Policía:
Señorita, ¡se pasó el semáforo en rojo!
Conductora:
Sí. Perdón agente. Estuve mal, pero… ¡arreglemos! Aquí le dejo un billetito
para su cafecito, y le prometo que no lo vuelvo a hacer.
Policía: ¡No! ¡¡Siga
haciéndolo!! ¿De qué viviría yo entonces si no?
La delincuencia,
en tanto transgresión de las normas sociales establecidas, es algo tan viejo
como el mundo. Siempre ha existido, resultando un fenómeno marginal, algo que
no decide la dinámica general, la marcha de las sociedades. En Latinoamérica,
como en cualquier parte del mundo, eso estuvo presente desde siempre y nunca
constituyó un “problema de seguridad nacional”. Pero algo sucedió que en estas
dos o tres últimas décadas pasó a ser el enemigo público número uno. Se habla
todo el tiempo de eso, las campañas políticas se basan en eso, la vida
cotidiana no puede entenderse sin eso, nuestras rutinas diarias la toma en cuenta
a cada instante. ¿Acaso se terminaron otros problemas? ¿Por qué la delincuencia
diaria pasó a ser el eje de nuestras vidas?
Adviértase
que se trata de la delincuencia de desarrapados, el ladrón callejero de
billeteras o teléfonos celulares, el extorsionador, el jovencito mal encarado de
“barrios peligrosos”; jamás entra en esta categoría la delincuencia de “cuello
blanco”. Pero ¿acaso no es un delito la explotación laboral, la evasión fiscal,
el ataque a la naturaleza? “La propiedad
privada es el primer robo de la historia”, aseveró Marx. En adición,
recuérdese a Bertolt Brecht: “Es delito
robar un banco, pero más delito aún es fundarlo”. De esa “delincuencia” no
se habla; quien nos quita el sueño es el ladrón con una pistola en la mano.
Sin dudas, los
numerosos países de la región tienen marcadas diferencias entre sí, con grados
de desarrollo disímil y características culturales muy diversas. De todos
modos, los planes neoliberales vigentes estos últimos años los homogenizaron
bastante, confiriéndoles a todos similares notas distintivas. Los problemas
estructurales derivados de esas políticas, más las cargas históricas, convierten
a casi todos los países de la región en virtuales bombas de tiempo, no
escapando ninguno (salvo Cuba) a las generales de la ley. Altas tasas de
desnutrición, analfabetismo, falta de oportunidades laborales, salarios de
hambre, Estados deficitarios y corruptos, escasez de servicios básicos, impunidad
generalizada, hacen de esta zona un lugar cada vez más inseguro para la convivencia
cotidiana. A ello se suma, con una constante cada vez más presente en todos
lados: la inseguridad del diario vivir debido a la delincuencia. Insistamos:
¡no la de “cuello blanco”! Pero, curiosamente, todos los males recién apuntados
empalidecen al lado de la delincuencia callejera. ¿Llamativo, verdad?
Caminar por las
calles o viajar en transporte público se ha tornado peligroso. E igualmente
inseguras y violentas son las zonas rurales: cualquier punto puede ser
escenario de un robo, de una violación, de una agresión. La violencia
delincuencial ha pasado a ser tan común que no sorprende; por el contrario, ha
ido “banalizándose”, aceptándose como parte normal del paisaje social
cotidiano. Es frecuente un asesinato por el robo de un teléfono celular, de un
reloj pulsera, de un anillo.
Actualmente la
violencia cotidiana ha pasado a ser un problema muy grave en todos estos
países. De hecho, la tasa de homicidios alcanza en promedio el 30 por cada 100,000
habitantes, considerándosela como muy alta con relación a patrones
internacionales. Esta violencia tiene un costo global como porcentaje del PBI
de entre 5 y 15 %, mientras que el de la seguridad privada va del 8 al 15 %
(dato significativo: las agencias de seguridad privadas son el ramo comercial
que más ha crecido en estas últimas décadas, y el negocio continúa en
expansión).
Un ingrediente
que coadyuva fuertemente al clima de violencia cotidiana es la impunidad
general que campea: corrupción generalizada en los agentes públicos (véase el
ilustrativo epígrafe), sistemas judiciales obsoletos e inoperantes, cuerpos
policiales desacreditados, sistemas de presidios colapsados que no rehabilitan
a nadie, todo lo cual no contribuye a bajar los índices delincuenciales sino
que, a la postre, los retroalimenta. En muchos casos, diversos mecanismos de
los Estados son secuestrados por mafias del crimen organizado, con grandes
cuotas de poder político, que manejan abiertamente sus negocios amparados en
esa cobertura legal: narcotráfico, contrabando, tráfico de indocumentados, contratos
leoninos con los Estados para obras que nunca se hacen. Como dijimos: los
delitos de “cuello blanco” no son la preocupación. La población de a pie puede
hablar de ellos, pero no es lo que quita el sueño.
En este clima de
caos impune, la criminalidad reinante pareciera no sólo funcional sino
necesaria al sistema. Ante todo ello, las agencias privadas de seguridad
aparecen como la solución (aunque, en realidad, fuera de gran negocio para sus
propietarios, no representan ninguna solución para las poblaciones). Lo curioso
es que esta avalancha de inseguridad (y consecuentemente, de agencias de
policía privadas) surge aproximadamente al mismo tiempo en toda Latinoamérica,
después de terminadas las guerras internas de las décadas de los 70/80 del
siglo pasado, en el momento del retorno de las democracias (democracias muy
débiles, por cierto). ¿Estamos ante un plan continental pensado desde algún
centro de poder? Lo menos que puede decirse es que ello resulta significativo.
¿Mecanismo distractor de los verdaderos problemas sociales? Curioso que el
nuevo fantasma que nos atormenta pasó a ser el ladrón callejero, mientras ya no
se habla más de lucha de clases. Lo marginal (como se dijo: delincuencia, en
tanto transgresión de las normas sociales establecidas, siempre ha habido),
pasó a ser lo fundamental. Vale hacerse la pregunta: ¿hay gato encerrado ahí?
Algunas ciudades
de la región (San Pedro Sula en Honduras, San Salvador en El Salvador, Natal o
Fortaleza en Brasil, Tijuana o Acapulco en México, Cali en Colombia, Caracas en
Venezuela) figuran entre las urbes más peligrosas del mundo por los alarmantes
niveles de criminalidad. Los promedios de homicidios cometidos diariamente
hacen pensar en territorios en guerra. En realidad, no se trata de conflictos
bélicos declarados, pero de hecho son sociedades que viven en virtuales “guerras”.
Lo cual lleva a mantener las militarizaciones. Las casas amuralladas, las
alarmas y policías privados hasta en el baño, ¿no son una forma de mantener
controles sociales?
No es ninguna
novedad que la pobreza extrema funciona como caldo de cultivo fértil para la
delincuencia. A este telón de fondo de la pobreza crónica se suman enormes
movimientos migratorios desde el campo hacia las ciudades, lo que crea
presiones inmanejables en las grandes concentraciones urbanas, trastocando la
capacidad productiva de las comunidades de origen y produciendo procesos fuera
de control como son los llamados barrios marginales (zonas sin servicios
básicos, peligrosas, nada amigables, la mayor de las veces en condiciones de
invasores en terrenos fiscales, donde lo único que cuenta es la pura
sobrevivencia a cualquier costo).
Para la
percepción popular la inseguridad pública es uno de los principales problemas a
afrontar, si no el mayor (espejismo inducido), tanto o más que la pobreza
histórica. El continuo bombardeo mediático contribuye a reforzar este
estereotipo, alimentando un clima de paranoia colectiva donde aparece la “mano
dura” como la opción salvadora. Es en esa lógica -deliberadamente manipulada
por grupos que se benefician de este clima de violencia- que la militarización
de la cultura cotidiana no ceja, y las agencias de seguridad privadas aparecen
cada vez más. Aunque no lo sean, pueden llegar a tener el perfil de
“salvadoras” de la situación.
Las poblaciones, en general, no confían en las policías
públicas. Habitualmente no se toma al cuerpo policial como “su” policía, como
empleados a los que paga con sus impuestos y a quienes, por tanto, puede exigir
que lo cuide con esmero. La idea generalizada, por el contrario, es que los
cuerpos policiales públicos no responden a las necesidades de la ciudadanía, son
corruptos, ineficientes. Peligrosos, en definitiva. “Delincuentes uniformados y
con permiso, con licencia para matar”.
Hoy por hoy, como herencia de las políticas neoliberales
presentes y su repetido canto de sirena, el mito de la eficiencia de lo privado
barre toda la sociedad. Contra la iniciativa privada no hay prácticamente voces
críticas. Si algo es “privado”, en contraposición a lo “público”, eso pareciera
suficiente garantía para ser bueno, eficiente, de calidad. Aunque, en verdad,
no lo sea. Lo que queda claro es que el emprendimiento privado es eficiente,
sumamente eficiente… ¡para hacer dinero! Lo demás no cuenta. ¿Acaso aportan
seguridad ciudadana tantas policías privadas?
Lo curioso es que en todos los países latinoamericanos,
pese a ese despliegue fabuloso de guardias privados que inunda todo espacio
imaginable (iglesias, moteles, pequeños negocios de barrio, peluquerías,
guarderías infantiles, clínicas privadas…) los índices de criminalidad no bajan.
Las tasas de homicidios no son significativamente distintas a las muertes
acaecidas durante las pasadas “guerras sucias”, guerras contrainsurgentes que
ensangrentaron la región.
El análisis objetivo de la situación lleva a
plantearse esa paradoja: cada vez más policías privadas, pero al mismo tiempo,
cada vez se acrecienta más el clima de inseguridad. La proliferación de medidas
de seguridad aumenta exponencialmente, con barrios cerrados, casas alambradas y
con rejas en puertas y ventanas, ciudades colmadas de cámaras de circuito
cerrado… Parece que se viviera continuamente en una cárcel. ¿Por qué? La
declaración de un ex pandillero (marero) de algún país centroamericano, ahora
músico profesional de hip hop, da la pista: “No hace falta ser sociólogo ni
analista político para darse cuenta la relación que hay entre el muchacho
marero al que le dan la orden de extorsionar tal sector, y el diputado o el
chafa [militar] que después, en ese mismo
sector, deja su tarjetita ofreciendo los servicios de su propia agencia de
seguridad”.
Evidentemente la ampliación al infinito de policías
privadas no detiene el fenómeno de la criminalidad. Lo cual obliga a concluir,
como mínimo, dos cosas:
1)
la proliferación de agencias privadas de seguridad es
directamente proporcional al aumento de la inseguridad (léase: buen negocio
para esas empresas, que obviamente guardan vínculos con la delincuencia). Dicho
de otro modo: para los propietarios de esas agencias es indispensable el clima
de violencia (son aleccionadoras al respecto las palabras del ex pandillero
arriba citado).
2)
El tema de la violencia que nos toca no se resuelve con
aparatos policiales, ni públicos ni privados. En todo caso, esto es un problema
muy complejo que implica abordajes múltiples. Más empleos y educación, otro
tipo de oportunidades para todos, desarrollo humano en su sentido más amplio,
es mejor receta que más policías armados, medidas de seguridad extremas y
colonias amuralladas. Urge además, complementariamente, transformar la cultura
de corrupción que se ha impuesto, lo cual significa: lucha contra la impunidad.
Pero en todo ello no puede dejarse de considerar la posibilidad de oscuros
interese en que el caos social continúe.
En definitiva, los planteos punitivos marchan juntos a
la violencia desatada, pero no la resuelven. En todo caso, son la expresión de
una ideología de “mano dura”, de control social, de militarización de la vida
civil. Transformar los países en un gran cuartel no evita la inseguridad. Si
algo se puede hacer al respecto es prevenir la violencia. Y ello se logra con
mejores condiciones de vida para todo el colectivo.
La solución a
todo esto no es la represión; la mejor manera de terminar -o al menos reducir
sustancialmente- este cáncer social de la violencia delincuencial, de la
criminalidad cotidiana, de la violencia en general (véase que no hablamos de
los delincuentes de “cuello blanco”, que son la estructura misma del sistema,
la delincuencia legalizada), es la prevención. Dicho de otro modo: el
mejoramiento de las condiciones de vida de la población: pan y justicia. La
seguridad ciudadana no se logra con armas, perros guardianes, alambradas
electrificadas y sistemas de alarmas; se logra con equidad social. “Es mejor invertir en aulas de clase que en
cárceles”, decía Lula da Silva. ¡Gran verdad! ¿Por eso le habrán cerrado el
paso en Brasil y hay ahora un neofascista de presidente? Militarizar la vida nunca
puede ser solución.
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