lunes, 17 de diciembre de 2018

¡TELEBASURA: EL SHOW MÁS INAUDITO DE LA TELEVISIÓN!





Miró por la ventana hacia el patio del canal y vio que la nieve acumulada era mucha. La temperatura había bajado más de lo esperado: treinta grados bajo cero. Ese invierno estaba siendo especialmente inclemente, tanto como lo era él con los invitados a su programa.
           
Volvió a echar una mirada sobre los posibles candidatos para la próxima emisión; cada martes por la noche una muy buena parte de la población moscovita, y también de la Federación Rusa, esperaba ansiosa el programa que Mijaíl Kozunov había ideado hacía no más de diez meses, y que en poco tiempo había logrado cautivar la atención de un público ávido de novedades occidentales.
           
No era fácil elegir, cada semana, el personaje más adecuado. Se debía ser muy cuidadoso: había que transmitir algo triste, que llamara a la compasión, pero al mismo tiempo con un toque de ligereza. Lo más importante era no establecer ningún contacto entre lo que se mostraba con la realidad; los personajes debían parecer ficticios, imaginarios. Algo de humor negro no venía nada mal. Desahuciados varios, monstruos, mujeres violadas, huérfanos abandonados, alcohólicos recuperados y otras rarezas de la marginalidad componían esta galería del terror-humor.
           
Esta mezcla nada fácil, presentando una faceta totalmente nueva en relación a la insufrible pesantez de los programas "oficiales" que Mijaíl producía años atrás, antes de la caída del régimen socialista cuando era director del departamento de divulgación del partido en Moscú, había calado hondo en una población desacostumbrada a reírse de lo que veía por televisión. El problema estaba ahora en que se había llegado al otro extremo: de una solemnidad forzada se había ido a una desfachatez perversa. Lo peor de la televisión occidental estaba ahí, en versión corregida y aumentada.
           
Mientras encendía un cigarrillo más –fumaba más de dos paquetes diarios– revisaba las historias de vida y las fotos que su asistente le había dejado sobre el escritorio. Media hora atrás había terminado el programa de ese martes –éxito total: había presentado a un enano que pasó seis años en alguna cárcel de Siberia acusado de ser agente de un servicio de espionaje extranjero, mutilado de un ojo y tartamudo, luego rehabilitado– y ya se encontraba ahora, nueve y media de la noche, trabajando para las semanas próximas. Estaban aseguradas las futuras dos entregas: una ex monja católica violada por un obispo, ahora lesbiana y dirigente de una organización pro derechos sexuales, y un pescador del Báltico que perdió las dos piernas en lucha con un tiburón, ex miembro del Partido Comunista. No se daba descanso en su tarea; así como se había dedicado con total entrega a la labor revolucionaria cuando era camarada, años atrás, con el mismo ahínco, con igual pasión se entregaba ahora a su nuevo perfil. Trabajaba no menos de doce horas diarias.
           
Lentamente el programa había ido evolucionando de una presentación más o menos seria de personajes insólitos a una mordaz sátira, donde no se escondía mucho la mofa que se hacía de cada invitado. La audiencia no paraba de crecer, por lo que Mijaíl, así como los directivos del canal de televisión, privatizado ahora, no reparaban en cuestiones éticas al momento de seleccionar los candidatos. En los diez meses de vida del programa ya había cambiado tres veces el nombre, sin menoscabo de la cantidad de seguidores; arrancó llamándose Vidas insólitas, pasando a ser, en pocos meses, El show de lo increíble, para terminar ahora con su actual nombre: Telebasura: el show más inaudito de la televisión.
           
Mijaíl sabía que lo que producía era una basura; pero de eso se trataba justamente. –La gente quiere basura–, reflexionaba. –Tenían todo servido por el Estado y no lo quisieron. Si prefieren esta mierda… pues démosela–.
           
Ante sí tenía tres fotos con sus correspondientes anotaciones: un campesino de mediana edad que había nacido como siamés y estaba separado ahora de su hermano, quien había fallecido años atrás de muerte natural. Cojeaba un poco, pero eso no era tan atractivo. El otro personaje era un adolescente que había llegado a ser campeón nacional de ajedrez, y dado su talento prometía poder acercarse a un futuro cetro mundial; pero a los dieciséis años había tenido un brote psicótico, por lo que se había interrumpido su carrera. Ahora, a veces, jugaba informalmente en el manicomio donde estaba internado.
           
Interesante–, pensó Mijaíl –pero está controlado en el hospital, y en esas condiciones no puede despertar mucho la atención; además, de loco que es, puede decir cualquier cosa, y no conviene–.
           
Cuando la vio –era la tercera historia que revisaba– no pudo evitar derramar la taza de te del impacto. En el papel escrito por Ana –su asistente y amante– decía: "Nadezhka, cincuenta y ocho años, mujer. Pasó más de cuarenta años buscando a su familia, a quien aún no pudo hallar. En la actualidad está ciega".
           
–¿Mujer? ¡Pero si tiene cara de hombre! ¡Hasta bigote tiene!–
           
No podía sacarle los ojos de encima a esa foto; sin pensarlo mucho, como reacción impulsiva, sin pensarlo más, la eligió para el programa de tres semanas después.
           
–¡Esta tiene que ser, sin dudas! Hasta el nombre va bien: Nadezhka, como la compañera del camarada Ulianov. Seguro que va a impactar–. Siguió mirando atentamente la foto sin terminar de saber qué cosa lo atraía tanto. –Pero no puedo creer que sea mujer. Esa cara, esa cara… yo la conozco–.
           
No pudo evitar llamarla a esa hora; la quería como amante, pero más aún la estimaba profesionalmente. En ambos campos era de lo más competente. Ana, ya dormida –vivía con su hijo adolescente, que no era de Mijaíl–, desperezándose un poco le comentó que no tenía mucha más información que la que había dejado escrita. Recordaba, sin embargo, que los colaboradores que la habían detectado contaron que estaba un poco loca, y que insistía continuamente en sus hermanitos, que ella sabía que estaban vivos y que no perdía la esperanza de encontrar. Eran, decía, un hombre y una mujer, a quienes había dejado de ver décadas atrás. En medio de sus delirios hablaba también de historias raras, pecaminosas.
           
Le pareció perfecto. Una vieja demente, ciega, contando historias escandalosas, con cuyo nombre se podía jugar socarronamente, en una búsqueda imposible. Era patético, pero al mismo tiempo se podía presentar como un abnegado aporte social: –el show más inaudito de la televisión al servicio de la comunidad, buscando acercar a algún miembro de la familia de una desdichada viejecita… ¡Enternecedor!–, pensó, mientras una sonrisa mefistofélica le deformaba la cara. –Hay que acompañar el programa con la música apropiada: Erbarme dich, mein Gott, de la Pasión según San Mateo!– se le ocurrió inmediatamente, la misma que escuchaba casi a diario desde que había recibido los resultados de la prueba. También apareció alguna lágrima, pero un nuevo cigarrillo ya lo alejaba de estas sensaciones.
           
Hubiera querido contactar a la candidata esa misma noche, pero por razones obvias –era ya demasiado tarde– ni siquiera lo intentó. Mañana sería.
           
El primer acercamiento fue telefónico. Su voz le pareció muy adecuada: en realidad era de lo más desagradable, chillona, destemplada. Pero eso podía ser un elemento que atraía si se sabía manejar convenientemente. Hubo un par de cosas en la conversación que le quitaron el aliento, pero prefirió pensar que no las había escuchado, o que habían sido un error.
           
–Está reloca esta vieja… ¿De dónde habrá sacado eso? Amores prohibidos… ¡Por favor!–
           
Fueron más las dudas que le quedaron que las que se le despejaron. Hizo un listado de preguntas que quería formularle en el próximo encuentro. Acordaron que Mijaíl iría a su casa el jueves, ya para preparar todo con vistas al próximo programa. Los míseros rublos que a cambio recibiría Nadezhka no le vendrían nada mal; hacía cuatro meses que no cobraba su jubilación.
           
Ya en el apartamento de la candidata –junto a Ana y otro asistente: Boris, un inteligente joven veinteañero– Mijaíl se sintió inusualmente mal. Ni bien la vio tuvo una impresión desagradable. –¡Es una bruja!– se dijo.
            Siempre se manejaba con la más absoluta suficiencia con sus invitados, con osadía incluso. La forma de mofarse de ellos era sutil, y jamás alguno le había provocado lo que ahora sentía ante esta frágil mujer, ciega, mal vestida, casi repugnante en todo su aspecto. Tuvo miedo.
           
Ana lo advirtió de inmediato. Se dio cuenta que no podía tomar la iniciativa en las preguntas; era la mujer quien manejaba la situación, igual a como lo hacía Mijaíl en los programas de Telebasura. Por primera vez en la vida veía a su amante perder la compostura.
           
Fue Boris quien condujo el interrogatorio. La historia se mostraba interesante, intrigante: Nadezhka no era ninguna tonta. Su memoria era impresionante; relataba con lujo de detalle escenas de su infancia con tal convicción que nadie podía atreverse a poner en duda lo que decía. Por razones que no terminaban de quedar claras, cuando era una jovencita su familia se desintegró. Por dos años crió, prácticamente sola, a su hermano menor, llamado Fiodor; de su hermana menor –Valeshka– no tuvo más noticias desde alrededor de veinte años atrás.

–Curiosa coincidencia, ¿verdad?–, dijo en un momento. –Siempre me intrigaron las coincidencias. Les tengo que confesar algo: hace muchos años, cuando vivía en una granja y ya había perdido a mi familia, tuve intuiciones, cosas raras, no sé. Sentía que mi hermano, Fiodor, estaba bien; sabía, sin que nadie me lo hubiera dicho, que le iba bien en la vida, y que le iba a ir siempre bien, hasta que en algún momento aparecerían nubarrones en su destino. Nadie me lo creía, decían que era una bruja. Pero yo estaba segura que así era–.
Mijaíl sintió que se desmayaba; tuvo que aferrarse muy firme de una silla para no caer. No obstante el frío que hacía, su cara y sus manos estaban empapadas de sudor. Nadezhka, con los ojos perdidos en cualquier punto de la habitación, blancos por sus cataratas, se volteó hacia Mijaíl, casi como si lo estuviera viendo, y tomándole una mano le preguntó qué le sucedía.

–Nada, nada. Estoy bien, gracias–.
           
Luego de este primer encuentro hubo dos sesiones más; Mijaíl fue sólo a una. Quien tomó un papel más protagónico entonces fue Ana. Ella, al igual que su amante, tenía este aire casi perverso para el trato con la gente; fue por eso que pudo mantener en todo momento una prudente distancia de Nadezhka. Sin embargo también ella sintió algo inexplicable, algo que no le permitía estar bien. Eso de "amores prohibidos" dicho por la anciana la inquietaba.
           
–¡Qué retrógrada esta bruja! ¿Y qué hay de malo en tener amante? Seguro que la pobre nunca tuvo pareja en toda su vida, por eso habla así–.
Llegó el martes, día de la emisión del programa, que por cierto era en vivo. Ese día, por la mañana, de una manera totalmente casual –debía firmar los contratos de seguro de salud de todo el personal del programa, y tuvo ante sí los expedientes de cada uno– Mijaíl descubrió que Ana, en realidad, se llamaba Valeshka.
           
–¡Telebasuraaaaa: el show más inaudito de la televisión! les da una vez más la bienvenida–, atacó Kozunov con estudiado aire de suficiencia, avasallador.
           
Luego de las presentaciones de rigor apareció la canosa mujer, sentada en un aparatoso sillón. La cámara no se cansaba de hacer primeros planos de sus ojos y sus manos. Cambió la música; de la impertinente balada con que abría el programa –machacona melodía con trompetas y mucha percusión– pasaron al fragmento de Bach que había elegido Mijaíl. Las luces mermaron; se creó un clima de intimidad.
           
Ana temía que se volviera a repetir lo de la vez pasada en casa de Nadezhka; intuía problemas. Sabía que su amante era muy desenvuelto, que manejaba a la perfección las situaciones más difíciles. Pero en este caso sentía que algo raro pasaba, algo que se le podía ir de las manos. Mijaíl tenía un modo muy peculiar de dirigir el programa: dejaba que sus invitados hablaran primero y luego, con frialdad de torturador, comenzaba a golpear –muy sutilmente siempre– en los puntos más problemáticos de lo que habían dicho. Se trataba, en cierta forma, de remover heridas, de dañar. –Eso es lo que quiere el público. De solidaridad, ¡ni mierda!–, se justificaba.
           
Invariablemente los participantes lloraban en algún momento; Mijaíl se consideraba un experto en lograrlo. En esta ocasión, por el contrario, la vieja parecía un glaciar. Respondía a cada pregunta con larguísimas explicaciones plagadas de detalles, relatos minuciosos, historias interminables. Lentamente el conductor iba perdiendo la paciencia. En un corte comercial le dijo a su entrevistada que tenía que ser más dramática, no hablar tanto y llorar más.
           
–¿Y por qué?–, inquirió con ingenuidad Nadezhka.
           
–Pues… porque eso quiere la gente–.
           
–¿Ah sí? ¿Tan mala es la gente?–
           
–Más de lo que usted piensa, mucho más–, esputó con mirada desafiante Mijaíl.
           
–Pero yo no quiero llorar, mi querido. Ya lloré mucho toda mi vida; además, si es para llorar, mejor me voy–, agregó con ternura.
           
–¡No, no!, ¡que ya salimos al aire de nuevo!–, tronó descontrolado.
           
El nuevo segmento dejó más descolocado aún al presentador. La mujer fue tomando un rictus desconocido, inesperado. Su sonrisa –gélida, casi diabólica– era muy parecida a la que solía mostrar Mijaíl. Repentinamente cambió su tono.
           
–Ahora me doy cuenta. Sí, la intuición no me falla. Te acuerdas lo que te decía los otros días, cuando me entrevistaste en casa, sin cámaras ni luces. Tenía la visión que a ti te conocía, de mucho tiempo atrás. ¿De verdad, tú no eres originario de Stepanchikovo?–
           
–¿Y qué le hace pensar eso?–
           
–Tienes el mismo lunar en la muñeca que tenía mi desaparecido hermanito; lo toqué los otros días cuando me diste la mano al caerte. Y tienes también el mismo tono de voz–.
           
–Quizá se equivoca, mi querida–.
           
–Por la forma en que tratas de evadirte, diría que al contrario: veo que estoy cada vez más en lo cierto–.
           
–Pero si usted no ve–.
           
–No veo con los ojos, pero veo con el corazón. Sí, tú eres… tú eres Mijaíl Fiodorovich Kozunov, a quien dejé de ver hace cuarenta años. ¡Mi hermano! En verdad no me alegra reencontrarte, porque no puedo verte. Pero más aún, porque estás muy mal, porque algo terrible te está sucediendo, y no quería volver a toparme contigo para sentirte sufriendo de esta manera–, dijo Nadezhka con la más reposada tranquilidad.
           
Los asistentes del canal no se esperaban un programa tan bien montado, un show tan "inaudito" y sensiblero como el que estaban presenciando. Algunos no pudieron evitar comenzar a reír. Ana, fuera de cámara, se mordía los labios.

–Sí, así es la vida, mi pobrecito Mijaíl. Nacemos para sufrir–, continuó hablando la mujer con un aire maternal. Se compadecía del presentador que, con rostro desencajado, no pronunciaba palabra. La música de Bach sonaba ininterrumpidamente, grave, patética: Erbarme dich, mein Gott!
           
–¿Y qué piensas hacer ahora?–, lo acribilló de pronto con una pregunta que nadie se esperaba.
           
–¿Tú qué me aconsejarías?–, pudo balbucear con voz entrecortada Mijaíl.
           
–No lo sé. Resignarte quizá…–
           
De pronto, ante la sorpresa de todos los técnicos del canal, prorrumpió en un llanto desconsolado. Nadie sabía bien qué hacer, si eso era parte del show, o qué sucedía en verdad. De inaudito, tal como pretendía el título, tenía mucho.
           
–Dime, Nadezhka: ¿cómo supiste lo del examen?–
           
Ana estaba pasmada; hubiera querido intervenir, dar orden de cortar la transmisión, pero no tenía fuerzas para hacerlo. Al mismo tiempo le parecía fascinante lo que estaba sucediendo, era el show del absurdo llevado a su expresión más inimaginable. –Seguro que la audiencia debe estar anonadada– pensó.
           
–¿Qué examen?–, dijo con ingenuidad Nadezhka.
           
–Pues… la prueba de VIH que acabo de hacerme, el mes pasado–.
           
–¿Y cómo saliste, hermanito? ¡No!, no me lo digas. Ya lo intuyo–.
           
Ahora el llanto de Mijaíl era imparable. Las llamadas al canal comenzaron a ser imparables también. Alguien dijo: "es el mejor programa que he visto en mi vida".
           
Ana no pudo resistir más y corrió hacia Nadezhka para zamarrearla de un brazo, mientras miraba con ojos centellantes a su amante.
           
–¡Tú, hipócrita, no me habías dicho nada que eras seropositivo! ¡Me lo transmitiste entonces, miserable, perro! ¡Y tú, vieja bruja: ¿de dónde sacas eso de amores prohibidos?! ¡¿Qué quieres decir con eso?!– Su rostro era un infierno.
           
Nadezhka, volteando la cabeza hacia su iracunda interlocutora, con toda dulzura agregó:
           
–Entonces… tú eres Valeshka. ¡Hermana!–
           
El balazo que se pegó en el paladar con un revólver calibre veintidós que extrajo de su chaleco no era de utilería. Recién en ese momento el director de cámaras optó por cortar la transmisión. Las llamadas no cesaron toda la noche. "El mejor programa que he visto en mi vida. ¡Felicitaciones!"



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