Los seres humanos nos decimos “civilizados”. Sí, sin dudas. En sentido estricto, lo somos. Somos una especie animal absolutamente civilizada, transida de cabo a rabo por el orden simbólico. Todo lo que hacemos está tocado por el proceso civilizatorio, todo, incluso aquellas cosas que parecieran más naturales. La alimentación, o la reproducción, por ejemplo, funciones básicas para mantener vivo a cada sujeto o para perpetuar la especie, como productos de la civilización ya dejaron de ser pura biología. Por eso hay quienes no tienen para comer y pasan hambre, o mueren de inanición (en tanto sobra comida en el mundo: 40% más de la necesaria para alimentar perfectamente a toda la humanidad), o son obesos o presentan anorexia. Nada de eso es algo estrictamente biológico, explicable desde parámetros físico-químico. Es un tejido social el que lo determina, una historia.
Otro tanto pasa con la sexualidad: no hay estricta
correspondencia entre la realidad anatómica y la identidad sexual. Hoy día
hablamos de LGTBIQ+. Nada de eso que llamamos sexualidad queda enteramente determinado
por la biología. Es nuestro ser social –historia subjetiva e historia
colectiva– la que nos moldea. La procreación es también un asunto simbólico (¿cómo
entender desde la carga genética la homosexualidad, el voto de castidad, la
esterilización o todas las confusas y erráticas conductas a las que asistimos
en este ámbito?). En sentido estricto, no hay sexualidad normal. La procreación
es una de las tantas posibilidades que se derivan del acto sexual, pero no la
única. El placer en este campo puede ligarse a una multitud casi interminable
de acciones.
Es decir: todo lo que hacemos tiene que ver con
nuestra civilización, con nuestra socialización. Incluso el primitivo garrote
del hombre de las cavernas, eso ya es un refinamiento civiliazatorio comparado
con cualquier animal. De allí, desde la primera piedra afilada por el primer Homo habilis hace dos millones y medio de
años hasta la computación cuántica o los viajes espaciales, el único animal que
pudo lograr transformar la naturaleza es este bicho civilizado que somos los humanos. “El trabajo es la esencia probatoria del ser humano”, dirá Marx
parafraseando a Hegel.
En esa línea podría decirse que la civilización es
aquello que nos va alejando cada vez más de lo animalesco, de la pura
sobrevivencia natural, del instinto (que
es un esquema
de comportamiento heredado que varía poco o nada de un individuo a otro, y que
se desarrolla siempre según una secuencia temporal fija, teniendo un objeto y
una finalidad invariable). Civilizarse
es refinarse, es utilizar cada vez más las funciones intelectuales superiores
en desmedro de la animalidad instintiva, de la pura fuerza bruta. El instinto,
como se ha dicho en psicoanálisis, está “pervertido” por lo social. No hay ser
humano “normal” por nacimiento –lo puede haber en términos biológicos, claro–:
todo lo demás es construcción histórica.
De todos modos, la fuerza bruta persiste. La violencia
es algo enteramente humano. Ningún animal ejerce violencia como nuestra
especie: los depredadores cazan, y punto (el león, el cocodrilo, el tiburón, el
águila). Nunca un depredador carnívoro ejerce el poder, la supremacía social,
la arrogancia con el más débil. Se lo come simplemente; en el mundo animal no
hay racismo, machismo, diferencias económicas, soberbia y arrogancia, tortura,
discriminación de ningún tipo, pornografía, ropa de marca… o ni siquiera ropa
(ningún animal esconde sus órganos genitales; los humanos sí, en todas las
culturas). Los animales no son sanguinarios; nosotros sí. Podemos experimentar
goce con el sufrimiento ajeno. Ahí están las cámaras de tortura y cuanta
perversión sádica se nos ocurra. ¿Festín de sangre? No somos Drácula, pero
pareciera… ¿Por qué, si no, la permanencia de prácticas como las corridas de
toros, las peleas de box o de kickboxing, las riñas de gallos o de perros? O,
en la Antigüedad romana clásica, el Coliseo con leones devorando cristianos y
peleas a muerte de gladiadores. Esto podría llevar a pensar también el porqué
de las guerras y su nada cercana perspectiva de erradicación, pero eso nos conduciría
por caminos que exceden este breve y poco profundo opúsculo. Aunque no está de
más recordar eso, justamente en estos momentos en que caminamos sobre un campo
minado con la provocación
de Estados Unidos y la OTAN a Rusia.
¿Cuál puede ser el placer de ver una lucha a muerte
entre dos adversarios?, porque no otra cosa son, en definitiva, estas prácticas
sanguinarias arriba mencionadas: la búsqueda de la eliminación del otro, la
sangre, el festín de la muerte. ¿Qué deseos alimentan todo eso? ¿Por qué ese
placer en gozar, incluso excitarse, con la sangre que corre? En todas estas
prácticas culturales la muerte es el convidado especial. En el box, justamente
como producto del “avance” en la civilización, ya no se persigue la muerte del
rival –se usan guantes y protectores bucales, hay reglamentos estrictos a
seguir y un árbitro que media entre los contrincantes– pero sí el sacarlo fuera
de combate. De todos modos, no deja de ser llamativo el enardecimiento del
público en las graderías: “¡Mátalo!,
¡Sangre!, ¡Dale en la herida!”. O el festejo gozoso del ganador que noqueó
al adversario, rebosante de alegría mientras el perdedor es retirado en
camilla. Todo esto puede hacer pensar en palabras de Sigmund Freud con motivo
de la llegada de los nazis y la anexión de su Austria natal al Tercer Reich: “Hoy día los nazis queman mis libros. En la
Edad Media me hubieran quemado a mí. Eso es el progreso humano”. Es decir:
somos terribles, pero cada vez somos menos
terribles. Sigue habiendo machismo, pero ya no se obliga a las mujeres a
usar cinturón de castidad, y si bien hay racismo, ya no se puede humillar
públicamente a nadie por su color de piel o pertenencia étnica, porque eso es
delito.
La civilización es ese largo, tortuoso, nunca
terminado proceso en el que nos vamos alejando de nuestros orígenes animales.
Pero lo curioso es que… ¡ningún animal mata por placer! En nuestro mundo
civilizado cada dos minutos muere una persona por un disparo de arma de fuego.
Y la industria de los armamentos (desde una pistola personal hasta un
portaviones atómico con aviones de combate o misiles hipersónicos con carga
nuclear), es el ámbito humano que más dinero mueve promoviendo los más osados e
increíbles avances científico-técnicos.
Aquello de poner la otra mejilla cuando nos abofetean
la primera, no pasa de vacío e impracticable pedido moral. La realidad humana
va por otro carril. En nombre del amor y de algún dios (de los tres mil que
existen) se realizaron las peores guerras religiosas. Parece que la sangre nos
llama (“La violencia es la partera de la
historia”, dijo con exactitud ese decimonónico pensador supuestamente
“superado”). Por lo que, si algún freno puede oponérsele a la violencia, la
apelación a un sacrosanto amor no alcanza. Digamos que “nadie está obligado a
amar a otro, pero sí a respetarlo”. En definitiva, la civilización es eso: la
instauración de una ley, de una norma que rige el funcionamiento social (la
prohibición del incesto, o del asesinato, la instauración de la propiedad
privada, el rojo del semáforo o la interdicción de orinar en la calle más un
largo etcétera). Sin dudas, las leyes no necesariamente son justas (¿lo es
acaso la propiedad privada, por ejemplo?). Son un ordenamiento hecho desde el
poder: “La ley es lo que conviene al más
fuerte”, dijo Trasímaco hace más de dos mil años; injusto quizá, pero
necesario para establecer un orden humano.
Freud, en lo que él llamó su “mitología conceptual”,
elucubró una pulsión de muerte (Todestrieb), energía destructiva que
anida en cada uno de nosotros, y que se manifiesta en todo lo anteriormente
descrito. Concepto problemático como el que más, muy discutido por todo el
ámbito psicoanalítico. Lo que está claro es que, viendo cómo nos movemos los
seres humanos, la intuición freudiana no parece descabellada. Corridas de
toros, riñas de gallo, peleas de box… ¿guerra mundial con armamento atómico?
Parece que la sangre llama.
Saludos...Deseo ubicar lo del premio Nobel negro...Magistral. Soy escritora, estoy tratando de publicar mi libro sobre la Diáspora Africana, y estoy muy identificada con su estilo....
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