Aclaremos rápidamente -¡y con vehemencia!- que este texto es de docuficción. Es decir, una combinación de aspectos reales, existentes, concretos, pero tratados de una manera ficcional, literaria para el caso. Vale aclararlo, porque vez pasada circulé un texto similar, basado en un tal Abunda Lagula, (https://segundacita.blogspot.com/2020/02/el-poder-de-la-verdad.html) tanzano supuesto ganador de un Premio Nobel de Literatura, y muchas personas lo tomaron como la difusión de una noticia falsa, un fake news, por lo que, al menos por algunos, fui agredido y tratado de mentiroso, de embustero. Otros, felizmente entendieron el juego, y de inmediato pescaron de qué se trataba: una denuncia puesta en boca de alguien que no existe, pero que perfectamente podría existir, pues todo lo que denuncia es cierto, es real, crudo y descarnado. Es de esperarse que no suceda lo mismo con el presente texto y no se me acuse de mendaz engañador.
No es común que un Papa pronuncie un discurso el día
de su investidura. Sin embargo, tampoco ello está prohibido. Es por eso que hoy
me permito hacerlo, seguramente para sorpresa de quienes me escuchan. Y más
aún, para quienes me eligieron (el humo blanco es solo una triquiñuela para
quienes esperan en la Plaza de San Pedro. La elección de un Sumo Pontífice es
una sangrienta batalla política en el Colegio Cardenalicio, movida por sórdidos
intereses). Como no tengo grandes habilidades oratorias, espero que sepan
perdonarme esa limitación y me permitan leerlo.
Doy esta breve alocución en español, mi lengua materna
que aprendí desde la cuna en el país latinoamericano que me vio nacer, y no en
latín. Hablar en latín hoy sería un tremendo anacronismo y, fundamentalmente,
una grosera falta de respeto para la feligresía. A la fecha nadie habla latín;
solo algunos curas, muy contados, en los pasillos del Vaticano. Si bien sigue
siendo la lengua oficial de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana con la
que se escriben los documentos, nadie la habla. Por tanto, dar hoy un discurso
en latín sería un ejercicio de violencia contra la gran mayoría de gente que no
entendería qué se le está diciendo. Si hay religiosos en la iglesia que quieren
volver al latín, e incluso a oficiar la misa de espaldas a la feligresía, eso
muestra cómo piensan algunos de mis hermanos: son unos conservadores que viven
aún en la Edad Media, nostálgicos de las hogueras de la Inquisición.
Pues bien: hablo en español -podría hacerlo en
italiano, o en francés, que son los idiomas más comunes en la Santa Sede y con
los que estoy más familiarizado- porque esa es la lengua de la mayor parte de
seguidores de nuestra fe, que se hallan básicamente en ese sufrido -y
despojado- sub-continente que es América Latina. O Abya Yala, como hay quien
también lo nombra, para reivindicar a los pueblos originarios saqueados en su
momento, saqueo del que el Vaticano fue cómplice y sobre el que continúa
mantenido un silencio sepulcral.
Con estas breves palabras introductorias creo dar ya
la tónica de todo lo que he de exponer aquí. Si bien hay personajes dentro de
la curia que desean retornar a un pasado aristocrático donde las misas se
oficiaban en latín, y cuando Roma decidía buena parte de lo que sucedía en los
llamados Viejo Mundo (Europa) y Nuevo Mundo (América) -pero el mundo es más que
eso, no olvidemos-, yo estoy en otra posición, absolutamente en las antípodas. Algunos,
sin dudas, se horrorizarán de este discurso y pedirán mi inmediata destitución.
O, peor aún, como ya ha pasado otras veces con los Papas molestos -o con una
Papisa, nunca reconocida oficialmente por el Vaticano-, se les saca de encima.
Existen numerosas formas por las que una persona puede sufrir “accidentes”
fatales, lamentables, sin duda, pero que a algunos podrán beneficiar. Los
juegos de poder que se pergeñan en las sombras palaciegas no tienen límites.
Estoy más que seguro que este discurso va a causar
estupor, indignación, quizá furor y deseos de revancha. Pero más aún: va a
causar miedo, profundo miedo, mejor aún, terror, entre todos aquellos que se
sientan tocados, denunciados. Porque, sin dudas, hay mucho que denunciar, y
estoy seguro que ha llegado el momento de hacerlo. Tal como dice el refrán:
“quien calla, otorga”. Yo, ténganlo por seguro, no quiero otorgar nada, no
quiero seguir siendo cómplice.
Se preguntarán ustedes: ¿qué le pasa a este Papa tan
joven que dice tantas barbaridades, el papa más joven de la historia? El más
joven, aclaremos, fuera de Juan XII, el Fornicario, como se le conoció, que
llegó al trono con 18 años de vida por oscuros manejos palaciegos en el período
conocido como “pornocracia”, un pontífice totalmente disoluto y carente de la formación
mínima para ejercer su apostolado. Pues bien: ahora no corren aquellos
tormentosos tiempos del Imperio Romano. Soy joven, sin dudas, para ejercer un
papado -tengo 60 recién cumplidos-, pero las circunstancias no son como las de
aquel licencioso oportunista arribado por politiquería barata. Soy joven para
un cargo así, pero tengo la suficiente formación como para saber que lo puedo
ejercer correctamente. Bueno…, si me lo permiten y no muero “accidentalmente”
antes.
Tengo la preparación, decía, y me he esmerado mucho en
ella, pensando desde hace muy largos años en lo que ahora se está
materializando. No quiero ser petulante, presumido ni vanidoso, pero pasé la
mayor parte de mi vida estudiando, preparándome para este glorioso momento.
Conocí de cerca, y muy profundamente, la filosofía clásica, leída en griego en
muchas ocasiones, así como la teología de una vastedad de autores, estudiada
rigurosamente en latín. Pasé por varias universidades pontificias de diversos
países, profundicé en derecho canónico, así como en historia universal. La
política siempre me interesó, por lo que tengo, por fuera del ámbito
eclesiástico, una maestría en ciencias políticas y un doctorado en derechos
humanos. Hablo con bastante fluidez varios idiomas y no me siento, de ningún
modo, un impostor como Juan XII.
¿Por qué digo todo esto, sin el más mínimo interés en
ser presuntuoso? Para mostrar, para dejar totalmente claro que lo que he de
expresar en un momento está muy pensado, muy racionalizado y bien concebido, no
siendo producto de una emotiva explosión visceral. Por el contrario: esto me ha
tomado años de cavilaciones, al mismo tiempo que de preparaciones. Si resulta
molesto para alguien, o para muchos, tiene explicación: estoy denunciado cosas
de las que, en el seno de la santa iglesia, no se habla.
¿Por qué abracé el sacerdocio? Porque a la edad de 12
años fui violado por el cura de mi parroquia, en mi ciudad natal, en un barrio
pobre de una localidad que no viene a cuenta mencionar ahora: el padre Agustín.
Para ese entonces yo era monaguillo, absolutamente convencido de la integridad
de los pastores de almas. Más aún: embelesado por este sacerdote, pensaba
entrar al seminario. Luego de la violación, comencé a repudiar a la iglesia.
Permítanme decirles -y espero que no se me llenen de lágrimas
los ojos al hacerlo- que esta es la primera vez en mi vida que cuento ese
episodio. Como podrán imaginarse, un tierno jovencito, ingenuo aún, que nunca
se había masturbado para ese entonces, que veía el sexo como un pecado, ser
violado por alguien en quien confiaba, fue un golpe tremendo. No pude decirlo
en casa; a mi madre, me refiero, pues mi padre, albañil de profesión, nos había
abandonado hacía ya tiempo. Con mis cuatro hermanos, con quienes no tenía mayor
confianza, tampoco pude decirlo. Andando el tiempo, una mezcla de miedo,
vergüenza, estupor y mucha, muchísima cólera se fue enraizando. Fue a partir de
esa rara combinación de sentimientos que, luego de un primer momento de rechazo
por la institución y por todos los sacerdotes pensando alejarme de todo ámbito
religioso, años después decidí finalmente entrar al seminario para dedicarme a
la carrera eclesiástica, teniendo siempre como objetivo esto que ahora está
sucediendo.
En mi casa no llamó particularmente la atención esa
decisión. Tan fervoroso creyente que era, aunque por un momento dije que ya no
quería saber nada más con la iglesia, pareció casi natural que pensara en la
profesión sacerdotal. La violación, por tanto, la viví en el más riguroso silencio,
en secreto, llorándola a escondidas. Luego del tremendo asco que sentí por este
tal padre Agustín -todavía recuerdo sus repulsivas caricias y su voz
aterciopelada diciéndome que no contara nada de lo sucedido- y por toda la
iglesia, abrazar esta carrera me permitiría hacer lo que ahora estoy a punto de
consumar.
Pasé largos, muy largos años preparándome para esta
venganza. Alguien podrá decir que estoy loco, desajustado psicológicamente, que
hubiera sido necesario plantear esto de la violación con algún especialista en
salud mental en su momento, y no ahora, el día en que asumo como el
representante de dios en la Tierra. Pues bien: he de aclarar que lo que habré
de exponer no se relaciona solo con este fatídico episodio de la agresión
sexual. Eso es importante, sin la menor duda; importante para mí a nivel
personal. Pero también a un nivel político-institucional, social, pues
evidencia el tenor ético de la institución de la que ahora soy la cabeza.
Después de años de sacerdocio, de haber escuchado
infinidad de personas dolientes que buscan solución a sus cuitas en un
confesionario, y de ver la insustancial respuesta que les ofrecemos indicándoles
rezar alguna oración, en el mejor de los casos, o condenándolas moralmente por
pecadores o pecadoras -más a las mujeres, por cierto-; y después de años de
moverme casi con cintura política en la institución más vieja que existe en el
mundo, con ya más de dos milenios de permanencia, institución donde se juegan
los más perversos y ponzoñosos intereses de poderes siempre al acecho, estoy en
condiciones de abrir la boca y decir lo que por años vengo elaborando. Hoy como
Papa, como Obispo de Roma, como la autoridad máxima de la Iglesia Católica, con
este quizá insólito nombre de Vladimir I -¿les trae alguna asociación?- puedo
expresarlo sin ambages. Tal como dijera ese excelso teólogo italiano, además de
gran matemático y astrónomo, que fuera Giordano Bruno, ese fraile dominico que
hablaba sin pelos en la lengua: “Las religiones no son más que un conjunto de
supersticiones útiles para mantener bajo control a los pueblos ignorantes”.
En su momento, pleno
siglo XVI, con un Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición trabajando a
pleno, esas palabras le valieron la hoguera, no sin antes una monstruosa
tortura consistente en clavarle un clavo en su lengua, por las blasfemias proferidas.
Hoy día, más que blasfemias, deberíamos decir, las verdades que expuso. Si
saliendo de la Edad Media se condenaba a la pira inquisitorial a alguien por
atreverse a decir cosas así, un par de siglos después un librepensador como
Voltaire, en plena efervescencia iluminista dieciochesca, sin ser condenado a
nada, pudo decir que “la religión
existe desde que el primer hipócrita encontró al primer imbécil.”
Muchos pensadores, a lo largo del tiempo y en
distintos contextos, han hablado con precisión sobre las religiones y las
ilusiones que mantienen, sobre las que están asentadas, sobre esos sueños que
nos fascinan y en los que gustamos creer, aun sabiendo que son espejismos,
quimeras. El pensamiento mágico-animista ha tenido una fuerza monumental. Parece
que, durante milenios, ante la infinitud y el miedo existencial con se enfrentó
la humanidad, apelar a fuerzas superiores que tranquilizaban, fue un expediente
seguido por todas las culturas. Entrada ya la era industrial, esa confianza
ciega en algo que lo va a resolver todo, esa ilusión en un paraíso libre de
contradicciones donde solo hay armonía y bienaventuranza, sigue vigente. De esa
cuenta, con fuerza destructiva en su análisis, un anarquista como el ruso Mijaíl
Bakunin pudo decir a fines del siglo XIX: “El ser humano creó a Dios y luego se arrodilló
frente a él. Quién sabe si también se inclinará en breve frente a la máquina,
frente al robot.” Hasta ahora los seres humanos, siempre falibles,
pequeños, vulnerables, hemos necesitado de deidades, entes omnipotentes que,
ilusoriamente, nos resolverían todo. Y si no son los dioses que conocemos -hay
como tres mil en la historia humana- aparecen otros, como el dios-dinero, o la
diosa-tecnología.
Hijos e hijas: ya
estamos en condiciones de prescindir de ese pensamiento mágico. Dejemos la
magia solo como espectáculo de circo, que bien atractiva puede ser. Nos
embelesa, nos fascina, nos emboba podríamos decir, el mago que saca un conejo
de la galera. Pero sabemos que eso es prestidigitación, un buen manejo de
algunas técnicas que crea efectos ilusorios, espejismos. No hay magia: hay
doble fondo de la galera, o alguna maniobra por el estilo. A esta altura del
desarrollo tecnológico que ha alcanzado la humanidad parece algo absurdo seguir
manteniendo ese ensueño de la magia. Si nuestra esposa, nuestra hermana, o
nuestra hija, o cualquier mujer, aparece un día diciéndonos que está embarazada
por obra y gracia del espíritu santo, en el mejor de los casos sonreiremos. Si
insiste, veremos que algo anda mal, y si ella se empecina en esa narrativa, no
quedará más remedio que mandarla al hospital psiquiátrico. ¿Por qué entonces
millones de seres humanos, sin cuestionárselo, aceptan de buen grado que una
campesina muy pobre, allá en las tierras de Galilea, dos milenios atrás, quedó
embarazada aun manteniendo la virginidad? ¿Magia? Nadie cuestiona eso. Lo dicho
por Giordano Bruno parece tener pleno sentido.
Pues bien: así funcionan
todas las religiones. Son formaciones mágico-animistas que no resisten la razón
lógica. Más aún: se basan en el absurdo, y lo reafirman gustosas. Para ejemplo,
lo dicho por Tertuliano, ese padre de la iglesia católica de los primeros
tiempos, entre los siglos II y III, que pregonaba vehemente que cree sin
cuestionar los dogmas establecidos: que una virgen puede parir un niño, que un
cadáver -el de Jesús- puede revivir y salir volando al cielo. No solo cree todo
eso en contra de la razón, sino justamente cree por eso, porque es absurdo. De
ahí su famosa máxima “credo quia absurdum est”, creo porque es absurdo.
Lo absurdo, de esa forma, sería una garantía de credibilidad.
¿Qué decir hoy de eso,
cuando las ciencias nos hablan del origen del universo a través de una gran
explosión -la teoría del Big Bang- hace 13.800 millones de años, cuando un infinitamente
pequeño punto que concentraba toda la materia explotó y luego comenzó a
expandirse hasta enfriarse, y sigue expandiéndose? ¿Podemos seguir creyendo lo
que sea, y justificarlo acaloradamente, alegando que creemos justamente porque
es absurdo? Es hora de abrirnos a otra forma de ver las cosas. Ninguna
cosmogonía puede explicar, y menos aún operar positivamente, la realidad
partiendo de explicaciones místicas, mágicas, soplos divinos o dedos
omnicreadores. Cuando no había forma de explicar, y consecuentemente operar, la
realidad, cuando todo se explicaba por fuerzas ignotas, poderes sobrehumanos
inaccesibles para nosotros, esa dimensión mitológica tranquilizaba. Explicaban
lo inexplicable. Como se ha dicho: todas las cosmogonías “explican”, o intentan
explicar, lo que no conocemos, y por tanto nos conmueve, nos asusta. Hoy día
estamos en condiciones de explicar las cosas de otro modo, y, por tanto, actuar
sobre la realidad con mucha mayor eficacia. Ya no nos asustamos de los rayos,
sino que los detenemos con pararrayos, y fuimos más allá de Dédalo e Ícaro
pudiendo volar como pájaros gracias a este invento que se llama avión, que
rompe la ley de gravedad. Y estamos en condiciones de eliminar muchas
enfermedades, no implorando al cielo, sino haciendo cosas concretas,
produciendo medicamentos, haciendo cirugías, inventando la acupuntura,
descubriendo hierbas medicinales sanadoras, utilizando una bomba de cobalto. Nada
de eso se logró arrodillados y orando, sino haciendo cosas concretas. “El trabajo
es la esencia del ser humano”, dijo un filósofo decimonónico. No se
equivocó.
Me pregunto, y pregunto
a quienes deseen hacerlo con honda convicción crítica: si tenemos cáncer, por
ejemplo, ¿qué nos podrá curar: la oración o la oncología? Sin dudas que el
aspecto psicológico -para el caso: la fe- juega un papel crucial en lo humano.
Pero ¡cuidado!: lo psicológico no es un mito, no es de orden sobrenatural.
Recordemos que la palabra “mito” proviene del griego clásico y quiere decir
“cuento”, “relato”, semánticamente no muy lejos de “mentira”. Es decir: relato
ficticio. La dimensión psicológica del ser humano tiene explicaciones más
certeras que mensajes divinos, mensajes del más allá, fabulaciones mitológicas,
narraciones de los muertos que se nos aparecen. Por supuesto, en la dinámica de
cada ser humano, su dimensión psicológica cuenta, también si tiene cáncer (la
forma en que el mismo le afecta, cómo reacciona, cómo se siente anímicamente,
cómo lo soporta o no lo soporta). En otros términos: las explicaciones que nos
dan los saberes rigurosos no son absurdas. Creer porque algo es absurdo es
peligroso. Si la fe en algo puede ayudar, es en mantener ilusiones. La fe no
mueve montañas; las retroexcavadoras sí. La ilusión, de todos modos, es siempre
engañosa. No es lo mismo que esperanza, la cual implica una búsqueda activa,
consciente y racional. La ilusión, por el contrario, implica pasividad,
reforzando la actitud mágico-animista. Si alguien necesita apoyo emocional, y
todo el mundo alguna vez lo necesitamos en el transcurso de nuestras vidas,
para eso está la psicología, en cualquiera de sus variedades, y no la apelación
a mitos mágicos, a supersticiones. El cáncer lo curará el oncólogo, la angustia
la atenderá el psicólogo, y el brujo -que no otra cosa somos los sacerdotes,
los hechiceros, los shamanes de la tribu- no pasará de los pases mágicos: rece
cinco “Padre nuestros” y tenga fe en que se va a curar. ¿Se curará? Si
eventualmente se cura orando, no es por un efluvio divino, sino por esa
complejísima condición que hoy día se llama psicosomática. Es decir: el ser
humano es cuerpo biológico y también dimensión subjetiva. En todo caso, y en
esto sigo a los psicoanalistas, la palabra cura, pero no las fuerzas
sobrenaturales: Shangó, la diosa Shiva, Jehová, Allah, Odín, Quetzalcóatl o la
figura que quiera ponerse, son nuestras ilusiones, hasta ahora necesarias, así
como Superman o la Mujer Maravilla. Hasta Diego Maradona fue entronizado como
dios. Seamos claros y no nos llamemos a engaño: hablar y descargar malas
vibras, descargar historias que nos tienen atrapados, sí nos puede curar; orar,
prosternarse ante un tótem… tengo mis dudas.
Dirán ustedes: ¿cómo un Papa
puede hablar así? Pues bien: la respuesta es sencilla. Estuve esperando años,
mientras me formaba con el más estricto rigor académico, para decir estas
verdades. Y no solo para abrir esta feroz crítica a las religiones, sino una crítica
muy particular para la Santa iglesia católica -que de santa no tiene nada-. Las
religiones, lo sabemos, son un bálsamo para el alma, para la vida anímica. “El
opio del pueblo”, se dijo por allí. Hoy, con una psicología ya muy
desarrollada, podemos buscar formas más efectivas que apelar a entes superiores
y cuestiones de fe en atención a paliar nuestras cuitas. Eso creo que ya quedó
claro. En lo que deseo poner énfasis es en la perfidia que anida en la iglesia
católica.
Por siglos la iglesia romana fue un enorme, tremendamente
enorme y poderoso centro de poder en lo que hoy conocemos como Occidente:
Europa y Latinoamérica. Poder económico y, por supuesto, poder político. Llegó
a poseer aproximadamente un tercio de todas las tierras del continente europeo,
y detentaba, como mínimo, una décima parte de toda la riqueza que se generaba
en el Viejo Mundo. Su poder era casi ilimitado; pudo poner y quitar monarcas, y
sus encíclicas y bulas pontificias eran inapelables. Su doble moral es
proverbial, pues mientras los clérigos hacemos voto de pobreza cuando iniciamos
nuestra vida religiosa, las riquezas que atesora la iglesia son incalculables,
contraviniendo esa supuesta opción de pobreza. Me imagino que sabrán ustedes
que el Vaticano es el mayor propietario de oro de todo el planeta, poseyendo
más de 60.000 toneladas de ese preciado metal, lo cual equivale a
casi un tercio de todo el
oro que se extrajo en la historia de la humanidad, buena parte de él robado en
Latinoamérica cuando se dio ese infame proceso conocido como “descubrimiento de
América”, pero que en verdad fue un inmisericorde saqueo a partir de la
invasión que el Vaticano bendijo. Las reservas en oro de la iglesia católica
representan la mitad de todas las reservas en ese metal del mundo. Me pregunto
entonces: ¿voto de pobreza?
En nombre de dios, en la
lucha contra el demonio, pudo quemar vivas en la hoguera medio millón de
mujeres, acusadas de brujería, por ser “amantes del demonio”, según aquella
afiebrada locura antifemenina. La misoginia que desplegó a lo largo de su
historia no tiene parangón. Uno de mis recientes antecesores, preguntado por el
papel de las mujeres dentro de la iglesia, respondió sin la más mínima
vergüenza, que es como el de la virgen María, arrodillada a los pies del Cristo
yacente. Me parece que decir eso hoy, constituye un infame agravio para la
mitad de la población mundial. La mujer como esclava del hombre. ¡Qué infame
injusticia!
Sin dudas, la iglesia
católica ha sido, y sigue siendo, una de las instituciones más machistas, más
patriarcales y violentas de todas las que hemos conocido en la historia. La
mujer está por siempre excluida como sujeto de derechos. Si se pudo filtrar una
mujer como Papisa -luego lapidada por una muchedumbre enfurecida-, eso dio como
resultado la aparición de los palpati, aquellos que tenían que
corroborar que el Sumo Pontífice era efectivamente un varón, tocando sus
testículos en la sedia
stercoraria. “Duos habet et bene pendentes”, “tiene dos y cuelgan bien”. La mujer, aunque era objeto sexual para los
clérigos, en esta visión hipermachista que primó toda la historia, siempre fue
asociada a Lucifer. Podía dar placer en la cama, pero su presencia era satánica,
maléfica; por esa razón no se la incluía en los coros de la iglesia, por lo que
se desarrolló la aparición de los castrati, eunucos, cuya voz aflautada remedaba
la femenina a partir de la emasculación sufrida.
Ese desprecio por las
mujeres es proverbial: unos cuantos ancianos misóginos reunidos en Roma, que se
supone no saben nada acerca de la sexualidad dado el voto de castidad que han
hecho al consagrarse al sacerdocio, ¿con qué derecho pueden hablar sobre lo que
deben hacer las mujeres con su cuerpo y con su sexo? ¿No es una grosera,
injustificada y monstruosa intromisión en la vida personal de las mujeres
querer decidir lo que ellas pueden o no hacer, cuándo tener relaciones
sexuales, cuándo llevar adelante un embarazo o interrumpirlo, con qué objeto
sexual relacionarse? Eso es un terrible acto de violencia masculina,
atropellando la dignidad de las mujeres. ¿No es hora de terminar de una buena
vez por todas con esas tropelías, con estas degeneradas aberraciones? ¿Cuándo
vieron a una monja oficiando una misa? No hay ninguna explicación para ello,
más que un repulsivo acto de poder.
¿Y qué decir del
celibato? Eso, lo sabemos, no guarda ninguna justificación teológica,
espiritual. Solo una cuestión económica, decidida políticamente en el Concilio
de Trento, en el siglo XVI. Como dijo valientemente el periodista español Pepe
Rodríguez, dedicado a investigaciones en el marco de la iglesia: “El cura soltero era mucho más barato de mantener. Además,
como no estaba casado, sus bienes pasaban a ser propiedad de la Iglesia.”
Con estos temas de la moral católica hay muchos, infinitos asuntos pendientes
en el Vaticano. El celibato obligado que hoy existe, para curas y monjas,
dispara entre los sacerdotes esta práctica tan condenable que es la violación
de niños a manos de religiosos; justamente lo que sufrí yo, e hizo que guardara
un odio tremendo durante décadas. El silencio cómplice de Roma en esto es monstruoso. Un
delito de lesa humanidad, me atrevería a decir. Tanto como en plena pandemia de
VIH-Sida llamar al no uso del condón, sabiéndose que ese es el único modo de
evitar la transmisión de este insidioso virus.
Doble moral engañosa,
artera: otro tanto pasa con la sexualidad dentro de la institución. No se habla
de esto, se silencia, es pecado, pero como publicó en 1930 en su obra “Beatería
y religión” el canonista seglar Jaime Torrubiano Ripoll, de España: “el 90% de los clérigos son fornicarios”.
Muchos curas tienen “sobrinos”, muchos sobrinos. Curioso, ¿no? Nunca hijos,
pero sí sobrinos. Antaño los monjes en Irlanda
se acostaban con las monjas -las sub introductae- para probar su autodominio, sin conseguirlo en
la mayoría de los casos, por lo que hubo de prohibirse la práctica. ¡Qué
estupidez! Sería como prohibir por una normativa la erección de un hombre ante
un estímulo sexual, o la lubricación en una mujer. Eso sí que es absurdo.
Parece que es una locura querer prohibir por decreto algo que no se rige por la
pura decisión voluntaria. ¿No es hora también de hablar de esto, con valentía,
sin hipocresía? El celibato es obligado, pero ¿cómo prohibir un aspecto tan
vital del ser humano como la sexualidad a través de una ordenanza, de un papel
escrito? “El sueño de la razón produce monstruos”, inmortalizó Francisco
de Goya con sus célebres grabados. No hay que olvidarlo nunca.
¿Y de la homosexualidad
dentro de la iglesia, qué decir? Ello, lo sabemos, se da tanto entre curas como
entre monjas, pero se mantiene como un secreto total, vergonzante. No debe
olvidarse nunca que uno de los libros más excelsos sobre la materia, “Elogio de la sodomía”,
fue escrito por Giovanni Della Casa, arzobispo de Benevento, dedicado a su
compañero homosexual, el papa Julio III, quien ejerciera su papado entre 1550 y
1555, casualmente durante el Concilio de Trento, donde se habló de los excesos
de los religiosos. Doble
moral, hipocresía, falsedad: es necesario hacer caer tantas máscaras. ¡Es
imprescindible!
Por otro lado, la
iglesia es un formidable poder político. Lo fue a lo largo de la historia de
Occidente y, si bien hoy algo mermado, lo sigue siendo en la actualidad.
Teóricamente debería ocuparse solo de asuntos espirituales, artículos de fe.
Pero en realidad es un pérfido poder político, siempre del lado de los
explotadores. Solo para evidenciarlo con hechos de estos últimos años: el
Vaticano jugó un papel crucial en la caída del comunismo soviético en Polonia,
propiciando así el comienzo del fin del campo socialista en el este europeo. Y
ante la aparición de la Teología de la Liberación con su opción preferencial
por los pobres, jugó todas sus cartas para desarticular ese movimiento. La
imagen más icónica de esa maniobra política quedó registrada en el aeropuerto
de Managua, Nicaragua, cuando a la sazón el representante de esa tendencia, el
padre Ernesto Cardenal, cura popular identificado con el pobrerío y la entonces
Revolución Sandinista, debió pedir perdón por esa osadía transformadora, de
rodillas ante el entonces papa de origen polaco. En esto la iglesia nunca se
equivoca: llama a los pobres a soportar las penurias terrenales con la promesa
de un paraíso eterno en el más allá, pero como dijo aquel famoso cantautor
argentino Atahualpa Yupanqui: “¿Que dios vela por los pobres? tal vez sí y
tal vez no. ¡Pero es seguro que almuerza en la mesa del patrón!”
Digo todo esto con
convicción, con valentía. Sé que muy seguramente habré de ser tomado por
desequilibrado mental, que casi con seguridad no podré ejercer el papado que
comienza hoy porque poderes retrógrados buscarán impedirlo. Y tengo casi por
seguro que me condenarán de inmediato luego de pronunciado este discurso, buscando
destituirme como Papa. Mas habré de mantenerme en mi denuncia con toda
convicción, y tal como dijo Giordano Bruno ante el tribunal de la Santa
Inquisición al ser condenado a la pira: “Tembláis
más vosotros al anunciar esta sentencia que yo al recibirla”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario