Caía
la tarde en aquella ciudad latinoamericana, populosa, enloquecedora, donde se
daban cita por igual aspectos super desarrollados de la más majestuosa
prosperidad (ostentación de lujos desmedidos, cultura de alto nivel e
investigación científica) junto a la más sórdida pobreza y marginación.
El
basurero municipal era una muestra elocuente de ello. Junto a desechos de un
consumismo voraz, con joyas y una parafernalia de artículos de alto lujo que,
por descuidos, iban a parar a las montañas de basura, se daba una vida
subterránea: los niños y jóvenes que vivían allí.
Semi
ocultos entre los basurales, sucios, harapientos, sombras entre las sombras,
había una pléyade de habitantes de las inmundicias. No trabajan como
recicladores sino que, ante la mirada benevolente de las autoridades que les
dejaban estar, había no menos de 500 personitas que sobrevivían en condiciones
infames, comiendo restos, guareciéndose del frío con cartones y papeles,
prolongando cada día el martirio que significaba vivir ahí.
Para
soportar el hambre y el frío, además del indecible dolor de la exclusión y el
abandono, todos consumían solventes a modo de droga. Casi en su totalidad
morenitos, de negros ojos y cabellos y achaparrados cuerpos (por la
desnutrición crónica), la Loquita llamaba la atención porque era distinta.
Hacía
unos meses se había integrado al grupo, y en realidad nadie sabía con exactitud
nada de su historia previa. Hablaba muy poco, casi nada. Llamativamente rubia y
de ojos verdes, tenía una edad imprecisa, pero se veía que era una adolescente.
Muy bonita, la crudeza de esa subsistencia ultrajante la había vuelto un
monstruito. Lo que llamaba la atención, de los otros niños y jóvenes así como
de los educadores populares de las fundaciones samaritanas que se acercaban al
basurero, es que la Loquita, como la habían apodado, hacía honor a su mote. Era
casi impenetrable, no hablaba, pero a veces reía sola y gritaba cosas
incomprensibles. Tobías, el joven que, además de educador voluntario de calle
era estudiante aventajado de guitarra en el Conservatorio Municipal, decía que
esos delirios tenían que ver con lo musical.
“¡Váyanse de aquí, corcheas de mierda!
¡Pentagrama hijo de puta! ¡Bemoles asquerosos, aléjense!”, gritaba exaltada
la jovencita, con la mirada perdida y manos crispadas.
Aquella
tarde, uno de los muchachitos del grupo había encontrado entre la basura una
guitarra. La trajo a las precarias viviendas de cartón e improvisados plásticos
donde se reunían todos los desarrapados, y la dejó allí casi con desdén. Por la
noche, alguien la hizo sonar. Más exactamente, la probó, afinándola. El
instrumento tenía muy buena sonoridad; para calibrarla, la Loquita –ella era
quien la tañía– hizo sonar varios acordes. El Sapo, virtual jefe de la banda
–joven de dieciocho años, con la cara oxidada por la sal de esa perra vida que
llevaba desde hacía años–, se despertó al escuchar los sones, y la vio.
Al
día siguiente no paraban las burlas para con la Loquita. Nadie festejaba que
supiera tocar la guitarra sino que, por el contrario, se mofaban de eso como si
fuese una enfermedad, una excrecencia, una oprobiosa condición.
Esa
mañana visitaron el basurero los educadores de la Fundación Niño Alegre. Entre
ellos iba Tobías. El Sapo, junto a otros varones, comentó entre risas e ironías
que la Loquita tocaba la guitarra. Nadie lo creyó. Los educadores la
interrogaron, ante lo que la jovencita se limitó a escupir al Sapo. Impidiendo
una gresca entre todo el grupo, como solía suceder, o que los varoncitos la
emprendieran contra la Loquita, la coordinadora de los educadores, Gladys, se
refirió con toda dulzura hacia la joven. Le preguntó si era cierto que tocaba
la guitarra.
Interpelada,
no hizo sino tomar el instrumento en sus manos y acomodarse para interpretar.
Ese acto despertó una increíble expectativa, pues cogió el instrumento con las
piernas abiertas, alzando la izquierda y haciéndola descansar ante un
improvisado banquito. “Posición de
concertista”, atinó a decir Tobías. Antes que la joven comenzara a tocar,
se acercó al instrumento y, con cara desencajada, preguntó: “¿De dónde sacaron esto? ¡Es una Fleta
original! ¡¡No tienen idea de lo que cuesta esto!!”
Sin
dejar terminar esas palabras, la Loquita comenzó su ejecución. Todos,
absolutamente todos, quedaron estupefactos. Interpretó las Variaciones sobre un
tema de Mozart, del español Fernando Sor. La sonoridad era espectacular. La
situación era inconcebible: una guitarra de concierto de alta calidad tocada
con manos maestras junto a las montañas de basura constituían un paisaje
dantesco, inenarrable.
La
música encanta a las fieras, suele decirse. Probablemente sea cierto, porque el
silencio sepulcral que se hizo cuando la Loquita desarrolló la obra, jamás se
había logrado en ese grupo de hiperquinéticos jovencitos, siempre bulliciosos,
eternamente movedizos, irrefrenablemente gritones.
La
obra completa dura casi diez minutos. En ese lapso, nadie, absolutamente nadie
profirió una palabra. Todos quedaron hipnotizados. Las dificultades técnicas
que ofrece esa partitura son endemoniadamente difíciles, una de las piezas más
complicadas de ejecutar de toda la producción guitarrística existente.
“¡Por dios! ¡No lo puedo creer!”, dijo
Tobías cuando sonó el último acorde (mi mayor, arpegiado, de sexta a la primera
cuerda, con una intensidad que parecía una orquesta de cuerdas completa). “Tengo que reconocerlo: la envidio, la
envidio sanamente. No puedo creer lo que escuché. Una digitación perfecta, un
fraseo impecable. ¡Ni un solo error en toda la obra!, ¡¡ni uno solo!!
Majestuosa. Técnica de Abel Carlevaro: ni un solo arrastre se escuchó.
¡Impresionante! Y una expresividad que hace llorar de emoción. Creo que ni mi
maestro, mi respetado W., podría sacar esos sonidos. Yo estoy estudiando esta
pieza, pero estoy a años luz de esta maravilla…”. Dirigiéndose a la
Loquita, con una angustia que no podía esconder, preguntó alterado: “¿De dónde saliste, nena? Ah…, esta debe ser
la famosa alumna de W., que desapareció misteriosamente el día que tenía que
actuar en el Teatro Nacional, y que algunos dicen que se volvió loca. Seguro
que sí. Eras la promesa más grande de la guitarra, ganadora del Premio F. a los
jóvenes talentos… ¿De dónde saliste?”
Nadie
sabía qué decir, cómo continuar la escena. ¿Aplaudir? ¿Felicitarla?
¿Profundizar las preguntas de Tobías? ¿Burlarse? Terminada la ejecución, la
Loquita rompió la guitarra con fuerza feroz, golpeándola contra unas piedras.
Cuando la detuvieron, el instrumento ya estaba hecho trizas.
Pocos
días después, Tobías y otros educadores la visitaban en el Hospital Municipal
Dr. C. Nadie podía entender lo sucedido. Con un envase de vidrio la Loquita
–que era Gabriela R., coincidiendo con lo que había pensado el educador-músico–
se había cercenado su mano izquierda. Las psicosis, sin duda, pueden producir
estragos.
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