Edson era un acaudalado empresario de San Pablo. Muy católico –de día– también se permitía sus “escapaditas” –en la oscuridad de la noche–. Su esposa lo tenía por un santo, y Edson no hacía nada que diera lugar a pensar lo contrario. Todos los domingos, puntualmente, asistían a misa. Solían tener bastantes reuniones sociales, y con mucha frecuencia recibían invitados en su casona de tres niveles, piscina y cancha de tenis en las afueras de la ciudad. La vida de ambos, al menos en apariencia, era envidiable.
Luego del nacimiento de Thiago, el único hijo que
tenían –ahora de veintitrés años– la madre presentó complicaciones que le
obligaron a una histerectomía. No pudiendo tener más descendencia, ambos padres
pusieron todo el empeño de sus vidas en la crianza del único vástago.
Pero Edson, además de la adoración que sentía por
Thiago, tenía otra cosa que lo movía, tan importante como su hijo, o quizá más.
Años atrás –tendencia que con el paso del tiempo había decrecido un poco, pero sin
desaparecer del todo– sus salidas “en las sombras” lo habían llevado a concebir
otro ser. Una hija para el caso: Isabelinha. Ambos hermanastros tenían casi la
misma edad; apenas un mes de diferencia. Con sus amantes, que se contaban por
decenas, siempre fue muy precavido, no trayendo más hijos extramatrimoniales.
Para Edson lo de su hija “pecaminosa” constituía el
secreto mejor guardado. Salvo la propia muchacha y su madre, nadie más sabía de
su paternidad oculta. Eso funcionaba para él como una bomba de tiempo, algo que
le quitaba el sueño cada día. En el transcurso de los años había considerado
varias veces decirlo, fundamentalmente a su esposa y a su hijo. Pero un remordimiento
hondo se lo impedía. Un buen católico no podía mostrar eso.
La madre de Isabelinha, una hermosa mujer mulata de
extracción muy humilde, admiraba tanto como temía al empresario. El paso de los
años no borraba su belleza, y aún mantenía un complicado, y al mismo tiempo
fogoso amorío con Edson. Durante años, costumbre que había ido mermando con el
tiempo, pero no desaparecido, una vez por semana o por quincena tenían un
encuentro erótico, siempre en hoteles distintos. La obsesión del furtivo amante
era no ser descubierto por nada del mundo. Cuidaba cada detalle a fin de no
dejar ninguna pista, evitar toda posible sospecha.
A lo largo del tiempo había tenido innumerables
encuentros clandestinos con numerosas mujeres; pero con ninguna se había establecido
un vínculo tan fuerte como con la madre de Isabelinha. Ello debido, muy
probablemente, a la existencia de un ser de por medio que les unía. Con las
otras no pasaba de alguna temporada, que jamás iba más allá de unos meses.
Luego se aburría y venía la siguiente.
Abrumado como se sentía por la carga de una hija
extramatrimonial, buena parte de la energía de su vida, de cada día, de sus
proyectos a futuro, tenía que ver con cómo guardar ese secreto. Isabelinha
tenía que ser ocultada.
Desde el nacimiento de la niña había pensado distintas
opciones para ocultarla: darle una buena cantidad de efectivo a la madre y
hacer que ambas, progenitora y bebé, salieran de Brasil con el compromiso de no
volver. Portugal en Europa, o Guinea-Bissau en África, ambos países de lengua
portuguesa, fueron los propuestos. Pero la idea no prosperó.
Propuso entonces que, siempre dentro de Brasil,
marcharan lejos de San Pablo; Manaos fue el destino pensado por Edson, en el
corazón del Amazonas. Igualmente, la propuesta fue desechada. En su
desesperación, el empresario pensó algo terrible, monstruoso: eliminar
físicamente a madre e hija. Contratar un asesino a sueldo resultaba muy fácil;
con sus conexiones, ni siquiera él en persona tendría que encargarse del
“trabajo sucio” de buscarlo y hacerle el encargo. Pero eso podría dejar
rastros, pensó, y un matón no se le antojaba una persona confiable. Por tanto, esa
posibilidad también fue excluida. Optó por algo más sencillo: Isabelinha sería
una muerta en vida. En otras palabras: debería llevar una existencia opaca,
silenciosa, y por nada del mundo, nunca jamás, debería saber nada, y mucho
menos, hablar de su padre.
Así fue en los primeros años. Luego, el mismo Edson se
arrepintió y quiso tener contacto con su hija. De ese modo, a partir de los 7
años de la niña, el padre hizo entrada en su vida.
Sin embargo, resultó una entrada con características
muy especiales. Desde el día del nacimiento de Isabelinha, su progenitor se
hizo cargo de todos los gastos de madre e hija. Al aparecer personalmente, las
atenciones y regalos se multiplicaron, pero con una condición: la niña no debía
saber que “ese señor que la visitaba periódicamente” era su padre. La madre
debió presentarlo como un amigo “que te ama mucho”.
De eso modo fueron pasando los años. Isabelinha llegó
a tener mucha confianza con ese “señor” que con frecuencia visitaba a su madre.
Las insistentes preguntas de la niña a su madre respecto a la presencia del
padre fueron transmitidas a Edson; después de interminables cabildeos consigo
mismo, de atreverse a consultarlo con su cura confesor y de largas horas de
angustia vividas en soledad, Edson decidió presentarse ante su hija como lo que
en realidad era.
La sorpresa de Isabelinha fue mayúscula, con una
confusa mezcla de alegría y desconcierto. ¿Por qué recién a sus diez años de
edad iba a conocer a su padre? ¿Por qué era tan distinta en eso a sus
amiguitas? No faltó tampoco una dosis de tristeza en la niña, incluso la
sensación de sentirse engañada: si todas las compañeras de juego, en la
escuela, en el barrio hablaban siempre de papá y mamá, interactuaban con ellos,
los hacían públicos, ¿por qué a ella no le sucedía eso?
Ahora la condición impuesta por el empresario trocó a
algo aún mucho más perverso: la niña, pese a conocer sobre su historia
familiar, a partir de ese momento no podría –no debería, ¡jamás de los jamases!–
decir quién era su progenitor. La madre vio eso como descabellado, pero ante la
posibilidad de perder todo el apoyo económico, apretando los dientes aceptó la
propuesta. Isabelinha no terminaba de entender, pero un viaje a Disneylandia ayudó
a “convencerla”.
Para la niña todo esto resultó un cataclismo de
emociones: en un mismo acto conocer a su padre, y sin terminar de entender el
porqué de esa súbita aparición, no poder tratarlo como tal. ¡Era demasiado!
Entre las condiciones impuestas figuraba que nunca le podría decir, ni en
público ni en privado: “papá”. El trato, como siempre, debería seguir
siendo muy cordial, pero solo mencionando el nombre “Edson”. Como las
atenciones materiales se redoblaron, la sensación de desconsuelo fue
extinguiéndose con el tiempo. Entrada la adolescencia, la costumbre se había
incorporado de tal modo que Isabelinha prefería ni pensar en eso. Muy en
secreto, a veces, bastante raramente, reflexionaba sobre esa “cosa
incomprensible”. Al no encontrarle ninguna explicación lógica, abandonaba la
congoja con celeridad. El amor de la madre le resultaba suficiente.
Con sus quince años comenzaron a llegar otros amores.
La belleza heredada de su progenitora atraía largas filas de pretendientes. Si
le preguntaban por su padre, tenía bien estudiada la respuesta: “nos abandonó
cuando yo era una bebé”.
Para Edson todo esto tenía un valor confuso: adoraba a
sus dos hijos, el legal y la clandestina. Pero con esta última había siempre un
temor latente. Debía mantener como secreto total esa paternidad. Thiago, por su
parte, con la misma edad de su desconocida hermanastra, fue creciendo con todas
las atenciones de hijo de millonario, más de las que recibía Isabelinha. La
diferencia básica estribaba en el lugar en el mundo que ambos ocupaban: saberse
hijo de tal padre, aprovechar ese nombre –para el
caso, ese apellido abría puertas–, tener el respaldo oficial de una encumbrada
familia con vínculos políticos, daba una sensación de comodidad que la joven no
podía tener.
El muchacho no sabía nada de la joven, mientras que
ella sí sabía de la existencia de Thiago. Aunque nunca lo vio –el padre se
cuidaba muchísimo de enseñarle alguna foto, así fuera por distracción– el
secreto se mantenía con el mayor hermetismo. Isabelinha solo sabía que había un
joven de su misma edad, “muy guapo”, según manifestaba su padre (que, para
ella, era solo “Edson”), excelente alumno –igual que ella– y que llegado el
momento de escoger carrera universitaria había optado por la cinematografía,
mientras ella prefirió el Derecho.
Ya peinando canas, el empresario paulista decidió
mantener económicamente a su hija secreta hasta que ella se graduara como
abogada. Luego debería buscar por sí misma su vida; ya era “más que suficiente”
el apoyo brindado, consideraba. Por el contrario, para con su hijo tenía otra
perspectiva: él sería el encargado de mantener el apellido familiar y, muy
probablemente, podría continuar sus negocios, aunque el hecho de optar por
dedicarse al cine en modo profesional lo alejaba del ámbito inmobiliario y
financiero en que Edson se movía. “Pero por último”, razonaba, “si deseaba
utilizar la fortuna para invertirla en la producción de películas, ¡adelante!”
Sin decirlo nunca en voz alta ante la muchacha ni ante su madre, Thiago era su
“verdadero descendiente”. Isabelinha, claramente, no.
La estudiante de Derecho se había convertido en una
bellísima mujer con largas filas de interesados que se babeaban al verla. Igual
que su madre, su porte era provocador: alta, de largos cabellos negros y
exuberante cuerpo muy bien formado, con unos enormes y cautivantes ojazos
verdes, resultaba la sensación de la universidad. Tanto le insistían para que
participara, que finalmente aceptó: fue reina de belleza de su Facultad, lo
cual tomaba con displicencia, sonriendo. No avanzaba mucho en los estudios,
pero sí en su vida amorosa: no tenía un novio formal, fijo, pero sí
interminables amoríos, lo que le valió una fama especialísima en la carrera de
Derecho. Según el mito que se fue construyendo, Isabelinha podía tener sexo con
distintas personas hasta tres veces al día. En su larga lista de encuentros
había de todo un poco, desde profesores hasta jovencitos ingresantes, no
faltando también alguna muchacha.
Cuando ambos, Isabelinha y Thiago, tenían doce años,
fue la única ocasión en que se vieron. Un encuentro muy rápido, con Edson
presentándolos –obviamente no como familiares– dejó un recuerdo vago del otro
en cada uno de los hermanastros. Pasando los años, ahora con veintitrés, con
los cambios que naturalmente se habían dado, era imposible reconocerse. La
joven sabía algo sobre su medio hermano, fundamentalmente por las historias que
le relataba su madre; a veces su padre, en alguna ocasional visita, le había
hablado de Thiago, pero sin dar mayores detalles, sin siquiera mencionar su
nombre. Por el contrario, el muchacho prefería no saber que había una hija
extra matrimonial. Tan distante de eso estaba que ni sabía el nombre. Su padre
alguna vez, entre líneas, le había hablado de su existencia, pero sin poner
mayores detalles. Ese comentario ocasional, sin ningún peso, había desaparecido
ya por completo de la memoria del muchacho.
Thiago comenzaba su carrera como cineasta. Como
travesura, pero también como una posible fuente de ingresos, empezó a considerar
el cine porno como una opción. Asesorado debidamente, se lanzó a producir un
primer video. El éxito obtenido no fue poco. Escenas muy “picantes”, con mucha
originalidad, dejaron ver que el joven tenía madera para el oficio de la video-realización.
“El cine porno tiene que ser artístico y no una grosería machista”, expresaba
con aire doctoral. Efectivamente, su objetivo era crear una visión novedosa del
tema, “creativa e ingeniosa” decía. “¿Por qué no mostrar artísticamente, con
calidad, algo que es tan bello como el sexo y que la pornografía barata
convirtió en algo vulgar?”
Edson conoció esta producción de su hijo. Moralista
como era –al menos en su discurso oficial, en lo que debía presentarse en
público como correcto– no estaba muy de acuerdo con ese tipo de películas. Sin
embargo, dado que todo lo que hacía Thiago lo veía como “fuera de serie”,
aplaudió el primer video que produjo el muchacho. El joven, envalentonado por
sus primeros pasos bastante exitosos, decidió largarse a hacer una gran
producción. Quería emplear como actores a gente de la calle, no profesionales.
Eso llegó a oídos de Isabelinha quien, después de
pensarlo un poco, decidió presentarse al llamado. Se pautó una entrevista para
conocerse, así como se hacía con todos los candidatos, hombres y mujeres. En el
encuentro entre director y posible actriz ambos quedaron fascinados con el
otro. Thiago sintió estar eligiendo a la actriz principal; la muchacha, por su
parte, quedó encantada con la posible nueva profesión que se le abría. El
Derecho podía esperar un poco más; el hechizo de las luminarias y el ambiente
cinematográfico la cautivó, así como también el realizador audiovisual que la
entrevistó. Sin reconocerse como hermanastros –¿por qué habrían de hacerlo?, si
no se conocían– el encanto fue mutuo. La joven tenía un algo que capturaba;
incluso muchas mujeres heterosexuales quedaban sorprendidas con su belleza,
admirándola, pero más aún, con su desenvoltura, con su femineidad tan
avasalladora, tan segura de sí. Concitaba admiración. Eso fue lo que movió a
Thiago. Tanto y a tal punto, que modificó el guion original. Él mismo
participaría ahora como actor para tener contacto con la joven. Isabelinha se
entusiasmó mucho con esta nueva perspectiva que se le ofrecía.
Su madre, siempre interesada en lo material, no vio
con malos ojos esta nueva actividad. “Si te gusta y eso te satisface,
¡adelante! Además, supongo que eso se paga bien, ¿verdad?”, fueron sus
palabras. Con esa venia otorgada, Isabelinha se sintió totalmente lista para
acometer el nuevo trabajo.
Thiago funcionó bien como director y también como
actor. La escena filmada con su hermanastra fue la más atrevida de toda la
producción. Algo los unía con fuerza volcánica, los atrapaba. Lo que hicieron
ante las cámaras ya no era mera actuación: era verdadera pasión. Se atrajeron
profundamente. El joven, más allá de la filmación, buscó estrechar el contacto.
La muchacha lo aceptó, y así comenzó un romance que, con total sentido, podría
decirse “de película”.
La película –“La pecadora” llevaría por título–
estuvo terminada en dos meses. Entró a los circuitos comerciales obteniendo un
éxito rotundo, más de lo esperado por quienes la produjeron. Thiago no lo podía
creer. Edson tampoco. Cuando la vio, casi cae de espaldas. No solo porque allí
actuara su hija, sino porque se la veía en atrevidas escenas sexuales ¡con su
hermano!
Pensó que era hora de decirle a su hijo lo de su media
hermana, contarle claramente cómo era esa historia. Aunque, luego de un primer
momento de arrebato, pensándolo bien se dijo que mejor no. Si habían pasado ya
más de veinte años sin saber nada de ella, ¿qué le podría reportar saberlo
ahora?, pensaba el atribulado padre. De todos modos, apelando a lo que le
quedaba de moral, estimaba que era tremendo que dos hermanos, o hermanastros
para el caso, cometieran tamaña aberración como un incesto. Y peor aún:
haciéndolo público a través de una película.
No le preocupaba que su hijo fuera el director de un
audiovisual machista, tal como éste lo era en grado sumo, poniendo a las
mujeres en un descalificador lugar de meros objetos sexuales pasivos. La
intención del joven director de hacer algo alternativo no prosperó mucho;
quienes pagaban la producción exigieron más de lo mismo. Tampoco le preocupaba
que Thiago apareciera desnudo haciendo de sultán con un harem de ocho mujeres a
su cargo –así era el bastante disparatado argumento de la película–. Sabía que
el cine porno estaba en auge creciente y daba mucho dinero. “Negocios son
negocios”, se justificaba. Pero sí lo consternaba la relación incestuosa. “¿Y
si trascendía que ambos actores eran hijos suyos, una de ellas ilegítima?” Su
tormento fue en aumento.
Ganado por la angustia que no lo dejaba vivir, consultó
a un sacerdote de su confianza. Por supuesto, a este pastor de almas jamás le
había contado –ni lo haría– de sus correrías amorosas, de una hija
extramatrimonial, ni que había mandado a matar a dos sindicalistas que lo
denunciaban por sus manejos financieros nada transparentes con los que había
defraudado a más de cien inversionistas. El sacerdote le recomendó no decir
nada a Thiago de su hermanastra, pero al mismo tiempo sugerirle al joven que se
le aleje de esa mujer, porque eso “era pecado”. Además, como para entender bien
la situación, pidió copia de la película.
Como todas las actrices porno, Isabelinha fue
instruida de tomar todos los recaudos necesarios para evitar un embarazo, así
como cualquier enfermedad de transmisión sexual. Algo pasó, sin embargo, que eso
no funcionó como tenía que funcionar: la próxima menstruación de la joven no llegaba.
Y no llegó.
Thiago, fascinado como había quedado con la actriz
–“excelente, muy abierta y desembozada” se repetía–, buscó mantener la
relación. Esa desenvoltura, además de su particular belleza física, lo
cautivaba. Si bien casi no la conocía, el corto tiempo que pasaron juntos
durante el rodaje del film le bastó para sentirse enamorado. Isabelinha tenía
algo que producía ese encanto, exhalaba siempre un hechizo que hipnotizaba. La
muchacha igualmente se sintió atraída por el director-actor. Llegó a decir que
nunca había tenido un sexo tan placentero como con él. El final de la carrera
de Derecho podía demorarse un poco: ahora su nueva profesión y el incipiente
noviazgo –más el embarazo en puerta– le abrían un nuevo escenario, una nueva
vida. “No necesito de padre que me apoye. Ojalá se enterara de todo esto ese
viejo de mierda que me abandonó”, mascullaba con todo el odio del mundo, muy en
secreto.
Sin poder dar razones –en realidad, ni siquiera las
necesitaban, ¿para qué?– ambos se sintieron profundamente unidos casi de
inmediato, como si se hubieran conocido desde largo tiempo atrás. Ninguno de
los dos esperaba un niño en ese momento; sin embargo, ambos al unísono
sintieron una unión especial para con el otro. El niño en camino, en vez de
haber sido tomado como un drama que les alteraba sus vidas, fue algo que los comenzó
a estrechar más. Ninguno de los dos, como cosa curiosa, reaccionó espantado
ante la novedad. Algo debían hacer con eso: no estaba claro si dejarlo proseguir
o rechazarlo, pero como fuere, el embarazo tenía la misión de unir, y no de promover
la salida huyendo.
Isabelinha lo consultó con su madre quien, interesada
como siempre, preguntó sobre la identidad del progenitor. O, siendo más
específica –y pérfida–, quiso saber si esa persona estaría en condiciones de
hacerse cargo de la criatura. Incluso, si no sería posible proponerle
interrumpir el embarazo, pero a cambio de una buena suma de dinero. Rápidamente
calculó qué cosa sería más conveniente en términos económicos. La muchacha, no
pensando igual que su madre, en absoluto buscaba dinero. La idea de un niño la
enterneció. Además, la aparición de Thiago la había dejado profundamente
tocada. Ser actriz porno presentándose como mujer embarazada, pensaba, daba un
toque de fascinación. Se le ocurrían increíbles escenas que llamarían la
atención. “La gente quiere morbo”, sonreía maliciosa. “Pues… ¡démoselo!”
Su madre no conocía mucho acerca de Thiago. Solo sabía
que existía otro ser, contemporáneo de su hija, del mismo padre que Isabelinha.
Edson, por precaución, con una meticulosidad rayana en lo paranoico, casi nunca
hablaba con su amante de su hijo varón. Había llegado al extremo de no
nombrarlo nunca con su verdadero nombre: Jair lo había bautizado idealmente
para estas circunstancias. La madre de Isabelinha nunca lo había visto
personalmente; solo una vez, en forma ocasional, una foto muchos años atrás. Su
hija, al referirse escuetamente al causante de su embarazo, lo nombraba como
“el director”. Con el correr de los días pasó a ser “mi novio”.
Por su parte Thiago, dada la cercanía que lo unía a su
padre, con mucha vergüenza y preocupación decidió contarle la situación. Edson quiso
morir. Lo primero que pensó fue no decirle una palabra a su hijo de la historia
secreta, no revelarle la verdadera identidad de la mujer que había dejado
encinta, que era su hermana, y hablar con Isabelinha para obligarla a abortar,
diciéndole que sabía de su embarazo “porque un pajarito se lo había contado”.
Con Thiago, tragando saliva, prefirió no reaccionar mal; por el contrario, mostrándose
comprensivo, lo apoyó, brindándole toda la solidaridad que necesitara. Eso fue
sorprendente para el joven, quien se derritió en expresiones de admiración para
con la muchacha. Ésta no le había mencionado nunca su verdadero nombre, sino
que prefirió seguir utilizando el pseudónimo artístico que había escogido para
la película: Adriana. Para ella era ya costumbre inveterada ocultar su
identidad; toda su vida la había pasado haciéndolo. El tiempo, calculaba,
decidiría si le relataba toda su historia, de la que cada vez prefería hablar
menos, el abandono de su padre, su ambiente tan singular de orfandad con un
progenitor al que debía tratarlo por su nombre de pila y no como “papá”. En
caso que se sintiera animada y Thiago abriera convenientemente la puerta,
revelaría que se llamaba Isabelinha. De todos modos, para el muchacho eso no
significaba nada, pues desconocía la trama oculta.
Al día siguiente de recibir la noticia, Edson se
comunicó por teléfono con Isabelinha. Con voz enérgica la conminó a que
interrumpiera el embarazo; la joven, con voz más enérgica aún, dejó salir una
lista de insultos de tan alto calibre que hicieron palidecer al padre al otro
lado de la línea. Tratándolo de descarado y con una andanada de improperios
increíblemente ofensivos y descalificadores, muy furiosa cortó la comunicación,
advirtiéndole que no volviera a llamarla nunca más en su vida, pues si no,
contaría en forma pública esa paternidad ocultada durante años.
Las visitas de Edson se habían hecho mucho menos
frecuente a su amante; eran ocasionales, muy esporádicas. Para con su hija eran
infinitamente menos, si bien seguía cumpliendo a cabalidad con su compromiso de
financiarle los estudios universitarios hasta su graduación, tal como había
prometido. Jamás había faltado un solo mes al depósito bancario; ahora, sin embargo,
luego de saber lo del embarazo, pensó en que podría ser la ocasión para
suspenderlos. De todos modos, se veía en una encrucijada: si actuaba contra
Isabelinha, podía encontrarse con la infausta sorpresa de ser descubierto. Eso
significaba inmediato divorcio, como mínimo, más todo el escarnio de su círculo
de amistades, de la gente de la iglesia. Eso no podía permitirse.
Los años no le habían quitado el encanto a su querida,
pero para un picaflor como el empresario, eran preferibles jovencitas más tiernas.
No obstante, en alguna de sus visitas, Edson, para darle un tono crecidamente
erótico al encuentro, llevó una película a fin de verla juntos. Eligió una al
azar en algún cine-club. “Son todas iguales”, se dijo. “Para el caso, llevó una
que le sugirieron, un clásico de la pornografía”. Quiso el destino que, al
preparase para su cita, confundió los VHS, y llevó la producción de su hijo en
lugar de la que había alquilado. Dijo no ser amante de ese tipo de cine, lo
cual era cierto –nunca las usaba en sus citas amorosas “pecaminosas”, y mucho
menos con su esposa–. De todos modos, para esta ocasión le pareció interesante
probar con una.
Cuando se pudo apreciar el film, llegados a una de las
escenas donde estaban juntos los hermanastros, ambos padres quedaron mudos,
estupefactos. Luego de algunos instantes de silencio sepulcral, en donde lo que
menos podía suceder era el despertar de un voluptuoso deseo sensual movido por
la pornografía, cada quien reaccionó como pudo. “¡Esa es Isabelinha!”, vociferó
Edson. “¡No puede ser!”
“Sí, ¿no lo sabías?”, respondió con desparpajo la
madre. Edson quedó galvanizado. Con voz trémula, entrecortada, pudo agregar:
“Pero…, ¿no sabías que Isabelinha está embarazada de ese tipo, el actor y
director?”
“Sí, me lo dijo. Yo no lo podía creer, pero si ella lo
quiere y desea tener el niño, ¿cuál es el problema?”
“Es que ese muchacho… ese no se llama Jair. Jair no
existe. ¡Es Thiago, mi hijo!”, dijo con lágrimas en los ojos.
“Entonces… mi hija y tu hijo…, esos que actúan en la
película, ¿son hermanos?”, pronunció asombrada la amante.
“¡Terrible!, ¡monstruoso! ¿¡No te das cuenta!?”, espetó
Edson con furia.
“¡Fabuloso!”, murmuró ella con risa triunfal.
Pasado un corto tiempo, el empresario comenzó a
concebir su maquiavélico plan. Si transcendía que tenía una hija
extramatrimonial a la que prácticamente había mantenido invisibilizada toda la
vida, su reputación podía verse manchada. Eso lo tenía desesperado. Aunque
también lo desesperaba que su hijo mantuviera una relación incestuosa con su
medio hermana. Además de arruinar su imagen el saberse de amoríos ocultos, esta
relación “enfermiza” se le hacía insoportable. Calculaba que, de saberse eso,
quedaría en muy mala situación.
Pero el peor elemento lo constituía el dilema que se
le había abierto: si se deshacía de Isabelinha, su hijo Thiago lo sentiría
mucho. Y si se enteraba que su mismo padre había mandado a matar a su
compañera, la madre de su futuro hijo, eso no se lo podría perdonar.
Convencerlo a Thiago de dejar a la muchacha y abandonar la responsabilidad
paterna se le antojaba casi imposible, tan enamorado como veía a su Tiaghinho.
La opción extrema de matar también a su hijo para terminar así con todas las
evidencias, le era absolutamente monstruosa. Aunque lo pensó.
La presión fue tanta que no pudo aguantar. Apenas
transcurrido un mes del momento de descubrir la relación “pecaminosa”, Edson
desapareció de Brasil. Nunca quedó claro qué fue de su vida. Su esposa oficial
quedó atónita sin poder reponerse del golpe. Unos meses después de la
desaparición sufrió un accidente cerebro-vascular que la dejó postrada en silla
de ruedas. Según algunas versiones, el empresario se hizo hermano marista y
ahora vive en Timor Oriental, donde se habla portugués, entregado a una vida de
santidad. Otras voces dicen que se suicidó en el más absoluto silencio, por eso
su cadáver nunca fue encontrado. Aunque según pudo saberse de buena fuente,
quizá la más confiable, Thiago quedó al frente de los negocios, y de acuerdo a
filtraciones le pasa una pensión mensual a su padre, quien vive de incógnito en
Portugal con nombre falso. Ahora, siempre según esas filtraciones, pese a su
edad parece que está intentando hacerse actor porno.
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