martes, 23 de diciembre de 2025

OBRAS TEATRALES UNIPERSONALES


 1.     SÍ, ¡YO LA MATÉ!

 2.     MEA CULPA

 3.     EL POZO

 4.     SINCERÁNDOSE

 5.     CONFESIONES DE UN AGENTE SECRETO

 

 1.     SÍ, ¡YO LA MATÉ!

 

¿En qué idioma hablamos entonces? Me imagino que en inglés, ¿no? Me dijiste que la entrevista iba a ser para una revista gringa. Bueno, tendrá que ser en inglés supongo. Para mí es lo mismo. Como te dije, yo soy un poco gringo y un poco salvadoreño, así que cualquier idioma me da lo mismo.

 

Es difícil contestar rápidamente lo que me preguntás. Son cosas muy difíciles. Además, con toda sinceridad, ahora me da un poco de vergüenza hablar de esto. Antes, cuando era jefe de la pandilla, me enorgullecía contar todas estas cosas. Cuanto más crueles eran los relatos –y te aseguro que eran crueles– mejor. Era como una competencia que teníamos dentro del grupo, a ver quién era más matón, más malo. ¿Ves todos estos tatuajes que tengo aquí? Bueno…, son algunos de los muertos que tengo a mi favor.

 

¿Cómo? ¿Cuántos maté en mi vida? No sé… La verdad es que nunca los conté. ¿Es necesario contestar eso? Te lo pregunto porque ahora, de verdad, no me siento muy orgulloso de ser un… un…. asesino. Porque eso soy. O… eso fui al menos. Ahora estoy seguro que no lo hago, que no mato; esos tiempos ya pasaron. Pero lo fui, y eso te marca de por vida. Por eso, ante tu pregunta, bueno… no sé: me da como una cosquillita. Te podría decir cualquier número. Total, no creo que quien lea esto se tome la molestia de corroborar la información. Pero voy a ser sincero, dado que vos lo fuiste conmigo. Maté muchos, realmente muchos. Empecé a los 10 años. Ahí me troné a la primera persona. Eso fue en Los Ángeles; fue la prueba de fuego para ingresar a la pandilla. Cinco balazos a quemarropa a un muchacho de la pandilla rival, bastante mayor que yo. Todavía lo recuerdo… No te creas que me hace feliz contar esto, pero es mi vida. ¡Es parte fundamental de mi vida! Después del primero, los otros ya ni te emocionan… Y si tengo que ser sincero te diría que… quizá 30 o 40 personas. Maté mucho. No sé… quizá más.

 

Me imagino que para muchos de quienes van a leer esta entrevista –la gran mayoría gringos, sentados cómodamente en un buen sillón y con la panza bien llena, lamentándose de estos marginales que somos los pandilleros, los pobres, los indiecitos latinoamericanos convertidos en ciudadanos de la primera potencia mundial–, me imagino, te decía, que para muchos será inconcebible todo lo que te puedo contar. Para esos ¿compatriotas les podría decir?, la violencia es siempre algo ajeno a ellos. Yo soy gringo, ya te lo dije. Bueno, al menos tengo un pasaporte de los Estados Unidos de América. Pero en realidad: no soy gringo, no me puedo considerar así. Nací ahí, es cierto; pero por pura casualidad del destino. Soy hijo de salvadoreños que salieron huyendo de su país por la pobreza crónica y por la guerra. ¿Te parece que me puedo considerar gringo? Y si bien me crié en los barrios marginales de Los Ángeles hablando en inglés, me siento más un latinoamericano. Maté porque eso hace un pandillero, y punto. Pero ¿por qué mata un gringo?

La violencia en los United –vos sos gringa y lo sabés– es realmente cosa seria. Pero no la de los pandilleros. No, no… eso no. Los pandilleros, te puedo asegurar, son más o menos iguales en cualquier parte. Hasta me atrevería decir que he visto más violencia en El Salvador. Y de hecho, yo aquí hice cosas que no me hubiera atrevido a hacer allá. Pero lo hice por pura demostración de fuerza, para atemorizar, porque aquí hay que ser malo, tremendamente malo, para ganarse un lugar. ¿Y cómo se puede ganar un lugar en una sociedad destrozada un deportado? Solamente a base de terror. Por eso aquí, como te decía, hice cosas increíbles, terroríficas.

 

¿Que si las quiero contar? Preferiría que no, pero solo para que se hagan una idea: en un tiempo con mi banda nos dedicamos a robar niños. Robamos muchos niños, no me lo podrías creer. Lo hacíamos en El Salvador, y también incursionamos en Honduras, y alguna vez en Guatemala. Los vendíamos vivos… ¡o en pedacitos!, para órganos. Eso es terrible, sin dudas. Y me arrepiento, claro… Pero ¿sabés con quién negociábamos eso? ¡Con una red gringa!

 

¿Adónde quiero llegar con esto? Pues, a mostrarte que la sociedad norteamericana es tremendamente violenta, locamente violenta. ¿Cómo va a ser eso que, sentado cómodamente en su sillón, un gringo cualquiera puede comprar un niño, o un órgano de niño para un trasplante, solo porque tiene muchos dólares? ¿No te parece asquerosamente violento eso? Y después –eso es quizá lo más trágico– hablan de la violencia de esos “primitivos” países del Sur. ¿No es vergonzoso?

 

Tal vez vos no sos así. Diría casi con seguridad que no, que sos distinta. No sos la típica Homero Simpson que representa a un gringo término medio (la caricatura de la tele no exagera nada). Pero los ciudadanos comunes, los ciudadanos promedio de ese país, sí son así: cómodamente sentaditos en su sillón, con la refrigeradora siempre llena y el vehículo bien lavado parqueado frente a su casa, piensan que violencia es sólo lo que pasa fuera de sus fronteras: las peleas entre tribus en el África, los narcos colombianos, los fundamentalistas musulmanes… ¿Y en casa? ¿Por qué es violento que yo secuestre y venda un niño en El Salvador y no es violento que una pareja gringa lo adopte ilegalmente en Boston? (luego, por supuesto, lo legalizará). ¿Por qué es violento un cartel colombiano o mexicano que lleva la coca hacia el norte, y no lo es darse su paliza de buena droga en una fiesta en Nueva York, pagando allí diez mil veces más el gramo de lo que se le pagó al campesino que cultivó las matitas en las montañas de Sudamérica? Por supuesto, alguien drogado no va a manejar su vehículo, porque allí se respetan mucho las normas, claro… Y en Latinoamérica cualquier “indio bruto” maneja borracho… Aquí es un caos, no se respetan normas. Allá no. ¿Te das cuenta la hipocresía?

 

Ya que estoy dizque filosofando sobre estas cosas –y no sé si esto lo vas a poner en la versión que presentes de la entrevista– me pregunto: ¿por qué se ve violento, o al menos eso nos hacen creer, a un campesino borracho que machetea a su mujer en nuestros países, o a un pandillero como fui yo, y no se juzga de la misma manera a un marine que mata a un musulmán? ¿Te das cuenta por dónde voy, a dónde quiero llegar? La violencia en Estados Unidos es increíble, proverbial. De hecho, es el único país en la historia que ha usado armas nucleares. ¡Dos veces! Y, lo peor de todo, sin que fuera necesario, porque cuando se arrojaron esas bombas, la guerra ya estaba terminada y Japón se rendía. ¿Me podés explicar por qué se hizo eso? Una pura demostración de poder, así de simple. Así como cuando yo me comí un dedo del jefe de otra banda al que me quebré en una pelea callejera –para crear terror y nada más– así los poderosos de Estados Unidos hacen esas cosas para demostrar poder. Me imagino que sabrás que en la doctrina militar gringa la hipótesis es tener siempre diez veces más poder de fuego que el enemigo. ¡Diez contra uno!, ¿te das cuenta? Son unos asesinos desalmados. ¿Por qué mantienen una ilegal prisión en Cuba como es Guantánamo, si no?

 

Yo también fui un criminal, no lo voy a negar. ¿Para qué iba a necesitar yo comerme el dedo índice de la mano derecha –el que se usa para gatillar el cohete– de mi rival vencido? Demostración de poder. ¿O para qué nos violábamos una muchachita indefensa entre cinco, seis o siete cuando estaba en la pandilla? Demostración de poder, y punto. ¿Vos pensás que puede ser bonito un orgasmo en esas condiciones? No me refiero a la muchacha violada, sino a nosotros, los violadores. Si lo hacíamos, era por una pura demostración de poder, para aterrorizar, porque de placer: nada. ¿Qué tendrá que ver eso con sexo, no? Pero ¿para qué haría una cosa similar un país que firmó tratados civilizados en esos foros internacionales, que por supuesto no sirven para nada? ¿Por qué usar armas atómicas contra población civil indefensa? ¿Por qué esa perpetua cultura de vaquero “bueno” matando indios “malos” que nos transmiten día a día? ¿Habrás visto películas de Hollywood, no? ¿Qué te parecen? Mierda, pura mierda para convencernos que los vaqueros buenos tienen el derecho de matar a esos salvajes, porque así se construye el “progreso”. Y Homero Simpson, o cualquier gringuito término medio, se lo termina creyendo. Y si está un poco mal de la cabeza… ¡nos jodimos! Porque de verdad que se cree Rambo. Y cada tanto aparece un loco de esos, agarrando una ametralladora y quebrándose una buena cantidad de honestos y pacíficos ciudadanos, en una escuela, en una iglesia, en el supermercado. ¿Por qué pasa esto tan seguido? Porque algún loquito se lo cree: la sociedad gringa está armada de esa manera, vaqueros o soldados “buenos” que pelean por la ¿justicia?, la ¿democracia?, ¿o la Coca-Cola?, contra indios “salvajes” (o “terroristas”, o narcotraficantes latinoamericanos, o comunistas –bueno, esto último ya está un poquito pasado de moda, pero el mecanismo sigue siendo el mismo…–). En nuestros países nos matamos por hambre. Allá un loco de estos mata porque repite lo que está en el aire, porque te venden un arma de guerra en cualquier negocio y cualquiera la puede comprar, porque Rambo es el héroe nacional y cualquier chiflado se lo toma en serio.

 

Yo soy poco leído, ya sabés. ¿Qué podrías esperar de un muchacho que se crió en las calles a punta de pistola y navaja? En realidad, apenas si leo y escribo; y la verdad, la cabeza no me da para mucho. Quizá porque me la arruiné con tanta droga, no sé… Pero por allí, a veces, hago chispazos… ¡y descubro cosas que me sorprenden! La vez pasada alguien dijo que es delito asaltar un banco, pero que es mucho más delito… ¡fundarlo!

 

Por supuesto. ¡Es así, madre! No, perdón: no pongas “madre” en la entrevista. Soy muy animal cuando hablo. Pero… siguiendo con lo que te decía: ni me preguntes el nombre de quién dijo esa frase; creo que era un gringo, un alemán: Trecht, o Brecht, o algo parecido. Bueno, no importa… Las pocas veces que me relacioné con gente así, con banqueros quiero decir, gente de mucha plata, políticos, personajes de alcurnia, me di cuenta cómo me veían: yo era siempre una basura al lado de ellos. Y me lo hacían sentir. Pero lo era no sólo por ser caco. ¡También me veían así cuando era jefe de la pandilla y les hacía los trabajos sucios que me pedían! Pero en realidad: ¿quién era más basura? ¿No se es basura también, o más todavía, por tirar bombas atómicas, o napalm? ¿Te acordás de la foto de la niña vietnamita quemada? ¡Qué mierda!, ¿no?

 

Ya que querés saber detalles escabrosos de todo esto, de mi vida, de los asesinatos, de las pandillas, te puedo contar –y eso sí te pido por favor que lo pongas en la entrevista– que mucha de la gente que me troné fue en El Salvador. Lo hice por encargo. Era la época en que ya ganaba bien, que tenía cierta seguridad. Ahí ya no caía preso por robarme una cadenita de oro como en otros tiempos. Si me agarraban, como pasó en un par de oportunidades, tenía buenas conexiones que me hacían salir al día siguiente.

 

Bueno, no me quiero extraviar en el relato: te decía que ahí ganaba bien. Los encargos eran cosa seria. Recuerdo que tuve que ocuparme de un par de dirigentes sindicales conocidos. Uno fue durante la huelga de maestros del año… ¡Fue famosa! ¿Te acordás de esos sindicalistas? No importa dar sus nombres ahora, pero uno de ellos era un dirigente muy conocido a nivel nacional. La verdad que me costó bastante eso, porque el fulano tenía dos tipos de custodia. Y por supuesto también me los tuve que tronar. Fuimos con algunos muchachos de la banda, bien armados… ¿Que quién nos daba las armas? Ah…, eso es otra cuestión. Algunas las comprábamos, otras las robábamos… Ah, vos decís para esa operación. En este caso pedí tres mini Uzi nuevitas a quienes nos contrataron. Era parte del pago, se puede decir, porque después nos las quedamos nosotros. Y pagaron con dólares nuevecitos, uno sobre otro. Si te digo quién fue el diputado que nos contactó te caerías de espalda. No te voy a dar el nombre, porque no quiero ponerme en riesgo yo, pero te puedo contar que uno de los tipos más influyentes en la política salvadoreña de ese entonces fue el que me contrató para el trabajito. En realidad, con él me vi sólo una vez. Y te aseguro que fue lo más despectivo que puedas imaginarte. Me hacía sentir una mierda. Después seguimos las negociaciones con sus colaboradores. Eso, con toda sinceridad, despreciarme de esa manera mientras me contrataba como matón a sueldo, ¿no te parece más basura que yo? ¿Quién era la basura, la pura mierda? Contestame eso… ¿eh?

 

Esa es una de las importantes que te puedo contar. La otra fue más gruesa todavía. Y ahí estuvo implicada la Embajada.

 

¿Qué Embajada? La gringa, por supuesto. En Latinoamérica cuando uno dice “la embajada” se sobreentiende que es la de Estados Unidos, los verdaderos mandamases. No hablé nunca con el Embajador, ¡qué va! Me comunicaba sólo con un par de norteamericanos –la verdad, nunca supe sus nombres– a los que sólo conocía por Mickey Mouse y Pato Donald (¡mirá cómo se hacían llamar los cabrones!). Y esta sí fue cosa seria. Lo pensé y recontra pensé mil veces antes de decidirme. En realidad, yo había trabajado con él previamente: El Canguro. El más buscado narco del país. Yo le había hecho un par de trabajitos sucios al fulano. Sí, sí: por supuesto. Sacarles de encima a competidores molestos que venían disputándole terreno.

 

El tal Canguro creo que me tenía cierto aprecio. Bueno…, el aprecio que puede haber entre gente como uno. Aunque, filosofando siempre… ¿podrán tener aprecio sincero gente como un hampón, o estos banqueros –que son lo mismo– o los diputados, o los embajadores que pueden hacer cochinadas como esta que te estoy contando? ¿Se arrepentirán alguna vez de las mierdas que hacen? ¿Quién es realmente la basura: el que vende niños… o el que los compra? Me lo pregunto muy en serio, porque esta gente, aunque vaya a misa los domingos y se golpee el pecho, la verdad que no creo que se arrepienta nunca de nada. Son más asesinos que yo. Yo me los quiebro a plomazos, y está mal. ¡Pero ellos lo piensan, y pagan por el trabajo! ¿No te parece más asqueroso y violento eso todavía?

 

Bueno, te contaba la historia del Canguro. Este era un pez gordo en El Salvador. En realidad, creo que ahora lo puedo contar sin problemas, el tipo había sido agente gringo. Sé que cobraba sueldo de la CIA. Sí, sí… de la CIA, de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos de América, la que tiene un águila en el escudo. ¿Te sorprende? A mí no.

 

Después de haber visto tanta mierda, de haber estado cerca de los poderes reales, los que me encargaban esos trabajitos sucios, la verdad es que no me sorprendo de nada. Y a veces hasta me parecen juegos de niños las cosas que yo hacía, comparadas con las porquerías de las que me fui enterando. Yo mataba uno por vez, de un tiro. ¿Qué me decís de tirar una bomba atómica sobre población civil totalmente desprevenida y matar casi un cuarto de millón de personas? Quienes deciden y encargan esas cosas son tremendamente peores que el peor pandillero, ¡creémelo! ¿Vos te imaginás ese nivel de manejo: poner a un narcotraficante famoso como agente de inteligencia? ¿Para qué eso? La madeja del ovillo es bien complicada. ¿Vos sabés quién es el principal cartel de narcotráfico en el mundo? No es ni colombiano, ni mexicano, ni afgano, ni del Asia…. ¡No, no! Es la DEA. Sí, exacto. La Oficina gringa que, supuestamente, se ocupa del combate a las drogas.

 

¿Vos pensás que si realmente se quisiera combatir la droga como un problema de salud para la juventud se invertiría casi solo en armas, tal como ahora se hace? No, mi amorcito. ¡Para nada! El tema de la droga es un negocio fabuloso para quienes lo manejan, que no son sólo estas redes de latinoamericanos. Estos –y yo me puedo haber sentido parte de ese negocio– somos los “malos” de la película. Un poco como los indios de las películas de Hollywood, como recién decíamos. ¿Sabías vos que entra más de una tonelada diaria de droga a Estados Unidos? ¿Nadie se da cuenta? ¿Así se hace el supuesto combate al narcotráfico? ¿Tan bobos son los soldados en la frontera gringa? ¿Cómo es que pueden agarrar tanto inmigrante y se les escapa tanta droga? Ahí hay gato encerrado, sin dudas.

 

Bueno, el Canguro era parte de ese circo. Creo que no hace a los detalles que vos querés publicar en esta revista, que tienen más que ver con mi historia de “criminal inhumano”. Pero creéme, con toda sinceridad, que yo no soy el peor en todo esto. Fui, no lo oculto para nada, un enfermo. Un muchachito que se crió entre balazos y muertos, y hasta me atrevería a decirte que la sangre me excitaba. Mi viejo fue uno de tantos y tantos salvadoreños que huyó de su país de origen, no tanto por la guerra sino por la catástrofe económica que vivíamos. Éramos él, mi viejita y cuatro hijos. Nos fuimos todos para los Estados; yo llegué cuando era un bebé. Por eso soy medio gringo, medio latino. Al final, me dieron la ciudadanía. Pero en realidad soy un muerto de hambre hecho a los plomazos en la calle, medio analfabeto, tímido en un sentido… Sí, sí: no te rías. Soy tímido, aunque maté a más de 40, y violé, y tengo regados por ahí no sé cuántos hijos. Hacía todo eso justamente porque soy tímido. Todo esto es una careta, una manera de protegerme, de no mostrarme. Me defendía a los balazos, pero atrás de eso soy muy frágil.

 

Pero, ¡vamos al grano! El tal Canguro era un agente que trabajaba para la Embajada, disfrazadamente, claro. En realidad, como vivía en un barrio donde había habido muchos guerrilleros, conocía a la gente y a los organizadores barriales mejor que nadie. Él pasaba esa información, y no sé qué más hacía para la CIA. Y a cambio lo dejaban traficar. Él se encargaba de hacer llegar cargamentos de Colombia hasta la frontera con México. Mirá: no conozco exactamente los detalles, pero sé que una vez se quedó con un vuelto de la DEA en una operación –un vuelto que era como de un millón de dólares– y eso no se lo perdonaron. Entonces ahí me contratan.

 

Te digo que lo pensé mucho, porque meterme en algo así era muy gordo, bien pesado. Pero los dólares pueden más que cualquier cosa, ¿no? “Poderoso caballero es don Dinero”, me dijeron un día citando una poesía que ni recuerdo de quién era. ¡Cuánta razón!, ¿no? El dinero mueve el mundo. Y bueno… es por eso que acepté. Y me troné al Canguro. No te voy a contar los detalles, pero que lo hice: ¡lo hice!

 

A partir de ahí empezó a cambiar mi vida. Ya no soy un niño, y si sobreviví todo lo que sobreviví –la gente como yo muy raramente pasa los 30 años– ya era hora de cambiar.

 

¿Qué si busqué alguna religión para eso? ¡¡No, no!! ¡En absoluto! Hay muchos compañeros que salieron de las pandillas, o también de las drogas, gracias a alguna iglesia. ¡No fue mi caso! No, para nada… ¿Me permitís que te diga algo? Yo nunca creí en esas cosas. Las religiones –es mi muy personal punto de vista, claro– no sirven para nada. Hubo otro de estos famosos cráneos que dijo algo como que “la religión es la droga de los pueblos”, o algo así ¿verdad? No, no… No lo leí; me lo dijo un educador en la cárcel alguna vez. Creéme que yo soy medio analfabeto. Y la verdad que tiene mucho sentido lo que dijo el viejo ese. Las religiones te vuelven más tonto. Si a alguien le sirve para dejar los malos pasos… ¡enhorabuena! Pero no es mi caso. Yo hice clic de otra manera. Además, lo que yo necesitaba no era alguien que me ordenara la vida, como pasa en muchos muchachos, descarriados, perdidos. Yo necesitaba dejar de matar, porque si no me iban a matar a mí.

 

¿Qué? ¿Y cómo te enteraste de eso? Yo no se lo conté a nadie. ¡Vos debés ser medio bruja! ¡¡O de la CIA!! Sí, efectivamente. Fue mi última muerte. ¡Y ya no más! Ahora soy pacífico, totalmente pacífico. Era una de mis hijas. La menor, concretamente, de 13 años. Sí, ¡yo la maté! Se había hecho pandillera la muy cabrona. Estaba perdida la pobre, se había hecho novia del jefe de la banda más criminal de El Salvador. Ya no tenía arreglo. Te aseguro que así le ahorré muchos sufrimientos…

 

 

 

2.    MEA CULPA

 

 

Tengo 76 años, y creo que me merezco lo que me está pasando. Mis hijos me dejaron en este asilo de ancianos hace ya casi dos años, y nunca vinieron a visitarme. ¡Qué desalmados!, podría pensarse. Pues no, no es así. Ellos son buena gente. Si hicieron eso, es porque yo me lo merezco. En definitiva, se cosecha lo que se siembra.

Ustedes se dirán que los estoy justificando, que porque son mis hijos los estoy perdonando. Déjenme decirles que no es así: de verdad que ellos -son cuatro, dos hombres y dos mujeres- no están comportándose mal. No, para nada. Simplemente hicieron lo correcto, lo que creo que yo también hubiera hecho en su lugar.

En realidad, lo que me sucede ahora, ya de viejito, me lo busqué: es la consecuencia obligada de lo que fue mi vida.

No hablo con resentimiento, con rencor contra nadie. No hablo, tampoco, desde una posición religiosa. Fui muy creyente en mi juventud, pero luego el rigor de los años me fue volviendo más y más incrédulo. Pasar todo lo que pasé -y yo no era el bueno de la película, en absoluto- me hizo empezar a ver qué es lo que verdaderamente estaba haciendo. Como dije: uno cosecha lo que ha sembrado. Y yo sembré mierda. Por eso ahora, en mi vejez, mi vida es una mierda. Pero está bien.

Dije que no hablo desde ninguna religión, porque se podría suponer que las religiones -hasta donde sé: todas por igual- hablan del amor, la bondad, el perdón. No estoy pidiendo perdón por nada, porque lo que hice ya está hecho, y pedir perdón a estas alturas puede ser un poco hipócrita. Me merezco el castigo, y punto. El perdón no soluciona nada; además, en todo caso, solo un ser superior podría darlo. Nosotros, los mortales humanos, no necesitamos indulgencias. ¡Necesitamos justicia!

Sé que mi vida no fue, precisamente, un paquete de virtudes, una vida ejemplar, encomiable. Me desentendí siempre de mis hijos, de mi esposa, fui un asesino, vil y despiadado. ¿Por qué iría a pedir conmiseración ahora? ¡No!, ¡para nada! Me merezco el castigo. Como dije, ya dejé de ser creyente. No necesito pensar que voy a arder eternamente en un lago de fuego en el infierno por las atrocidades cometidas aquí en la tierra. Esas son tonteras. Ya lo había dicho el papa polaco Juan Pablo II, bien de derecha, y lo reafirmó el argentino Francisco, medio bolche: el infierno no existe, es una metáfora para referirse al mal, el lugar que le corresponde al que se alejó de dios, es decir, del bien.

Bueno, pero no quiero entrar en esas benditas e interminables disquisiciones teológicas. Yo no sé una mierda de todo eso, ni me interesa. De lo que sí estoy seguro, de lo que no me cabe ninguna duda, es que fui muy malo, y por eso necesito el castigo. ¡Aquí en la tierra!, ahora, no para cuando me haiga muerto. ¡Perdón!: haya muerto. Siempre se me filtra lo bestia.

Necesito el castigo, y lo quiero, porque es lo que me merezco.

Ustedes dirán ¿por qué esa rigidez?, ¿por qué este tormento que ahora pido para mi persona? Pues porque no encuentro otro camino para intentar limpiar un poco mis culpas. En realidad, estoy convencido que las culpas no se pueden limpiar, como si fuera una mancha en una ropa. Pero sí, definitivamente, poner castigos puede ser útil. Ejemplar, diría. Para quien lo recibe y, fundamentalmente, para los que lo ven. Como todos somos un poco morbosos, o mucho, a todos nos interesa ver cómo sufre el otro. No digamos que no, porque eso es así: ¿por qué, si no, habría peleas de box, riña de gallos o tauromaquia? Somos morbosos, por supuesto. Entonces, ver cómo a uno lo queman en las llamas de las hogueras purificadoras, como hacía Torquemada en el medioevo con las brujas, sirve al populacho, para que tema y no repita las mismas fechorías. ¿Se entiende?

Bueno, pero sin desviarme de lo que quería decir: acepto alegremente mi castigo. ¿Cuál es mi castigo? Estar encerrado entre estos ancianos decrépitos, solo, abandonado, sin visita de nadie, sin saber qué es de la vida de mis hijos. Estoy solo, sin posibilidad de salir de aquí, y la verdad que esto me mata.

Pese a mi edad, me siento que aún puedo hacer mucho. Seguramente por mi modo de vida, como siempre cuidé mucho mi cuerpo, aún no me siento viejo. Estos viejitos y viejitas que me acompañan en el asilo están todos acabados. Yo no, créanme que no. Hago gimnasia cada mañana, tal como me acostumbré toda mi vida a hacerlo, años atrás en el cuartel, después en mi casa. Todavía ando piropeando a alguna de las enfermeras que nos cuidan.

Si pudiera, de verdad que me iría. Pero esto está muy bien controlado. Como es privado -me imagino que mis hijos lo deben pagar regularmente- atienden más o menos bien a los internos. Pensé varias veces en ver cómo me iba. Pero me detiene la idea de qué hacer luego afuera. Aunque no estoy acabado, con mis setenta y tantos años no me sería fácil sobrevivir. Y no querría terminar de indigente pidiendo limosnas en la puerta de una iglesia, ¡por supuesto que no!

Pero, bueno… como venía diciendo: me merezco estar encerrado aquí. Esto es peor que una cárcel. En la cárcel -nunca estuve en ninguna por dentro, pero esto se sabe- uno no la pasa tan mal; hay alcohol, drogas, mujeres, uno puede tener cierto poder si lo desea, puede sobornar a los guardias, puede arreglar para salir y entrar con discreción… Todo depende del color del billete con que se cuente. La verdad es que, para algunos, incluso es mejor estar en la cárcel que afuera. Pero los asilos para ancianos, los geriátricos, no permiten nada de eso. Son como un loquero, un depósito para deshechos. Sé que no soy un deshecho, pero mi reflexión me llevó a sentirme así, una basura, uno hijo de puta que no se merece amor de nadie.

Pensarán que soy masoquista por todo esto que digo. No, no, no lo soy. Quiero ser justo. Si la hice, la tengo que pagar. Recién de grande, de viejo, fui comprendiendo eso. Que la impunidad es una mierda, que uno no puede hacer lo que quiera, saltándose las reglas, cagándose en el otro. La gente es gente, sufre, siente, hay que respetarla. Por años yo viví sin tener en cuenta eso. Eso que ahora me parece tan elemental, por muy buena parte de mi vida parecía no contar, no importar.

Viví engañando a mi esposa. Además de los cuatro hijos oficiales, tengo algunos más desperdigados por ahí. Y a los oficiales, a los cuatro estos que me pusieron aquí, les di muy mala vida. Parrandeando todo el tiempo como me gustaba estar -nunca fui alcohólico ni drogadicto, aunque consumía- me desentendí de mi familia. Por mi trabajo también me desentendí. Como por varios años fui militar, y justo pasé los mejores años de mi vida durante los gobiernos militares, sirviendo durante esa época, me vi muy comprometido con la guerra anticomunista que librábamos. Sé que hubo excesos, que mucho de lo que hice está mal, es una aberración moral, pero en guerra uno no piensa eso. Además, paradojas de la vida, estuve años y años combatiendo contra comunistas, y dos de mis hijos salieron comunistas. Además de la otra que salió lesbiana, para mí todo eso fue la peor afrenta. O, al menos, así lo consideraba años atrás. Ahora veo que no fue sino el resultado de mi conducta, de mis acciones.

Yo fui formado en la Academia militar como un cuadro en la lucha contrainsurgente. Por aquel entonces se nos enseñaba a rajatabla que los comunistas eran la peste número uno, lo peor de lo peor, el tumor canceroso y putrefacto contra el que debíamos luchar. Por supuesto, buen alumno como era, yo lo repetía a pie y juntillas. Así pasé años. Cuando me tocaba actuar, siempre tenía presente aquellas enseñanzas. Incluso me recuerdo cosas bien perversas que nos hacían. O, al menos, ahora las veo perversas. Alguna vez íbamos a reprimir una manifestación que sabíamos tendría lugar en la ciudad capital. Sabíamos que iba a ser el jueves; entonces nos encuartelaron desde el lunes, cerrados sin posibilidad de salir ni de comunicarnos con nuestras familias o seres queridos. Nos decían, siempre a los gritos, maltratados con insultos, que estábamos allí por culpa de los “malditos comunistas” que manifestarían el jueves. Que si no fuera por ellos, ahora podríamos estar tranquilamente en nuestras casas, descansando. De esa manera lograban que cuando salíamos a reprimir el jueves, sintiéramos una furia feroz contra esa gente. Es como hacen con los toros de lidia, que tienen encerrados antes de la corrida, y los azuzan, les golpean los testículos, los enervan… Cuando salen al ruedo, están endiablados, furiosos. Pues bien: así hacían con nosotros. Se imaginan, ¿no? Siempre agresivos, siempre listos para comernos al “enemigo”. Y así pasé años de años. A quien me discutía algo, a quien me contrariaba, ya lo veía como un enemigo. También era así con mis hijos, con mi mujer, con quien me discutiera algo.

Me acostumbré a la violencia. Eso, para mí, era una diversión. No solo un oficio, que se hace como cualquier oficio, cumpliendo un horario. Era un modo de vida.

Torturé infinidad de veces. Y me llevé a varios para el otro lado. Al principio, dudaba un poco; después, tengo que reconocerlo, hasta me empezó a gustar. Se ve que la sangre busca más sangre. Cuando torturaba tenía una sensación increíble, era como un orgasmo. Da una idea de plenitud, de que uno puede todo, de que a uno nunca le va a pasar nada. Se siente dios. Me entienden, ¿no? Sé que es una locura, pero es así. Estos son temas que no se hablan con nadie, pero las pocas veces que comenté algo de esto con algún otro colega en estas cosas, todos coincidimos: al torturar, uno se siente grandioso.

No estoy loco, créanme. Por un tiempo viví esa loca sensación, pero después me fui dando cuenta que eso no estaba bien, que era enfermizo. No me voy a hacer el bueno. Nadie es bueno. No vengamos con esas tonteras del amor al prójimo y cosas por el estilo. Eso no existe. Si no, no se harían las cosas que se hacen: torturar, matar a sangre fría, cagarse en el otro… La verdad es que no somos muy buenos que digamos. Los curas se llenan la boca hablando de amor y caridad, pero se violan a los niños. ¡Por favor! Y la moral, mis amigos, es un buen invento para mantener tranquilas nuestras conciencias. Se ponen normas para no terminar comiéndonos unos a otros, pero sabemos que todos queremos violar esas normas continuamente. No podemos, porque si no, nos cae la sociedad. Pero cada vez que tenemos la oportunidad de saltarlas, lo hacemos. Un ministro español dijo la vez pasada que “las normas son como las mujeres: están hechas para ser violadas”. Por supuesto, lo dijo, y al día siguiente tuvo que renunciar. Pero eso esconde algo que realmente pasa en la sociedad. Todos queremos andar violando normas. ¿Por qué, si no, todo el mundo le escapa a pagar impuestos, aunque sepamos que los Estados viven de los impuestos, que eso vuelve a la población como servicios? Todos nos hacemos los tontos para evadir impuestos. ¿Me pueden explicar por qué lo hacemos, si no es porque, en el fondo, todos somos medio hijos de puta?

Ustedes dirán que soy un psicópata. Bueno…, quizá. Pero la vida me ha enseñado que todo el mundo es más o menos igual. Yo, de puro hijo de puta, me atreví a hacer lo que otros fantasean. Claro que está mal, pero yo cumplía órdenes.

Es complicado todo esto, muy complicado. No quiero quedar como una pobre víctima, un simple engranaje que cumplía una directiva. Al final, tengo que reconocerlo, me gustaba torturar, me gusta ver cómo alguien se cagaba en las patas literalmente ante mi presencia. Eso da una sensación de grandeza. Pero ¿por qué lo hacía? Porque me, o mejor dicho: nos habían preparado para hacerlo. Se entiende, ¿verdad? No era solo yo. Era un plan. Yo era el malo de la película, pero ¿quién es verdaderamente el malo? ¿Quién escribió los manuales que nos daban en la Academia? ¿Por qué los ricachones, los que realmente manejan los hijos del poder, nunca protestaban contra nuestra bestialidad?

Es cierto que no todos pueden torturar. O, al menos, no todos pueden sentir el mismo placer torturando. Algunos lo hacían solo cumpliendo órdenes; otros, como yo, realmente experimentábamos placer con el sufrimiento de otro. Pero todos, en mayor o menor medida, lo hacíamos. Nos preparaban para eso. Incluso muchas veces se torturaba en grupo: todos teníamos que pasar a darle algún golpe al enemigo, para hacer sentir así el espíritu de cuerpo, para que todos supiéramos que éramos parte de lo mismo, para tener una responsabilidad compartida. Y aunque ustedes no lo crean, hasta más de alguna vez hubo sacerdotes participando en el asunto. ¡Sí, sí! Torturando. Y médicos que estaban al lado del torturado viendo hasta dónde se le podía pegar, para que no se nos fuera demasiado la mano. ¿Dónde mierda dejaron su juramento hipocrático entonces? ¿Mujeres torturadora? ¡Por supuesto! ¿Por qué no? La cuestión es que cualquiera, dadas las circunstancias, puede hacerlo. ¿Cómo creen ustedes, si no, que alguien puede entrar en combate, ir a la guerra, si no es porque todos tenemos algo de sádicos? Siempre puede haber un enemigo, un hijo de puta al que atacar. También para los comunistas eso vale. Estos cabrones se llenan la boca hablando de solidaridad, pero también cualquiera de ellos, en nombre de su ideal de justicia e igualdad, puede levantar un arma y disparar. Mis hijos comunistas, discutiendo algunas veces de esas cosas conmigo, me decían que en un mundo menos mierda quizá se logra que cada uno de los individuos sea también menos mierda. Puede ser. Ahora, de viejo, llego a pensar que tal vez sí. Si todos comemos por igual, si no tenemos problemas para sobrevivir, quizá nos respetamos un poco más. No lo sé. De momento, de acuerdo al mundo que conozco, veo que eso está lejos todavía. Pero queda la esperanza del cambio, ¿no?

Miren: al final todos somos iguales. ¿Qué diferencia real hay entre Bill Gates, la reina de Inglaterra o el fulano que putea al árbitro de un partido de fútbol y al día siguiente vuelve a trabajar como un pobretón? En un sentido, todos somos iguales, más allá de la cantidad de billetes que se tenga. Cualquiera, llegado el caso, puede sacar su lado oscuro. ¿El papa es más bueno que una puta que trabaja vendiendo su cuerpo? ¿El que manda a matar es más bueno que el operador que aprieta el gatillo? Veamos los curas, como recién decíamos. Se agarran a las monjitas, las embarazan, y después se hacen los desentendidos. Eso pasa, me consta. Una vez le preguntaron a Wojtyla, el que después fue Papa con el nombre de Juan Pablo II, ¿cuál era el lugar de la mujer en la Santa Iglesia Católica? ¿Y saben qué dijo? Sumisa a los pies de Cristo muerto. Es decir: ¡cállese la boca y obedezca!

Yo no me voy a hacer el buenito, ni el comunista que pregona la solidaridad, ni el santulón. No… ¿para qué ser hipócrita? ¿Yo buenito? ¡Por favor!, si soy un asesino. Pero reconozco que hay injusticias por todos lados, dobles discursos, mucha mierda. Pero algo pasó que cambié. En realidad, no fue ninguna revelación divina ni cosa por el estilo. Aunque ustedes se rían y no me lo puedan creer, ver una película cierta vez me hizo empezar a reflexionar. Tal vez la vieron. “El niño del pijama de rayas”, inspirada en la novela de un irlandés, no recuerdo su nombre, Boyne o algo así, novela de la que luego se hizo la película. Yo vi la película -leo muy poco; los bestias como yo casi no leemos-. Vi la película, y eso, más lo que me dijo mi hijo mayor casualmente para esos días, me hizo reflexionar.

No voy a decir que fue un cambio de vida, una revelación mística. Esas cosas no pasan. Pero sí me sucedió algo que me hizo pensar.

Como les decía, coincidió esa película con lo que me dijo el mayor cuando nos enteramos que una de sus hermanas era homosexual. Él me dijo que la dejara tranquila, que si ella había salido así, era su decisión, que yo no tenía por qué andar metiéndome, que ya había sido así toda mi vida, intrusivo, abusivo. Me dijo que yo me consideraba el dueño de la vida de ellos, y que ya los cuatro estaban hartos de mi forma de ser. Me lo dijo gritándome en la cara: que yo no tengo ningún derecho a decidir la vida de los demás.

En la película que les comento pasa algo igual: el mensaje es que nadie tiene derecho a decidir sobre la vida de los otros. Miren que yo fui militar, y uno está preparado para sentir que es distinto al resto de la gente. Por eso llevamos uniforme, para distanciarnos del resto de lo que llamamos “civiles”. Más aún: a uno lo preparan para saber dar órdenes, para manejar a la gente, para no tener miedo a nada. Eso hacen los superiores con los inferiores: a los gritos se les hace saber que el que está abajo no vale nada, que se le puede hacer cualquier cosa, porque el que manda, ¡manda! Y eso no se discute. Pero eso no puede ser así. Con nadie: ni con un subalterno, ni con un hijo, ni con nadie.

Ahora entiendo cuando uno de mis hijos me hablaba del comunismo y del poder popular: nadie está por arriba de nadie, todos tenemos que ser iguales. Todos tenemos que decidir en conjunto. En “El niño del pijama de rayas” se trata ese tema, y eso fue lo que me hizo pensar. Ahí, un oficial nazi, siguiendo las indicaciones del partido nazi, hace y deshace a su gusto lo que quiere con los judíos que están en el campo de concentración, los tratan como basura, como subhumanos. Pero por paradojas de la vida, su hijo, muy ingenuo, termina haciéndose amigo de un niñito judío que tienen prisionero, creyendo que el uniforme que les ponían era un pijama. Y a partir de esa confusión, al hijo del jerarca nazi lo terminan matando en una cámara de gas, confundido con un judío.

Yo maté gente, mucha. La verdad, perdí la cuenta de cuántos fueron. Y los cadáveres los tirábamos por allí. Ahora hasta me da vergüenza decir lo que hacíamos. Había un loco entre nosotros que tenía relaciones sexuales con las mujeres muertas, con las jovencitas, claro, con los cadáveres todavía calientes, mutilados por las torturas y las violaciones. Necrofilia creo que le llaman a eso, ¿verdad? Bueno…, ya ven: los seres humanos damos para todo. En África, aquel negro dictador no recuerdo de qué país, un tal Idi Amín Dadá, se comía algunos órganos de sus rivales muertos. ¿Qué me cuentan? Así somos los seres humanos. ¡Pero tiene que haber límites!

Yo eso lo entendí de grande. Por eso me agarró la culpa. Si mis hijos me ven como un hijo de puta porque les arruiné su vida en buena medida, tienen razón. Si ahora me dejaron abandonado aquí, tienen razón. No pido clemencia, ni perdón, ni me voy a golpear el pecho. Simplemente, como buen soldado que soy, acostumbrado a recibir golpes, diría que si me lo merezco, es correcto. Me lo merezco, y punto.

¿Saben la sorpresa que les tengo preparada a los cuatro? Para mi próximo cumpleaños, que viene dentro de poco, los estoy invitando a que lleguen, para festejarlo junto a ellos. Mi esposa ya falleció, lo cual me ahorra un problema. No me pregunten cómo hice para conseguirlo, pero lo cierto es que tengo un revólver 38 con parque. Espero que lleguen los cuatro ese día. Entonces, como acto de despedida, delante de ellos me voy a pegar un tiro en la sien. ¡Castigo es castigo!

 

 

 

3.    EL POZO

 

 

Vos sos mexicano, ¿no? Sí, me di cuenta por el acento. Bueno, y porque estamos en México, ¡qué boludo!, ¿no?

¿Qué hago aquí? Uy… si te contara. Es largo. Si tenés tiempo te cuento. La verdad, che, sos la primera persona a quien se lo voy a contar. Y quizá la única. Porque de aquí tengo que agarrar un vuelo para Europa, hacer combinación, voy a El Cairo, en Egipto, y de allí vuelo para Yemen.

¿De por qué voy ahí? Es complicado. Es difícil de explicar. Tenés razón: ¡qué mierda vamos a saber aquí en América Latina de Yemen! Esos son países raros, que nunca escuchamos nombrar. ¿Tenés idea cuál es la capital de Yemen? Por supuesto: aquí no sabemos nada de esa parte del mundo. Eso es de los cuentos de hadas, de “Las mil y una noches”. La capital se llama Saná, una ciudad que jamás en la puta vida escuchamos mencionar.

¿Y qué voy a hacer ahí? Bueno…, te cuento. No voy por negocios, no. Ni tampoco soy terrorista musulmán. ¡Olvidate! Voy a pagar deudas. Una deuda fundamental, básica, la más importante de mi vida. Voy a pagar la gran, terrible, monstruosa cagada que cometí años atrás.

¡No!, no te asustes. Soy buenito. Pero hay que explicarlo bien. Yo, ahí donde me ves, soy un asqueroso y repugnante asesino. Soy buenito, porque yo nunca quise matar a nadie. ¡Pero de pelotudo que soy me pasé casi 200 personas, y dejé heridas al menos a otras 1,500! Y todos los daños psicológicos, por supuesto. ¡Eso no se cura nunca!

Tranquilo, hermano. ¡Tranquilo! No soy un asesino en serie, un matón a sueldo. No, nada de eso. Soy el tipo más pelotudo del mundo, y de boludo sin arreglo que soy, hice una imbecilidad hace ya como 20 años que no me está dejando vivir.

¿Te acordás del incendio en aquella discoteca en Argentina? Eso fue en diciembre de hace muchos años, casi veinte pirulos atrás. Bueno… yo fui el pelotudo que tiró la bengala. O más que pelotudo: el tremendo hijo de puta.

Me imagino que te habrás enterado, ¿no? Claro, por supuesto: ¡fue la peor tragedia del rock argentino! No solo argentino, che: ¡fue la peor tragedia del rock mundial! Todavía no se me pasa… Todavía siento los gritos de la gente, los empujones de la muchachada tratando de salir corriendo, la desesperación, el fuego, el humo. Se apagó la luz con el incendio, y eso fue un infierno. ¡Qué horrible! ¡¡Qué mierda!!

Los jueces dijeron que los culpables fueron los empresarios del boliche y algunos funcionarios municipales. Sí, todo eso es más o menos cierto. Sin duda que fue una terrible cagada que dejaran entrar tanta gente, que tuvieran las puertas cerradas, que no hubiera medidas de seguridad. Sí, estoy de acuerdo: que los metan en cana a todos esos soretes, así, por lo menos, los familiares y amigos de las víctimas saben que hay un culpable. Eso tranquiliza un poco. Ya se sabe que los empresarios lo único que quieren es ganar guita, y se cagan en la gente. ¿Qué les importa diez, cien o mil muertos más si eso da ganancia? Y los inspectores municipales son todos unos trásfugas, unas mierdas. En lo único que piensan es en las coimas. ¿Coimas? Sí, claro: soborno. ¿Cómo se dice aquí? ¿Mordida? Ah, ¡qué simpático!

Por supuesto, los muertos no reviven con esos tipos presos, pero al menos se hace un poco de justicia. Eso está bien. Pero lo peor –te lo cuento con toda confianza–, lo peor de todo esto es que el verdadero culpable anda suelto: soy yo.

A mí siempre me gustó el rock. De pendejo… ¿Qué significa pendejo? Bueno, en Argentina quiere decir pibe, jovencito. Ah, sí: en México quiere decir tonto. Está bien: de pibe, cuando ya era un pendejo en sentido mexicano, es decir: un boludito, quise formar mi grupo de rock. Yo hacía como que tocaba la batería. Nunca estudié, pero tenía un amigo baterista que me enseñó un poco. Y algunas veces me prestaba su batería. Pero nunca llegué a formar una banda. La verdad, flaco –¿cómo te llamás vos?–, la verdad, Ramiro, siempre fui un fracaso. Quizá la única forma de destacar en algo era haciendo un poco de quilombo. ¿Qué quiere decir quilombo? Bueno, en Argentina eso es despelote, ruido, bulla, ¿me entendés? Solo haciendo eso, quilombo, haciéndome notar con algo raro, con algo que llamara la atención, yo me sentía bien. Por eso iba a la cancha a ver a Boca y ahí gritaba como un condenado, puteaba, llevaba el bombo y una matraca. Solo así, haciéndome sentir con esas boludeces, me sentía bien yo. Una vez le tiré una botella a uno de River, y le pegó en la pata. Me acuerdo que se armó un quilombo bárbaro en la cancha…, ¡tuvieron que suspender el partido! Yo, por supuesto, contento, cagándome de risa. Los de la barra hasta me festejaban.

Pero, bueno…lo de aquella discoteca fue lo máximo de todo eso. Yo varias veces había llevado bengalas a conciertos de rock. Es lindo eso, hacer quilombo, sentir que uno vale en el medio de la muchedumbre, que te aplauden. Eso te hace sentir gente, y no el boludo total que soy. Pero, en fin… no quiero aburrirte. ¿Te estoy aburriendo, Ramiro?

Entonces sigo. Bueno, la cuestión es que un gomía… ¿Qué significa gomía? Es que en Argentina se chamuya todo el berre, se habla al revés. Gomía es amigo. Entonces, un amigo me dijo que no hiciera tamaña estupidez, que tirar una bengala en un lugar cerrado podía ser una catástrofe. El flaco Gutiérrez… Era buen tipo el flaco.

Dicho y hecho. Yo tiré la bengala, y me imagino que sabrás lo que pasó aquella noche. Era un día antes de fin de año. Yo tenía 20 años y vivía con mis viejos. Ese año había empezado Filosofía en la UBA, la Universidad de Buenos Aires, que es pública. Pero avancé muy poco. En realidad, yo sabía que no podía, no me daba el cuero para eso. Siempre fue pelotudo para todo, y para el estudio más todavía. La cuestión que ese diciembre andaba soltero, y por ganas de romper las pelotas un rato llevé un par de bengalas. No tuve problemas para pasarlas. Estaba con unos amigos, que ya para esa hora de la noche andaban en pedo. Es decir: borrachos. En Argentina estar borracho se dice estar en pedo, o estar en curda. ¿Cómo se dice eso en México?

Ah, ¡qué cómico! Bolo… Bueno, estos muchachos estaban más bolos que la mierda. Yo no. Para colmo eso: yo estaba más fresquito que una lechuga, por eso lo que hice fue atroz, no merece perdón de dios. Aunque no creo en dios, claro. Lo hice en mi sano juicio, cagándome en lo que me había dicho este otro tipo, que no fuera a tirar una bengala en un espacio cerrado.

La cuestión es que ni bien tiré el cusifai ese, la bengala, en un segundo el techo se prendió fuego. Parece que era de plástico. Lo demás, ya sabés.

Fue lo peor del mundo, realmente un infierno. ¿Sabés lo que son 6,000 personas gritando, amontonadas, todas cagadas de miedo por el fuego y el humo que hay en la sala, y con solo una puta puerta de salida? ¡Fue fatal, che! La gente se moría asfixiada, pisoteada, lloraba, gritaba….

Yo ni sé cómo, pero pude salir. Afuera, en la lleca, o sea: en la calle, pude respirar tranquilo. Me desencontré con mis amigos. Uno de ellos quedó todo quemado, pero no murió. En el real quilombo que se armó, perdí el reloj. Pero ya afuera me tranquilicé un poco. Aunque por dentro estaba que me moría.

Cuando empezó a llegar la cana, es decir: la policía, yo estuve tentado de entregarme. Les iba a decir: “yo soy el hijo de puta que comenzó el incendio”. Pero creéme que no pude, Ramiro. Me cagué todo, no me atreví. Y despacito, sin hablar con nadie, me fui yendo a la mierda. Mi cagazo era tremendo, porque pensé que Gutiérrez, el flaco este que me había dicho que no llevara la bengala, podía delatarme. Después, a los días, me enteré que el pobre había muerto. Es horrible: alegrarse de la muerte de una persona. Me entendés por qué estoy tan hecho mierda, ¿no?

La cuestión es que me fui del lugar de la tragedia, caminando, silbando bajito. Llegué a mi casa como a las dos de la madrugada. Mis viejos estaban apolillando, o sea: durmiendo. Venía con tantos nervios que los desperté para contarles lo que había pasado. Por supuesto, no les dije una palabra de lo de la bengala. Mi vieja, con lágrimas en los ojos, me abrazó fuerte, fuerte, muy fuerte, como creo que nunca lo había hecho en su vida. Agradeció al cielo que yo estuviera sano y salvo. Ella era bastante católica, ¿viste?

Me fui a dormir, pero no pude dormir. Me fumé como medio atado de cigarros. Estaba que no me aguantaba. A las seis de la mañana me levanté. Mi viejo, que ya estaba mateando, se sorprendió de verme tan temprano. Yo esos días no laburaba. Tenía vacaciones, por navidad y todo eso. Había pensado ir a pasar la noche de fin de año a otro boliche, quizá invitando a una minita que me gustaba. ¿Minita? Eso quiere decir mina, es decir: una piba, una mujer. Había pensado invitarla. Gloria se llamaba. Pero te juro que ese fue uno de los peores días de mi vida. A la noche íbamos a ir de mis abuelos para despedir el año, y de ahí, después de la cena, tenía pensado ir a boludear a una discoteca. Pero ya ni la llamé a Gloria, y no fui a pachanguear.

Mis viejos pensaron que estaba tan mal, tan caído, por el shock de lo vivido. No dije nada, y asentí. No me atrevía a decir que yo era el asesino hijo de puta que había tirado la bengala. Ya todo el país estaba conmocionado con la noticia. Por todos lados, la televisión, la radio, empezaban a dar las noticias: diez muertos, veinte muertos, cincuenta muertos, ochenta muertos.

Vos entendés cómo puedo haber estado yo, ¿no? Pregunté por teléfono a mis amigos cómo estaban. Solo el Ricardito había salido jodido. Estaba internado, medio quemado el pobre. Los otros pibes con los que había ido estaban bien.

Bueno… ahí empezó el suplicio. En estos casi veinte años no hubo un día, un solo puto día en que no pensara en esa tragedia. Y jamás lo pude contar a nadie. No me atreví. Hasta pensé ir con un psicólogo. Pero me detuve. Me daba mucha vergüenza contar eso. Más aún: yo pensaba que si me delataba, me podían meter en cana. No sé qué tendría que hacer un psicólogo en ese caso, si eso es secreto profesional o tendría que denunciarme a la tira. Por las dudas, no fui.

Y así fue pasando el tiempo. Como no estudié y no tengo guita, tuve que ir a laburar de cualquier cosa. Desde hace años soy tachero. ¿Qué es tachero? ¿El que arregla los tachos? ¡Ja, ja, ja!... No. En Argentina al taxi se le dice tacho, y al taxista: tachero. Bueno, fui taxista por varios años, siempre como peón, como empleado del dueño del coche. ¡Qué iba a comprar yo un taxi! ¿Con qué guita? Nunca me casé. Anduve boludeando con varias minas, pero nunca me casé. Y desde hace ya varios años empecé a pensar en este plan que ahora estoy concretando.

Ahora viene la parte linda, che. ¿Por qué estoy en México ahora? Bueno… fui juntando centavo tras centavo, y pude llegar a la suma que necesitaba. Lo vi por primera vez en un documental, y dije: ¡ahí tiene que ser! ¡¡El pozo del infierno!! Que también llaman el pozo Barhout.

¿Dónde es? Bueno…Como te decía, Roberto… ¡Perdón! Ramiro. Es que uno de los pibes muertos yo lo conocía. Roberto se llamaba, y todas las semanas, ¡todas las putas semanas se me aparece en una pesadilla, con la cara desfigurada! Ya no aguanto más eso, ¿me entendés? ¡¡No se puede vivir así!! Pero…, me estoy exaltando. Tranquilo, tranquilito…, te sigo contando. Yemen es un país allá por el Golfo Pérsico. Es de los más pobres del mundo; es puro desierto. Y como todos los países de esa zona, tiene petróleo. Aunque la vida allá es un quilombo: la gente literalmente se caga de hambre. No hay nada: puro desierto, Ramiro.

En el medio de ese desierto, en su provincia más pobre, que se llama Al Mahra, hay una cosa increíble: un pozo intrigante.

Todo esto lo fui averiguando con el tiempo, buscando en internet, viendo documentales. Ese pozo está embrujado, según dicen los lugareños, tiene espíritus malignos. Es la entrada al infierno. Yo no creo esas boludeces, por supuesto. ¿No viste lo que dijo el papa Francisco? –que es argentino y es de San Lorenzo de Almagro, los Gauchos de Boedo–: que el infierno no existe, que eso es una representación de la malicia humana, una ¿metáfora creo que se dice, no? Bueno, lo que hice yo, por ejemplo. Pero me voy del tema.

El puto pozo éste está en el medio de la nada, del desierto de piedras y arena. La gente del lugar no quiere pasar cerca, porque dicen que el pozo te chupa, te traga. Es grande. Tiene como 30 metros de diámetro, y no se sabe qué profundidad. Calculan que, por lo menos, 100 metros. O más tal vez. Nadie nunca bajó. Todo el mundo le tiene miedo, porque está todo oscuro y no se ve el final. Dicen que salen olores nauseabundos. Parece que es de terror, che.

¿Para qué voy a ir ahí? Para tirarme y hacerme mierda. Y si de verdad es la puerta al infierno, ¡que la abran! ¡¡Allá voy!!

 

 

 

Unos días después de ese encuentro en la sala de espera del aeropuerto de México, Ramiro Rodríguez Cruz, originario de Tamaulipas, desde Italia donde había viajado por asuntos de negocio, hizo saber que ese “loco” que se había tirado al “Pozo del infierno” –noticia que se hizo bastante pública, dado lo bizarro del asunto– había estado con él conversando tranquilamente. Manifestó el empresario mexicano que pensó que se trataba de una broma que le estaba haciendo su interlocutor; llegó a pensar que era un montaje de cámara oculta, cámara-sorpresa, para ver su reacción, por lo que prefirió no opinar nada ante ese “disparatado argentino”. No quería hacer ningún ridículo.

En Argentina la noticia causó cierto revuelo y reavivó la bronca eterna por la tragedia de los pibes muertos en ese concierto. Por lo pronto, apareció un anónimo –un mensaje escrito en papel dejado en el baño de caballeros del Café Tortoni –bar emblema de la ciudad de Buenos Aires– donde decía que ese suicida de Yemen era un impostor, que el verdadero artífice de la masacre, quien había disparado la aciaga bengala, andaba “suelto, vivito y coleando”.

 

 

 

4.     SINCERÁNDOSE

 

 

Señor Juez:

 

Suena un tanto rebuscado, peliculesco quizá, comenzar una carta de esta naturaleza dirigiéndosela al “Sr. Juez”. ¿Quién asegura que será un magistrado quien haya de leerla? ¿Y si fuera una Jueza en vez de un Juez? ¿No son estas cosas puras frases hechas, estereotipos cuestionables? ¿Y si la recoge el portero y la tira a la basura?

 

Como ven, el solo hecho de comenzar con esta elucubración ya muestra lo básico que quiero resaltar: ¡soy un incorregible mediocre!, un pusilánime anodino, banal, insignificante. Lo único que puedo hacer es detenerme en detalles insignificantes, en trivialidades sin importancia. Me hubiera gustado ser distinto: descollante, brillar con luz propia… ¡Pero no fue así! Me tengo que conformar con esto, con muy poco.

 

De todos modos, no quiero inspirar lástima. No quiero, ¡ni debo! hacerlo. ¿Por qué llamar a la conmiseración? No, de ninguna manera. Soy mediocre, ¿qué le voy a hacer?, pero hay que navegar con eso. Pero no, como suele decirse, navegar con bandera de algo para despistar, siendo en realidad otra cosa. Si navego con bandera de tonto, de trivial y superficial, es simple y llanamente porque eso soy. En todo caso, si me fuera posible, debería buscar las causas de esa eterna y agobiante mediocridad, para aspirar a solucionarla. Aunque ya, a esta altura de mi vida, no lo veo muy posible.

 

Creo que se trata de sincerarse, de no seguir engañándome y engañando a otros. Toda mi vida, hasta donde recuerdo, fue una interminable sucesión de engaños, de máscaras, de poses. Me asusta –¿me aterra, debería decir?– confrontarme con lo que soy. ¿Y qué soy? Pues bien… creo que sí, efectivamente, navegué con bandera equivoca. ¡Equivocada ex profeso!, claro… ¡Qué horror!

 

Si realmente desarrollara esa pregunta de qué soy, si la desarrollara con honestidad, con toda la profundidad que la situación impone, creo que nadie leería esta carta, porque sería interminablemente kilométrica. Aunque, conociendo la naturaleza humana y el morbo que nos alienta a todos, quizá muchos la leerían completa por el solo hecho de enterarse de mi desgracia. ¿Homo homini lupus, dijo alguien por ahí?

 

Pues bien, vamos a hacer un compromiso, una transacción: ni tanto ni tan poco. Es decir: no habré de explayarme profusamente sobre las causas de mis desdichas, pero tampoco dejaré de mencionar algunas cosas, las mínimas e indispensables para entender por qué estoy a punto de tomar la decisión tan trascendente que he de tomar.

 

Mi vida fue siempre un rosario de desgracias. ¡¡Y aclaro rápidamente, para que quede claro de una vez sin que haya necesidad de repetirlo, que no estoy buscando la lástima!! Hablo con la más profunda sinceridad. Mi mediocridad no puedo achacársela a mis padres. Ellos hicieron lo mejor que pudieron, dentro de sus limitaciones. Si soy un desastre, reconozco –con dolor– que es por mérito propio. Ya desde pequeño tuve la sensación que todo me salía mal. No entendía bien por qué, pero siempre me vi “raro”. Otros niños eran felices, disfrutaban de la vida, no se hacían problema por cada cosa. Yo no. Nunca pude sentirme plenamente feliz, ni desde niño –que es cuando, se supone, con la inocencia del caso, se goza la vida sin preocupaciones–. En secreto me cuestionaba todo, y nunca encontraba las respuestas.

 

Me apuro a aclarar, sin embargo, que esto de andar buscando explicaciones críticas desde pequeño, aunque pueda sonar muy “de vanguardia”, era ya una mentira. Me cuestionaba las cosas… porque nunca entendía nada. En realidad, más que cuestionarme, andaba buscando desesperadamente la explicación de aquello que, para mi vista, era incomprensible, y que percibía que todos los demás podían manejar con facilidad. Siempre, absoluta y totalmente siempre, mi sensación fue de desconcierto, de estar perdido, de estar en el lugar equivocado.

 

La otra gente entendía dónde estaba parada, qué debía hacer, para qué estaba en la vida. Yo no. Ese era –¡y sigue siendo hasta el día de hoy!– mi drama cotidiano.

 

0, al menos, uno de mis dramas, quizá el principal. Porque debo aclarar que hay varios.

 

Como ya van viendo –y perdonen que suene trágico quizá– lo mío no llama a la felicidad por ningún lado. No quiero ser trágico en el sentido más cabal del término; eso hace alusión a un destino marcado, negro, siempre negativo, ineluctable, del que no se puede salir. No me atrevo a decir que mi vida sea trágica, porque eso tendría, en todo caso, un valor trascendente: habría algo establecido por una fuerza superior, los dioses, la conjunción de los astros, no importa, algo que conduce la vida. Pero ello hasta puede tener, o más bien tiene, un valor épico, heroico. Lo mío… ¡ojalá fuera trágico en ese sentido! Lo mío es mucho más banal, sencillo, simple. Mis fracasos no tienen nada de heroicidad, de glorioso; lo mío es pura chabacanería, chapucería. Morir por la patria, morir defendiendo las Termópilas, por una causa justa, por la revolución, puede ser heroico; morir mordido por un cerdo rabioso en un chiquero, o atropellado por un camión al que se le fueron los frenos cuando estaba retrocediendo, no. Lo mío, por supuesto, tiene que ver con lo segundo.

 

¿Perciben la diferencia? No es poco, por cierto. Una cosa es salir derrotado en una gran pelea, monumental, notoria, fulgurante. ¡Eso sí es glorioso! Una gloriosa pelea con la vida, con final pírrico quizá. Y ahí me resuena esa palabra que tanto envidio, que miro con admiración, siempre desde abajo hacia arriba, con veneración: gigantomaquia. Otra muy distinta es terminar siempre mal por chapucero, por mediocre, por bobo. Morir en un chiquero atacado por un cerdo con hidrofobia no tiene mucho de glorioso… ¡Esa es la metáfora de mi vida! ¡¡La puta y asquerosa metáfora de mi vida!!..., pero absolutamente cierta. Perdón por el exabrupto, Sr. Juez, pero creo que no hay otra forma de expresar mi sentimiento que permitiéndome escribirlo así. Ya es hora de dejar de fingir.

 

Tengo que reconocerlo, aunque me duela en el alma: ¡soy bobalicón! Un bobalicón incorregible.

Como iba contando, ya desde pequeño me descubrí así: bobalicón, tonto, mentecato. Y desde pequeño, entonces, viene mi descarada mentira. Viví siempre intentando por todos los medios que no se notara esa condición. Pero nunca lo logré.

 

Algunos me dicen que soy sagaz, agudo. ¡Tonterías! Me lo dicen por puro cumplido, porque es muy ofensivo tratar de tonto en la cara a alguien. O, mucho peor: porque los engaño. Siempre me resonó aquello de: “si el sabio reprueba: malo; si el necio aplaude, peor”. Como vivo aterrorizado esperando que no se descubra la mediocridad en juego, me hago pasar por no mediocre. En otros términos: juego a parecer sagaz, a hacerme pasar por agudo. Pero, por favor entiéndanlo: lo actúo, lo miento. Soy una cosa, disfrazado de otra. ¡Un travesti!

 

Eso me recuerda palabras de la hermana de un amigo, vecino de mi infancia, patéticas, monstruosas. Teníamos un vecino en común con debilidad mental, con síndrome de Down; pero resulta que alguna vez este discapacitado dijo algo muy agudo –no importa exactamente qué era–. Lo cierto es que resultaba discordante que un jovencito así de impedido saliera con una agudeza profunda (creo que era respecto a una jugada de ajedrez, corrigiendo a alguien que se había equivocado). Tanto nos sorprendió, que esta muchacha le dijo: “no te hagas el normal”. La explosión de hilaridad de los presentes fue fabulosa. Hasta el día de hoy lo recuerdo y me mueve a risa.

 

¿Por qué relato este odioso, tóxico y repelente episodio? Porque pinta de cuerpo entero lo que ha sido mi vida: siempre fingiendo ser lo que no soy. ¡Pero no en términos de éxito social! No en relación a mostrar una cara de “éxito” económico allí donde no lo había –lo típico de las capas medias en cualquier lugar del mundo, siempre intentando mirar para arriba y aterrorizadas por la posibilidad de caer hacia la pobreza–. No, no: ¡de ningún modo eso! Mi mentira tiene que ver con lo que dijo esta muchacha con tanta espontaneidad: paso la vida haciéndome el normal. Y lo peor de todo es que muchos se lo creen…

 

¿Por qué lo hago?, se preguntarán ustedes. Pues…, si yo supiera… En realidad, no sé por qué me sale hacer eso. Pero lo hago casi como respuesta automática. Reconocer que soy un imbécil me espanta, me aterroriza. Y más aún, me espanta que la gente se dé cuenta.

 

Por allí leí alguna vez que a todo el mundo le pasa algo más o menos parecido: reconocer que no se sabe algo, que no se lo puede todo, que se es falible, que uno es limitado, todo eso asusta, horroriza. El ejercicio del poder pareciera que nos salva de esa sensación… ¡por eso es tan fascinante su posesión! Aunque yo, la verdad, nunca me sentí con poder. Más bien mi vida fue siempre, inexorablemente, el sentimiento de inferioridad, de fracaso, de pérdida. Tener poder es la ilusión de sentirse grande, sin faltas, absoluto. ¡Un dios!, en definitiva. ¿Será por eso que nos seduce tanto? Descubrir que uno no es dios, que no es absoluto, que tiene fallas –que se tira pedos, decía un amigo mío por ahí– asusta. Pero no quiero perderme en estos devaneos. Volvamos al punto.

 

Nada, absolutamente nada de lo que hago, me deja satisfecho. Como Funes el memorioso, aquel genial, o patético, personaje de Jorge Luis Borges, me paso todo el día repasando lo que hice, lo que dije, repitiendo meticulosamente cada elemento de mi jornada. Pero peor aún, me la paso revisando mi vida, lo que hice la semana pasada, el año pasado, lo que hice en mi juventud y en mi infancia, y no solo en el día anterior, como Funes… Y siempre encuentro lo mismo: el sabor amargo de la derrota.

 

Nunca, lamentablemente, nunca jamás en todos los años que llevo vividos, encuentro algo que me satisfaga en su totalidad. Ni con el sexo me pasa. A todo lo mío siempre le encuentro defectos, errores, mediocridades. Aun haciendo el amor. Quizá ahí más que en otros campos.

 

No voy a decir que no me guste fornicar; el orgasmo es una de las cosas más lindas del mundo, quizá la más linda. Pero aun eso no me termina de dejar tranquilo. Tengo que reconocerlo –aunque a usted, Sr. Juez, quizá estas intimidades no le interesen, o hasta le incomoden tal vez–, pero eyaculo, y ya estoy pensando en si lo hice bien o mal, en que otro lo hará mejor que yo, en que todo resultó pobre y podría (debería) haber sido mejor. Y una vez más, el amargo sabor de la derrota. Pero insisto: no de la derrota heroica, del triunfo pírrico que enorgullece, sino la chabacana imagen de la mordedura de un asqueroso cerdo rabioso. ¿Se entiende, no?

 

En otros términos: hago toda esta larga –y quizá muy aburrida– perorata (iba a decir introducción, pero me suena más a perorata, a insoportable sermón inaguantable, a grito desafinado de papagayo), hago esto para dar a entender por qué tomo la presente decisión. Me hubiera gustado no hacerlo así y dejar que la vida fluyese sin inconvenientes, pero no fue posible. ¿Usted cree, por ventura, que me complace hacer lo que he de hacer en un momento? ¿Usted tiene alguna idea de la monstruosa lucha interior que tengo en este momento, sabiendo que la decisión tomada es irreversible? Más aún: ¡tiene que ser irreversible!, pues si no, una vez más, aflora la más bastarda chapucería, y lo que hago no es creíble, es banal, es tonto. ¡No quiero que eso siga repitiéndose!

 

Pues bien: he tomado la decisión, y no hay vuelta atrás, Sr. Juez. Pero le insistiré un poco más en los profundos motivos que me llevan a hacer esto. ¡Soy un fracaso! Así como lo puede leer: un fra-ca-so, con todas las letras. ¿A usted le pasa esto? No, seguro que no. Usted, como todo Juez, como todo ser humano, como persona, como profesional, probablemente como esposo y como padre de familia, tendrá aciertos y desaciertos en su vida. Haber llegado a ocupar el cargo que ocupa, sin dudas permite ver que no es tan fallado, tan lleno de contradicciones, de miserias. Yo, por el contrario, ¿qué llegué a ser? ¿En qué me ha ido bien? Lo único que he hecho en mi vida es engañar: engañarme a mí mismo (bueno…, un poco, porque no me lo creo del todo), y engañar a los otros, engañar a la gente. ¿Se da cuenta, mi estimado Sr. Juez? No creo que usted se pase engañando al mundo toda la vida. No, eso no es posible. Como dijo no sé qué presidente de Estados Unidos: “es posible engañar a algunos todo el tiempo, o engañar a todos por un corto tiempo. Pero no es posible engañar a todos todo el tiempo”. Pues bien, ahí está el núcleo de mi drama: vivo desesperado porque intento engañar a todos todo el tiempo, sabiendo que eso no es posible.

 

Por supuesto que habrá gente, mucha gente, más de lo que me imagino o de lo que quiero creer, que sabe que todo lo mío es mascarada. Pero el solo pensarlo me aterroriza.

Muchas veces en mi vida pensé terminar todo abruptamente. No solo porque todo me sale mal. Eso, al fin y al cabo, parece inexorable. Hay límites, y hay que aprender a reconocerlos. No puedo ser lo que no soy. Pero no está ahí el verdadero núcleo del problema. El drama, la profunda tragedia de mi vida es que no quiero aceptar mis flaquezas, mis miserias –¿habrá alguien que no las tenga?– sino esa infame manía de ocultarlas, de “hacerme pasar por normal”, de hacer como que no hay problemas, fingir. No quiero hacer eso… ¡pero no puedo impedirlo! Es más fuerte que yo, créamelo sinceramente, mi estimado Sr. Juez (¿le puedo decir “estimado”, no?).

 

Por todo ello, como le decía, pensé terminar mi vida en reiteradas ocasiones. Pero no me atreví. Dos veces estuve cerca de hacerlo: en un caso, había fabulado tomar un seguro de vida muy grande poniéndolo a nombre de mi familia, y fingir un accidente. Por supuesto, no me atreví. La otra, cuando tuve mi primera impotencia sexual –no fue con mi esposa sino con una acompañante ocasional, por allí– fue más dramática: pensé, tal como había visto alguna vez en una película, partirme la cabeza de un hachazo. De todos modos, desistí: eso me pareció demasiado loco, demasiado cruento. Así, mis hijas sabrían que fue suicidio… y eso es malo. No por la creencia cristiana del pecado que representa quitarse la vida –aclaro que no soy creyente, ni cristiano ni seguidor de ninguna religión– sino por lo que leí en algún lado: que ocho de cada diez hijos de suicidas también se suicidan. Y creo que no tengo el más mínimo derecho de condenar a mis hijas a eso.

 

Ahora que hablo de mis hijas, también allí quiero hacer una consideración. Las quiero, por supuesto; las adoro, quizá son lo único en la vida que quiero realmente. A mis viejos tengo que decir que los quería –sería sacrílego decir lo contrario, ¿verdad?–, pero en honor a la más pura verdad, he de reconocer que no los quería tanto. De hecho, no lloré en ninguno de sus dos funerales. ¿Llorarán mis hijas por mí ante mi cadáver? Me atrevo a decir que no, que secretamente estarán contentas, porque el día en que me entierren (no tengo el suficiente valor de hacerme cremar, como realmente querría), asumo que se estarán sacando un peso de encima. Quizá me lloren, pero no creo que sea un llanto muy genuino.

 

Y, por supuesto, si ellas no me quieren mucho –aunque simulen hacerlo– es por mi responsabilidad. Mi esposa creo que no tiene nada que ver en esto. Ella sí es amorosa. Lo es con todo el mundo, con sus hijas, conmigo, con la gente. Si yo no puedo amarla –amarla verdaderamente, me refiero– no es por su culpa: ¡es por mis terribles complejos!

 

Sr. Juez: creo que yo no quiero a nadie. Tal vez por eso mis hijas no me quieren a mí. Y de ello se desprenden dos cosas de las que quiero escribir algo, antes de pasar al acto y hacer lo que vengo prometiendo desde el inicio de esta misiva (perdone si ya lo tengo hastiado por mi estilo barroco, pesado, interminablemente aburridor). Amo a mis hijas, pero también ahí siento mi fracaso. Tengo que reconocerlo: hubiera preferido varones. Eso nunca lo dije, ni a mi esposa ni a nadie. No tuve confesor, amigo íntimo ni psicoanalista a quien contárselo: siempre me quedé con las ganas de tener un hijo varón. Además, ninguna de las dos siguió mis pasos, al menos como humanista (no me refiero a seguir mis pasos como mediocre fracasado). Yo, como tal vez lo sabrá cuando comience las pesquisas una vez leída la presente carta, soy un humanista (quizá es demasiado exagerado decirlo así). Mejor aún: un gris y anodino profesor de literatura, que quiso ser pintor en algún momento de su vida, y que fantaseó con escribir un libro de filosofía del lenguaje (libro que, por supuesto, no se concretó). Humanista al fin, me hubiera gustado que mis dos hijas anduvieran por ahí, pero ambas se dedicaron a otra cosa: ingeniera en sistemas una, laboratorista la otra.

 

Es su decisión, por supuesto…, pero me pesa. No tengo tema para hablar con ellas. Hablar de sus esposos me resulta banal, y de cosas femeninas… menos aún. Hay mucho de farsa en la relación. Al menos de mi parte.

 

Pero así llegamos al otro punto, quizá capital, del que he hablado –o escrito– poco todavía: mi terrible, monstruosa incapacidad de amar.

 

Tuve mujeres: la oficial, algunas ocasionales, algunas con las que verdaderamente llegué a apasionare (un corto tiempo). Pero nunca pude sentir que daría la vida por alguien. Si algo me gustaba, si algo efectivamente me apasionaba, era ir a velorios. Por supuesto, jamás decía esto (¡me hubieran tomado por loco!). Aunque secretamente era una de las pocas cosas, quizá la única, que me movía en lo más profundo. Era una sensación de triunfo indescriptible. Era una pulseada con La Parca, y al dar el pésame con el cadáver ahí presente, sentir la sensación de “no todavía, gané por esta vez”.

 

¿Se entiende lo que digo?

 

De mi producción mejor ni hablar: profesor tedioso, soporífero, que movía siempre al bostezo y jamás al interés de sus oyentes, lo mío fue una retahíla de desgracias. Que me hayan dado el premio a la excelencia docente en tres oportunidades me parece patético. ¡¡¿Cómo puede haberse dejado engañar así esta gente?!! O, quizá, son más mediocres que yo… Bueno, pero eso no importa ahora.

 

Lo cierto es que las pocas veces que publiqué algunos artículos científicos en revistas especializadas –siempre de segunda línea, más por “lástima” de los editores que por verdaderas capacidades propias, por genuinos aportes que sirvieran para algo– irremediablemente quedé con la sensación de falsedad, de mentira que nadie se atrevía a descubrir (los editores necesitan presentar resultados, y por descarte terminan aceptando cualquier porquería. Eso es un hecho, aunque usted no lo crea).

 

De todos modos, vamos al grano con esto de la producción intelectual: este es, seguramente, el punto que más me angustia. Si en algo me sentí un impostor durante toda mi vida, fue en esto. Nunca plagié nada, se lo puedo asegurar. En todo caso, mi problema no era la haraganería, la dejadez. Eso no me afectó nunca. Lo mío era la sensación de absoluta precariedad intelectual, y los continuos, denodados, tragicómicos esfuerzos por maquillar eso. Espero que me esté entendiendo.

 

Como se da cuenta, estimado Sr. Juez, por el flanco que abordemos, lo único que podrá encontrarse son lágrimas, por decir lo mínimo. Lágrimas, o vergüenza. Una profunda vergüenza que hay que tapar. ¡Esto no es vida!

 

La energía puesta en toda esa operación me agota, me agobia. Si todos esos esfuerzos los hubiera dedicado a producir algo más “decente”, para decirlo de algún modo suave, estoy seguro que hubiera logrado muchas más cosas en mi vida. Y quizá –no exagero– cosas de valor. ¡Pero no! Toda mi energía estuvo siempre, puntual y sistemáticamente, dirigida a mantener la mentira, la máscara, el engaño. Y creo que en una buena medida lo logré. Como le digo: ¡hasta premios a la excelencia gané! ¡¡Qué mundo tan loco!!, ¿no?

 

¿Por qué mi vida fue este desastre? Sinceramente… ¡no lo sé! ¿A quién se lo puede reclamar ahora? Tampoco lo sé…  Quizá ya es muy tarde para reclamar. Eso suena, incluso, a justificación; es como desculpabilizarse. Y ahí puede entrar la excusa que se desee: los padres malos, la injusticia social, dios (o los dioses, o la deidad que se quiera: Poseidón, Jehová, el Dios del Trueno, Buda, etc., etc.). ¿Quizá un hermano mayor malo? ¿Tal vez las dichosas condiciones económico-sociales desfavorables? ¡¡No!!, por favor. No quiero seguir engañándome ni engañando a nadie. Ya va siendo hora que me haga grandecito y acepte todo este circo multicolor que yo mismo he creado. Que ¡yo solo! he ido creando, y del que soy la primera víctima. Ahora ya es materialmente imposible salirme de todo esto.

 

Por eso busqué esta vía drástica, contundente, total. En realidad, luego de pensarlo y repensarlo mucho, de devanarme los sesos por interminables noches de insomnio, pude llegar –¡felizmente!– a esta angustiosa decisión. Angustiosa… ¡pero infinitamente necesaria! En realidad, pensé que nunca llegaría. Por suerte: me equivoqué.

 

Sr. Juez: no quiero continuar engañando a nadie, vendiéndole ilusiones, máscaras, espejitos de colores. No tengo el más mínimo derecho a seguir haciendo eso. Más aún: me siento despreciable, un gusano inmundo, un hipócrita absoluto si sigo por ese camino, un farsante al que se debería castigar de modo contundente. Afortunadamente pude darme cuenta de todo esto y tomar la gran decisión. ¡Era necesario! ¡¡Era imprescindible!! Pude dar el paso (aunque reconozco me costó horrores).

 

Si de algo puedo sentirme orgulloso, de lo único en mi vida que puedo sentirse verdaderamente orgulloso, es que cuando me torturaron, allá en mi lejana juventud cuando formaba parte del movimiento revolucionario, no delaté a nadie. Preferí perder mi ojo izquierdo antes que abrir la boca. De verdad, Sr. Juez, eso me enorgullece. Pero no quiero hablar de eso.

 

Por todo lo anterior, entonces –y hasta, incluso, por ese mismo motivo de orgullo que llevo a cuestas, que no deja de tener también ribetes de profunda mediocridad, más allá de lo heroico de la acción (¿le parece correcto estar orgulloso de ser un discapacitado?)– es que tomo la decisión, Sr. Juez. No se culpe a nadie, absolutamente a nadie de la misma. Es mi más profundo acto de voluntad. Creo que nunca estuve más claro y consciente de algo que habría de acometer en mi vida. Es más: diría que nunca, nunca jamás en mi vida, absolutamente nunca en toda mi triste historia, estuve más decidido y alegre de una acción mía, de un acto asumido como propio, de una decisión que siento como lo más íntima y profundamente mío.

 

Sr. Juez: ¡he de seguir viviendo cada vez con mayor plenitud, con mayores ganas, con mayor deseo de enmendar esta interminable cohorte de taradeces y despropósitos que fue mi vida hasta ahora!

Sr. Juez: ¡viviré!

 

Dixi, et salvavi animam meam.

 

 

 

5.     CONFESIONES DE UN AGENTE SECRETO

 

Mire, doctor: todo lo que le cuento es real. Le pido que me lo crea tal como se lo relato, ¿por qué habría de mentirle?

En realidad, el italiano era mi abuelo paterno; de Calabria. Mi papá ya nació aquí, y yo también, claro. Aunque siempre mantuvimos el idioma; bueno, yo ya no tanto, pero todavía puedo hablar bastante en dialecto siciliano. Y me defiendo aceptablemente en italiano.

Pero, eso no importa. Lo cierto es que yo, desde siempre, estuve en el medio de estas tormentas. ¡Usted no se imagina lo que era vivir en esa familia! Siempre con sonrisitas, pero por detrás una violencia que no tenía nombre…. Así me fui criando, entre mafiosos y armas. Creo que sería tonto decir que me arrepiento. ¡Como si fuera posible arrepentirse de la familia que uno tiene! La familia uno no la busca; le viene. Por eso…. no creo que sea correcto planteárselo así, ¿no le parece, doctor?

Bueno, pero esa fue mi historia, y nada podemos hacer ahora. Me acuerdo cuando era un jovencito –doce o trece años habré tenido– y presencié por primera vez un asesinato. En realidad, no tenía nada que ver mi familia en ese caso, pero era por el barrio donde vivíamos. Después ya me fui acostumbrando. Uno se acostumbra a todo, ¿vio, doctor? También a la muerte. No sabría decirle si hoy a mí me gustaría matar a alguien; no lo sé. Pero, al menos, no me asusta pensar en que tengo que volver a hacerlo.

En verdad, cuando hablo de todo esto me agarra un poco de angustia. ¡Sí, de verdad! ¿Por qué no me puedo angustiar yo también, doctor? Claro, usted pensará que porque soy un asesino no me angustio. Mire, le voy a decir que yo tengo más moral que más de uno de esos monstruos para los que trabajo. O que trabajé, mejor dicho; porque ahora que ya no me necesitan, me abandonaron.

Culpa, culpa propiamente dicha.... no, eso no siento. Siento, o más bien: sé, sé racionalmente que todo lo que hice puede ser criticable. Pero mire, al fin y al cabo si uno se pone exquisito y empieza a analizar bien las cosas encuentra que todo es criticable. ¿Cómo se hacen las grandes fortunas? Trabajando, seguro que no. ¿Cómo se hace para volverse famoso? Por lo que yo he visto, vendiendo el alma al diablo. En fin: todo se puede criticar. ¡Mire los comunistas! Se llenan la boca hablando de pueblo, de igualdad, y los dirigentes viven en grandes palacios, con cuentas secretas en los bancos suizos.

Pero nos vamos del tema. Yo le decía, doctor, que no siento una particular culpa por todo lo que hice; en todo caso tengo que confesarle que tengo.... resentimiento. Sí, eso: re-sen-ti-mien-to. Por cómo me trataron, por cómo me usaron. Mire qué cínicos: ahora que paso a ser un estorbo me dejan en un hospital psiquiátrico y me hacen pasar por loco. ¡Y le aseguro que loco no estoy! Eso es lo que me molesta, lo que me encoleriza. Haber participado en acciones secretas.... bueno, en sí mismo eso no tiene nada de malo. Me encoleriza ver cómo se usa a la gente.

Será que uno, conforme se pone más viejo, busca reflexionar un poco más sobre las cosas. No sé, no me quiero hacer el filósofo, pero desde hace un tiempo vengo pensando, cada vez más, en lo terrible que podemos llegar a ser los seres humanos. No sólo que podemos llegar a ser; yo diría, peor aún: que somos. ¿Alguna vez se puso a pensar en eso, doctor? Es para llorar, realmente.

Pero entiendo que a usted no le interesan todas estas disquisiciones. Volviendo a mi caso, entonces, le cuento que a los 16 años ya trabajaba como pusher. Fue mi hermano mayor el que me dio esa responsabilidad; para ese entonces mi papá ya estaba muy enfermo y casi no se ocupaba de los negocios.

De joven a mí no me interesaba la política. Tampoco ahora, para ser franco. A decir verdad, si bien trabajé por años para la CIA, nunca me interesó la política. ¿Vio, doctor, eso que siempre se dice: que la política es sucia, es puro negocio? Bueno, es así. Rotundamente se lo aseguro, yo que estuve más de treinta años ligado a ese mundillo. Es lo peor que se puede concebir, peor que nosotros, los asesinos y mafiosos. Pero, ya ni sé cómo, entré a ese mundillo.

Sucede que la sensación que ahí se tiene es muy agradable. Es como con las drogas: una vez que uno entra ya no quiere salir; no es que no pueda salir. No quiere. Yo conocí a don nadies que, una vez llegados a ese ámbito, daban su vida por seguir ahí. A mí, para serle franco, nunca me fascinó. Me gustaba porque me permitía ganar mucho dinero, ¡pero mucho!, sin tener que arriesgar tanto la vida como mis hermanos. Ellos siguieron siempre en el hampa; en el hampa no legal, digamos: drogas, juego, robo de vehículos. Yo, en cambio, hasta tuve pasaporte diplomático. Me acuerdo que estuve en situaciones que, cuando luego lo contaba en familia, no se podía creer: desayunos de trabajo con ministros de los paisuchos pobres, de Latinoamérica casi siempre, veladas de gala con la crema, hasta un par de veces cené con reyes: los de España y los de Suecia. Ah, también me vi algunas veces con reyes africanos; pero esos no son reyes de verdad. A más de uno –me daba risa– los nombramos reyes nosotros, con la Agencia.

Pero, bueno: todo eso no le interesa…. eso creo, ¿no, doctor? Si le interesa puedo contarle con lujo de detalles. De todos modos dejémoslo para después; supongo que tendremos mucho tiempo para conversar. Como le decía: he visto cada cosa en mi trabajo que si las cuento, estoy seguro que quien me escucha no las podría creer.

Claro, yo tenía un puesto muy particular: fui, por más de diez años, encargado de operaciones especiales. Le aseguro que no cualquiera llega a eso, no cualquiera. Y lo obtuve, ¡se lo aseguro, doctor!, por mérito propio. Nunca fui de buscar mucho las recomendaciones. Quizá pude subir tanto en la Agencia por un par de motivos que no todos pueden manejar: mi facilidad para los idiomas, y mi sangre fría.

Sí, no se ría. Las dos cosas ayudan, seguro. ¿Usted cuántos idiomas habla? Claro, me lo imaginaba: como todos los ciudadanos de este país sólo habla inglés. Está bien, no hay por qué buscar ser un erudito; ¡pero mire que somos cerrados los americanos! No pasamos del inglés, la Coca-Cola y el Mc Donald's. En verdad no sé si me considero un simple ciudadano americano. No, creo que no, aunque nací y me crié aquí. Bueno, pero como le decía: por diversos motivos tuve la suerte de aprender algunos idiomas, y nunca me costó. Ya en mi barrio, de chico, donde convivía con gente de todas partes del mundo, chapuceaba español y árabe, además del dialecto de mi familia. En realidad nunca fui buen alumno, para ninguna materia, pero con los idiomas sí era talentoso. Así aprendí también un poco de francés, y hasta algo de chino.

Y la otra cosa que me ayudó a subir, como le decía, es mi sangre fría, mi tranquilidad en los momentos difíciles. Así debe ser un agente encubierto; al menos eso nos repetían hasta el hartazgo en los cursos en la Agencia. Me acuerdo una vez, en Nicaragua, con el sandinismo, cuando tuve que neutralizar…… ¿cómo dice, doctor? Sí: neutralizar es matar. Bueno, cuando tuve que matar a un dirigente comunista de Cuba que estaba apoyando a los sandinistas, y se hospedaba en un hotel lujoso. Así disimulaban, claro. Él era un instructor militar, muy bien preparado, y como sabían que nosotros los veníamos siguiendo, para despistar, haciéndose pasar por diplomático, paraba en un hotel cinco estrellas. Recuerdo que me metí en su cuarto, lo ahogué en la tina del baño, y luego encargué la cena, tranquilamente, haciéndome pasar por él. El problema fue cuando vino la puta que había pedido a la habitación. Ya ni me acuerdo cómo manejé la situación; lo cierto es que hasta hicimos el amor con el cadáver en el baño, cenamos juntos, y luego pude despacharla sin que sospechara nada. Y nadie se enteró del asunto hasta cuando, a la mañana siguiente, después de dormir como un oso, yo ya había dejado el hotel. ¡Eso es sangre fría!

Me imagino que ustedes, psiquiatras y psicólogos, no dirán "sangre fría". Ustedes me llamarían, si no me equivoco, psicópata. Bueno, ¿qué le voy a decir? Si ese es mi nombre científico, bienvenido. Es como las plantas: pobrecitas, ellas no saben qué son. Son plantas nomás, aunque después las llamemos con nombres rarísimos en latín. Nosotros, los que hacemos los trabajos sucios, somos enfermos, pero ¿qué son los que firman los decretos para invadir un país, para bombardear, para dar luz verde a una operación secreta? A esos ningún médico los diagnostica, ¿verdad?

Mire, doctor, le voy a decir algo, y no crea que me estoy enojando con usted: en el mundillo político que maneja este país, y me atrevo a decir aún: entre los empresarios multimillonarios que son los que realmente mandan, usted va a encontrar que está lleno de locos, maniáticos, sedientos de poder, insaciables. Se lo digo con certeza, porque yo trabajé treinta años para ellos.

¿Vio que siempre se dijo que Hitler era un chiflado, que eyaculaba de emoción escuchándose a sí mismo cuando pronunciaba sus discursos? Bueno, mis patrones son más locos todavía. Pero ellos son los que dirigen el mundo ahora, y nadie les va a hacer un diagnóstico de psicopatía, o como se llame eso.

Los locos somos nosotros, las pulguitas, los que hacemos los trabajos sucios. Somos locos cuando caemos en desgracia, como yo ahora; antes era "un glorioso defensor de la patria". ¡Da risa!

¿Cómo fue? Bueno, prepárese a escuchar algo inverosímil, doctor.

¿Se acuerda de Frank Carlucci? El fue Secretario de Defensa con Reagan, y antes, jefe de la CIA. Dado que los dos somos de origen italiano, él, al saber de mí en la Agencia, al saber de mi buena reputación laboral, de mi profesionalidad, me buscó. Para ese entonces –hace ya más de quince años– yo ya era conocido por mi prolijidad para los trabajos. Me tenía mucho aprecio, y tengo que reconocer que no me caía mal. Por lo menos no era un estúpido fanático de la comida rápida, y muchas veces compartíamos buena pasta con algún Chianti italiano. Sabía comer…

Bueno, como nos entendíamos, nació una cierta camaradería que se mantuvo por años. Fue con él, hace ya años, que conocí al que fuera Primer Ministro británico, John Mayor, cuando manejábamos la Guerra del Golfo. Ellos como políticos, yo como operador de la Agencia. Yo era el contacto para diagramar todas las noticias de CNN. ¡Qué manera de mentir! Bueno, así es mi trabajo.

Recuerdo que unos meses antes de la guerra tuve ocasión de conocer en persona a Osama Bin Laden, pero no por cuestiones militares directamente, sino por algo en relación a un embarque de goma arábiga que hacía él para la Coca-Cola. Me acuerdo bien, porque años después me volvería a llamar la atención la coincidencia, ya que todo eso del embarque tenía que ver con una megaempresa, el Grupo Carlyle, a quien también pertenecen Mayor y Carlucci. Y Bin Laden. Bueno, más bien el Grupo Bin Laden, con sede en El Riad, Arabia Saudita, que está muy cerca, aunque usted no me lo crea, doctor, de los republicanos.

Sí, doctor: así como lo escucha. Creo que usted no me cree mucho de lo que le digo. Ahora bien: ¿qué interés tendría yo en engañarlo a usted ahora? Sé que no estoy loco, pero usted, de todas formas, va a tener que certificar que soy un demente, porque grandes poderes se lo van a solicitar. Todo lo que le cuento es la pura y descarnada verdad; pero como eso no conviene a peces gordos, yo tengo que salir de escena. ¿Y qué mejor que internarme en un manicomio?

Sin embargo, ahora que ya empecé a contarlo, quiero decírselo todo, doctor. Usted me cae bastante bien, me parece un buen tipo: es de los que hablan sólo inglés y lleva a sus hijos los domingos a comer a Mc Donald's. Pero, créame: me gusta la manera que tiene de escucharme.

Bueno, este Grupo Carlyle, al menos hasta donde yo sé, es un monstruo valuado en alrededor de catorce mil millones de dólares. Se ocupa de todo un poco: lo forman otros monstruos no menos enormes, como las United Defense Industries, de Virginia, la Raytheon, con sede en Massachussets, y la Bush Energy Oil Company, de Texas. Ah, y también la Enron, esta empresa que acaba de estar en el tapete con motivo de los famosos fraudes, ¿se acuerda, verdad?

Ya ve, doctor: no es para andar jugando toda esta gente. Además, como le dije, están los árabes del Grupo de Bin Laden. Estos, que no son ningunos estúpidos para hacer negocios, son socios de la familia Bush; de hecho el hermano mayor de Osama, que se llamaba Salem –y lo recuerdo porque a mí me tocó supervisar el peritaje que se hizo cuando cayó el avión en que viajaba, y murió, en Houston, en el '93, porque se pensaba que podía ser un atentado– fue el fundador de la Bush Energy Oil, con el viejo Bush, el que fue vicepresidente con el vaquero Reagan, antes de ser presidente y atacar Irak, allá en los '90. No sé exactamente de qué manera, pero esa petrolera es algo así como subsidiaria de la Chevron/Texaco. ¡Todo en grande, muy en grande!

Bueno, ese Grupo Carlyle, come le decía, maneja mucha plata, y mucho poder, pero mucho. Para que vea: fabrican, por medio de la Raytheon, los sistemas de guía para los misiles Tomahawk, los sistemas de posicionamiento global por satélite, y también sistemas integrados de radar para todas las fuerzas armadas del país. Se imagina los dólares que puede mover todo eso, ¿verdad?

Además, la United Defense, otro de sus brazos, fabrica los sistemas de lanzamiento de misiles para la Marina y la Fuerza Aérea. O sea que los misiles Tomahawk, de Raytheon, se lanzan desde plataformas fabricadas por United Defense instalados en cada barco y submarino de la Marina y en la mayoría de los bombarderos B-52, B-1 Lancer y B-2 Spirit de la Aeronáutica.

¿Entiende, verdad? Todo queda en casa. Además el Grupo Bin Laden fue el principal contratista civil para la reconstrucción de Kuwait tras la Guerra del Golfo, y es en la actualidad el contratista de ingeniería civil más grande en Medio Oriente, siendo muy probable –ya no tengo esos datos– que quede como una de las principales empresas encargadas de la reconstrucción de Irak.

Por supuesto que la imagen de Osama es la del demonio tras los atentados del 9/11; pero es parte del espectáculo, doctor, como siempre. Los negocios pueden tolerar –y hasta necesitan– un poco de circo. Eso les da sabor.

Bueno, en realidad esto de Bin Laden, aunque sabemos que puede estar bien montado, no fue algo tan simple de digerir. Y ahí vienen mis problemas.

Los negocios son una cosa, pero jugar con las personas es algo distinto. Y le quiero decir, doctor, que han jugado con la CIA. Yo entiendo y acepto que el jefe es el jefe. Alguien tiene que mandar, ¿no? Y los que no somos jefes tenemos que cumplir las órdenes. Eso es general, no sólo dentro de la disciplina militar. También vale para usted, doctor, que es un buen ciudadano y paga sus impuestos sin hacerle daño a nadie. Mire: los poderosos ordenan, y la mayoría silenciosa cumplimos los mandatos. Claro, cuando uno es agente encubierto de la CIA tiene la sensación que es parte del mecanismo de poder, que las órdenes y el manejo del mundo pasa por las manos de uno. Pero si se pone a pensar un poco ve que es un minúsculo engranaje de una máquina tan compleja, tan enorme, tan despiadada, que termina por asustarse. Lo que se ve, doctor, es que el poder es tan pero tan lejano a nosotros, que mejor ni preguntarse esas cosas, para no terminar llorando, o pegándose un tiro.

En un tiempo yo pensaba que efectivamente todos éramos parte de la cadena, que cada uno de nosotros ponía su granito de arena para la grandeza del país, y que todos gozábamos los beneficios. ¡Qué complicado todo esto!, ¿no le parece? Pero los que ya peinamos canas, si nos detenemos a pensar un poco, podemos ver la otra cara de la moneda: vivimos para tomar Coca-Cola, comer Mc Donald's, y no pensar. Fundamentalmente eso: no pensar. Por supuesto, mientras tengamos la refrigeradora llena y el carro parqueado frente a la casa, ¿quién necesita pensar?

Pero a veces, en los momentos difíciles, es bueno ponerse a pensar. Yo, ahora, estoy pasando un momento muy difícil, como se dará cuenta. Por tanto, he estado reflexionando mucho; estuve pensando cosas que antes jamás en toda mi vida había considerado. Por ejemplo: ¿para qué y para quién trabajé treinta años?

Me entiende, ¿no, doctor? ¿Para quién trabajé toda mi vida? Para un grupo de ricachones que, cuando les servía, me trataban bien, y cuando ya no les interesé, me neutralizan metiéndome en una casa de locos. Es triste, pero es así.

Resulta que en la Agencia teníamos información acerca de los atentados que se venían el once de septiembre; lo sabíamos. Por mis manos pasaron los nombres de varios de los suicidas. Creo que todos lo sabían. Mire, para darle un ejemplo, y siempre hablando de negocios: la firma Morgan, Stanley, Dean, Witter & Compañía, que me imagino debe conocer, ganó 1.2 millones de dólares, y más todavía ganaron los de Merril Lynch –creo que como cinco millones y medio– mediante la ejecución de una herramienta bursátil llamada Put Option con acciones de American Airlines, dos semanas después de los atentados.

¿No entiende? Bueno, le explico. El Put Option es una opción que cubre riesgos, así de simple. Si uno compra una acción a un dólar y una semana después se la regresa al emisor y la acción vale, digamos, ochenta centavos de dólar, el emisor está obligado a pagarte los dos centavos de diferencia más el dólar que le costó la acción. Este es una herramienta financiera usada por muchas compañías dentro de NASDAQ y la NYSE para agenciarse de capital fresco. Pero aquí viene lo sorprendente: ambas compañías que le mencioné, doctor, estaban localizadas en las torres gemelas –una en cada torre–. Curiosamente ambas habían comparado acciones de American Airlines entre el 6 y el 10 de septiembre mediante Put Options, y ambas se las volvieron a vender a la aerolínea mediante la ejecución del contrato entre el 29 de septiembre y el 10 de octubre, cuando el valor de la acción había caído casi un cuarenta por ciento. Otra cosa llamativa es que el día del atentado, ninguno de los altos ejecutivos de ninguna de las dos compañías se encontraban en sus oficinas a la hora del ataque. Llamativo, demasiado coincidente, ¿verdad?

Bueno, por lo que se ve, había mucha gente que sabía lo que iba a suceder. Yo, varios meses atrás, cuando veía que se venía encima el atentado, hice algo que –ahora me doy cuenta– fue muy osado: al no encontrar todo el eco que esperaba en mis jefes de la Agencia, acudí a Carlucci. Pensaba que, dada la confianza que había y el aprecio que él me tenía, iba a sorprenderse con lo que le contaba, e iba a reaccionar haciendo algo. Pero no sabía lo que me esperaba.

Él, como le dije hace un rato, es un alto ejecutivo del Grupo Carlyle, por lo que sabía, o supongo que sabía, lo que se había tramado. Algún tiempo después me di cuenta de todo; recuerdo que un año atrás, más o menos, había leído un documento de una Fundación que apoya a los republicanos donde decía que necesitamos "algún hecho catastrófico y catalizador, como un nuevo Pearl Harbor". Ya estaba todo planificado, doctor, ¡todo!

¿Que no entiende? Pero si está clarito: un atentado terrible, la imagen de un monstruo asesino como Osama Bin Laden que puede justificar cualquier cosa, una buena campaña mediática, y las circunstancias están preparadas para lo que viene después. Como dijo la Secretaria de Estado, Madeleine Albrigth: "Mc Donald's no puede expandirse sin Mc Douglas, el fabricante de los aviones F-15." Es decir: ya tenemos el nuevo Pearl Harbor para ir a buscar el petróleo de Hussein; y de paso, en la operación, se gastan unos cuantos milloncitos en los equipos que fabrican los amigos. ¿Entiende ahora, doctor?

Mire: en realidad no es ni mejor ni peor que tantas acciones en las que me tocó intervenir. La diferencia, quizá, está en el volumen de dinero que se mueve aquí; pero en lo sustancial no es muy distinto de lo que hice toda mi vida, o de lo que siguen haciendo mis hermanos en el Bronx. El error de cálculo que tuve fue pensar que la Agencia tiene más poder del que tiene. Hasta el momento en que fui a ver a Carlucci pensaba que de verdad importábamos como mecanismo de control, que éramos una policía especializada muy tenida en cuenta. Pero me encontré con que no es así.

Cuando los que mandan de verdad –gente como los del Grupo Carlyle– nos necesitan, nos llaman urgente. Pero nosotros no contamos en la fiesta. Ahora que yo creía que estaba cumpliendo a la perfección mi trabajo de detective, que habíamos descubierto un plan delictivo y lo podíamos detener a tiempo, veo que los delincuentes no son los árabes terroristas, sino mis propios jefes. ¡Me indignó, doctor! Sí, me indignó profundamente. Y no pude contener la cólera. Recuerdo que ya me empecé a desesperar luego de la entrevista con Carlucci; me recibió apenas unos minutos en su oficina, y hasta llegó a decirme que yo estaba exagerando. ¡Se imagina! Alguien que fue director de la Agencia, que conoce a cabalidad el trabajo, que sabe que en estas cosas ninguna exageración es grande…. Ya desde ese momento algo me olió mal, y empecé a adentrarme un poco más en el tema. Cuando tuve más claro de qué se trataba, no pude evitarlo y generé esa entrevista con los periodistas franceses para contarles todo.

Mire, a esta altura de mi vida y habiendo trabajado tres décadas en la CIA, ya no me puedo tomar en serio eso de la defensa de la patria. ¿Qué es la patria, doctor? Se puede defender –como dijo la Albright– a Mc Donald's; eso es concreto. Y para eso están los F-15, y todos los arsenales que se le puedan ocurrir. Y para eso estamos nosotros, los asesinos bien preparados de la Agencia, fríos y calculadores. Pero ¿defender la patria? Alguna vez me lo creí en serio, se lo juro. Yo combatí en Vietnam, y me sentía orgulloso de defender la bandera patria. Pero ya estoy viejo, ya mentí mucho en mi vida, ya vi lo que es el poder, y no puedo tomarme en serio todo eso, doctor. Está bien para enseñárselo a los niños en la escuela, pero no a los 57 años de edad.

Además…. no me aguanté que se menospreciara de tal forma nuestro trabajo, mi trabajo. Menos aún por uno de los nuestros, por un tipo que fue jefe de la Agencia. ¡No lo soporté!, y decidí hablar.

Aquí están las consecuencias.