El calor era insoportable ese jueves por la noche en San Pedro Sula. Marcelino, tatuado de pies a cabeza con las insignias de su mara, llegó sigiloso a la casa de su tío, don Anselmo.
“Sobrino, ¿qué haces aquí?”, preguntó un
tanto asombrado el tío, ahora en silla de ruedas.
Desde hacía varios meses, luego de haber
recibido un balazo en la espalda cuando manejaba un bus, había quedado
parapléjico. La mara no perdona; como no pagó a su debido tiempo la extorsión
-“derecho de paso”-, le dispararon. Seguramente quisieron matarlo, pero el tiro
no resultó letal y solo lo dejó postrado, con una discapacidad crónica. Ahora
no solo sufría por su estado físico, sino por todo lo que esto le había
ocasionado: la empresa de transportes no se hizo cargo de su situación, su
compañera de vida lo abandonó junto a sus dos hijos, y como no conseguía ningún
trabajo, se mantenía pobremente de limosnas que pedía en la calle.
“¿Qué tal, tío? ¿Cómo le va?”, dijo el
joven. “Ya lo ves: ¡hecho mierda!”, respondió don Anselmo, con una expresión
mezcla de tristeza, decepción y profundo odio. “Desde que esos hijos de la gran
puta de la mara me dispararon, se me desgració la vida”. La cara de Marcelino
cambió; de pronto, se llenó de vergüenza. “Tío, tengo algo que decirle”. Con
las manos se tapó el rostro. “Te escucho”, dijo don Anselmo.
“El jueputa balazo ese que le dieron…, se
lo dio yo”.
Se hizo un silencio tenso en la
habitación. Solo se escuchaba el zumbido de los zancudos que revoloteaban en
torno a una mortecina lámpara. Anselmo no sabía cómo reaccionar. Luego de un
interminable momento, que parecieron siglos de espera, dijo: “¿Cómo? ¿Qué
pasó?”.
Nuevamente quedaron en silencio. Luego
Marcelino desenfundó una pistola 9 milímetros, y entregándosela a su tío, dijo
lloroso: “¡Máteme, tiíto! No merezco vivir. Lo jodí a usted, y en la mara
tampoco me quieren”. Iba hablando con dificultad, mientras sus lágrimas se
convirtieron en dos cataratas irrefrenables. “Yo tenía que matarlo para entrar
a la clica, para demostrar que soy digno de estar en esa mara. Hay que matar a
un familiar como requisito. Y fallé”.
Anselmo quedó estupefacto. No sabía qué
decir, cómo actuar. Ante sí tenía a su verdugo pidiendo perdón, e invitándolo a
la venganza. No lo pensó mucho. Tomó la pistola -sabía usar armas-, y
encomendándose a dios, disparó tres certeros balazos al cuerpo de su sobrino.
El cuarto se lo pegó él en la sien.
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