Beatriz sentía que todo lo hacía mal, que en todo fracasaba, que el mundo parecía conspirar contra ella. Hacía tiempo que quería consultar con un psicólogo, pero nunca se atrevía a dar el paso.
Aquel martes caluroso, molesta por tener que hacer ese
trámite -odiaba hacerlos- fue al banco. Una de sus cuentas había quedado sin
uso por más de un año, y necesitaba reactivarla ahora. La empleada que la
atendió fue parca, con una fingida simpatía profesional. Sin mayor emoción le
explicó que, al reactivar la cuenta luego de catorce meses de inactividad,
tenía una penalización. Podía optar por una suma que debía pagar, o tomar un
seguro de vida, equivalente a la misma cantidad. Beatriz se molestó terriblemente.
Resultaba una injusticia atroz ese cobro, pero la
señorita que la atendió se limitó a decir que eran "políticas de la institución". Por tanto, no había mucho que discutir: el cobro era
irreversible.
"Ni una cosa sale
bien", pensó. Esa misma semana
había ido mal en su examen en la universidad, y la semana anterior venía de
separarse de su novio. "Me cambió por la que era mi mejor amiga", mascullaba con amargura. Su odio contra la vida era
indecible. Este seguro de vida vendido obligatoriamente ("¡exacción!,
cobro ilegal",
se dijo furiosa) fue la gota que derramó el vaso.
Salió muy ofuscada del banco, pensando una vez más que su
vida era solo golpes tras golpe. Para completar su desgracia, la moto no le
arrancó en el estacionamiento, por lo que debió esperar que llegara el servicio
mecánico de su seguro. Mientras hacía tiempo, se sentó en un restaurante a
tomar un café. Fue ahí que lo decidió.
Rauda, regresó a la agencia bancaria. Canceló al mecánico
que ya estaba en camino, porque lo que debía hacer ahora era "mucho más importante, ¡primordial!". Debió esperar un nuevo turno para volver a hablar con
quien la había atendido. Refunfuñando, pasó casi media hora en la sala de
espera. Finalmente, la misma muchacha la recibió, siempre con su fingida
sonrisa plástica. Quedó algo sorprendida ante el pedido de Beatriz: iba a
aumentar la póliza en un dos mil por ciento. Si el seguro que le obligaban a
tomar, que cubría suicidio, otorgaba una prima de diez mil dólares, ahora la
cifra se hacía muchísimo más alta. También cambió el nombre del beneficiario:
ya no sería su hermano menor, a quien adoraba y protegía en todo lo que podía,
sino su madre, esa "vieja de mierda que me arruinó la vida. Así se siente culpable".
Se desentendió de la moto y el mecánico, y volvió a la
misma cafetería. Ahí redactó la carta dirigida a su madre -pensó en la Carta
al padre de Kafka-. La retahíla de ataques contra su progenitora abarcaba
tres carillas. El papel fue hallado en el bolsillo trasero de su pantalón,
cuando los socorristas llegaron al lugar. No había nada que hacer; Beatriz
había saltado desde la terraza de aquel edificio de veinte niveles. El cadáver
quedó muy deformado, casi irreconocible.
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