Benedetto nació en el seno de una familia campesina sumamente católica, en
la comuna de Rive d’Arcano, Udine, en el norte de Italia. Tenía un primo sacerdote,
y desde niño, eso le impresionó especialmente marcándole su vida. La elección
de su nombre por parte de sus padres ya lo decía todo. De pequeño fue
monaguillo por varios años.
Sin que nadie de su familia se lo propusiera explícitamente, todo estaba
dado para que Benedetto siguiera la carrera eclesiástica. En efecto, así fue. A
los 12 años marchó a Roma para ingresar al Ateneo Pontificio Regina Apostolorum
para comenzar su formación sacerdotal. Sus padres estaban exultantes, sumamente
satisfechos. Benedetto, mucho más.
Era el mejor seminarista. Él mismo se sorprendía con sus progresos en
griego clásico y latín. También con sus estudios de filosofía y teología. Eso
de andar preguntándose por las causas últimas –¿o primeras?– le fascinaba. Pero
tanto preguntarse comenzó a sembrarle dudas. Cuando leyó por vez primera la frase
de Giordano Bruno: “Las religiones no son más que un conjunto de supersticiones
útiles para mantener bajo control a los pueblos ignorantes”, le repugnó. Él, un candidato a sacerdote, fiel creyente desde
que tuvo uso de razón, no podía soportar tamaña blasfemia, semejante apostasía
irreverente. Si bien era pacifista, aplaudía su combustión en la hoguera en los
lejanos años del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición. Y por supuesto,
aunque hoy día, fines del Siglo XX, eso se podía ver como inhumana tortura,
también avalaba –situándolo en el marco de siglos atrás– que se le clavara un
clavo en la lengua previo a su ejecución, porque “proferir esos improperios” solo podía ser obra del diablo. Por
tanto, se debía ser terminante con Lucifer, acallarlo de cualquier modo.
Algo, sin
embargo, dejó sembrado Bruno en su espíritu, una inquietud que largas charlas
con sus maestros y consejeros espirituales no podían silenciar: “¿por qué el iconoclasta teólogo habría dicho
«Tembláis más vosotros al anunciar esta sentencia
que yo al recibirla» en el momento de ser conducido a la pira? ¿Por qué,
coetáneo con Bruno, Galileo había proferido su famoso «Y sin embargo se mueve»,
refrendado por las ciencias tiempo después?”. Algo había que no le terminaba de cuadrar. La costumbre de preguntar,
de indagar con valentía, se le había hecho carne. Era un cuestionador de
oficio.
Los avances en su formación eran notorios. Algún viejo
profesor había vaticinado, algo en broma, algo en serio, que con Benedetto se
estaba ante un próximo obispo y, ¿por qué no?, ante un próximo papa. El joven
seminarista sonreía con benevolencia. Cuando se acercaba su ingreso al oficio
sacerdotal, las dudas lo carcomían. El orgasmo que obtenía con cada
masturbación –cada vez más frecuentes y compulsivas, por cierto, vividas con
mucha culpa en principio, con alegría gozosa luego– fueron su punto de quiebre.
Con dolor, pero al mismo tiempo con satisfacción, renunció al sacerdocio.
Sus maestros quedaron atónitos, estupefactos. No podía
ser que ese diamante, esa pieza única, desertara. Pero las pasiones terrenales
pueden más que las celestiales. Definitivamente Benedetto decidió no volver a
su comuna de origen. Permaneció en Roma, y rápidamente ingresó como docente en
la Universidad La Sapienza
Pasaron
algunos años donde fue catedrático auxiliar en Historia de la Filosofía Antigua
y Medieval; su dominio en esas materias le fue revelando rápidamente como uno
de los docentes más respetados por el alumnado. Con 30 años, tras varios de
celibato durante su época de seminarista, su actual hambre de sexo era
insaciable. Pero justamente la falta de vinculación con el tema lo había hecho
un tosco, falto de todo tacto. Sus avanzadas con las mujeres eran una mezcla de
grosería, tontera e inocencia. La mayoría de alumnas le escapaban, pero nunca
faltaba alguna ocasional que –más por conmiseración que por otra cosa– aceptara
sus fogosas, y muchas veces ridículas, propuestas.
Pese a esta
apasionada (medio payasesca) búsqueda sexual, Benedetto seguía manteniendo
valores de buen católico, aquellos que profesaba su familia y que le reforzaron
en el seminario. Continuaba pensando que el aborto era un crimen, que
masturbarse era pecado (se asumía como pecador), y que las relaciones sexuales contra natura no eran bien vistas por el
Sumo Hacedor. Las relaciones sexo-genitales prematrimoniales eran pecaminosas
también, pero dado que Dios lo perdona todo si hay arrepentimiento genuino, eso
no le causaba mayores problemas (por eso se permitía buscarlas). Unos cuantos Pater noster lo arreglaban todo. Pero una vez casada, la gente debía ser
monogámica, porque la unión matrimonial, base de la sacrosanta familia, es
intocable. La infidelidad conyugal, expresaba acalorado, era apostasía,
blasfemia, pasaporte seguro para el Averno.
Así las cosas, una encantadora alumna de Filosofía, Beatrice, ardiente
veinteañera de Sicilia, terminó conquistándolo. Nuestro héroe, por supuesto, se
dejó conquistar encantado. Después de los primeros acercamientos, decidieron
vivir juntos. Para Benedetto no fue fácil aceptar el concubinato (eso también
constituía pecado), pero el amor por la joven discípula pudo más que los
principios.
Ambos se amaban con pasión. Después de varios meses de convivencia, siempre
con la insistencia de Benedetto de contraer nupcias –“como el Señor lo quiere”–, comenzaron a concebir la idea de tener
un hijo. Beatrice era católica por tradición familiar, pero no era una devota
practicante. También por insistencia del joven profesor, ella comenzó a
vincularse más a la iglesia. Mientras buscaban su vástago, ambos comenzaron a
asistir a grupos pastorales. Al poco tiempo, ambos también terminaron
integrándose a trabajos de catequesis; su misión consistía, básicamente, en
orientación matrimonial con jóvenes parejas. Beatrice no estaba del todo
convencida; no le desagradaba hacerlo, pero mantenía dudas. Para Benedetto, por
el contrario, esa era la máxima expresión de su devoción, de su aporte a la
Santa Madre Iglesia.
Se sentían a gusto, tanto en la pareja como en su trabajo parroquial.
Beatrice, andando el tiempo, terminó graduándose, mientras Benedetto
profundizaba una promisoria carrera docente. La publicación de su primer libro
–“Giordano Bruno: iconoclasta
incomprendido”– fue todo un suceso. Se podía leer ahí una velada crítica a la
doble moral de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, la que comparaba
muy literariamente con el andar de un lobo estepario. Pero mientras escribía
esto, seguía profesando la fidelidad del matrimonio monogámico como un bien que
dios todopoderoso, infinito y omnisciente creador del cielo y de la tierra,
había legado a los hombres. Fue ahí cuando comenzó a cuestionarse por qué
“hombres” era sinónimo obligado de “humanidad”. Su crítica, que enlazaba muchas
preguntas, ya no pudo detenerse más.
En el seminario había sido testigo –¡y víctima!– de numerosos abusos, de
demasiadas tropelías. La gran mayoría, por no decir siempre, ligados al ámbito
sexual. Eso le había marcado a fuego para toda la vida en muchos aspectos, pero
nunca se había atrevido a contarlo. Ni siquiera a Beatrice. Eran sus secretos
mejor guardados.
Aunque, como se sabe, la basura escondida debajo de la alfombra no
desaparece: no se ve, pero ahí está, y en cualquier momento puede reaparecer. Con
Benedetto, la acumulación de basura se le estaba volviendo demasiado tóxica. No
sabía cómo manejarla.
Después de tres años de unión, no habiendo bajado la pasión pero sin que
apareciera el anhelado hijo, comenzaron los primeros indicios de decepción, de
cansancio. Durante todo ese tiempo jamás discutían. Ahora Benedetto, sin
quererlo, pero al mismo tiempo sin poder controlarlo, por primera vez comenzaba
a expresar algún reproche en relación a la falta de fecundidad. Decidieron
consultar con una especialista en el tema.
Luego de todos los exámenes necesarios, ambos entraron en tratamiento. La
doctora que los atendía indicó que los resultados no serían inmediatos,
teniendo que esperar quizá un año para lograr el embarazo. Pasó ese tiempo,
pero el niño no aparecía.
Benedetto, fiel católico, transmitía con pasión a su amada que en los
momentos más aciagos es cuando más tiene que resaltar la fe. Ahora, en esta
circunstancia dura, recomendaba con encendido amor a Beatrice que era cuando
más creyentes debían mostrarse, y más que nunca entregarse al Altísimo. La
joven, comenzando a desesperarse, quería creer que esos ruegos darían
resultado. Sus catequesis matrimoniales, desarrolladas con pasión desbordante,
les ayudaban en su ejercicio espiritual.
Enseñaban a jóvenes parejas, cada vez con más celo, con más devoción
religiosa, que la fidelidad conyugal puede con todo, que el amor a su
acompañante de vida, estuvieran o no cristianamente casados –pero mejor si
habían recibido el sagrado don del matrimonio– resolvía cuanta adversidad se
presentara en la vida. Y, de hecho, se presentaban ellos como fiel ejemplo de
esa fe, de ese amor y entrega absoluta a los designios del Creador. Pese a no ser
bendecidos aún con la gracia de un nuevo ser, eso que para otros podía ser una
desgracia, había que saber interpretarlo como el mensaje divino para que se
unieran más como pareja.
Luego de casi dos años de infructuosos tratamientos, comenzaron a
contemplar la posibilidad de una adopción. Benedetto propuso un niño africano,
“un negrito”. A Beatrice, esencialmente racista como era, si bien lo disimuló
con astucia, esa idea la espantó. Fue ahí cuando concibió el proyecto salvador:
buscaría hacerse embarazar por otro hombre.
Por supuesto, tendría que ser un blanco (la idea de un hijo negro la
horrorizaba). Debía hacerlo con mucho tacto, buscando que el padre biológico
quedara absolutamente claro respecto al posible hijo por nacer: no tendría nada
que reclamar, y una vez cumplidos los servicios de semental, debía olvidar para
siempre lo ocurrido.
Comenzó a incomodarla algo el hecho de predicar una cosa en sus cursos
parroquiales y hacer exactamente lo contrario en su cotidianeidad. Pero… “Dios lo perdona todo si hay arrepentimiento
de los pecadores”, se convencía rápidamente. Sin mayor culpa, se dio
abiertamente a la tarea. Probó con tres distintos hombres. Finalmente, el
“milagro” se consumó.
La pareja desbordaba de alegría. Más aún Benedetto, que se repetía a cada
instante que la fe lo puede todo, que la “misericordia
divina no tiene límites”. Cierta frialdad en Beatrice cuando él expresaba
su dicha lo sorprendió un tanto. La sorpresa se tornó en abierta desconfianza
el día en que la joven madre tuvo un lapsus
linguae con él, llamándolo por otro nombre: Luigi, un amigo común de la
pareja. El profundo sonrojamiento de su esposa, allí donde se esperaba una
simple sonrisa benevolente ante el equívoco, lo terminó de convencer. “Aquí hay gato encerrado”, concluyó.
Nunca quedó claro cómo hizo Benedetto para llegar a saber que ese vástago
no era su hijo biológico, aunque llevara su apellido. Intuitivo como era, esas
mínimas señales por parte de su esposa y la exagerada preocupación de Luigi por
la salud del niño (había nacido ochomesino), le fueron abriendo esa
perspectiva. Con ayuda de algún soborno que tuvo que pagar por allí y las
confesiones de alguna enfermera chismosa que nunca falta, llegó a la conclusión
temida. La prueba de ADN, hecha en secreto respecto a su pareja, fue
demoledora, pues confirmó fehacientemente lo que ya venía intuyendo. Benedetto
guardó silencio con Beatrice ante lo descubierto.
Un día cualquiera desapareció de la casa. Tres días después, cuando ya era
buscado por la policía ante la angustia de todo el mundo, hizo llegar a su
compañera de vida una carta con una sucinta explicación del porqué de su
desaparición. Lo pensó infinitas veces; buscó vías alternas, lo consultó con su
almohada, y también con su cura confesor, y finalmente optó por esta solución.
Había pensado, entre tantas cosas, matar a madre e hijo. Pero Bruno –así lo
habían llamado, en honor al teólogo italiano del que Benedetto era casa vez más
admirador– no tenía culpa en el asunto, por lo que hubiese sido cruelmente
injusto su deceso.
Las clases de Benedetto cada vez eran más impresionantes. Sí, sí:
¡impresionantes!, pues matizaba las agudas críticas a la religión con mordaces
chistes sobre sacerdotes y monjas. Se burlaba de la Iglesia Católica, pero más
aún, de su hipocresía. Su conocimiento de la Biblia, pero más aún de los
grandes teólogos medievales, era proverbial. De ahí que podía citar en latín, y
de memoria, los pasajes que le parecían más contundentes. “Vosotras, las mujeres, sois
la puerta del Diablo: sois las transgresoras del árbol prohibido: sois las
primeras transgresoras de la ley divina”, reproducía por ejemplo de San Agustín, quien
antes de ordenarse sacerdote era un noble sibarita que se jactaba de no
acostarse dos noches seguidas con la misma mujer. O a Santo Tomás, de quien se
mofaba al citar su célebre formulación de “No veo la utilidad que puede tener la mujer
para el hombre, con excepción de la función de parir a los hijos”. Sus superiores comenzaban a ponerse
nerviosos, pues su apostasía ya iba demasiado lejos.
Su posición había ido evolucionando paulatinamente desde una velada crítica
a una abierta y frontal confrontación con la Iglesia. Si las clases magistrales
en la universidad eran demoledores ataques con altura académica, los grupos
parroquiales con jóvenes próximos a celebrar sus nupcias eran infinitamente más
mordaces, más agresivos.
Empezó a proclamar el amor libre, la pareja abierta, atacaba acremente la
hipocresía contenida en la monogamia y el amor eterno.
Después de la desaparición temporal, reapareció en forma espectacularmente
histriónica. En el patio de la universidad, con la ayuda de varios estudiantes
y amigos, remedó la hoguera donde fuera quemado vivo Giordano Bruno en 1600.
Con el torso desnudo y manchado de lo que parecía sangre (era sangre
figurada), espetó con fiereza las palabras que el teólogo italiano profiriera a
sus verdugos en aquel entonces: “Tembláis
más vosotros al anunciar esta sentencia que yo al recibirla”. Ya en lo que
representaba la hoguera, con un megáfono de alta potencia que le acercaron
denunció a los cuatro vientos: “Fui
engañado por mi cónyuge. Pero la culpa no la tiene ella, en tanto mujer
“pecadora”. No existen las mujeres pecadoras. No hay pecado. La culpa la tiene
la hipocresía de una unión que es mentirosa, mezquina, imposible. La culpa la
tiene la Santa Madre Iglesia por continuar manteniendo tantas mentiras”.
Los médicos del Hospital Psiquiátrico donde lo condujeron amarrado no
quisieron internarlo. Dijeron tajantes que este nuevo Bruno… ¡no estaba loco!
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