“Disolvieron todas las protestas del mundo sin un solo policía. ¡Brillante!”.
En estas últimas décadas el campo popular sufrió no solo un gran empobrecimiento sino su desarticulación para las luchas. Las opciones de izquierda (organizaciones partidarias, movimientos de acción armada, sindicatos combativos, expresiones populares clasistas varias) fueron duramente reprimidas por las fuerzas de seguridad de los Estados, siempre bajo la mirada vigilante de Estados Unidos. De esa suerte, por años las protestas sociales estuvieron silenciadas. O, en todo caso, se dio un despertar de nuevos movimientos sociales que, sin tener un proyecto de transformación radical, generaron nuevas dinámicas.
En América Latina, con la llegada de gobiernos de centro-izquierda en buena
cantidad de países al inicio del presente siglo, se dieron políticas
redistributivas que ayudaron a paliar, en parte, la situación de agobio de las
grandes masas populares. Pero los planes neoliberales no terminaron. Se siguieron
pagando puntualmente las deudas externas, y los esquemas económicos de base no
variaron. Luego de algunos años, muchos de esos procesos de “capitalismo
moderado” desaparecieron, volviendo a las presidencias de los Estados planteos
abiertamente de derecha, antipopulares. Como las orientaciones
fondomonetaristas no variaron nunca en lo sustancial, y en estos últimos años
de derechización se profundizaron más aún, las poblaciones explotaron casi al
unísono en buena parte de la región latinoamericana, así como también en otras
latitudes. Eso sucedió hacia fines de 2019.
Como dato sumamente importante para entender las formas en que se dieron y
las ulterioridades de esas puebladas, debe destacarse que las fuerzas de
izquierda, en cualquiera de las versiones posibles, ya no existían, o estaban
tan diezmadas/desacreditadas que no pudieron conducir políticamente esas
rebeliones espontáneas. De ahí que el generalizado descontento popular tuvo las
características de rebeliones con mucho de visceral, de explosiones populares
que no llevaban claramente una orientación política revolucionaria, de
transformación estructural. Era, en todo caso, la expresión de un descontento
profundo contenido durante años. Los nuevos movimientos sociales contribuyeron
al clima de rebelión que se vivió.
¿Por qué se dieron estos estallidos?
Porque la pobreza que causó el neoliberalismo, donde no hubo el preconizado
“derrame”, era ya insoportable. El subcontinente latinoamericano, terriblemente
rico en recursos naturales (tierras fértiles, abundante agua dulce, petróleo,
gas, innumerables recursos minerales, enormes litorales oceánicos,
impresionante biodiversidad) presenta índices de desigualdad socioeconómica
realmente alarmantes. Con economías prósperas en términos macro (crecimiento
del PBI, inflación bajo control, paridad cambiaria estable), ocho de los diez
países más desiguales del planeta están en esta región: Haití, Honduras,
Colombia, Brasil, Panamá, Chile, Costa Rica y México. Los problemas sociales se
multiplican en forma continua, con desempleo, falta de perspectivas, violencia
callejera, salarios de hambre, un agro tradicional que se empobrece y
desertifica producto de la explotación inmisericorde de las grandes propiedades
y su uso de pesticidas y agroquímicos, poblaciones originarias reprimidas y
olvidadas, una cultura patriarcal que sigue dominando la cotidianeidad, jóvenes
sin futuro y, junto a ello, gobiernos corruptos que se ríen en la cara de tanta
desgracia, todo ello constituye una poderosa bomba de tiempo. Si no estalló
masivamente antes es porque la represión y el miedo histórico de las décadas
pasadas (guerras sucias que ensangrentaron todos los países, con 400.000
muertos, 80,000 desaparecidos y un millón de presos políticos, más cantidades
monumentales de exiliados) siguieron obrando como una fuerte “pedagogía del
terror”.
Mucho
de la protesta popular de estos últimos años se dio no en la forma organizativa
de antaño, a través de estructuras partidarias de izquierda, sino por medio de
movimientos sociales. Quizá sin una propuesta clasista, revolucionaria en
sentido estricto (al menos como la concibió el marxismo clásico, como han
levantado los partidos comunistas tradicionales a través de los años en el
siglo XX), los nuevos movimientos sociales constituyen una alternativa
antisistémica (movimientos por reivindicaciones de género, étnicas, de
diversidad sexual, contra la catástrofe medioambiental). Muchos de ellos son
movimientos campesinos y de reivindicación de territorios ancestrales propios;
de hecho, constituyen una clara afrenta a los intereses del gran capital
transnacional y a los sectores hegemónicos locales, más aún en este momento de
expansión de un voraz capitalismo extractivista. En ese sentido, funcionan como
un nuevo camino, una llama que se sigue levantando, y arde, y que eventualmente
puede crecer y encender más llamas.
Lo cierto es que,
hastiados del neoliberalismo, los pueblos se levantaron hacia los últimos meses
del 2019. Los resultados fueron distintos en cada país, pero hubo un hilo
conductor común. Analicemos algunos casos (Chile, Colombia y Bolivia) a modo de
ejemplo, para luego sacar conclusiones.
Chile
En los países del llamado Tercer Mundo, contrario a lo que ocurrió en el
Norte próspero (Estados Unidos, Canadá, Europa y Japón), las políticas
neoliberales que se impusieron estas últimas décadas, pudieron ser
implementadas solo a partir de regímenes dictatoriales. La dictadura del
general Pinochet fue icónica en ese sentido.
El 11 de septiembre de 1973 en Chile tuvo un lugar un evento que serviría
como símbolo de un importante cambio en la historia política del país. Se daba
allí el golpe de Estado del ejército chileno, comandado por el general Augusto
Pinochet, contra el presidente democráticamente electo Salvador Allende. La
asonada militar, nada nueva ni en la historia de Chile ni en la de
Latinoamérica y el Caribe, tuvo un carácter especial: dio pie a la instalación
de las primeras políticas neoliberales por parte de un gobierno nacional. Las peores
calamidades de los planes de achicamiento del Estado, privatización de todo lo
privatizable, contención de la protesta social por todos los medios posibles y
la represión militar, tuvieron lugar en Chile. De hecho, Milton Friedman en persona, eje central de la Escuela de Chicago
impulsora de las políticas neoliberales fondomonetaristas, estuvo en Chile en
dos ocasiones, en 1975 y en 1981, bendiciendo y evaluando las medidas.
El derrocado presidente chileno propiciaba el paso al socialismo por la vía
democrática. Propuesta difícil, que la historia se ha encargado de rebatir
infinidad de veces (la institucionalidad democrática dentro de los marcos del
capitalismo no permite la construcción de alternativas socialistas reales; es
decir: la socialización de los medios de producción y la democracia popular de
base). Experiencias similares de procesos revolucionarios abortados sobran en
el contexto latinoamericano (Haití, República Dominicana, Bolivia, Guatemala,
entre otros). Lo importante de lo acaecido en Chile en aquel 1973 fue la puesta
en marcha de ese laboratorio social y económico con las iniciativas de ajuste
neoliberal.
Con los años, fueron instalados similares planes neoliberales a ultranza no
solo en Latinoamérica y el Caribe sino en, prácticamente, el mundo entero.
Chile comenzó a ser exhibido por cierta academia, varios políticos, por el Banco
Mundial y el Fondo Monetario Internacional y por la corporación mediática
capitalista global como el ejemplo más exitoso de estas políticas. De hecho,
comenzó a circularse la idea que ya había ingresado al privado club del “Primer
Mundo”. La propaganda, repetida hasta el cansancio tanto dentro como fuera del
país, fue transformando a la nación trasandina en un “modelo de éxito”. Ello se
debió en muy buena medida a la necesidad de la ideología neoliberal dominante
en el mundo de tener una joya que mostrar. Al lado del pretendido “fracaso” de
los modelos socialistas, o más aún, de los capitalismos con Estados
parasitarios -o, al menos, de lo que la prensa dominante intentaba mostrar como
tal-, Chile fue elegida la presea perfecta, el arquetipo de éxito con las
privatizaciones. El tiempo vino a demostrar que las cosas no eran precisamente
como se planteaban. Lo cual demuestra, igualmente, que la población es
perpetuamente engañada por los medios de comunicación.: puras y viles mentiras.
La feroz dictadura del general Pinochet terminó en 1990. Para ese entonces,
Washington estaba cambiando su estrategia de dominio de su patio trasero
latinoamericano reemplazando las sangrientas dictaduras militares por la
modalidad de “democracias vigiladas”. Con los planes de ajuste estructural
encaminados, ya no era necesaria la “mano dura” de los militares; las
democracias -entendidas solo como el ejercicio de votar y elegir mandatarios
cada cierto tiempo- alcanzaban. Así, todo el subcontinente fue abriéndose a
esos nuevos tiempos “democráticos”. Tuvieron lugar varias elecciones, y
diversos candidatos civiles se sucedieron en la presidencia: Patricio Aylwin,
Eduardo Frei, Ricardo Lagos, Michelle Bachelet en dos oportunidades
intercaladas, y Sebastián Piñera, también en dos ocasiones intercaladas, quien
se encuentra en el poder actualmente. Ningún mandatario modificó un ápice las
políticas impuestas por la banca internacional (FMI y BM) ni la Constitución
política de 1980, herencia de la dictadura pinochetista. El supuesto “milagro”
económico chileno siguió ofreciéndose como el producto exitoso derivado de esas
iniciativas.
Pero algo sucedió rompiendo esa supuesta tranquilidad y armonía social. En
la segunda presidencia de Sebastián Piñera, iniciada en marzo de 2018, el aumento
del boleto del metro propuesto a mediados de octubre del 2019 desató enormes
protestas, iniciadas por el movimiento estudiantil en principio, al que se le
sumó luego masivamente la población, las cuales hicieron retroceder al
mandatario. El aumento del pasaje, en
sí mismo, no fue especialmente significativo. Su valor en hora pico subiría de
800 a 830 pesos, equivalente a 0,042 dólares. Pero ello, en realidad, acentuó
un descontento latente y creciente en la población, y dejó ver otra realidad
que la presentada oficialmente como de éxito económico. Evidentemente, la
cólera de la población expresó algo que no se decía oficialmente: la pobreza
generalizada extendiéndose, las brechas entre las clases sociales acentuándose,
la exclusión de grandes sectores de la sociedad expandiéndose, y la
discriminación étnica y cultural exacerbándose principalmente por el
neoliberalismo en Chile.
La primera reacción del Ejecutivo fue la abierta represión bajo el concepto
de seguridad nacional y terrorismo. La misma se prolongó por espacio de varios
meses, resultas de la cual se registraron 31 muertos, de acuerdo con lo
informado por la OEA. Según
calcula el informe preliminar de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos
de esa institución, luego de su visita entre el 25 y el 31 de enero del 2020,
entre octubre de 2019 y enero de 2020 se registraron 400 heridos. “Chile
vive grave crisis en derechos humanos”, manifestó la comisionada Esmeralda
Arosemena de Troitiño, citada por el diario La Tercera. Por su parte,
Joel Hernández, relator para Chile de dicha Comisión, manifestó que “las
protestas registraron en varios casos abusos, detenciones y uso
desproporcionado de la fuerza” debido a “falta de alineamiento de los
estándares internacionales en la gestión de las protestas”.
La realidad del país no era,
definitivamente, la preconizada abiertamente por la prensa nacional y global
(“Chile = Primer Mundo”, según ese engañoso mensaje); las rebeliones populares
pusieron al descubierto una desigualdad monstruosa (octavo país del mundo en
asimetrías socioeconómicas igual que Ruanda en el África, por ejemplo), siendo
el país latinoamericano que ha escenificado las protestas más grandes hacia
fines del año 2019. La población, hastiada de las medidas de privatización,
falta de acceso a los beneficios reales de un supuesto desarrollo,
patéticamente endeudada con los bancos, reaccionó visceralmente ante el alza
del pasaje de metro, lo que motivó por parte del Ejecutivo (siguiendo la
sugerencia de asesores estadounidenses) la declaración de estado de sitio y
toque de queda.
Sin dudas, la población del país
trasandino (junto a la de Haití en el Caribe), es la que más fuertemente ha
alzado la voz en toda esta ola de protestas que se dieron a fines del año
pasado, lo cual llevó a un brutal endurecimiento del gobierno, con el ejército
controlando las calles. “América del Sur se nos puede embrollar de modo
incontrolable si no tenemos siempre a la mano un líder militar, y en el caso de
Chile, esto reclama un jefe de la calidad solidaria del general Augusto
Pinochet”, pudo decir sin la más mínima vergüenza Mike Pompeo, secretario
de Estado de Estados Unidos, en una Comisión de Urgencia de la Cámara de
Representantes de su país, ante “la preocupante situación de Chile”.
Ello deja ver que Latinoamérica y el Caribe siguen siendo con muy pocas
excepciones, tristemente, el patio trasero de la potencia del Norte, y lo que
en esta zona sucede se decide en Washington.
Luego
de la inicial salvaje represión y la incesante y creciente ola de protestas, el
presidente Piñera se vio forzado a pedir perdón, comprometiéndose a implementar
medidas de protección social, reconociendo la precariedad de muy buena parte de
la población chilena, más allá del preconizado “milagro económico” del país que
fuera primer laboratorio de ensayo de las políticas neoliberales.
Como
resultado de la movilización popular, el gobierno se vio forzado, además de
dejar de lado el aumento inicial, a dar alguna respuesta que satisficiera a la
población. De ahí que se llegó a la idea de un plebiscito para ver si se
continúa con la Constitución vigente, o se va hacia una nueva. El plebiscito,
“ejercicio democrático” provocado por las protestas, presenta dos preguntas que
deben ser respondidas por la población: 1) ¿Apruebo o Rechazo una nueva Constitución? 2) ¿Qué
órgano es el indicado para redactar la eventual nueva carta magna: una
Convención Constituyente (100% de sus integrantes elegidos por voto popular) o
Convención Mixta Constituyente (50% de sus integrantes elegidos por voto
popular y 50% miembros del actual Congreso?).
Para cierta visión de los hechos,
el plebiscito es un triunfo popular derivado de las movilizaciones del año
pasado, porque permitirá dejar atrás el lastre neoliberal y fascista de la
dictadura pinochetista, aún presente en la institucionalidad del Estado
chileno. Para otra lectura, esto es una jugada distractora del gobierno, una
forma de ganar tiempo, una maniobra para que no cambie nada, en definitiva.
Originalmente se había fijado para el 26 de abril, pero la aparición de la
pandemia de coronavirus vino a alterar los planes. De momento quedó establecido
para el 25 de octubre. Habrá que ver cómo se lleva a cabo la consulta, cuáles son
los cambios que genera y si sigue la lucha para consolidar dichos cambios.
Colombia
En Colombia se
vive un clima de violencia generalizada desde hace muy largas décadas. Un
entrecruzamiento de causas explica esa dinámica; por un lado, la pobreza crónica
y estructural (19.6% de la población, según datos del Departamento Administrativo Nacional de Estadística -Dane-,
2019), que excluye a amplios sectores, fundamentalmente rurales, lo que
crea un clima de inestabilidad permanente. A ello se suma la presencia de una
importante narcoactividad (2% del PBI, según datos de la Unidad de Información
y Análisis Financiero -UIAF-), también en áreas rurales, donde igualmente se da
la presencia histórica de movimientos revolucionarios de acción armada (llegó a
haber tres para los años 90 del pasado siglo), perseguidos ferozmente por las
estrategias contrainsurgentes del Estado. De hecho, Colombia presenta la guerra
civil más prolongada de todo el continente, cuyos orígenes se remontan a la
década del 50 del pasado siglo. Las consecuencias de todo esto fueron fatales;
además de las cuantiosas pérdidas materiales, ese prolongado conflicto ocasionó
cerca de un cuarto de millón de muertos, incalculables heridos, 70,000
desaparecidos, numerosas violaciones sexuales de mujeres y más de cinco
millones de desplazados internos (primer país en el mundo en cantidad de esos
desplazamientos por causas bélicas, según datos del ACNUR), sin contar con las
secuelas psicológicas y sociológicas de ese clima de violencia perpetuo, y la
apología de la misma como prácticamente único modo de relacionamiento entre
grupos diversos.
¿Por qué se ha
prolongado tanto este conflicto? ¿Qué hace que, mientras en otras latitudes las
guerras pasan, se encuentran salidas negociadas, se ponen en marcha procesos de
pacificación, en Colombia pareciera perpetuarse indefinidamente sin dar miras
de poder entablarse negociaciones firmes que terminen de una vez el problema?
Evidentemente, hay poderosos intereses en juego para que todo ello se perpetúe.
El negocio de la violencia es muy redituable para ciertos grupos. Si bien ha
habido numerosos intentos de pacificar el país en estos últimos años con
numerosos compromisos contraídos, luego no cumplidos, y recientemente se
firmaron importantes acuerdos entre el gobierno y el principal grupo
revolucionario alzado en armas, la paz no termina de llegar nunca.
El clima bélico en
que se ha venido moviendo la sociedad colombiana durante tan largos años es
sumamente complejo por presentar numerosos y tan diversos componentes:
movimientos revolucionarios de vía armada, carteles de la droga y
narcoactividad, grupos paramilitares, Estado armado hasta los dientes,
presencia de fuerzas armadas, de inteligencia y contrainsurgencia extranjeras
directamente comprometidas en esa “guerra sucia” de mediana y baja intensidad
selectiva (como es la estrategia de Washington), incluso con varios
destacamentos fijos y dotados de alta tecnología militar. Son siete las bases
estadounidenses en territorio colombiano, por lo que más de algún analista
compara la situación del país caribeño con el papel que juega Israel, aliado de
la política de la Casa Blanca, en el Medio Oriente. Es decir: el gendarme super
armado de la región. No olvidar que Colombia tiene una posición estratégica al
lado de Venezuela, que atesora las reservas de petróleo más grandes del mundo,
más otros importantes recursos minerales (oro, hierro, coltán, tierras raras),
todo lo cual es codiciado por la geoestrategia de Washington.
El enfrentamiento
bélico se ha dado, básicamente, entre el Estado, la presencia militar
estadounidense, y en algunos casos los paramilitares como sus aliados, contra
los movimientos revolucionarios (de los tres que llegó a haber años atrás,
queda operativo hoy solo uno). De igual modo, el Estado colombiano, con la
colaboración de Washington, ataca la narcoactividad, en buena media destruyendo
sembradíos en zonas rurales por medio de fumigaciones aéreas. Lo curioso es que
ese “combate al narcotráfico” nunca termina de dar resultados, y la producción
de cocaína no cesa. No está de más recordar que a Estados Unidos llega una
tonelada y media de drogas ilegales cada día, en buena medida cocaína
colombiana. Ese supuesto “combate” que se da en tierra sudamericana, por lo
tanto, abre suspicacias. ¿Realmente se lo combate?
El “Plan para la Paz y el
Fortalecimiento del Estado”, más conocido como “Plan Colombia”, luego
rebautizado “Plan Patriota” y finalmente “Plan Consolidación”, destinado a
combatir la narcoactividad, pero con la agenda oculta de atacar a las
guerrillas revolucionarias, implicó una erogación de USD. 20,000 millones por
parte del erario colombiano, cobrado por las empresas que suministraron todo el
equipo bélico y capacitación militar, todas de origen estadounidense. Lo
curioso es que, pese a esa monumental inversión y despliegue de fuerzas
militares, supuestamente para combatir la narcoactividad, la producción de hoja
de coca no bajó y la fabricación de cocaína y otras drogas se mantuvo o se
movió a otros países de Latinoamérica y el Caribe. Definitivamente hay ahí una
sumatoria de elementos complejos e interrelacionados que hacen de Colombia una
mezcla explosiva y que, según algunas estimaciones, lo colocan como el país más
violento de Latinoamérica y uno de los más violentos del mundo donde pareciera
que nadie desea terminar la guerra (porque para ciertos sectores trae
cuantiosos réditos).
De hecho, a través
de los últimos años ha habido numerosas negociaciones en búsqueda de la paz, y
muchos de los actores involucrados en esa violencia han ido modificando
posiciones. Por lo pronto, dos de los grupos guerrilleros históricos
involucrados en esa larga contienda silenciaron sus armas: el Movimiento 19 de
Abril -M 19-, desmovilizado en marzo de 1990, y las Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia -FARC-, desmovilizadas según Acuerdos de Paz con el
gobierno en el 2016. Pero pese a ello, la violencia no se extingue -continuó la
muerte de desmovilizados de las FARC-, lo que llevó a que grupos puntuales de
esta organización guerrillera se alzaran en armas nuevamente en el transcurso
del 2019, quizá sin constituir una real amenaza militar, pero con hondo
significado político, distanciándose de sus cúpulas de dirección nacional a las
que acusan de “traidoras”.
Se podría decir
también que el movimiento paramilitar -de ultraderecha, participante también en
la guerra interna- sumamente activo años atrás, agrupado en la Autodefensas
Unidas de Colombia, se sumó a la desmovilización en el año 2003. E igualmente
poderosos carteles del narcotráfico fueron diezmados por las fuerzas
gubernamentales en operaciones conjuntas con la DEA, CIA y tropas especiales de
Estados Unidos, a lo largo de los últimos años. De todos modos, pese a esas
diversas operaciones de pacificación, de desmovilización de fuerzas combatientes
y de grupos armados de acción violenta, Colombia nunca ha vivido en paz.
Al mismo tiempo,
no puede dejarse de mencionar como elemento sumamente explosivo, la gran
polarización económico-social que se da en el país, la cual se extendió aún más
desde los 1980s. con las políticas neoliberales, y particularmente desde 1991
con las reformas constitucionales que permitieron profundizar las mismas. Según
datos de Naciones Unidas, Colombia presenta una enorme disparidad en ese ámbito
-uno de los países más desiguales del mundo- con un acaparamiento de tierras
enorme en manos de una ínfima oligarquía terrateniente, y una gran masa de
campesinos empobrecidos. Según el Informe de Oxfam “Radiografía de la
Desigualdad”, 2020, basado en datos del Censo Nacional Agropecuario, el 1% de
propietarios posee el 81% de las tierras. Mujeres solo presentan el 26% de la
titularidad. De acuerdo con referido documento “Un
millón de hogares campesinos vive en menos espacio del que tiene una vaca para
pastar.”
Esa masa campesina
encontró en el cultivo de plantas de coca -comprada por los carteles del
narcotráfico para la elaboración de cocaína, en buena medida con destino a
Estados Unidos- una forma de sobrevivencia que la aleja de la pobreza extrema,
pero sujetándola a circuitos que le terminan creando más problemas, en
definitiva. Para cierta visión punitiva del combate a las drogas -que es la que
impulsan los distintos gobiernos del país en consonancia con lo estipulado por
el gobierno federal de Estados Unidos-, el eslabón del pequeño productor de la
materia prima es el más golpeado. De ahí la continua quema, fumigación de
sembradíos, criminalización y castigo por actividades ilegales, que terminan
arruinando, separando y estigmatizando a esas familias campesinas, que nunca
salen de pobres pese a participar en este acaudalado negocio.
Esa histórica
polarización económica se vio acrecentada desde fines de los años 80 del pasado
siglo con la implementación de las políticas neoliberales que dominaron todo el
panorama latinoamericano y caribeño. Todos los mandatarios colombianos, fieles
a los dictados de los organismos crediticios de Bretton Woods (FMI y BM),
siguieron implementando a la letra las recetas de ajuste estructural, lo cual
empobreció más a los sectores históricamente empobrecidos, concentrando la
riqueza en una oligarquía hiper rica. En el medio de la fiebre antineoliberal
que barrió Latinoamérica hacia fines del año pasado, también la población
colombiana reaccionó. Fue así que se asistió al despertar de espontáneas
protestas populares. El presidente Iván Duque, de derecha, acérrimo defensor de
los planes neoliberales y estrecho aliado del gobierno de Donald Trump, ha sido
duramente cuestionado. En realidad, el actual presidente, sin con esto quitarle
la más mínima responsabilidad, no hizo sino continuar las prácticas privatistas
que vienen dándose desde los 90 del siglo pasado, forzadas por la banca
internacional, en detrimento de las grandes mayorías. En otros términos: se
continuó, igual que todos los presidentes anteriores, con las privatizaciones
en el sector energético (petróleo y minería), en las comunicaciones y en los
servicios financieros. Al mismo tiempo, continuaron las políticas de impuestos
regresivos, beneficiando así a los grandes propietarios colombianos, y se
profundizó la reducción de la inversión pública en áreas básicas (salud y
educación). Todo ello aumentó la histórica pobreza urbana y profundizó la rural
provocando un descontento creciente que estaba a punto de estallar en cualquier
momento.
Y finalmente,
estalló. Entre fines de octubre e inicios de noviembre del año pasado, más de
un millón de personas se movilizaron en las principales ciudades del país
(Bogotá, Cali, Barranquilla, Bucaramanga, Cúcuta) exigiendo el fin de las
medidas neoliberales. La respuesta del gobierno fue, al igual que en los otros
países de la región, la vigilancia, la confrontación y represión. De ese modo,
se registraron tres muertos, 250 heridos y cientos de arrestos.
Las
protestas se prolongaron hasta el inicio del 2020. Como consecuencia de esa
movilización popular, se conformó un Comité de Paro, integrado por distintas
organizaciones sociales, que nuclea una pluralidad de sectores del campo
popular, el cual entregó a fines del año pasado una lista de demandas al
gobierno del presidente Duque. El pliego de peticiones incluye un amplio
listado que toca puntos sobre la política
económica y social llevadas adelante por el gobierno, el cumplimiento de
acuerdos suscritos con los movimientos estudiantil, campesino y sindical, con
los pueblos indígenas y afrocolombianos en medio de las movilizaciones, la
revisión de la política de seguridad vigente, de derechos humanos y lo
concerniente a los asesinatos sistemáticos de lideresas y líderes sociales así
como de excombatientes de las FARC, temáticas ligadas a la reforma política y
electoral, normas y medidas para luchar contra la corrupción y el pedido de
profundizar el diálogo de paz con la única fuerza guerrillera ahora vigente, el
Ejército de Liberación Nacional -ELN-.
Para el año 2020, dándole
seguimiento a ese pedido, se tenían previstas distintas manifestaciones
exigiendo el cumplimiento de lo solicitado, con diversas convocatorias para el
transcurso de los primeros meses del año (abril y mayo). La aparición de la
pandemia de coronavirus vino a alterar todo ello. Pero es evidente que el clima
de protesta, descontento y agitación no ha culminado.
Bolivia
La situación en el Estado Plurinacional de Bolivia es distinta. Aquí no se
han dado similares protestas populares contra las políticas neoliberales
dominantes como en otros países de la región. No se dieron, por la sencilla
razón que en estos últimos años no se han estado implementando. Por el
contrario, desde el año 2005 Bolivia estuvo gobernada por el partido político
de izquierda y de base social mayoritaria indígena Movimiento al Socialismo
-MAS-con el liderazgo del dirigente indígena aimara Evo Morales, quien ganó por
mayoría tres elecciones y ha gozado de amplio apoyo de la población.
En esos años el país experimentó importantísimos cambios, todos en función
del mejoramiento de la calidad de vida de su población, básicamente pobre y de
raíz indígena. De esas transformaciones los medios de comunicación masiva no
dicen una palabra. Debe mencionarse también, como algo de importancia capital
para entender el proceso boliviano, que durante esos años la derecha nacional
-en buena medida asentada en la ciudad de Santa Cruz, profundamente racista y
siempre mirando hacia Washington- funcionó como el principal elemento
conspirativo, intentado sacar del poder al presidente Morales con distintos
métodos. Las elecciones de octubre del 2019, cuestionadas por la participación
de Evo Morales nuevamente para tratar de reelegirse por un cuarto período,
fueron la ocasión propicia.
Durante sus tres mandatos consecutivos, el producto interno bruto, que
creció 327% llegando a USD 44.885 millones en 2018, iba a cerrar el 2019 con un
crecimiento de casi el 5% interanual (junto con Panamá, el crecimiento más alto
de Latinoamérica y el Caribe). Según datos del Banco Mundial, Bolivia dejó el
grupo de los países de ingresos bajos y pasó a pertenecer a la categoría de los
países de ingresos medios (62% de su población los tiene). Los recursos mineros
(gas, litio, minerales varios) se nacionalizaron, y en algunos casos se
establecieron explotaciones público-privadas, en las cuales el Estado boliviano
captaba una importante cuota, lo que le permitió implementar profundos
programas sociales.
Se dieron infinidad de logros. La pobreza se redujo del 60 al 34%. La
esperanza de vida subió de 64 a 71 años. El salario mínimo pasó de 57 dólares
mensuales a 298. En el área de salud, las mejoras fueron ostensibles, con una
población que se empezó a alimentar mejor y recibir asistencia adecuada.
Durante la gestión de Evo Morales se construyeron 34 hospitales de segundo nivel
de atención y más de 1,000 clínicas populares de primer nivel de atención. Con
los métodos educativos cubanos “Yo Sí Puedo” y “Yo Sí Puedo Seguir” se trabajó
fuertemente la alfabetización al nivel nacional, al punto que Bolivia fue
declarada por la UNESCO país libre de analfabetismo después de su segundo
período de gobierno. Durante el gobierno del MAS se construyeron casi 17,000
escuelas, de modo que Bolivia pasó a ser uno de los países latinoamericanos y
caribeños con mayor porcentaje de cobertura en educación primaria.
Entre otro de los importantes avances de la sociedad boliviana conseguidas
durante el gobierno socialista de Evo Morales, puede mencionarse el trabajo en
pro de la equidad de género. Como un símbolo de ello, antes del gobierno del
MAS solo había un 18% de mujeres en el Parlamento, mientras que hacia el 2019,
ese porcentaje había pasado al 51%. La sociedad boliviana, sin dudas, cambió
mucho en estos últimos años, siendo de los pocos países que no se ciñeron a
políticas neoliberales. Como expresiones de esos cambios pueden indicarse 5,000
nuevos kilómetros de carreteras que forjaron desarrollo para las áreas más
olvidadas, pero más aún, el lugar que pasaron a ocupar los pueblos originarios
intentando superar el histórico racismo que caracterizó a Bolivia (mayoría
indígena, pero siempre gobernada por una oligarquía criolla de espalda a esos
pueblos). Es por ese motivo, porque el país se comenzó a liberar del yugo
imperial de Estados Unidos empezando a construir una alternativa no
capitalista, que los grandes poderes lo vivieron atacando estos últimos años;
algo similar con lo que sucedió con Venezuela y su Revolución Bolivariana.
En ambos casos, con las diferencias respectivas de acuerdo con sus
historias y estilos políticos, culturas y dinámicas particulares, las dos
naciones fijaron una autonomía en el manejo de su política y de los recursos
propios que hizo sentir a Washington que perdía hegemonía en su “patio
trasero”. Ambos estuvieron en la mira de la Casa Blanca por años, pero
siguieron procesos distintos. En Venezuela aún sigue en pie -cada vez menos- el
gobierno bolivariano; en Bolivia el imperio y la oligarquía local parecen haber
logrado ya lo que anhelaban.
Dato nada desdeñable para entender lo sucedido en el país del Altiplano:
Bolivia cuenta con aproximadamente el 75% de las reservas mundiales de litio,
el “oro blanco”, apreciado especialmente por industrias de tecnología de punta
como telecomunicaciones, automovilística, armamentista y aeroespacial entre
otras. El litio puede llegar a ser un reemplazo del petróleo en el futuro. Esas
reservas (salares de Uyuni), definitivamente, están en la mira de las grandes
corporaciones capitalistas occidentales, que verían perderse un fabuloso
negocio si aquellas fueran administradas por el Estado boliviano. Por lo
pronto, habiendo firmado contratos con la República Popular China para la
explotación de tal mineral, en octubre, un poco antes de las elecciones,
Bolivia presentó su automóvil alimentado con litio, el “Quantum”. El vehículo,
concebido en dos tipos de modelos, es de bajo costo, siendo su precio más
económico de 5,400 dólares. Sin dudas, una cachetada, una amenaza real para la
industria automotriz y petrolera capitalista.
Todos esos logros sociales representaban una afrenta para el capitalismo
global, que ha visto en Bolivia un “mal ejemplo”. Pero a ello se sumó algo muy
importante: Evo Morales decidió presentarse por cuarta vez consecutiva a las
elecciones, con lo que la “dulzura” del cargo presidencial pareció obnubilarlo,
después que contrario a una consulta general, la mayoría de la población
boliviana le había dicho que ya no participara en las elecciones
presidenciales. Asimismo, contrario a recomendaciones emanadas de su propio
partido, participó una vez más en la justa electoral. Ahí comenzó la debacle.
En una confusa situación donde ambas fuerzas -el MAS, con la candidatura de
Morales, y el opositor partido Comunidad Ciudadana, con el presidenciable derechista
Carlos Meza- se disputaron el triunfo de las elecciones. Las acusaciones que
recibió el dirigente indígena fueron de fraude, por la tardanza en el conteo de
los votos, por la interrupción total en la tabulación de las boletas y por las
supuestas irregularidades encontradas en el empacado y transportación de las
cajas con los votos emitidos.
Se abrió entonces un momento de convulsión social. Sin dudas, hubo
movilizaciones contra Evo Morales; pero las mismas no tuvieron el sello de las
otras protestas que aquí analizamos. No termina de quedar claro hasta dónde
fueron manifestaciones masivas espontáneas contra su perpetuación en la
presidencia, o hasta dónde fueron manipuladas por una oligarquía anticomunista
y racista visceral. La derecha, local e internacional, esgrimió el argumento de
su larga permanencia. Argumento, por cierto, muy discutible, pues otros
dirigentes no socialistas permanecieron igual o mayor período, y nunca se dijo
nada en su contra: Angela Merkel en Alemania: 20 años; Benjamín Netanyahu en
Israel: 25 años; Yoweri Museveni en Uganda: 31 años (como es de derecha y
Uganda no cuenta en el concierto internacional, nadie dice una palabra);
Vladimir Putin en Rusia, 20 años (¿nadie se atrever a meter ahora con la
fortalecida potencia rusa?); la Reina Isabel II, Gran Bretaña: 66 años (¿y esta
aberración anacrónica, medieval? ¿Quién la eligió: Dios? ¿Y nosotros seguimos
manteniendo esa parásita?)
Así como se dieron manifestaciones anti-Evo, también hubo -en mucho mayor
grado- manifestaciones masivas en su apoyo, fundamentalmente de los pueblos
indígenas, los que sentían que el cambio de gobierno les resultaría sumamente
desfavorable, o más bien siniestro. De hecho, se terminó consumando un golpe de
Estado (uno más en ese país, el que mayor número de rompimientos
constitucionales presenta en Latinoamérica y el Caribe: 160). La población
boliviana se manifestó en las calles en repudio a esa maniobra antipopular y
racista, apoyada desde Washington. Los militares golpistas dispararon a matar,
por lo que hubo decenas de manifestantes asesinados y centenares de heridos.
Muchas mujeres indígenas fueron torturadas por los golpistas: se les cortaba
las trenzas, las humillaron, manosearon, golpearon. Hubo centenares de personas
detenidas. Se dio también una feroz persecución de las fuerzas militares contra
otros miembros del gobierno de Morales a los niveles altos y medios y también
amenazas y encierro a periodistas y clausura de radios comunitarias.
A través del golpe de Estado -técnico y de facto disimulado- en una
situación confusa, Jeanine Áñez, un personaje de segunda línea de la política
boliviana en el Congreso asumió interinamente la presidencia. Ella es una
fundamentalista evangélica que asumió Biblia en mano firmando un decreto para
eximir de responsabilidad a los militares por las muertes y violaciones
cometidas, aunque el pueblo siguió luchando contra el golpe de Estado, sabiendo
que si no se le revierte -cosa que finalmente no sucedió- podrían venir décadas
de terror, saqueo capitalista brutal y empobrecimiento, desandándose todo lo
que consiguió el gobierno del MAS. “Sueño con una Bolivia libre de ritos
satánicos indígenas; la ciudad no es para los indios. Que se vayan al Altiplano
o al Chaco”, dijo la presidenta ilegal.
La situación política que se abrió luego de las elecciones, en el momento
en que se hacía el recuento de votos, fue confusa. Ambos contendientes se
cruzaron acusaciones mutuas de fraude, y grupos de derecha movilizaron a parte
de la población para reclamar la salida de Evo Morales. Policía y ejército, en
apariencia leales al gobierno del MAS, terminaron apoyando el golpe,
“sugiriendo” al presidente su alejamiento y reprimiendo ferozmente en las
calles las protestas populares. Nunca quedó claro qué pasó realmente con la
cantidad de sufragios emitidos; lo cierto es que, recordando aquello de “a río
revuelto, ganancia de pescadores”, Estados Unidos y la oligarquía boliviana,
santacruceña en lo fundamental, encontraron en la ocasión el momento preciso
para desplazar a Morales de la presidencia.
La Organización de Estados Americanos -OEA-, fiel a su histórica
genuflexión ante los dictados de la Casa Blanca, constató por medio de una
investigación que sí, efectivamente, hubo fraude en las elecciones, y con su
silencio cómplice terminó avalando el golpe. De los muertos, heridos,
torturados y mujeres vejadas no dijo una palabra. Un estudio realizado
posteriormente por los especialistas en integridad electoral Jack Williams y
John Curiel, del Massachusetts Institute of Technology -MIT- Election Data and
Science Lab, concluyó que “no hay ninguna evidencia estadística de fraude” en
las elecciones presidenciales de octubre del 2019. Pero consumada la retirada
del presidente indígena, la situación no se modificó y el golpe de Estado -con
mucha sangre en las calles, por cierto- se consustanció.
Evo Morales y su equipo salieron al exilio, primero hacia México,
terminando luego en Argentina. La presidente de facto, Jeanine Áñez, en esa
confusa situación, se terminó asentando en el poder con el guiño del
empresariado local y del gobierno estadounidense, y para mayo del 2020 llamó a
nuevas elecciones. El MAS informó de su participación en esa justa electoral
con nuevos candidatos presidenciales, con Evo Morales en el exilio y vetado de
participar por el actual gobierno interino, pero igualmente involucrado en la
dinámica interna de Bolivia. La situación de la pandemia de coronavirus las
dejó suspendidas de momento.
A modo de conclusión
¿Qué sigue ahora después de esas
reacciones populares? No puede decirse que el neoliberalismo esté muerto,
porque después de esos estallidos siguió direccionando las políticas impuestas
por los grandes poderes (capitales globales que manejan el mundo), políticas
que, definitivamente, no han cambiado. De todos modos, estos capitales no son
ciegos, y ven que Latinoamérica arde. Ahí están las citadas declaraciones de
Mike Pompeo, un operador político de esos capitales, y su precaución ante lo
que puede venir: “Hay que tener siempre a la mano un líder militar”.
La inesperada pandemia de coronavirus que
ha llegado a todos los países abre interrogantes. Más allá de los vericuetos
ligados directamente a esa crisis sanitaria, la situación económica de base no
muestra un cambio sustancial en el mundo, al menos de momento. Está claro que
el sistema capitalista no resuelve (ni quiere ni puede) los acuciantes
problemas de la Humanidad. Sin dudas, la pandemia contribuye a la crisis
económica generalizada. De todos modos, no hay que perder de vista que la
crisis sistémica (comparable a la Gran Depresión de 1930) es anterior a la
aparición de la enfermedad. Tal vez se pueda usar a esta última como excusa,
pero no olvidar que el capitalismo global, ya desde fines de 2019 y claramente
a inicios del presente año, entró en una fase recesiva mayor a la del 2008. Las
burbujas financieras y el capital financiero-especulativo explotaron. E
igualmente el sector productivo entró en crisis, debido a la superproducción
habida (se produjo mucho más de lo que el mercado puede absorber). De momento
no se puede predecir qué pasará en unos meses; que esto traiga un cambio de
paradigma y los capitales se tornen “solidarios”, no pasa de una ilusión casi
infantil. “El capitalismo no caerá si no
existen las fuerzas sociales y políticas que lo hagan caer”, decía con exactitud el dirigente de la Revolución
Rusa Vladimir Lenin.
Las explosiones populares del año pasado,
tanto las latinoamericanas y caribeñas como las que se registraron en otras
latitudes (“chalecos amarillos” en Francia, protestas masivas en Egipto, o en
El Líbano, o en Irak, por ejemplo, todas con un profundo contenido
anti-neoliberal) no parecen destinadas ni a terminar con las políticas
neoliberales, y muchos menos a acabar con el sistema capitalista. Cantar
victoria y decir que el campo popular triunfó, que el neoliberalismo está
fracasado y se firmó su acta de defunción, es un exitismo quizá peligroso. De
momento los planes del capitalismo global no han cambiado, aún con pandemia de
coronavirus. Ver lo que sucede en Cuba, donde persiste el cruel bloqueo que
intenta asfixiar la triunfante revolución socialista, o en Venezuela, donde se
sigue bloqueando inhumanamente la economía del país con las acusaciones de
narco-dictadura a la presidencia de Nicolás Maduro y la posibilidad siempre
abierta de una intervención militar, muestra que quienes mandan en este “patio
trasero” no están en retirada. En Bolivia, no olvidar, ya no se encuentran en
el poder ni el MAS ni Evo Morales; y el litio sigue estando allí, a la espera
de ser explotado. Los capitales globales (estadounidenses en su mayoría, pero
también europeos y asiáticos, todos fundidos en esta oligarquía planetaria que
opera desde paraísos fiscales) no parecen derrotados. Si la actual crisis
sanitaria trae reacomodos (Estados Unidos pierde la supremacía y la República
Popular China, tal vez en alianza con Rusia, queda liderando, por ejemplo),
está por verse; pero es seguro que quien seguirá sufriendo y pagando los platos
rotos de todas las crisis es el campo popular, la gran masa de trabajadores
(urbanos, rurales, mujeres amas de casa, subocupados, desempleados).
Queda el interrogante de qué podrá pasar
con los nuevos movimientos sociales arriba mencionados (luchas de género,
étnicas, por la diversidad sexual, medioambientales, etc.), en tanto fermento
cuestionador. Habrá que ver si el sistema sigue asimilándolos, en tanto no
toquen las estructuras económicas de base, si va contra ellos o si se
constituyen en una chispa para pueda abrir y profundizar nuevas luchas. No
puede dejar de mencionarse que el sistema capitalista en su conjunto, al menos
hasta ahora, pudo “digerir” estos nuevos movimientos -como pasó en un pasado
con el movimiento hippie- porque no ponen en serio riesgo el equilibrio
general. El “proletariado urbano industrial” era su gran preocupación, su
“fantasma” (que recorría Europa a mediados del siglo XIX, cuando aparece el
Manifiesto Comunista en 1848). Hoy no. ¿No hay más proletariado, o se supo
detener su lucha? La llamada “deslocalización”, los grandes centros fabriles en
países del Tercer Mundo con sueldos miserables y condiciones paupérrimas pero
que son una “salida” para poblaciones tremendamente pobres, los sindicatos
plegados a las patronales, parecen otras tantas formas de neutralizar las luchas
de los trabajadores. Podría pensarse que los nuevos movimientos sociales vienen
a ser el elemento de protesta que puede “permitir” el sistema.
Para el siglo en curso, el sistema tiene
detectados otros peligros. Según el informe
“Tendencias Globales 2020 – Cartografía del futuro global”, del consejo
Nacional de Información de los Estados Unidos, dedicado a estudiar los
escenarios futuros de amenaza a la seguridad nacional de ese país, puede leerse
“A comienzos del siglo XXI, hay
grupos indígenas radicales en la mayoría de los países latinoamericanos, que en
2020 podrán haber crecido exponencialmente y obtenido la adhesión de la mayoría
de los pueblos indígenas (…) Esos grupos podrán establecer
relaciones con grupos terroristas internacionales y grupos antiglobalización (…)
que podrán poner en causa las políticas económicas de los liderazgos
latinoamericanos de origen europeo. (…) Las tensiones se manifestarán en
un área desde México a través de la región del Amazonas”.
Se abre la pregunta si este confinamiento
generalizado que hoy se vive como producto de la pandemia no es una prueba, un
ensayo para lo que vendrá: hiper control poblacional, teletrabajo,
distanciamiento social. Se podría pensar que el sistema “está domesticando” la
protesta. El epígrafe de Camilo Jiménez puede ser esclarecedor en tal sentido.
¿Seguirá o aumentará la represión contra
los pueblos en protesta próximamente, terminada la pandemia? ¿O, por el
contrario, volverán esas luchas? En Chile fueron asesores militares de Estados
Unidos, viendo que la policía estaba sobrepasada, quienes recomendaron el uso
de la fuerza bruta del ejército (violaciones, desapariciones, crear terror en
la población, disparar balas de goma a los ojos, toque de queda) para calmar
los ánimos. Qué hará el capitalismo rapaz (léase Estados Unidos y sus secuaces:
Unión Europea y gobiernos de derecha instalados por doquier): ¿negociará y dará
algunas válvulas de escape? Los gobiernos de centro-izquierda que pasaron años
atrás no lograron cambiar el curso de las iniciativas neoliberales surgidas de
Bretton Woods. O más precisamente: surgidas de los grandes bancos privados,
quienes le fijan las líneas al Banco Mundial y al Fondo Monetario
Internacional. Los planes redistributivos que se dieron estos años no cambiaron
de raíz la propiedad privada de los medios de producción; fueron importantes
paños de agua fría para poblaciones históricamente olvidadas, pero no
constituyeron alternativas de cambio sostenibles, profundas. Todo indica que
dentro de las democracias representativas no hay posibilidad de cambios
estructurales reales. Además, sin caer en exitismos e ilusionarnos grandemente
con las puebladas del 2019, recordemos que Piñera sigue gobernando en Chile,
Lenín Moreno en Ecuador, Iván Duque en Colombia, Juan Antonio Fernández en
Honduras, Jovenel Moïse en Haití y
Jeanine Áñez en Bolivia (así como Emmanuel Macron en Francia, Abdelfatá al Sisi
en Egipto o Saad Hariri en El Líbano). Y las deudas externas, aún con pandemia,
siguen siendo cobradas puntualmente por los bancos acreedores.
Con estas explosiones populares espontáneas
con que pareció arder Latinoamérica y otros puntos del planeta, ¿vamos hacia la
revolución socialista? Podría agregarse incluso con las protestas actuales contra
la represión racial en Estados Unidos, aún con la pandemia: el país está
ardiendo, y hay toque de queda por toda su geografía; ¿preanuncio de cambio
sistémico? No pareciera, porque en ninguna de estas protestas hay dirección
revolucionaria, no hay proyecto de transformación que en este momento esté a la
altura de los acontecimientos y pueda dirigir el descontento hacia una nueva
sociedad. La idea de “comunismo” sigue profundamente anatematizada,
vilipendiada. Por eso en las pasadas elecciones de la región pudieron ganar
personajes de extrema derecha como Bolsonaro en Brasil, o Duque en Colombia,
Piñera en Chile, Giammattei en Guatemala, o Bukele en El Salvador. Quizá es
útil recordar una pintada callejera anónima aparecida durante la Guerra Civil
Española, que magistralmente describe la situación: “Los pueblos no son
revolucionarios, pero a veces se ponen revolucionarios”.
Los acontecimientos vividos hace algunos
meses abren preguntas (similares a las que abrieron los “chalecos amarillos”
meses atrás en Francia, o la Primavera Árabe en su momento en Medio Oriente):
¿dónde llevan estas explosiones populares?, ¿por qué la izquierda con un
planteo de transformación radical no puede conducir estas luchas?, ¿pueden ser
un factor de conducción política con proyecto transformador los nuevos
movimientos sociales?, ¿el enemigo a vencer es el neoliberalismo o se puede ir
más allá? Como sea, lo sucedido a fines del año pasado, ahora suspendido por la
pandemia de COVID-19, significa un momento de intensidad sociopolítica que
puede deparar sorpresas. ¿Dejó sin fuerzas para la lucha este confinamiento y
el futuro distanciamiento social impuesto? ¿Volverán las protestas? Porque,
evidentemente, motivos para seguir protestando sobran.
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