“¡Que sean dos, jovencitas y bonitas! Ya saben cómo me gustan”, vociferó Casper al recepcionista del hotel. Con sus alrededor de 200 kilos, casi dos metros de altura y vozarrón atronador, este encumbrado empresario atemorizaba. Su billetera, tan abultada como su cuerpo, o quizá más, también infundía respeto. O temor.
Sus numerosos y
diversificados negocios lo llevaban continuamente fuera de su natal Estocolmo.
Por Londres, donde estaba ahora y donde cursaba sus estudios universitarios su
hija Wilma, sentía una especial predilección. Cada vez que viajaba allí, cosa
que hacía con bastante frecuencia, se hospedaba en el mismo hotel, de donde era
ya connotado viajero frecuente. Y muchas veces, casi siempre, contrataba el
servicio de “asesoras de viajes” -ese era el sugestivo nombre que le daban-,
bellas señoritas que satisfacían los gustos más retorcidos de los pasajeros
varones. Por supuesto, también había servicio para pasajeras, si se daba el
caso.
El matrimonio de Casper
era un desastre bien disimulado. Con su esposa hacía más de tres años que
dormían en camas separadas, y prácticamente no se hablaban. Ambos sabían que,
cada uno por su lado, mantenía relaciones paralelas. De todos modos, la versión
oficial presentaba una pareja bien unida, sólida; su vida social era muy
amplia, plagada de reuniones de alta sociedad, tanto en Suecia como en otros
países, donde de ordinario se mostraban sonrientes y glamorosos. Casper, además
de acaudalado empresario, era un “adicto al sexo”, como gustaba decir con
sonrisa cómplice, casi diabólica. De joven, según relataba -cosa que nunca se
pudo comprobar- había participado en varias películas pornográficas como actor
principal. También era megalómano, un compulsivo mitómano, y al igual que San
Agustín antes de su conversión -cuando era un desenfrenado libertino
concupiscente- decía exultante que “es de mal gusto acostarse dos noches
seguidas con la misma mujer”.
Las
dos jovencitas, muy discretamente como sabían hacerlo, tocaron a la puerta de
su habitación según la clave establecida: tres golpes, un silencio y luego dos
golpes secos más. Casper salió a abrir en bata. Casi cae de espaldas cuando vio
que una de ellas era su hija. Wilma, de igual modo, quedó estupefacta.
La
otra joven, tan apuesta como Wilma, no entendía el repentino silencio y la
actitud pétrea de su compañera y del cliente en cuestión. El grandote barbado,
el “vikingo”, como lo tenían bautizado en el hotel, rápidamente reaccionó. “Debe
haber un error, señoritas. Yo pedí la cena a mi habitación, y veo que ustedes
no la han traído. Lo siento. Pasen buenas noches”. Su hija, del mismo modo,
reaccionó con celeridad: “Sí, seguro: debe haber un error. Perdón… ¡no queremos
incomodarlo!” La otra, Samantha, británica de origen, no salía de su
asombro; no entendía lo que estaba sucediendo. Padre e hija, sin habérselo
propuesto, actuaron a la perfección el papel de sorprendidos. Bueno…, en
realidad lo estaban. Y mucho.
Unos
días más tarde, la joven escocesa aparecía muerta por envenenamiento. Caspar y
Wilma no volvieron a hablarse, aunque la cuota mensual asignada no dejó de
enviarse a Londres, y ser cobrada. Dos años más tarde, en el funeral de Mélyna
-madre de la ¿estudiante? y esposa del magnate, víctima de un fulminante paro
cardíaco- fingieron estar juntos, convenientemente vestidos de negro y con
lágrimas en los ojos. Luego de las exequias, continuó el silencio.
La
muchacha sueca, cada vez más hermosa y refinada, se graduó con honores en
Economía. Con un escueto mensaje, padre e hija se pusieron de acuerdo: el 25%
de la fortuna pasaba a manos de Wilma. Era la única heredera. El resto iba
destinado a obras de caridad. El documento que el padre le hizo firmar a la
hija manifestaba expresamente que la muchacha no podría volver a dirigirle la
palabra a él, y si se infringía esa cláusula, habría consecuencias legales. A
Wilma le pareció desopilante esa petición, pero la aceptó sin decir palabra.
Ahora
Casper, cada vez que pide esos “servicios especiales”, exige que previamente se
le envíe una foto de la “asesora”, para evitar sorpresas. La vez que,
circunstancias de los negocios, hicieron que padre e hija se cruzaran
ocasionalmente en una reunión en París, se ignoraron.
Algunos
años más tarde, ambos supieron del otro dado que eran competidores empresariales:
padre e hija, por separado, impulsaban un negocio de “señoritas asesoras de
viaje”. Ambos conocían el negocio por dentro, sin dudas muy lucrativo. Según
pudo saberse hace poco, a partir de filtraciones de los asesores, parece ser
que se fusionarían las empresas. Faltan algunos detalles jurídicos, y pronto
“Aeromozas felices” estaría operando en varias ciudades europeas y
norteamericanas. Por cierto, la cláusula del silencio se mantendría, y serían
abogados y contadores quienes se encargarían de llevar las finanzas. Wilma
exigió que la cláusula del silencio fuera recíproca.
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