Javier quiso ser
director de orquesta sinfónica, pero por diversos motivos no pasó de modesto
pianista (cuarto año del Conservatorio). Nunca llegó a ofrecer un concierto en
público. Andando el tiempo, se alejó completamente de la música. El odio que
esa frustración le acumulaba no tenía límites. Su ocupación de vendedor de
seguros apenas si le permitía ocasionalmente escuchar algo de música en su
casa. Muy raramente iba a un teatro.
Para el momento
en que nos interesa, Abdul Abdelmalek, de Egipto, con sus cortos 33 años, ya se
había consagrado como uno de los más grandes directores sinfónicos de la época.
“Superior a Toscanini y a von Karajan, fabuloso, perfecto”, había
decretado la crítica. Con un particular estilo -jamás usaba frac, dirigía en
pantalón vaquero y con cabello largo hasta la cintura, tatuado y con arete en
la nariz-, las más prestigiosas orquestas sinfónicas del mundo habían ejecutado
bajo su batuta. Sabía arrancar de los instrumentistas los más hermosísimos
sonidos en cada obra. Fuerza expresiva y técnica infalible se amalgamaban en un
todo. Realmente hipnotizaba.
En marzo se
presentaba en el Palacio de
Bellas Artes, en la Ciudad
de México, el más emblemático de los teatros líricos y de la música
académica del país. Javier, haciendo un gran esfuerzo económico, compró una
platea preferencial.
El concierto fue
fabuloso. No quedaban dudas que la calidad artística de Abdelmalek le había
conferido con mucha justicia la fama y el prestigio de que gozaba. Durante la
ejecución de la obra final -“Cuadros de una exposición”, de Modest
Mussorgski, en orquestación de Maurice Ravel- Javier se levantó de la platea y
corrió hacia el proscenio al grito de “¡Cristo resucitó!”.
Luego, ya
detenido por la policía, contó que quiso imitar al húngaro Laszlo Toth, quien
en 1972, con un grito similar y martillo en mano, dañó severamente “La Piedad”,
de Miguel Ángel Buonarotti, en la Basílica de San Pedro, en el Vaticano. Pero,
en realidad, lo que quiso imitar, lo que realmente esperaba, confesó luego, fue
lo que sucedió en aquel lejano 1972, cuando un grupo de jóvenes artistas
plásticos planteó nominar al destructor de la gran escultura renacentista para
el Premio Nobel de Arte, como una expresión genial de anti-arte. Javier
esperaba algo similar. El balazo que le disparó a Abdelmalek solo lo hirió en
el hombro izquierdo, y el egipcio ahora sigue dirigiendo. Para julio organizó
un espectacular concierto benéfico nuevamente en México, a total beneficio del
Hospital Psiquiátrico, donde reside Javier.
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