viernes, 23 de noviembre de 2018

UN NUEVO BRUNO





Benedetto nació en el seno de una familia campesina sumamente católica, en la comuna de Rive d’Arcano, Udine, en el norte de Italia. Tenía un primo sacerdote, y desde niño, eso le impresionó especialmente marcándole su vida. La elección de su nombre por parte de sus padres ya lo decía todo. De pequeño fue monaguillo por varios años.

Sin que nadie de su familia se lo propusiera explícitamente, todo estaba dado para que Benedetto siguiera la carrera eclesiástica. En efecto, así fue. A los 12 años marchó a Roma para ingresar al Ateneo Pontificio Regina Apostolorum para comenzar su formación sacerdotal. Sus padres estaban exultantes, sumamente satisfechos. Benedetto, mucho más.

Era el mejor seminarista. Él mismo se sorprendía con sus progresos en griego clásico y latín. También con sus estudios de filosofía y teología. Eso de andar preguntándose por las causas últimas –¿o primeras?– le fascinaba. Pero tanto preguntarse comenzó a sembrarle dudas. Cuando leyó por vez primera la frase de Giordano Bruno: “Las religiones no son más que un conjunto de supersticiones útiles para mantener bajo control a los pueblos ignorantes”, le repugnó. Él, un candidato a sacerdote, fiel creyente desde que tuvo uso de razón, no podía soportar tamaña blasfemia, semejante apostasía irreverente. Si bien era pacifista, aplaudía su combustión en la hoguera en los lejanos años del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición. Y por supuesto, aunque hoy día, fines del Siglo XX, eso se podía ver como inhumana tortura, también avalaba –situándolo en el marco de siglos atrás– que se le clavara un clavo en la lengua previo a su ejecución, porque “proferir esos improperios” solo podía ser obra del diablo. Por tanto, se debía ser terminante con Lucifer, acallarlo de cualquier modo.

Algo, sin embargo, dejó sembrado Bruno en su espíritu, una inquietud que largas charlas con sus maestros y consejeros espirituales no podían silenciar: “¿por qué el iconoclasta teólogo habría dicho «Tembláis más vosotros al anunciar esta sentencia que yo al recibirla» en el momento de ser conducido a la pira? ¿Por qué, coetáneo con Bruno, Galileo había proferido su famoso «Y sin embargo se mueve», refrendado por las ciencias tiempo después?”. Algo había que no le terminaba de cuadrar. La costumbre de preguntar, de indagar con valentía, se le había hecho carne. Era un cuestionador de oficio.

Los avances en su formación eran notorios. Algún viejo profesor había vaticinado, algo en broma, algo en serio, que con Benedetto se estaba ante un próximo obispo y, ¿por qué no?, ante un próximo papa. El joven seminarista sonreía con benevolencia. Cuando se acercaba su ingreso al oficio sacerdotal, las dudas lo carcomían. El orgasmo que obtenía con cada masturbación –cada vez más frecuentes y compulsivas, por cierto, vividas con mucha culpa en principio, con alegría gozosa luego– fueron su punto de quiebre. Con dolor, pero al mismo tiempo con satisfacción, renunció al sacerdocio.

Sus maestros quedaron atónitos, estupefactos. No podía ser que ese diamante, esa pieza única, desertara. Pero las pasiones terrenales pueden más que las celestiales. Definitivamente Benedetto decidió no volver a su comuna de origen. Permaneció en Roma, y rápidamente ingresó como docente en la Universidad La Sapienza

Pasaron algunos años donde fue catedrático auxiliar en Historia de la Filosofía Antigua y Medieval; su dominio en esas materias le fue revelando rápidamente como uno de los docentes más respetados por el alumnado. Con 30 años, tras varios de celibato durante su época de seminarista, su actual hambre de sexo era insaciable. Pero justamente la falta de vinculación con el tema lo había hecho un tosco, falto de todo tacto. Sus avanzadas con las mujeres eran una mezcla de grosería, tontera e inocencia. La mayoría de alumnas le escapaban, pero nunca faltaba alguna ocasional que –más por conmiseración que por otra cosa– aceptara sus fogosas, y muchas veces ridículas, propuestas.

Pese a esta apasionada (medio payasesca) búsqueda sexual, Benedetto seguía manteniendo valores de buen católico, aquellos que profesaba su familia y que le reforzaron en el seminario. Continuaba pensando que el aborto era un crimen, que masturbarse era pecado (se asumía como pecador), y que las relaciones sexuales contra natura no eran bien vistas por el Sumo Hacedor. Las relaciones sexo-genitales prematrimoniales eran pecaminosas también, pero dado que Dios lo perdona todo si hay arrepentimiento genuino, eso no le causaba mayores problemas (por eso se permitía buscarlas). Unos cuantos Pater noster lo arreglaban todo. Pero una vez casada, la gente debía ser monogámica, porque la unión matrimonial, base de la sacrosanta familia, es intocable. La infidelidad conyugal, expresaba acalorado, era apostasía, blasfemia, pasaporte seguro para el Averno.

Así las cosas, una encantadora alumna de Filosofía, Beatrice, ardiente veinteañera de Sicilia, terminó conquistándolo. Nuestro héroe, por supuesto, se dejó conquistar encantado. Después de los primeros acercamientos, decidieron vivir juntos. Para Benedetto no fue fácil aceptar el concubinato (eso también constituía pecado), pero el amor por la joven discípula pudo más que los principios.

Ambos se amaban con pasión. Después de varios meses de convivencia, siempre con la insistencia de Benedetto de contraer nupcias –“como el Señor lo quiere”–, comenzaron a concebir la idea de tener un hijo. Beatrice era católica por tradición familiar, pero no era una devota practicante. También por insistencia del joven profesor, ella comenzó a vincularse más a la iglesia. Mientras buscaban su vástago, ambos comenzaron a asistir a grupos pastorales. Al poco tiempo, ambos también terminaron integrándose a trabajos de catequesis; su misión consistía, básicamente, en orientación matrimonial con jóvenes parejas. Beatrice no estaba del todo convencida; no le desagradaba hacerlo, pero mantenía dudas. Para Benedetto, por el contrario, esa era la máxima expresión de su devoción, de su aporte a la Santa Madre Iglesia.

Se sentían a gusto, tanto en la pareja como en su trabajo parroquial. Beatrice, andando el tiempo, terminó graduándose, mientras Benedetto profundizaba una promisoria carrera docente. La publicación de su primer libro –“Giordano Bruno: iconoclasta incomprendido”– fue todo un suceso. Se podía leer ahí una velada crítica a la doble moral de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, la que comparaba muy literariamente con el andar de un lobo estepario. Pero mientras escribía esto, seguía profesando la fidelidad del matrimonio monogámico como un bien que dios todopoderoso, infinito y omnisciente creador del cielo y de la tierra, había legado a los hombres. Fue ahí cuando comenzó a cuestionarse por qué “hombres” era sinónimo obligado de “humanidad”. Su crítica, que enlazaba muchas preguntas, ya no pudo detenerse más.

En el seminario había sido testigo –¡y víctima!– de numerosos abusos, de demasiadas tropelías. La gran mayoría, por no decir siempre, ligados al ámbito sexual. Eso le había marcado a fuego para toda la vida en muchos aspectos, pero nunca se había atrevido a contarlo. Ni siquiera a Beatrice. Eran sus secretos mejor guardados.

Aunque, como se sabe, la basura escondida debajo de la alfombra no desaparece: no se ve, pero ahí está, y en cualquier momento puede reaparecer. Con Benedetto, la acumulación de basura se le estaba volviendo demasiado tóxica. No sabía cómo manejarla.

Después de tres años de unión, no habiendo bajado la pasión pero sin que apareciera el anhelado hijo, comenzaron los primeros indicios de decepción, de cansancio. Durante todo ese tiempo jamás discutían. Ahora Benedetto, sin quererlo, pero al mismo tiempo sin poder controlarlo, por primera vez comenzaba a expresar algún reproche en relación a la falta de fecundidad. Decidieron consultar con una especialista en el tema.

Luego de todos los exámenes necesarios, ambos entraron en tratamiento. La doctora que los atendía indicó que los resultados no serían inmediatos, teniendo que esperar quizá un año para lograr el embarazo. Pasó ese tiempo, pero el niño no aparecía.

Benedetto, fiel católico, transmitía con pasión a su amada que en los momentos más aciagos es cuando más tiene que resaltar la fe. Ahora, en esta circunstancia dura, recomendaba con encendido amor a Beatrice que era cuando más creyentes debían mostrarse, y más que nunca entregarse al Altísimo. La joven, comenzando a desesperarse, quería creer que esos ruegos darían resultado. Sus catequesis matrimoniales, desarrolladas con pasión desbordante, les ayudaban en su ejercicio espiritual.

Enseñaban a jóvenes parejas, cada vez con más celo, con más devoción religiosa, que la fidelidad conyugal puede con todo, que el amor a su acompañante de vida, estuvieran o no cristianamente casados –pero mejor si habían recibido el sagrado don del matrimonio– resolvía cuanta adversidad se presentara en la vida. Y, de hecho, se presentaban ellos como fiel ejemplo de esa fe, de ese amor y entrega absoluta a los designios del Creador. Pese a no ser bendecidos aún con la gracia de un nuevo ser, eso que para otros podía ser una desgracia, había que saber interpretarlo como el mensaje divino para que se unieran más como pareja.

Luego de casi dos años de infructuosos tratamientos, comenzaron a contemplar la posibilidad de una adopción. Benedetto propuso un niño africano, “un negrito”. A Beatrice, esencialmente racista como era, si bien lo disimuló con astucia, esa idea la espantó. Fue ahí cuando concibió el proyecto salvador: buscaría hacerse embarazar por otro hombre.

Por supuesto, tendría que ser un blanco (la idea de un hijo negro la horrorizaba). Debía hacerlo con mucho tacto, buscando que el padre biológico quedara absolutamente claro respecto al posible hijo por nacer: no tendría nada que reclamar, y una vez cumplidos los servicios de semental, debía olvidar para siempre lo ocurrido.

Comenzó a incomodarla algo el hecho de predicar una cosa en sus cursos parroquiales y hacer exactamente lo contrario en su cotidianeidad. Pero… “Dios lo perdona todo si hay arrepentimiento de los pecadores”, se convencía rápidamente. Sin mayor culpa, se dio abiertamente a la tarea. Probó con tres distintos hombres. Finalmente, el “milagro” se consumó.

La pareja desbordaba de alegría. Más aún Benedetto, que se repetía a cada instante que la fe lo puede todo, que la “misericordia divina no tiene límites”. Cierta frialdad en Beatrice cuando él expresaba su dicha lo sorprendió un tanto. La sorpresa se tornó en abierta desconfianza el día en que la joven madre tuvo un lapsus linguae con él, llamándolo por otro nombre: Luigi, un amigo común de la pareja. El profundo sonrojamiento de su esposa, allí donde se esperaba una simple sonrisa benevolente ante el equívoco, lo terminó de convencer. “Aquí hay gato encerrado”, concluyó.

Nunca quedó claro cómo hizo Benedetto para llegar a saber que ese vástago no era su hijo biológico, aunque llevara su apellido. Intuitivo como era, esas mínimas señales por parte de su esposa y la exagerada preocupación de Luigi por la salud del niño (había nacido ochomesino), le fueron abriendo esa perspectiva. Con ayuda de algún soborno que tuvo que pagar por allí y las confesiones de alguna enfermera chismosa que nunca falta, llegó a la conclusión temida. La prueba de ADN, hecha en secreto respecto a su pareja, fue demoledora, pues confirmó fehacientemente lo que ya venía intuyendo. Benedetto guardó silencio con Beatrice ante lo descubierto.

Un día cualquiera desapareció de la casa. Tres días después, cuando ya era buscado por la policía ante la angustia de todo el mundo, hizo llegar a su compañera de vida una carta con una sucinta explicación del porqué de su desaparición. Lo pensó infinitas veces; buscó vías alternas, lo consultó con su almohada, y también con su cura confesor, y finalmente optó por esta solución. Había pensado, entre tantas cosas, matar a madre e hijo. Pero Bruno –así lo habían llamado, en honor al teólogo italiano del que Benedetto era casa vez más admirador– no tenía culpa en el asunto, por lo que hubiese sido cruelmente injusto su deceso.

Las clases de Benedetto cada vez eran más impresionantes. Sí, sí: ¡impresionantes!, pues matizaba las agudas críticas a la religión con mordaces chistes sobre sacerdotes y monjas. Se burlaba de la Iglesia Católica, pero más aún, de su hipocresía. Su conocimiento de la Biblia, pero más aún de los grandes teólogos medievales, era proverbial. De ahí que podía citar en latín, y de memoria, los pasajes que le parecían más contundentes. “Vosotras, las mujeres, sois la puerta del Diablo: sois las transgresoras del árbol prohibido: sois las primeras transgresoras de la ley divina”, reproducía por ejemplo de San Agustín, quien antes de ordenarse sacerdote era un noble sibarita que se jactaba de no acostarse dos noches seguidas con la misma mujer. O a Santo Tomás, de quien se mofaba al citar su célebre formulación de “No veo la utilidad que puede tener la mujer para el hombre, con excepción de la función de parir a los hijos”. Sus superiores comenzaban a ponerse nerviosos, pues su apostasía ya iba demasiado lejos.

Su posición había ido evolucionando paulatinamente desde una velada crítica a una abierta y frontal confrontación con la Iglesia. Si las clases magistrales en la universidad eran demoledores ataques con altura académica, los grupos parroquiales con jóvenes próximos a celebrar sus nupcias eran infinitamente más mordaces, más agresivos.

Empezó a proclamar el amor libre, la pareja abierta, atacaba acremente la hipocresía contenida en la monogamia y el amor eterno.

Después de la desaparición temporal, reapareció en forma espectacularmente histriónica. En el patio de la universidad, con la ayuda de varios estudiantes y amigos, remedó la hoguera donde fuera quemado vivo Giordano Bruno en 1600.

Con el torso desnudo y manchado de lo que parecía sangre (era sangre figurada), espetó con fiereza las palabras que el teólogo italiano profiriera a sus verdugos en aquel entonces: “Tembláis más vosotros al anunciar esta sentencia que yo al recibirla”. Ya en lo que representaba la hoguera, con un megáfono de alta potencia que le acercaron denunció a los cuatro vientos: “Fui engañado por mi cónyuge. Pero la culpa no la tiene ella, en tanto mujer “pecadora”. No existen las mujeres pecadoras. No hay pecado. La culpa la tiene la hipocresía de una unión que es mentirosa, mezquina, imposible. La culpa la tiene la Santa Madre Iglesia por continuar manteniendo tantas mentiras”.

Los médicos del Hospital Psiquiátrico donde lo condujeron amarrado no quisieron internarlo. Dijeron tajantes que este nuevo Bruno… ¡no estaba loco!

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