Fue durante la dictadura de P. Nunca quedó claro si el
grupo teatral era un mecanismo más del tenebroso aparato represivo, si era una
en apariencia extravagante forma de protesta ante la situación reinante pero
con gran y estudiado impacto político final, o si simplemente eran unos locos
que no encontraron mejor manera que expresarse que haciendo ese insólito teatro
callejero. Lo cierto es que el grupo Tambor –tal como se llamaba– pasó a ser un
importante referente para la vida cotidiana de la población. Ante cada escena
“rara” del diario vivir, ante cada hecho insólito o llamativo que podía ocurrir
–y que, de hecho, ocurrían frecuentemente en una gran ciudad como J.– ya era
común que la gente lo asociara con “esos locos del Tambor”. Por supuesto, no
siempre las extravagancias tenían que ver con ellos, pero así había ido
quedando en la conciencia colectiva.
Fue un jueves por la noche. Hacía un frío inusual para
la tropical ciudad de J. Para la población, acostumbrada a andar siempre ligera
de ropas y a cuidarse del sol abrasador, constituía una novedad asombrosa tener
que protegerse del frío. Lo cierto es que todos andaban tiritando, cubiertos
con la escasas prendas de abrigo de que disponían –¿quién iba a tener chaquetas
o gorros de lana en el trópico?– y por supuesto, hablando monotemáticamente de
esa ola de aire polar que había venido a instalarse. Tanto estaba conmocionando
este suceso climático que incluso la dictadura había desaparecido
momentáneamente de los comentarios de la gente.
Como a las 8 de la noche, en el Bar Santiago, quizá
uno de los lugares más concurrido para esos años, donde se juntaba de todo un
poco, apareció el grupo. Eran tres varones jóvenes, vestidos de civil pero con
un toque militar: uno de ellos llevaba pantalón camuflageado, todos calzaban
botas bien lustradas, alguno tenía chaqueta de cuero negro. Todos llevaban,
ostentosamente remarcadas, insignias nazis en sus ropas así como manoplas con
pinchos. Todos, igualmente, cargaban bastones a la cintura, y uno de ellos
llevaba de su mano izquierda un perro ovejero alemán.
El aspecto del grupo era siniestro. Ante su aparición
en el bar, todos los concurrentes callaron. El silencio fue repentino; y por
cierto tan notorio que, por un momento, lo único que se oyó fue el jadeo del
perro.
Todo era impresionante en su aspecto, pero quizá lo
que más llamaba la atención, lo que más provocaba, eran los brazaletes con las
insignias nazis.
Los asistentes, luego de un primer momento de asombro,
habiéndose recobrado algo de un hecho tan insólito, comenzaron a abrir juicios
por lo bajo.
Un joven con aspecto bohemio, que pese al frío no
había renunciado a sus sandalias –ahora con gruesas medias de lana– les comentó
a sus vecinos que eso, muy probablemente, era un montaje de los del Tambor.
Algunos asintieron, pero otros se mostraron más escépticos.
En otra mesa, un médico que estaba allí con su amante
–una enfermera bastante más joven que él– opinó que esto era una provocación
del gobierno.
Alguien más –una mujer que, según pudo saberse luego,
era una dirigente sindical de incógnito en el bar aquella noche– le dijo a sus
cuatro acompañantes que los recién llegados constituían un grupo nazi de
verdad, que la dictadura había propiciado la creación de estas cosas, y que
estaban allí para darse a conocer en forma pública, que eso era la más cruda
evidencia de lo que estaba viviendo el país.
Todos dudaron. Todas las versiones podían ser veraces,
pero nadie quería aventurarse a opinar en público, a decirlo en voz alta. Y
menos aún, a actuar.
¿Y si realmente era una provocación de la dictadura
para medir la opinión pública? ¿Cómo saberlo? Pero más aún: ¿para qué querer
saberlo?
Lo mejor, como había pasado a ser ya una costumbre en
esos sombríos años, era callar.
Callar una vez más, mirar para otro lado, disimular:
la sangrienta tiranía que enlutaba al país había ido creando esa cultura de
silencio, de ahogada resistencia, de perpetuo ocultamiento. De hecho había una
propaganda gubernamental por televisión que mostraba una calle cargada de
tráfico sobre la que se superponía el infernal ruido de un taladro neumático de
los que se usan para romper cemento, y junto a ello el estridente llanto de un
bebé, todo lo cual, bien montado, transmitía una sensación de bullicio
desquiciante. Y sobre ese telón de fondo aparecía la angelical cara de una
enfermera rubia (¿por qué en los países tropicales, donde la población
mayoritaria nunca es rubia, siempre eligen modelos blanquitas para expresar la
felicidad?) pidiendo cerrar la boca porque –así decía la promoción– … “el
silencio es salud”. Es decir: callarse como forma de conservar la vida, de
ahorrarse problemas, de existir.
La pedagogía del terror había dado sus resultados: la
gente había aprendido a silbar distraídamente y a no enterarse de nada. La
aparición de ese grupo con insignias nazis lo venía a poner a prueba una vez
más.
En realidad los miembros del grupo Tambor habían hecho
ese razonamiento: ante una población resignada a no poder enfrentar su realidad
había que ayudar a quitarse la venda de los ojos. Eso era lo que buscaban con
sus excéntricas –y en general incomprensibles– presentaciones de teatro
callejero. La incitación al público a que se involucrara en sus juegos
escénicos buscaba –según pensaba el grupo– que la gente reaccionara. En general
eran invocaciones fuertes, en muchos casos excesivas, a una toma de posición.
La dictadura, o porque aún no se había percatado de la
propuesta del grupo, o porque no la había entendido, o quizá porque había
evaluado que no le traía ninguna consecuencia negativa, lo dejaba hacer. De ahí
que no fuera raro encontrar en la capital –sólo ahí, no estaban en ciudades del
interior– estas insólitas intervenciones: una mujer desnuda corriendo entre los
vehículos de una avenida diciendo que la perseguían los marcianos, dos jóvenes
vestidos con túnica de colores remedando una pelea con espadas de cartón, un
grupo de actores y actrices deshojando flores y gritando como locos frente a la
puerta de la catedral… La variedad y originalidad de sus acciones eran
increíbles.
Para la noche del jueves de frío que aquí relatamos,
el razonamiento en juego desarrollado por el grupo había sido el de siempre:
golpear a la sometida población por medio de confrontativos mensajes para
forzarla a reaccionar, golpearla de manera sarcástica, molestarla, agredirla.
Sin dudas –aunque los miembros del Tambor no lo explicitaran así– en su
proyecto había algo, o mucho, de mesiánico. Su nada disimulada opinión era que,
agrediendo “constructivamente” a la gente, ésta tendría que llegar a abrir los
ojos en algún momento.
Todos los callejeros actores que conformaban el grupo
creían esto con absoluta convicción; el hecho de ser tomados más por locos que
por “esclarecidos guías políticos” les tenía sin mayor cuidado. “Perdónalos,
padre. No saben lo que hacen” se podría haber dicho de su actitud.
Lo cierto es que esa fría noche de aquel jueves algo
pasó. Algo, por supuesto, que no estaba en los planes de los jóvenes actores.
Alguien de una de las más alejadas mesas –un varón de barba y cojera en su
pierna izquierda, según los testigos– sacó su pistola y, al grito de “hijos de
la gran puta”, vació el cargador sobre los tres caracterizados de nazis. Hecho
los disparos, huyó. Nunca nadie pudo identificarlo con claridad.
Fue más el susto que el daño que realmente les provocó
a los atónitos actores: sólo uno de ellos recibió un balazo en el hombro, por
lo que debió ser trasladado a un hospital. Pero no fue nada de importancia.
Luego de este insólito incidente, muy probablemente
por el miedo corrido por los osados comediantes, el grupo Tambor no volvió a
aparecer nunca más. En realidad, nadie los extrañó, y hubo en más de una
ocasión algún comentario sobre su desquiciada propuesta y de cómo ahora ya la
población de J. había dejado de padecer esas locuras, las que se consideraban
un castigo agregado a la ya traumatizante dictadura.
Pero hay también quien dice que esa visceral reacción
del rengo que los cosió a balazos –seguramente pensando que los había matado,
por lo que se dio a la fuga inmediata– fue lo que comenzó a provocar una
pérdida de miedo por parte de la población.
Sea lo que haya sido, al cabo de unos meses de ese
hecho en el bar Santiago, la dictadura cayó en medio de masivas movilizaciones
populares. El miedo se había extinguido.
Según me contó un buen amigo de quien no puedo dar el
nombre, el director artístico del grupo teatral –que, por supuesto, se disolvió
luego del incidente referido– está absolutamente convencido que fueron sus
actuaciones callejeras las que llevaron al fin del gobierno militar. Ahora es
mimo en los metros de París.
También es confuso el origen de esa horripilante
estatua en la plaza de B. construida luego del fin del gobierno del dictador
P., en la que se evoca a un rengo. Algunos dicen que se trata del autor de los
disparos del bar Santiago.
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