Mortencio
parecía hecho especialmente para ese oficio: guardián nocturno de cementerio. Hasta
su nombre era el adecuado.
Nadie
sabía a ciencia cierta su edad, aunque su aspecto era el de un anciano. Pero no
un anciano decrépito, vencido por el tiempo. Era un viejo, sin dudas, sin
embargo, con la vitalidad de un joven. Nadie como él podía correr entre las
tumbas y treparse a algún mausoleo, incluso por la noche, sin ninguna luz. Si
bien su presentación era desaliñada, casi andrajosa –ropa descuidada, barba
larga y sucia, cabello arremolinado, le faltaban varios dientes–, su andar era
extremadamente juvenil, atlético podría decirse. Era de muy poco hablar.
Vivía
en el mismo cementerio, en un destartalado cuartucho en una esquina del
camposanto. Como empleado municipal que era, recibía puntualmente su salario,
pero prácticamente no gastaba nada. No salía, no tenía amigos, jamás iba por la
ciudad, y comía básicamente lo que él mismo preparaba de una pequeña huerta que
circundaba su ranchito, mantenida con autorización de las autoridades. Ese modo
de vida había despertado no pocas habladurías. Algunos decían que era, él
mismo, un muerto más.
Andaba
armado con un revólver y un machete. Pasaba toda las noches rondando, chequeando
hasta el más mínimo detalle. En no pocas ocasiones había corrido a tiros a
profanadores de tumbas. También era consenso popular que había espantado a esos
osados visitantes nocturnos no a punta de bala… sino con su aspecto
horrorizante. Realmente verlo causaba espanto; su aspecto general parecía no el
de un ser humano sino el de un cadáver.
Sin
saber en detalle sobre la presencia de este personaje, solo conociendo muy
parcialmente esas habladurías, algunos jóvenes del más refinado colegio privado
de la ciudad –pertenecientes a las más acaudaladas familias locales–, le dieron
forma a la apuesta. En realidad, habían escuchado algunos comentarios sobre ese
“viejo loco” del cementerio; pero, en todo caso, eso era un elemento que le
daba más emoción aún a la aventura. La apuesta consistía en pasar una noche
completa dentro de la necrópolis, sin teléfonos móviles ni linternas, buscando
que fuera una noche sin luna. No podrían gritar ni hacer ningún tipo de ruido,
para no delatarse. A lo sumo, podrían hablar entre ellos apenas musitando. Debían
aguantar ahí dentro hasta el amanecer.
En
principio, todo el grupo lo consideró una broma pasajera. No era la primera vez
que a alguien se le ocurría algo así; incluso, era un lugar bastante común en
discusiones y habladurías de cantina eso de pasar una noche en el cementerio.
Pero en este caso, la idea comenzó a tomar forma, y surgió la propuesta concreta
de apostar dinero. Finalmente, para demostrar valentías a prueba de todo,
cuatro varones y dos mujeres aceptaron el desafío. Las sumas apostadas no eran
despreciables –varios sueldos de Mortencio, para decirlo gráficamente–. Su
condición de “niños de familias bien” se los permitía (eran los vueltos que
iban guardando).
Ningún
progenitor supo de la iniciativa. De haberlo sabido, por supuesto que no la
hubieran permitido. Fue por eso que cada joven tejió una determinada excusa
para ausentarse de su casa esa noche. E igualmente debieron hacer los otros
apostadores, para constatar que de verdad se realizaba la acción. Finalmente,
quedaron doce testigos, que se colocarían alrededor de todo el cementerio para verificar
que los temerarios aventureros sí entraban y no salían sino hasta el alba.
Fue
un viernes. Noche fría, sin luna, con bastante bruma. Trataron de hacer el
menor ruido posible, porque a esa hora –las 10 de la noche– era seguro que el
cuidador ya estaría rondando. Saltaron el muro perimetral, y cayeron
pesadamente dentro del cementerio, tanto ellos como el pequeño equipo que
llevaban: cuerdas, palos, cigarrillos, papel higiénico, alguna sustancia
psicotrópica. Los doce vigías se apostaron estratégicamente en las
inmediaciones, dentro de sus respectivos vehículos, controlando que ningún
aventurero escapara. La apuesta debía cumplirse íntegramente para que tuviera
valor, y se había pactado que los seis visitantes se retirarían recién al salir
el sol, no antes. Esa era la condición; si no, perdían.
En
los primeros minutos, con la quietud y el silencio sepulcral, algunos de los
apostadores quisieron desistir. Los invadió un terror indescriptible; sudores
fríos comenzaron a correr por sus espaldas y sus frentes, y alguno tuvo
dificultad para articular palabras. Nunca en sus vidas –acomodadas,
confortables– habían tenido la sensación de pánico; esa era la primera vez, y
la sensación, por cierto, era fatal. Fue necesario la reacción enérgica de los
más valientes para que el grupo permaneciera unido. Uno de los muchachitos no
pudo contener las lágrimas. Solo un largo trago de vodka –llevaban un par de cantimploras
bien aprovisionadas para protegerse del frío– le devolvió el ánimo.
No
tenían un plan claramente convenido de cómo pasarían el tiempo ahí dentro. No
conociendo mayormente el cementerio, lo único que habían establecido es que
deberían deshacerse del guardián, el tal Mortencio, ese horrendo personaje –del
que solo conocían por comentarios–. Cuando lo vieron de lejos, no dudaron en
afirmar que sí, efectivamente, era horrendo. “¡Espantoso!”, fue el comentario general. Tal como lo habían pensado
con antelación, dos del grupo –una muchacha y un joven– lo distrajeron
gritándole por delante. Cuando Mortencio alistó su machete, los otros cuatro ya
le caían a palazos por la espalda. La lucha fue dura, y como consecuencia uno
de los jóvenes resultó herido en un brazo. No fue gran cosa, aunque se hizo
necesario vendarlo para detener la sangre. El guardián quedó inconsciente.
Rápidamente lo amarraron y amordazaron. Para evitar cualquier reacción de parte
del ya dormido vigilante, reforzaron su sueño con una considerable dosis de clorhidrato
de ketamina, que le inyectaron con una hipodérmica.
Fuertemente
amarrado a un árbol, ese problema estaba solucionado. Imposibilitado de hablar,
podrían deambular tranquilamente entre las tumbas. La idea original era permanecer
todos juntos, pero a instancias de la insistencia de Julián, quizá el más
intrépido del grupo –el que en realidad había desmayado a Mortencio de un
brutal palazo en la nuca, un rubio de bien cuidado cuerpo, alto y atlético– se
dividieron en tres parejas. Las muchachas no estuvieron de acuerdo con eso,
alegando sin ninguna vergüenza mucho miedo; pero la explicación de Julián
terminó por convencerlas.
En
realidad, no era una explicación convincente, o lógica; pero su obstinada
repetición terminó por hacerles aceptar. Él argumentaba que así, divididos en
tres grupos de dos, podrían auxiliarse en caso sucediera algo a alguna pareja. Todos
juntos eran una presa fácil si sucedía algo. A regañadientes, se dividieron. Julián
se quedó con otro varón: Eduardo.
Después
de transcurridas un par de horas, y luego de un corto sueño de Eduardo apoyado
contra un árbol protegido con una manta, se dio el primer incidente. La pareja
de Julián y Eduardo, vagando por entre las tumbas de la entrada, encontró a Mónica
y a Pedro tendidos en sendos charcos de sangre. Tenían evidencias de haber
sufrido mucho, pues presentaban tremendas heridas en sus cuellos, como si
hubieran sido mordidos por un animal. Ambos estaban ya muertos, sin
posibilidades de recibir alguna atención. Eduardo entró en shock. Llorando
desconsoladamente le pidió a Julián que buscaran a la otra pareja y se
retiraran. “Perder la apuesta no era tan
importante como perder la vida”, arguyó con una angustia que casi no le
permitía hablar. Con un fuerte cachetazo, Julián respondió diciéndole
–¡exigiéndole!– que se callara.
“No nos podemos ir ahora, tonto”, amenazó
tajante Julián. “Si llegamos hasta aquí,
tenemos que terminar la obra. Lamento lo de estos dos… ¡pero no podemos
abandonar todavía!”.
El
llanto de Eduardo se hizo entrecortado. Quería hablar, pero no podía. Hubiera
querido salir corriendo y trepar el muro, pero sus piernas se hallaban
paralizadas y no se lo permitían. Casi arrastrado de una mano por Julián, salió
de esa escena.
La
oscuridad era total. No se podía ver a más de un metro, dado que no había luna
y la neblina lo había invadido todo. Eduardo, sacando fuerza de flaquezas,
gritó el nombre de la otra pareja con el hilo de voz que le quedaba: “¡Roxana! ¡Osvaldo!”. La respuesta de
Julián fue inmediata y terminante: un tremendo puñetazo en su mentón.
Eduardo
rodó estrepitoso, golpeando contra una cruz, fisurándose así una costilla. El
dolor se le hizo intolerable, ante lo cual Julián optó por dormirlo con una
alta dosis de ketamina, tal como habían hecho con el guardián. También lo
amarró de pies y manos, pensando que así sería mejor para que el aterrado joven
no cometiera la locura de empezar a gritar y, desesperándose, intentara salir
del cementerio. Eso no solo haría perder la apuesta sino que –era lo más
importante– podría delatar la travesura, que a estas alturas ya tenía ribetes
de verdadero delito, con muertos incluidos.
Julián
deambuló por largo tiempo tratando de encontrar a la otra pareja, sin lograrlo.
Cuando ya estaba cerca el alba, Osvaldo y Roxana dieron con el cuerpo de
Eduardo. Estaba amarrado a un árbol, muerto, y también presentaba una
horripilante herida en el cuello, y otra similar en el hombro derecho, como si
hubiera sido mordido por una bestia feroz. Los jóvenes quedaron atónitos, sin
palabras. Roxana entró en crisis: lloró, vomitó, se defecó encima. No podían
creer que Mortencio se hubiera liberado de sus ataduras y hubiera resistido a
la fenomenal dosis de anestésico que le habían suministrado. Y menos aún, no
podían concebir que hubiera dado esa muerte tan horrenda a sus amigos. Además,
el cuerpo de Eduardo evidenciaba haber sido tratado con saña, pues se le veían
otras heridas como mordiscos en las piernas, faltándole varios dedos de las
manos.
La
escena era macabra, aterradora. Comenzaron a gritar el nombre de los otros
compañeros, contraviniendo lo pactado, en el sentido de guardar silencio y no
poder gritar nunca en toda la noche: “¡Mónica,
Pedro, Julián!”. No sabían que los dos primeros yacían muertos. Julián no
contestaba. Ante lo lóbrego de la situación, decidieron salir corriendo del
cementerio, sin importarles la apuesta ni los otros miembros de la aventura. El
terror pudo más que la solidaridad.
Julián
también decidió marcharse y dejar todo, tanto lo pactado en la apuesta como a
sus compañeros. Sabía que eso estaba mal, abandonando a su suerte a los
sobrevivientes. Pero el pánico no tiene parangón, y en las situaciones límites el
miedo manda.
Cuando
decidió salir, era ya el amanecer y los primeros rayos de sol comenzaban a
iluminar la escena, despejando en parte la neblina. Como pudo, escaló el muro
por la parte trasera del cementerio, donde estaban apostados cuatro de los doce jóvenes que
hacían de jueces. Al verlo, inmediatamente todos se percataron que había
problemas. Julián no podía articular palabras, aterrado como estaba. Las
manchas de sangre en su ropa lo decían todo: las cosas no habían salido como
estaba previsto.
Inmediatamente
se juntaron todos, los doce vigías y Julián. Contó, con una angustia que lo
devoraba, que dos de los jóvenes estaban muertos, y a Eduardo lo había
abandonado en medio de una crisis, amarrado y drogado para que “no cometiera locuras”. Todos
consensuaron que a las 8 hs., cuando se abrían las puertas del cementerio,
entrarían como cualquier visitante a ver con qué se encontraban, y luego
decidirían. El sobreviviente contó una y mil veces, temblando, horrorizado, que
el guardián había sido dormido a palazos, y por si eso fuera poco, también
había sido inyectado con una buena dosis de anestésico. Además, estaba muy
firmemente amarrado, por lo que veía imposible que se hubiera levantado y
atacado a los otros integrantes del grupo. “Aunque…
con los muertos nunca se sabe”, agregó sentencioso uno de los jóvenes.
Para
no llamar especialmente la atención, exactamente a las 8 de la mañana ingresaron
solo cuatro jóvenes. El revuelo en el cementerio era mayúsculo, ante lo cual
quedaron atónitos, sin saber qué hacer. Casi junto con ellos llegaron los
patrulleros y las ambulancias. En unos minutos, también los canales de
televisión, siempre ávidos de este tipo de noticias.
Todo
el grupo quedó paralizado, sin saber qué hacer. Rápidamente se informaron de lo
acontecido: cinco jóvenes muertos, y el cuidador dormido en forma brutal,
amarrado y golpeado.
En
un improvisado conciliábulo decidieron, como pacto de honor, que nada dirían de
la aventura ocurrida. Simulando la más absoluta sorpresa acudirían a los
funerales de los amigos muertos, mostrando desconcierto, asombro, furia por lo
ocurrido. Nadie diría una palabra de cómo habría podido ser posible que,
habiendo dicho en sus respectivas casas que iban a alguna fiesta o pasarían la
noche donde algún compañero, las cinco víctimas habían aparecido muertas dentro
del cementerio. Se podría hablar de un posible rito satánico, del que todos
mostrarían extrañeza, con lo que podría pasarse por alto la apuesta y la fatal
aventura, que había terminado de una forma tan absolutamente imprevista.
Entre
los jóvenes se tejió una suerte de complicidad de logia secreta, sin que nadie
pudiera acertar a explicar lo sucedido. Si el horripilante guardián Mortencio
había estado dormido y amarrado, ¿quién había matado a Eduardo, Mónica, Pedro,
Roxana y Osvaldo?
Cuando,
ya más calmados luego de los respectivos funerales, el grupo de vigías y el
único sobreviviente, Julián, trataron de explicarse lo sucedido, no encontraban
forma de hacerlo.
“¡¿Un muerto?! ¡¡No seamos tontos!! Los
muertos están muertos…”, razonaban algunos. “¿Mortencio?”, se preguntaban otros. “Imposible. El viejo apareció amarrado y tan drogado que no se tenía en
pie”, razonaban algunos. “¿Entonces?”
El desconcierto era total.
El
caso dio muchísimo que hablar en toda la ciudad, incluso a nivel nacional. Era
un verdadero misterio entender lo acontecido aquella noche, y el periodismo
amarillista tuvo comidilla para varios días. Las hipótesis se sucedían
vertiginosamente, sin que nadie dijera nada convincente. Tampoco los
investigadores de la policía lograban explicarlo. Unos días después, Julián
entró en crisis, debiendo ser internado en un hospital psiquiátrico privado, el
más caro de la ciudad. Cayó en un mutismo total del que nada ni nadie pudo
sacarlo por varios meses, con profundas crisis de llanto y risas macabras,
incompresibles, disparatadas.
Cuando
Mortencio, el cuidador, salió del estupor en que había permanecido por espacio
de casi una semana, contó algo patético, inconcebible: acostumbrado como estaba
a ver en la oscuridad, semidormido por efecto de los golpes sufridos y del
analgésico –mal aplicado, del que solo recibió una pequeña dosis, porque la
inyección no había logrado pasarle toda la carga de ketamina–, pudo ver entre
sombras parte de lo ocurrido. Nadie le creyó, tomándolo como delirio de un
“viejo loco”. De todos modos, un periodista “abogado del diablo” de un periódico
de segunda línea le dio crédito, y publicó lo expresado por el viejo.
“Medio dormido como estaba”, dijo
Mortencio, “pude ver cómo uno de los
jóvenes que me había pegado cuando encontré al grupo, un rubiecito alto y fornido
que fue el que me puso la inyección, mataba a mordiscos a otro de los
muchachos. Me dio tanto miedo que preferí hacerme el dormido y quedarme
quietecito a ver qué pasaba”. Nadie quiso creerlo, y muchos prefirieron
mantener la ilógica versión –mito que se hizo bastante popular posteriormente–
que habían sido los muertos, molestos por profanarles su descanso.
Julián
salió luego de la hospitalización; estuvo en tratamiento psiquiátrico un
tiempo, recuperándose más tarde en forma plena. Con los años se graduó de
abogado, y posteriormente se hizo diputado, siendo uno de los legisladores más
jóvenes. Ahora muerde de otra manera.
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