Él era muy discreto. Muy buen profesor, sin dudas, pero
sumamente reservado para su vida íntima. Bueno para hablar delante de un
auditorio numeroso, temblaba cuando debía hablar frente a frente con alguien.
Nadie sabía nada de él, más allá de su crónica soltería.
De ella, menos aún se sabía. Todo fue tan repentino que
nadie llegó a conocerla en profundidad. Ya no digamos “en profundidad”; ni
siquiera pudimos empezar a conocerla. Fue apenas saber de su existencia, cuando
ya las cosas estaban consumadas. Que yo recuerde, fue la relación más rápida
que haya visto. En realidad, fue fulgurante, veloz como un rayo. Y así como
vino, con similar velocidad se fue.
Al principio, cuando nadie lo sabía, cuando el profesor aún
no se había atrevido a hacerlo público, nadie podía tener la más mínima
sospecha, porque no había absolutamente nada que lo permitiera inferir. Incluso
después, cuando la situación se difundió ampliamente y nadie dejó de saberlo,
el profesor siguió manteniendo la misma circunspección, la misma discreción.
Jamás hablaba de ella.
Fue ella, en todo caso, y ya cuando la cosa estaba en boca
de todos, que se dejó ver un poco más. Pero hay que decir que también ella, en
términos generales, fue muy discreta. Sólo nosotros, que lo sabíamos y
estábamos sensibilizados con la situación, pudimos ver algunos pequeños
detalles. Quien no sabía nada del asunto, jamás lo hubiera sospechado. Es más:
mi hermano, que para esos días estuvo de visita por aquí –él vive fuera de la
ciudad– cuando conoció al profesor ni siquiera se le cruzó por la cabeza que
existiera relación.
Eso fue bueno para el profesor, por supuesto. La relación
misma tenía sus bemoles. Y si a eso le sumamos los inconvenientes que se
originan cuando estas cosas toman estado público, me alegro de que todo se haya
manejado con tanta discreción. La gente suele ser mala y entrometida en estos
casos; todos comentan, todos opinan…, y nadie hace nada en concreto.
Soltero como era, casi sin familia ni amigos, un sobrino que
tuvo que regresar a las carreras desde el extranjero fue el único que supo en
detalles cómo ocurrieron en efecto las cosas. Fuera de él, y de un par de
allegados íntimos, como mi caso, casi nadie supo nunca nada. Una vez que estuvo
consumado todo, por supuesto, no se pudo seguir ocultando la situación. Llegados
a un punto, esas cosas ya no se pueden disimular más.
Y les voy a decir algo más aún: pese a la intimidad que yo
guardaba con el profesor desde muchos años atrás, pese a esa enorme confianza
que él depositaba en mí, sólo en un par de ocasiones, y apenas de pasada, pude
saber de su presencia, la pude ver con mis propios ojos. Él, lo repetimos, era
muy pero muy reservado. Supongo que habrá sido por eso por lo que nunca me confiaba nada, no me hablaba de ella,
hacía como que no existía…
¡Pero existía! Y vaya si existía… Aunque también ella era
preferentemente silenciosa, se sabía hacer sentir. De hecho, tenía infinitas
formas de estar presente en la vida de él. Al principio no tanto, conforme fue
pasando el tiempo más, su presencia fue creciendo en el profesor hasta,
prácticamente, ser más importante que él mismo. Quiero decir: llegó un momento
en que ambos estaban tan indisolublemente fusionados que ya no se podía distinguir
quién era uno y el otro.
Sin dudas que eso era terrible. A mí, de sólo pensarlo, se
me eriza la piel. Pero
para el profesor, según me confesara alguna vez, eso le permitió entender
muchas cosas de su vida, hacer un balance de todo lo que había hecho en años
anteriores, y todo lo que dejaba como asignaturas pendientes.
Si bien todo fue muy doloroso, al profesor no parecía
conmoverlo tanto. Realmente lo supo sobrellevar con entereza. Recuerdo que una
vez que lo visité, unos pocos días antes del desenlace, él incluso estaba de
buen humor, y hasta me dio algunas referencias de la histórica partida entre
Capablanca y Alekhine de 1927, que siempre solía estudiar, aficionado al
ajedrez como era. Quizá era un alarde de energía que quería demostrar, delante
a ella, delante a mí que lo escuchaba, delante al mundo. Él sabía perfectamente
que no había mucho por hacer, que aquello era imposible. Pero nunca quiso dar
el brazo a torcer. Hasta el último momento pensó que lo podría superar….
Aunque un fulminante cáncer de cerebro a los 50 años lo terminó
matando en cosa de dos meses, él pensaba que podía vencer a la enfermedad. Pero
esa enfermedad no da escapatoria. Murió un jueves que nevaba mucho...
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