Todos
los martes y jueves, en horario estelar, salía al aire el programa que había
llegado al tope de audiencia en la televisión nacional: “Venga y cante”.
Se
daban cita ahí los personajes más extravagantes: cantores fracasados, amas de
casa con ínfulas de artistas, pordioseros animados maliciosamente por algunos
rodeantes para que se presentaran en televisión, fauna de la más exótica que pudiera
concebirse. Entre tantos participantes, algunos cantaban decorosamente. Hasta
había algunos afinados. La gran mayoría daba bastante pena.
El
conductor del programa, Manuel Sonrisol, era un veterano y experimentado
animador, famoso por su actitud siempre petulante, burlesca. Con delicadeza –si
es que así puede llamársele– se mofaba sutilmente de los cantores aficionados
que llegaban.
El
programa se transmitía en directo y con público presente; de hecho, como se
regalaban las entradas, había largas filas de asistentes, a tal punto que a
veces se colmaba completamente el estudio, debiéndose cerrar el paso de gente,
y muchos quedaban fuera. Por ser una emisión en vivo, llevaba toda la carga de
lo que puede significar la improvisación: no faltaban los errores, siempre muy
bien disimulados por el conductor y el equipo de producción, así como las
simpáticas, a veces desopilantes, ocurrencias que implicaba un trabajo improvisado.
Eso mismo confería a “Venga y cante” un atractivo que muy pocos, quizá ningún,
programa alcanzaba.
La
actitud burlesca de Sonrisol podía pasar desapercibida, y para muchos era,
incluso, un dato simpático. Con un modo que siempre buscaba hacer quedar en
ridículo a los participantes, pedía, o más bien exigía, que los aficionados
dedicaran su intervención a una larga fila de personas (“a mi viejita que me está viendo ahora”, “a mi novio”, “a los muchachos
del taller”, “a Fulanita, que quiero
que sea mi más que amiga”, etc.), y finalmente –casi como obligación– “¡al público presente!”. Dichas estas
palabras “mágicas”, el público presente reventaba en una ovación. El rito se
repetía obstinadamente con cada uno de los concurrentes.
Cada
aficionado elegía una canción a su entero gusto, del tipo que fuera; había de
todo: canciones de moda, salsa, música pop, viejos temas del recuerdo, valses,
no faltaba quien eligiera una ranchera, o un tango… Y había también de todo en
la interpretación: gente que gesticulaba y actuaba remedando a su ídolo,
cantores sin la menor gracia, algunas voces agraciadas. Pero lo que primaba era
la mediocridad de aficionado.
Terminada
la presentación de todos, el público decidía quién ganaba a través de sus
aplausos. El “aplausómetro” –original invento diseñado por “la profunda inteligencia de los ingenieros
del canal, que diseñaron algo similar también para la NASA”, según
explicaba doctoral Sonrisol– medía la intensidad de los aplausos y vítores de
los asistentes. Quien más reconocimiento obtenía, ganaba. Los premios eran
simplezas: una camisa, un sombrero, con buena suerte una linterna, un inflador
para bicicleta o un juego de toallas.
El
programa, quizá por lo morboso, iba en continuo ascenso. Al público
televidente, evidentemente le gustaba eso. ¿Qué lo hacía tan atractivo?
Seguramente una combinación de cosas: lo hilarante de los cantores –había
algunos que daban algo de lástima, por tanto movían a la ternura–, las
provocaciones disfrazadas del conductor, el escuchar los temas musicales de
moda, los chismes que se contaban entre canción y canción, las edecanes que
acompañaban a los cantantes –todas jovencitas en atrevidas minifaldas que
permitían ver hasta el páncreas–.
Aquel
jueves de marzo, como a veces solía suceder, había un invitado de honor. Como
siempre, se le pedía a esa persona que hiciera de jurado, y ella decidía, junto
con lo registrado por el aplausómetro, quién era el ganador. Todo tenía algo de
farsa, de broma bien montada, y con la adecuada dirección de Manuel Sonrisol
pasaba por un ejercicio “serio”, que provocaba sonrisas –a veces arrancando
profundas risotadas, por lo burdo de la escena–.
El
invitado del caso era un renombradísimo tenor, quizá el más célebre del
momento: el mexicano-italiano Roberto Teruggi. Dedicado por entero al bel canto, a la lírica más elaborada,
llamaba la atención su presencia en un programa así. Pero en realidad la fama
de “Venga y cante” era tal que no faltaban famosos que querían ir ahí, dado que
el espacio se había convertido en una rutilante vidriera nacional. Actores,
astros del fútbol, estrellas del rock, políticos y otros personajes por el
estilo –fauna también exótica, pero algo distinta a los participantes en el
concurso de canto aficionado– también aparecían junto a Sonrisol y a las bellas
secretarias. Teruggi, un obeso de 150 kilos, canoso, con un tic en su ojo
izquierdo y una voz prodigiosa –“una de
las mejores de todos los tiempos”, decían los críticos– sonreía pletórico
junto al conductor.
Como
algo fuera de programa, de pronto Sonrisol pidió al tenor que entonara algo
hermoso, para lucirse, algo para demostrar “lo
que es cantar como los dioses”, según dijo no sin diabólica, y al mismo
tiempo, angelical sonrisa. Teruggi eligió el aria “Ah, mes amis!”, de la ópera “La hija del regimiento”, de Gaetano
Donizetti, de una complejidad lírica monumental, que muy pocos tenores del
mundo llegan a cantar, menos aun dando varios do de pecho. A capella, y con una maestría espectacular, cantó el segmento final
de la obra a la perfección, ejecutando varios do de pecho, manteniendo el
sostenido final por espacio de cinco segundos. El público, quizá sin apreciar
técnicamente la calidad, pero fascinado por esa voz maravillosa, por esa
pirotecnia interpretativa tan cautivante, aplaudió a rabiar. Obviamente, no hay
que ser un experto crítico en música para gustar de una preciosidad. “El aplausómetro”, dijo con su siempre
plástica sonrisa Manuel Sonrisol, “se reventó
con tanta efusión”.
Luego
de ese “fuera de programa”, siguió el guión trazado. Como en cada emisión, el
rito se repitió. Unos cuantos aficionados (dos amas de casa, un jovencito con
algún retraso mental animado –morbosamente– por sus amigos para que se
presentara, algunos muy desafinados rockeros, y gente representante de esa
“exótica fauna” de los que no tienen miedo a hacer el ridículo –¡porque sin
dudas lo hacían!–) hicieron su paso, cada uno con su canción, provocando
sonrisas benévolas, y muy pocas veces aplausos genuinos. Muchos telespectadores
estaban profundamente en desacuerdo con el programa, habiendo solicitado en
reiteradas ocasiones que se suspendiera; la forma en que Sonrisol, y en
definitiva todo quien mirara la emisión, se mofaba sarcásticamente de los
improvisados cantores era bastante, cuando no muy, repugnante. En ningún caso
debía faltar la dedicatoria “¡al público
presente!”; eso provocaba estallidos de aplausos. Sin dudas, se jugaba con
la gente.
El
sexto participante fue un albañil de 58 años de edad: don Jacinto. No tenía
nada de especial; era un representante arquetípico más de los que concurrían a
“Venga y cante”. Humilde, tímido, vestido con lo que se advertía podía ser su
mejor vestuario especialmente usado para la ocasión –una camisa cuyo botón del
cuello no le cerraba, una corbata de cuando tomó la comunión, un saco raído,
zapatos cuidadosamente lustrados– sonreía nervioso ante cada pregunta
provocativa del conductor. Cuando llegó su turno de cantar, curiosamente pidió
que quería hacerlo sin acompañamiento de la orquesta: a capella. Sonrisol se sorprendió ante esa extraña solicitud. Nunca
ningún participante pedía algo así; por el contrario, la orquesta disimulaba un
poco su desafinación.
Para
completar la sorpresa –también la del tenor invitado, Roberto Teruggi– este tal
don Jacinto dijo que iba a cantar la misma aria entonada un rato antes por el
invitado de honor. Ese fragmento de la ópera de Donizetti era de una especial
complejidad: implicaba una potencia de la voz espectacular, y el agudo a que
forzaba al cantante tenía el peligro de hacer desafinar. O se hacía a la
perfección, o era un fracaso absoluto. Conseguir un do de pecho ante tamaña
dificultad era un reto que muy pero muy pocos tenores se atrevían a afrontar.
Sonrisol sonrió, mirando sarcásticamente a Teruggi. “Maestro: parece que lo quieren imitar”, dijo irónico. El tenor
asintió bonachonamente, invitando a que el aficionado probara. “Está bien: felicitaciones por atreverse a
algo tan complicado, mi amigo”, dijo animándolo. “¿Piensa que podrá?”
La
interpretación dejó estupefactos a todos, absolutamente a todos. Si la
ejecución de Roberto Teruggi fue muy buena, la del modesto albañil había
resultado infinitamente superior. Alcanzó nueve do de pecho, y el sostenido
final –como algo insólito, que nadie pudo explicarse, ni siquiera los más
encumbrados maestros de canto lírico cuando después se les presentara la
grabación– lo mantuvo por espacio de 22 segundos. Jamás nadie en la historia,
ningún tenor que se conociera, pudo lograr una cosa así. Digno de los más
rarísimos récords que registraba Guinness, la ejecución dio que hablar por
muchos días a todo el mundo. En el momento, y saliendo al aire en vivo, Teruggi
no lo soportó. Terminada que fuera la obra por don Jacinto, a capella tal como había solicitado, corrió
hacia el aficionado con cara de indignación. Las cámaras lo captaron todo; no
había nada preparado. A los gritos increpó al humilde cantor: “Vaffanculo, mascalzone!! ¡Esto es un truco!
¡Usted no es un aficionado! ¿Cómo es posible que cante así? Le tomé el tiempo,
mierda: ¡¡22 segundos!! ¿Cuál es el truco?”
Don
Jacinto permaneció mudo, asombrado, aterrorizado por la reacción del tenor.
Mientras eso pasaba, los aplausos del público no cesaban. Sonrisol, por primera
vez en su vida, quedó descolocado sin saber qué hacer. Teruggi pidió –mejor
dicho; exigió a viva voz– que se le permitiera interpretar de nuevo un tema. Ante
la sorpresa de todo el equipo del canal, con producción y conductor todavía
atontados, el director de cámaras dijo que sí. Entonces el cantante lírico
volvió a interpretar la misma canción. Lo hizo ahora con una potencia inusual,
tratando de demostrar que podía alcanzar más energía que don Jacinto. Llegado
al sostenido final, intentó mantener la voz por espacio de varios segundos, buscando
llegar –sabiendo que era casi imposible– a los 22 del albañil.
No
pudo. El esfuerzo sobrehumano le costó caro: se le reventó una arteriola de la
cara, y el principio de paro respiratorio que sufrió lo hizo salir corriendo
del escenario. Nadie sabía qué hacer. Sonrisol perdió la sonrisa; las
secretarias, ni saben por qué, fueron a saludar a don Jacinto, y éste, con la
mayor soltura, reemplazando al shockeado Sonrisol dio por terminado el
programa, dedicando su triunfo a los compañeros de la obra en construcción de
la Avenida Simón Bolívar.
Dos
días después, Teruggi fallecía de un paro cardíaco. Don Jacinto, contento
porque “había salido en televisión”
por primera vez en su vida y por poder exhibir el par de pantuflas con que lo
habían premiado en el programa –ganó esa ronda de participantes, por supuesto–,
sigue cantando en el edificio, mientras termina con delicadeza algún repello
fino. Lo que más suele entonar, además de algunas arias operísticas, es “La
cucaracha”. Los otros días, con un sobreagudo potentísimo, quebró un vidrio que
estaban instalando, como dicen que hacía Enrico Caruso.
Basta decir que nos comportamos como niños con nuestro juguete nuevo a la hora del desempate, nos hacemos dueños de nuestro alrededor, haciéndonos pensar que el talento es de unos pocos. Es la historia diaria de la humanidad que siempre a creído ser seleccionado entre todos (poder, estatus, clase, familia, sangre...) y que los demás no DEBEN alcanzarlo (por orden de "señor", sexo, procedencia), quien lo hace, deja en ridículo a quienes creen que tiene el privilegio.
ResponderBorrarNo muy lejos nos deja el estado actual de nuestro país, haciendo valerse de su poder para intimidar y alienar nuestra conciencia, pero que sabemos que en la miseria en la que nos encontramos es el talento al que ellos han podido llegar, pero que dejamos ver que, que es lo poco que han podido alcanzar, y quien lo demuestra es el pueblo, una procedencia humilde pero que puede superar el talento de la miseria en la que estamos y más de lo que creamos en la primera impresión.