Aunque no tanto. Petronio, aprovechando su nueva
anatomía, empezó a sacar provecho de su anormalidad. Bongó, conga, tambores, cajón,
redoblante, raspador, maracas, güira, es decir: toda la parafernalia de
instrumentos de percusión que hace parte de los ritmos latinos, también
llamados tropicales, pasaron a ser de su uso cotidiano. La fuerza de sus manos
le permitía ahora ya no la sutileza del violín sino la energía para percutir
estruendosamente cualquiera de esos instrumentos. Su repertorio pasó de
Paganini, van Beethoven y Brahms al merengue, la cumbia, la bachata, la bossa
nova, el chachachá, la guaracha y la salsa. Mutó el saco y corbata por
la guayabera multicolor.
Su madre, con el correr del tiempo y los nuevos
contactos que fue estableciendo, cambió enormemente. Empezó a noviar. Su
aspecto también cambió; jamás se había permitido antes una minifalda, o un
escote pronunciado. Ahora sí, y de manera muy provocativa. Sus treinta y tantos
años dejaban ver una sensual mulata con una energía que, hasta el momento,
había estado demasiado oculta.
Acompañando las lecturas de su hijo, que seguía
siempre muy ligado a la música, obsesivamente ligado se diría -se devanaba
pensando en si Jean-Baptiste Lully, nacido Giovanni Battista Lulli, pertenecía
al barroco francés, por haber actuado en la corte parisina, o al italiano, por
su lugar de nacimiento, al igual que le pasaba con George Frideric Handel, de quien dudaba si
pertenecía al barroco inglés, por haber compuesto para la realeza británica, o
al barroco alemán, por ser originalmente Georg Friedrich Haendel,
nacido en Halle, Sajonia teutona- ella también fue eligiendo este ámbito
artístico como el campo donde moverse. No solo porque bailaba en numerosas
presentaciones al son de los tambores que su hijo percutía, sino por las
fabulosas ocurrencias que empezó a tramar.
Quizá la más disparatada -pero, sin dudas, la que más
diversas y enloquecidas repercusiones tuvo- fue el mito que empezó a tejer en
torno a Petronio. Éste, movido por la sed de venganza que guardaba al no haber
podido desarrollarse en el violín donde prometía ser eximio, pasó a ser un
percusionista de primera, increíblemente virtuoso. Incluso, ligado a la música
llamada clásica o académica europea, tocaba los timbales, pero sin baquetas. En
cuanto a la música pop o rock, realizaba la proeza -no se le puede decir de
otro modo- de tocar la batería directamente con las manos. Incluso, dada la
tremenda destreza que había logrado, hacía redobles en los tambores solo con
los dedos.
La desfiguración teratológica de Petronio servía para
dotarlo de un talento único, inigualable. Su madre, casualmente también llamada
Teresa, al igual que la de Paganini a la cual, según la leyenda, se le apareció
el demonio en sueños asegurándole que su vástago sería un excelso concertista,
hizo rondar la idea que, como con el violinista italiano, existía un pacto con
Lucifer.
Entrado el siglo XXI, parecía increíble que un mito de
ese calibre pudiera ser aceptado por el público. Quizá, exagerando mucho las
cosas, podría darse en cierta gente en el Sur del mundo, de donde provenían Petronio
y su madre. Tal vez los segmentos menos desarrollados, donde la prédica de las
iglesias era muy fuerte, y de ahí el programado embrutecimiento; pero parecía
inconcebible en los presuntos desarrollados países prósperos del Norte. Lo
cierto es que la anécdota se echó a rodar por buena parte del mundo, y Petronio
fue considerado un nuevo Paganini, ahora de las tumbadoras y las panderetas, en
alianza con Satán.
Por lo pronto, casi burlándose de sus primeros pasos
en la música, ahora utiliza un violín como instrumento de percusión, golpeando
su caja de resonancia. Por la potencia de sus dedos, ya quebró varios.
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